A propósito de Andrea Zanzotto

Cuando T. S. Eliot anunciaba, hace más de 60 años, que la ausencia de poesía podía incidir sobre la sociedad en su totalidad, es decir, incluso sobre aquellos que no gustan de la poesía, “incluso sobre aquellos que ni siquiera conocen el nombre de sus poetas nacionales”, no hacía otra cosa que darle apariencia de sentido común a un gesto casi desesperado de buena voluntad. Podríamos llamar a esta constatación provisional “el síndrome noruego”, recordando otra cita del propio Eliot: “Yo no puedo leer poesía noruega, pero si me dijeran que ya no se escribe poesía en noruego sentiría una inquietud que sería mucho más que una compasión generosa. Lo consideraría como un foco de una enfermedad que probablemente llegaría a extenderse por todo el continente, como el comienzo de una decadencia que significaría que ningún pueblo podría ya expresar, ni en consecuencia sentir, las emociones de los seres civilizados”. 

No es muy alentador constatar que estas palabras, pronunciadas en las elegantes salas del Instituto Británico-Noruego a finales de la Segunda Guerra, han devenido una profecía sobre el estado actual de la sensibilidad poética. El virus de la indiferencia poética se ha convertido ya en una epidemia. 

Tal vez por eso un gran poeta como Andrea Zanzotto sigue siendo uno de los grandes desconocidos de la literatura italiana. Hace años, cuando prologué una antología suya para el lector mexicano (la primera que se traducía al español), no tuve más remedio que presentar a Zanzotto a partir de su relación con Eugenio Montale, sin duda el mayor poeta italiano en un siglo, el XX, pródigo en grandes poetas. Recordé, por supuesto, a Gianfranco Contini, que colocó a Zanzotto a la altura de Montale. Pero al mismo tiempo traté de rastrear las causas de ese bivio, sin duda injusto, que deparó a Montale el premio Nobel de Literatura y a Zanzotto el oscuro destino de poeta dialectal.

La diferencia, creo, radica en que Zanzotto no hizo, como Montale, tabula rasa; no evitó los cadáveres de su tradición. Al contrario, hizo autopsias detalladas del petrarquismo y el decadentismo, antes de adoptar un tono sarcástico no exento de nostalgia. En el panorama de su autodenominada “nueva generación”, Zanzotto fue una rara avis. Tenía algo de la intención dialógica de Montale y del “naturalismo” de Quasimodo, pero insinuaba aspiraciones más radicales. Al final, su discurso poético logró mayor autonomía que el resto de sus contemporáneos sin tener que afiliarse a la ruptura ideologizante de Pasolini ni al dogmatismo militante de las neovanguardias (Sanguineti, Pagliarani, el Grupo 63).

Otra de las cosas sobre las que valdría la pena insistir a la hora de “rescatar” a Zanzotto es en las características actuales de la poesía dialectal. Ese bosque poético es más una superposición que una síntesis, una pluralidad barroca, alejada del modelo de una “lengua nacional”; un caldo donde hierven la tradición unificadora, el dialecto como potencia viva, el latín como raíz y como gramática, otras lenguas europeas… En ese universo plurilingüe percibimos los ecos de un “habla sensual” rescatada en el esfuerzo poético: el balbuceo primario y esencial del petèl, la lengua de los niños y de las nodrizas que Mandelstam consideraba un signo distintivo del discurso poético.

Después del big bang lingüístico de la Modernidad, todas las voces de una tradición pueden reclamar un lugar legítimo: las elegías, los cantos populares, los himnos históricos, el bel canto. Este regreso a una confusión amniótica de todos los registros de la cultura italiana es lo que une la poética de Zanzotto con la obra de Federico Fellini. Cooperación entre “poesía” y “cine” que, como puede apreciarse en Y la nave va o Casanova, no tiene que ver con las citas y/o el tono recitativo de fondo, sino que se sitúa un escalón más abajo: en el guazzabuglio lingüístico italiano, el humus de una tradición donde conviven, como bien ha visto Gadda, el burdel y el circo.

Mi libro preferido de Zanzotto sería una mezcla de las IX Ecloghe (1962) con algunos sonetos de la sección “Ipersonetto” de Il Galateo in bosco (1978). En ese libro hipotético contemplamos mejor la superposición de dos mundos: cultura y naturaleza. El término galateo alude al tratado de buenas costumbres redactado por Monseñor Giovanni Della Casa en 1552: Galateo, ovvero dei costumi1. El “bosque” es el que rodea la abadía de Nervesa, donde Della Casa y otros poetas compusieron varias obras bucólicas. Inevitablemente, este jardín natural es también un topos literario donde coinciden la tenebrosa selva de Dante, la silva encantada de Tasso, la fronda de Ariosto, la arboleda sannazariana de Nicolò Zotti… 

Por un lado, la cultura codificada (que tiene su epítome en el género “manual de las buenas costumbres”); por otro, una naturaleza virgen, salvaje; en realidad, un territorio de residuos sedimentados donde se intercambian procesos orgánicos e inorgánicos de acumulación y descomposición: el humus de los versos petrarquistas o latinos escritos en la abadía, los sonetos de Gaspara Stampa (que también pasó allí una temporada), la obra de los poetas dialectales padovanos del siglo XVIII (en especial Nicolò Zotti, “Dottor e Avvocato” de los Comunes de Montello por cuenta de la República de Venecia, autor con seudónimo de una Oda Rusticale explícitamente citada en el libro de Zanzotto). 

Toda esa cultura acumulada, hipercodificada, forma parte de una historia bioquímica que unifica seres humanos y vegetales, animales y piedras, monumentos y archivos. En ese paisaje tiene lugar la antropomorfización de la naturaleza y la “naturalización” de lo humano, garantizadas por un conjunto de reglas que rigen la simbiosis y la vida en común.

Tras muchas décadas de paciente trabajo poético, Zanzotto ha logrado encontrar un punto donde se cruzan el símbolo, la infancia, la naturaleza y el sonido. Esa “cuadratura” no es otra cosa que lo que Seamus Heaney, otro poeta situado en el mismo “cruce”, denomina “el sentido del lugar” (the sense of place). Cuando el paisaje se funde con ciertos sonidos ante los cuales responde la imaginación, la sensación de pertenencia a un lugar determinado se intensifica.2

Siempre fiel al mismo paisaje de su Véneto natal, Zanzotto entrecruza como ningún otro poeta contemporáneo de su lengua la tradición oral y una cultura literaria codificada, un resumen del canon. El resultado es una voz que parece hablar desde un paraje de hipnosis repentinas, que expresa emociones con palabras radicalmente propias, palabras que ya nunca estarán separadas de esas emociones. Para un lector de poesía moderna estos cruces podrían ser el equivalente de una Arcadia posible, y su profeta italiano, el último de sus grandes bardos.

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Notas:

El título deriva, según se dice, de una latinización de Galeazzo, por Galeazzo Florimonte, obispo de Sessa, quien sugirió la obra al autor. Convertido en sustantivo común, “galateo” tiene el significado de “buena crianza”, “educación”, “buenas maneras”. El libro de Della Casa consta de treinta breves capítulos donde se examinan los comportamientos que deben evitarse y se sugieren los correctos (en la mesa, en la conversación, en la vida diaria) de acuerdo con el código de la época. “Galateo” puede además ser leído como el masculino de Galatea, la ninfa cuyos amores con Polifemo han inspirado a una buena parte de la poesía bucólica, desde Teócrito hasta Petrarca, Góngora y Cervantes.

“Es esta sensación, esta respuesta de reconocimiento al maridaje entre el país geográfico y el país mental, tanto si este país mental obtiene su coloración gracias a una tradición oral compartida y heredada como si la debe a una cultura literaria saboreada de modo deliberado, o gracias a ambas, es este maridaje la más fértil de todas las posibles manifestaciones de pertenencia a un lugar”. Seamus Heaney: “La sensación de pertenencia a un lugar”, en De la emoción a las palabras, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 117.