Hacienda patriarcal y el 10 de octubre de 1868 (portada).
¿Qué sucedió realmente el sábado 10 de octubre de 1868, una fecha clave en la historia cubana?
Este es el tema que aborda el reciente libro del historiador Ángel Velázquez, Hacienda patriarcal y el 10 de octubre de 1868.
Este texto también entra en una discusión más amplia sobre la que he escrito en mi ensayo Modernidad y capitalismo en Cuba: apuntes para una polémica. Intentaré aquí revivir ese debate, que el libro de Velázquez toca de manera indirecta: ¿cuándo comienza el capitalismo en Cuba?
Este tema fue un punto conflictivo para el materialismo histórico, la filosofía oficial del gobierno cubano en los años sesenta. Siguiendo a Marx, el capitalismo aparece con la abolición de la servidumbre, lo que en el contexto caribeño corresponde a la esclavitud. Sin embargo, esta no se abolió en Cuba hasta 1886, cuando ya se habían difundido las ideas de la Ilustración, un siglo antes de la fecha emancipatoria.
Para resolver este dilema dentro del materialismo histórico —donde la “superestructura” debe ser posterior a la base económica y no al revés, como señala este hecho histórico—, algunos historiadores cubanos después de 1959 establecieron que el capitalismo en Cuba tuvo su origen en el régimen de plantación esclavista, basándose en algunos apuntes de Marx previos a su célebre Prólogo a la Contribución de la crítica de la economía política de 1859.
Según esta interpretación, el régimen de plantación se asimilaba al capitalismo, lo que dejaba tiempo para explicar las ideas republicanas y liberales que inspiraron el Grito de Yara.
El libro de Velázquez cuestiona esta tesis, sugiriendo una nueva interpretación de lo sucedido en el ingenio de La Demajagua. Su análisis retoma una idea original de Juan Pérez de la Riva: la existencia de dos Cubas, una Cuba A y una Cuba B, que representaban dos tipos distintos de economía y estructuras sociales, pero bajo una administración colonial unificada.
En la Cuba B —que incluía las actuales provincias de Granma, Las Tunas, Camagüey y Holguín, en la región del Cauto— predominaba un sistema esclavista patriarcal, con un modelo económico más cercano al feudalismo que al capitalismo. Este sistema estaba basado en el arrendamiento de tierras, propio de las haciendas ganaderas, con una tendencia a la autarquía.
En contraste, la Cuba A, que correspondía a Occidente y parte de lo que hoy es Santiago de Cuba, estaba dominada por el sistema de la plantación azucarera, que era capitalista según la interpretación marxista tradicional.
Para Velázquez, que sigue la línea de su mentor, el historiador Jorge Ibarra, el capitalismo no abarcaba toda la Isla. Reducir la Cuba B a una porción no determinante de la situación nacional sería, según Velázquez, una consecuencia del período posterior a la Guerra de los Diez Años, cuando muchas de estas haciendas quedaron arruinadas durante el conflicto.
Las contradicciones entre ambas regiones se reflejaban en aspectos económicos, como el rechazo de la Cuba B al librecambismo, que enfrentaba la competencia de la carne proveniente de Argentina. En cambio, el sistema de plantación de la Cuba A favorecía el librecambio.
Estas contradicciones también apuntan a la hipótesis de Ramiro Guerra, quien planteó hace más de un siglo que la Doctrina Monroe, aplicada por los Estados Unidos con más fuerza tras el fin de la Guerra Civil estadounidense —en particular, durante la presión contra Francia por su intervención en México—, hizo que los hacendados de la Cuba B, que no veían amenaza con la abolición de la esclavitud, creyeran que sus esfuerzos independentistas serían respaldados por Estados Unidos (p.671).[1]
Otra contradicción entre ambas Cuba queda demostrada por el hecho de que parte de los representantes de la oligarquía azucarera occidental, unidos al partido español, impidieron que la Junta de Información de 1867 lograra la abolición gradual de la esclavitud.
Por otro lado, había otra razón para que los hacendados, a quienes Velázquez denomina “cautócratas”, abrazaran el camino independentista, diferente del de sus compatriotas habaneros, que buscaban reformas o que eran cautelosos frente a un levantamiento precipitado.
Esta razón era el peso de la usura. El libro de Velázquez muestra cómo las hipotecas constituían una carga insoportable, que empeoró durante el período inmediato a la insurrección.
Aunque Velázquez no lo menciona explícitamente, este fue también el momento en que España impuso un impuesto directo superior a los anteriores, lo que duplicaba la carga tributaria, a la que se sumaba la crisis económica mundial de 1866. Esta situación hacía insostenible la situación de los pequeños propietarios agrarios, que se veían ahogados por las deudas y por el poder usurero del sector comercial español en Cuba.
En lugar de la típica interpretación de que la insurrección fue el resultado de la alianza entre los sectores más desfavorecidos, como los esclavos, y los grandes terratenientes y plantadores, que habrían intentado hacer una revolución burguesa, Velázquez propone que la guerra fue más bien un movimiento de la clase media agraria. Este sector, preocupado por conservar su modo de vida frente a la amenaza de desaparición como clase, luchaba para evitar que sus tierras pasaran a manos de las plantaciones azucareras.
Como Velázquez explica: “Los insurgentes en el grito de independencia eran campesinos: arrendatarios, subarrendatarios, aparceros y pequeños propietarios de tierras en usufructo. Este enfoque entra en conflicto con la historiografía tradicional, que insiste en que la guerra fue liderada por una élite terrateniente, quienes supuestamente habrían liberado a sus esclavos el mismo día del levantamiento”.[2]
Este movimiento no tenía todos los rasgos de lo que Marx describiría como una revolución burguesa, aunque las ideas liberales proclamadas por el Manifiesto de la Junta Revolucionaria eran propias de la burguesía europea.
Podría decirse que los hacendados estaban de acuerdo en abolir la esclavitud y eliminar la carga impositiva impuesta por España, aunque su modo de vida y su sistema económico no favorecían los avances de la industrialización. Los que sí pudieron incorporar estos avances fueron los ricos plantadores de la Cuba A, pero muchos de ellos preferían esperar mejores circunstancias, ya sea para reformar el sistema o para un cambio revolucionario.
La existencia del sistema de esclavitud patriarcal en la Cuba B, tal como lo señala Velázquez, demuestra que el capitalismo no era un sistema extendido en toda la Isla antes de 1878. En Cuba, las ideas liberales heredadas de la Ilustración fueron más avanzadas que la estructura social y económica del país, que era compleja y mixta.
Por tanto, resulta poco plausible, como ha hecho la historiografía cubana reciente, considerar a Luz y Caballero como el filósofo representante de los sectores avanzados que aspiraban a una nación autónoma o independiente, ni a los seguidores del pensador francés Víctor Cousin (por ejemplo, los hermanos González del Valle) como los opositores al cambio de estatus político de Cuba.
Los sectores radicales del 10 de octubre de 1868, en realidad, eran los menos integrados al capitalismo internacional. Su visión del cambio podría fundamentarse en uno u otro pensador, cuya oposición dependía de la dicotomía entre reacción y revolución en el contexto europeo, pero distinta a lo que sucedía en este lado del Atlántico, donde la “clase” revolucionaria guardaba poca relación con el desarrollo del capitalismo.
Notas:
[1] Guerra, Ramiro. Manual de Historia de Cuba. Desde su descubrimiento hasta 1868. Ediciones R, Madrid, 1975 (p.671).
[2] Velázquez, Ángel. Hacienda patriarcal y el 10 de octubre de 1868. Exodus, 2024 (p.128).
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