Artaud en La Habana

¿Era Artaud, auténticamente, un surrealista? ¿Un seguidor de Breton? En ciertos momentos lo puede parecer. Pero solo cuando estaba “sano”. Cuando el surrealismo era más un fármaco, una cura por la retórica. 

Y atractiva, dicha retórica, pues ayudó a un cambio de los paradigmas de la Literatura, sobre todo la francesa, y por extensión a las vanguardias internacionales del siglo XX. Desplazaba los mecanismos técnicos y morales de la tradición hacia una nueva profundidad alojada en los entresijos biológicos, siguiendo la huella de los románticos alemanes, pero desalojándola (en lo posible) del mito, de los misterios de los médicos alemanes cercanos a la magia y los autómatas y lo automático como Doble de lo desconocido:

“Contra la miseria psicológica, empobrecida y estereotipada, la escritura automática busca revelar lo más hondo de la conciencia, o, mejor, del inconsciente, de eso que aún no emerge ni se conoce en el estado actual del desarrollo humano… busca hacer ver lo invisible, la conciencia olvidada. Sintaxis del pensamiento libre”.

Para Artaud, lo automático era juego de niños. Su sufrimiento metafísico no podía exorcizarse trasegando verbalidades automáticas. Ningún lenguaje habla por sí solo, a no ser en casos extremos de la literatura ajena a su noción de las Bellas Letras. 

El poeta no debe ser solo un ventrílocuo, aunque la mayoría lo son, y los mejores practican un recitativo espontáneo, atravesados por la tradición y una mente colosalmente proyectiva, lo cual abre la Modernidad Literaria Internacional y las Vanguardias Latinoamericanas.

Los poetas (sobre todo los grandes poetas) conocen sus límites, y ese conocimiento les permite ampliarlos o trabajar a plenitud dentro de ellos. El desarrollo, las transformaciones de un poeta, sus sorpresivas inauguraciones en nuevos “campos de pastar”, no tienen lugar en el tiempo o la edad: el anciano Yeats y el último Juan Ramón Jiménez, Los cantos pisanos de Ezra Pound, y el postrero Fragmentos a su imán de José Lezama Lima, solo por traer unos escasos ejemplos, son “sabios” por acumulación pero, además, por una paulatina, gradual biología de la cual el arte no puede desentenderse.

Un Doble de chamán en vez de un chamán es lo más acertado para escribir Poesía, pues la distancia debe ser preservada. Y por otro lado, la lucidez literaria (cuyo maestro era Mallarmé) introducía el Secreto en Literatura, pero en recintos demasiado estrechos, vueltos cuevas y escaleras, aunque fuese con la vigilia de lo estelar (en Un Coup de dès) que desde afuera completaba el sentido. Jules Laforgue (1830-1887), otro adelantado, de cierto modo prefiguración de Artaud por sus “balbuceos” (contrapunteados por versos duros, exabruptos, versos aislados en su sentido, puntuación ajena a la tradición del verso francés) que eran poesía, decía de Mallarmé:

“En el señor Mallarmé —contemporáneo de los parnasianos de factura razonada y de la primera debilidad experimentada en la poesía, por hacer psicología descriptiva y didáctica— no es el balbuceo del niño que tiene dificultad, sino del Sabio que divaga; no se trata nunca de una divagación de imágenes como en el sueño y el éxtasis inconsciente; es decir, de sentimientos expresados con lo inmediato del niño que no tiene a disposición más que el repertorio de sus necesidades, sino de la divagación razonada, consciente y, muy a menudo, se ve que no es de primera fuente”.

Artaud en La Habana. Textos inéditos y olvidados, el libro de Pedro Marqués de Armas publicado recientemente por la editorial Casa Vacía, puede ser leído como una investigación casi policial. Marqués de Armas opta por un narrador especulativo, en varios sentidos. Porque la ficción (la verdadera, al ser ficción, al tratar con fantasmas) es metafísicamente detectivesca. Y las obras cuyo vaivén es pura inventiva y averiguación a la vez, lo novelable y el ensayo como contrapunto, como hace Marqués, trabajan con los agujeros, con lo que no sabemos ni podremos saber; agujeros que no son fáciles de cubrir con fáciles elipsis (mucho más cuando escasean los materiales y testimonios), a no ser que sean detentores de secretos que suscitan, en el ojo de la mente, un elemento más de la ficción.

En la página 19 del libro, el autor declara (los subrayados son míos):

“La imagen brumosa que tenía de su llegada a La Habana y su desaforado descenso, me llevó durante días a sospechar de alguna lectura olvidada, pero, por más que busqué, no di con ella. ¿Y si esa imagen en lugar de conformarla alguna lectura simplemente la escuché en Cuba? Y además, ¿por qué rondaba en mi mente la imagen del polizón? La ruta del San Mateo, un barco de mucho menor calado sobre el que existe abundante información, era la siguiente: El Havre-Nueva Orleans-La Habana-Nueva Orleans-El Havre. Imposible no sospechar que aquel retraso de veinticuatro horas en relación a su embarque en Amberes pudo deberse a una oferta más barata. (…) De manera que pudo, muy bien, dirigirse a última hora a El Havre para hacer la ruta en aquel carguero, si no es que se encamino siempre al puerto francés y Amberes fue un modo de despistar cuando no de ʻparecerʼ”.

Los textos escritos en La Habana aquellos días, las cartas, las rememoraciones de los días habaneros, solo sirven como puntos de apoyo que Marqués de Armas distribuye con pericia elíptica. Tampoco creo que la prensa habanera estaba preparada para explicar no ya el surrealismo radical, sino aquello que parecía surrealismo pero no lo era, pues pertenencia a la literatura del programa artaudiano, discutible dentro de las vanguardias en general. 

¿Era esto (publicado en El disco verde, 1925) surrealismo?:

Conmigo dios-perro, y su lengua
que como una flecha horada la corteza
del doble casquete abovedado
de la tierra que la disloca.

Bajo los senos de la tierra horrorosa
dios-la-perra se ha retirado,
de los senos de la tierra y de agua helada
que pudren su lengua hueca.

He aquí la virgen del martillo,
para triturar las cuevas de la tierra
donde el cráneo del perro estelar
siente subir el horrible nivel.

Ciertamente, toma fuerzas del surrealismo como actitud y entusiasmo parisino. Pero no hay tanta libertad verbal (discontinuidades, metáforas sorpresivas e impactantes, fraseo y dicción y sintaxis libradas a una otredad confusa, donde el Doble no era posible pues la libertad era la punta iniciática del canon surreal). El surrealismo no paraliza: es su propiedad fundamental. Y en la tradición francesa, a pesar de sus normativas y encogimientos de los versos, la Academia y una Retórica Institucional que la vigila, Breton y sus seguidores a principios del siglo XX crean otraliteratura. Pero no cuentan con Antonin Artaud: eso no parece ser literatura ni transgresión todo el tiempo.

No creo que Artaud fue tan esperado en La Habana, como sí lo fue Lorca. Era difícil ubicar su “poética”, su manera de ver y sentir la literatura. Era un surrealismo incomprensible. Era más bien una poética (visionaria) de la Cosmogonía, con la vista (obsesiva, de una extraña y novedosa lucidez) puesta en el paisaje, pero el ojo no como aparato fotográfico, sino porque la “obra no debía estar separada de la vida”. 

Lorca podía recorrer la isla en coche. Ya traía su “cosmogonía” gitana, maleable con la africana, pero no peligrosamente visionaria. Duendes juguetones. Arteros, pero juguetones.

Grandes los dos, pero tan diferentes. ¿Cómo iban a ser “aceptado” en La Habana (y luego en México) a un hombre que no era exactamente un poeta, o cuya poesía aún no podía ser bien entendida en América? Ya había dicho:

“Sufro una espantosa enfermedad del espíritu. Mi pensamiento me abandona en todos los grados. Desde el hecho simple del pensamiento hasta el hecho exterior de su materialización  en la palabra”.

Cuba, La Habana, Artaud. ¿Lugar de paso inexorable, la islita? ¿Paso ineludible de un Rito de Paso? 

Cuba apenas entraba en el itinerario surrealista. Demasiado tropical y occidental. El paisaje no era tan imantador como querían Lezama Lima y los del grupo origenistacuyo catolicismo (Castellanía salpicada de paganismo) dio ritos, sí, pero de comensales y visitadores de fincas de campo, y un barroco espectacular cuya oscuridad era, además de sintáctica, visionaria, romántica por especulación e inspiración; como si Humboldt (poeta de la ciencia) hubiese recolonizado la isla con la compañía de Novalis, quien decía en su Enciclopedia (1138-V):

“El arte poético no es más que un voluntario, activo, productivo de nuestros órganos y quizás el pensamiento y la creación poética serían una misma cosa. Porque en el pensamiento los sentidos aplican la riqueza de sus impresiones a una nueva clase de impresiones, y al resultado de esto le damos el nombre de pensamientos”.

Comparada con México, Cuba carecía de pasado. El paisaje requeterverde nunca pudo trocarse en mito, cifra, espeluncos de gravitación amenazadora y potenciadora de culturas peligrosas. Hubo brujos y adivinadores, y árboles y yerbajos y serecillos feos que daban miedo de noche, pero nunca exageradamente “crueles”. 

Así, el teatro (más si se quiere “cruel”) es imposible. No roza la Tragedia. El destino y la sangre se deslizan discretamente como los riachuelos al estilo Siglos de Oro: agua enemiga de la sangre, lavadora de piernas de ninfas. Y esa tradición venía de España, donde (excepto en el derrame de sangre y el griterío torero y las procesiones lacrimosas en las arenas sureñas) las magias greco-latinas eran magia consentida. 

Magia de lo Imperial. Ausencia de bosques para aquelarre de brujas. Praga, con su magia alquímica y aparatosa, sus cacharros y fantoches, estaba lejos. Hispania (hija de árabes y judíos, adivinadores, cabalísticos) no amaba la cacharrería ni la locura alquímica: la Inquisición operaba amparada por una aceitada burocracia. Tampoco Francia, que prefería una magia planificada, cuyo ejemplo más dramático fue la Revolución: Teatro de la Calle e inventora de nuevos dioses y nuevo calendario. Y en La Habana, esperaba a Artaud el estamento intelectual de la isla, demasiado castellano aún, como turistas que trasladan en coche a su igual o semejante con velocidad republicana.

En el teatro de Artaud la crueldad no debe entenderse como violencia per se, sino como despertamiento de fuerzas dormidas o adormiladas que recorren las vísceras y la tierra. Lo correcto y lo incorrecto eran despojados de dialéctica moral a lo occidental (aunque tampoco una anarquía salvaje o ritualizada). No era cuestión de “representar” la crueldad, ni de carisma dramatúrgico. La repetición de la ficción se extraía de una memoria ancestral, la energía no era alcanzada por pericias, el azar planeaba como zopilotes en busca de su papel. No se actuaba a golpes emocionales profundos. El impacto era inesperado a medias. La sorpresa requería el crecimiento del mito en el actuante y el “observador”. 

En Europa, por lo general, había repulsión por animar imágenes, seres y cosas. Como en la China antigua, a nadie se le ocurría vender hechicerías (como aquellas cabras de madera que luego adquirían vida). Palo, piedra y arcilla estaban impedidos de vida. Y el movimiento de los bosques estaba regulado por leyes severas. La Razón como antídoto de la sinrazón. El mundo no debía crearse de nuevo: ya este servía como theatrum mundi

En El teatro y su doble, Artaud había colocado con claridad una de sus cartas:

“Para mi la situación que se plantea es que el teatro recupere su verdadero lenguaje, lenguaje espacial, lenguaje de gestos, de actitudes, de expresión y mímica, lenguaje de gritos y onomatopeyas, lenguaje sonoro en el que todos estos elementos vendrán a ser signos visuales y sonoros, pero con tanta importancia intelectual y significación sensible como el lenguaje de las palabras”.

Es cierto que vida y muerte (destino) conciernen al teatro. A la Literatura en general también, pero el teatro acentúa la pareja antinómica, tal vez porque sus signos apenas requieren intermediarios. Es Literatura, pero de la otra: la que lucha por su afuera, por el infinito, y obtiene la inmensa mayoría de su escritura y lenguaje de la realidad que utiliza y que cree re-presentar. Incluso las palabras, gritos y parlamentos de los hablantes tienen algo de la locuacidad de la Naturaleza. De cierto modo, el diálogo es con ella, cara a cara, o con sus dobles: el ritual, el ceremonial, la comunidad y sus enseres de colores vivos y sonidos despreocupadamente concertados.

En Artaud en La Habana, Pedro Marqués de Armas dice, con razón (página 49), que La Habana constituyó un “trillo mágico” o antesala para el propósito final de Artaud, que era cierto México. No todo México servía ya. El México occidentalizado aún deparaba sorpresas, pero en aquel rincón montañoso a donde quería ir Artaud los indios eran casi mudos para que la palabra no mutara en capital. Aquello todavía era Cosmos. Tierra y cielo se apoyaban en una viga invisible, como dicen los versos tarahumaras: “Sostenemos el mundo. Somos la columna del mundo”.

Para varias culturas antiguas del mundo, la viga hacía de centro cosmogónico.

En un artículo publicado en Tratados en La Habana, “Artaud y el peyotl”, Lezama formula para los tarahumaras (a través del peyotl, que no era una sencilla droga sino algo así como un elíxir de elevadas transhumancias) una magia cosmogónica al alcance de los hombres:

“La magia del peyolt terminaba, en su tolerable continuidad silenciosa, para los misteriosos tarahumaras, por hacer táctiles y acostumbrados los palacios inexistentes, creando culturas que nno se apoyaban, humos congelados que seguían desconocidas leyes de cristalización, relámpagos que prolongaban sus largas pausas, como si se hubieran trocado en metales. En tales culturas el hombre habitaba realidades que se fragmentaban y deshacían al saltar el límite de los cuerpos. Impulsado por el peyolt, el hombre creaba culturas meramente mentales, sin comprobación hipostasiada”.

Sí, un trillo preparativo, La Habana. Un trillo mágico-racial-ritual-geográfico que garantizara una mínima fortaleza previa. Si Artaud quería un “choque” deslumbrador, podía haberlo tenido en una habitación cerrada de La Habana, con el brujo adivino, especulador, caracoleante, y un escenario modesto (teatro de cámara) pero con suficientes semántica para invocaciones más o menos inescrutables, mucho más para un francés de “paso”. Pero no, allí no había posibilidad de que Artaud hallara su Doble. Su homúnculo sí, pero su Doble no. 

Artaud se resistía (a pesar de su enfermedad o trastorno del cuerpo/alma o personalidad) a ser un homúnculo. Los homúnculos son resultados de una magia pero no penetran lo suficiente en la realidad. Artaud tenía algo de Golem. Supongo que habían partes de su cuerpo que se endurecían inhumanamente. Esto facilitaba cierto género de pensamiento. Le llamamos poesía, pero no lo es. No es cultura. No es tradición. Y no opera por Inspiración. 

Yo veo el inicio de la “crueldad” ahí. Es una metafísica inherente, no propedéutica. Es casi Alquimia. Liturgia. La realidad y la naturaleza una misma cosa. Así el Ritmo, la energía, el verso como dislocado pero no ensoñado ni sacado de las fuentes de la consciencia.

Según Artaud:

“No quiero la creación separada. No concibo al espíritu separado de sí mismo. Cada una de mis obras, cada uno de los proyectos de mi mismo, cada una de las heladas floraciones de mi alma fluye babosamente en mí”.

Desentrañar a Artaud como escritor es un trabajo que puede ofrecer pocos dividendos y llevarnos a conclusiones divergentes y hasta confusas. Examino su poesía, y no me llama la atención la despreocupación a ratos de su escritura (él conocía su tradición al dedillo y frecuentaba a sus contemporáneos y debatía seriamente las poéticas en juego de la modernidad parisina; en honor a la verdad, el surrealismo —mucho más en su primera etapa de efervescencia, con verdadero espíritu de vanguardia y camaradería— le había señalado un camino de libertad a su lenguaje, y a la mentalidad que engendraban aquellas palabras en libre movimiento). Me resulta más fácil ver la renovación mental de Artaud (o su solapamiento dentro de su enfermedad) que un desafuero consciente o inconsciente de los versos, su sentido y sus relaciones intempestivas. 

En algún lugar leí esta declaración de un enfermo: “En mi enfermedad suprimí la impresión del tiempo. El tiempo no cuenta para mí”. Y recordé a Artaud. No porque él quisiera suprimir el tiempo, que estaba a su favor (sus capas temporales, espiritules, eran variadas y resistían cualquier combinatoria), sino porque lo que Artaud quería era tal vez un tiempo simultáneo a sus posibilidades biológicas. Por otro lado, si le prestó demasiada atención al paisaje que rodeaba a los tarahumaras, no era solo por su teatro agigantado por la Naturaleza y la extrañeza que despedía, similar a la de sus habitantes. Su ojo vio lo que vio.

El ojo de Artaud no era el ojo de Baudelaire, que despedía un fuego aplacado por la inteligencia y la ironía, acorde a las calles modernas y cierta fealdad de los seres y las cosas cuyo expresionismo (lo feo como detalle, sin llegar a los exabruptos expresionistas, por ejemplo, de las vanguardistas alemanas) también era moderno. El ojo de Artaud carecía de tiempo. Era ajeno a la duración. Se diferencia del “ojo de la mente” del Modernisn norteamericano, que solía relacionarse con cauta lentitud ante un espacio o un paisaje que la mente ayudaba a construir. 

Artaud era simultáneo, no meditativo. Pero su simultaneidad era recta como un rayo; tal vez las palabras le estorbaban. Era un fabulador, pero ancestral. No era un Literato. Como no lo eran Laforgue, Rimbaud, Villon, Lautreamont, el mejor Mallarmé y el mejor Apollinaire. Tal vez por esta cualidad, tales “poetas” extienden sus “vanguardias” hasta el día de hoy. Carecían de la Inspiración usual. En prosa, sus compañeros de ruta franceses son Flaubert, Stendhal, Proust. Y en cierto sentido, Nerval: el más cercano a Artaud.

Y la clase culta habanera, por su parte, practicaba la dispersión, que nunca dio vanguardias acentuadas. No era el lugar para Artaud. En La Habana, ¿qué era el surrealismo sino un aspecto curioso de la sintaxis, un juego, una práctica solo tomada en serio por los pintores? 

México había disciplinado sus estamentos literarios, pero dejando que la tradición de raíz virreynal se encarnase en un nuevo suelo telúrico. “Primero sueño”, el largo poema de Sor Juana, es Barroco Secreto: algo de Mallarmé (vía Góngora) se anuncia ya. Para Artaud, en México sí era posible la Misión, pues el espacio separaba por soluciones de continuidad lentas, fluidas, no yuxtapuestas. El espacio mexicano era tan amplio, y multiplicador de diferencias, que el Secreto por lejanía abundaba. Y hay que tener en cuenta que Artaud era portador de una Llave, que era suya desde hacía siglos. Y que se la había entregado Dios, como la espadita que le entregó el negro brujo cubano.

En el buen teatro (por ejemplo el de la Crueldad) la función de una silla no se desdibuja o se intercambia por imperativo teatral. Su función ocupa un lugar en el escenario, que representa el Escenario de la Vida. La silla tiene de árbol, y nadie duda de su naturaleza menestral. Pero cerca corre un riachuelo que la abruma de variadas intenciones. Y no hay trompetería ni cuernos ni caracoles sino sonidos, improperios, coloraturas, apariciones y desapariciones de una fantasmática que hala por los pelos no a los muertos en sí, sino a la muerte.


Antonin Artaud - Pedro Marqués de Armas

Antonin Artaud.


¿Indios de México, allá en Sierra Madre? ¿Y por qué no negros y mestizos y blancos arrabaleros en La Habana para completar el proyecto de Artaud? 

Porque Cuba no es cósmica (lo es, pero de estrecha manera, o más exactamente: de manera sui generis); entre razas, paisaje y proyectos espirituales, la relación es pobre, o programática. Cuba elabora una literatura sorprendente, pero no cosmogónica (a no ser en los proyectos de Alejo Carpentier y José Lezama Lima). 

Más que el Secreto, en el paisaje cubano lo que abunda es el secreteo. Verde y luz imponen una idea repetitiva de la belleza, un conato de Cosmogonía organizada por los límites coercitivos del mar. Y la altitud y el cielo pactan un bello azul, pero no un extrañamiento de la Naturaleza (la demasiada luz no facilita un Teatro de Sombras como alternancia). Y el poco espacio ayuda a la distribución civil. Faculta la amalgama, la promiscuidad. El espacio ya no se puede descubrir. Encubrir sí, pero ya esto es teatro de cámara: se puede cantar, pero no cuesta esfuerzo desentrañarlo ni refundarlo. No abunda el silencio, a no ser a base de mamparas y en la soledad de las palmas. 

En México, en los parajes inmensos y marginales, el silencio no es una conducta. El lenguaje es como el alimento: no se dilapida. Castilla, con su gramática ilativa que adora la conexión y la dicción inspirada, no cubrió la economía verbal indígena. De ahí que las metáforas no son ajenas a la lengua ni a la necesidad. Bordean el secreto sin apelar a la oscuridad. Y el peyote eleva, crea esfumatos sólidos, pero no desarma ni al ser ni al lenguaje. Tan solo indica. Y Artaud, como es lícito en el teatro, solo buscaba indicaciones.

En La Habana, la restricción y la belleza del paisaje, y la concomitancia de razas, adulteran, aunque sea mínimamente, el Secreto. Artaud prefería signos a palabras. No símbolos. Los signos significan, pero su significación es angustiosa. El símbolo al menos tiene su grosor. Debido a eso, el Simbolismo europeo no resistió todo el peso de la tradición: pesaban demasiado, los símbolos. La Tradición asimiló el símbolo ya despojado de gradientes cósmicos y oraculares. Y el surrealismo lo suplió para ofrecerle libertad, liberando la hondura o supliéndola por otra hondura mental, la mente mutada en psicodrama. 

Así, habla la Tradición, pero empujada por las capas más o menos oscuras o semiiluminadas de la consciencia. Tal vez porque Freud y Jung se habían acercado a una policía mental. Tú habla, que yo infiero, y te confiero el don del discurso, y así la mente cura la anarquía. El apuntador en el Teatro de la Mente. La palabra no es un medio, es un médium. Y el diván es un remedo de cama de piedra. Todo es ancestral.

El programa Artaud no era posible en Cuba. El inconsciente cubano siempre ha estado muy a flor de piel, enseguida se vuelve cosa pública. Yo nunca he visto, en Cuba, una separación tajante entre Consciente y Inconsciente. Claro que hay “represión”, interiorización del peso de las cosas, pero, social y metafísicamente, agota mantener un discrimen entre interiorización y exteriorización, lo cual no impide una crueldad latente, pero la vida la transmuta en Teatro, casi siempre en Opereta. No sé si detentamos algún oscuro poder, máscaras que pueden caer para mostrar su fuerza oculta. Posiblemente por ello el arte y la literatura no se nos vuelven misterio, a no ser en contados casos. O más exactamente: practicamos nuestro propio misterio, no cosmogónico ni de alquimia mental.

En México, Artaud esperaba varios teatros bien delimitados, cósmica y racialmente. Creía en los Ritos Solares, en la Tierra India, en los jeroglíficos, las altitudes montañosas y los “indios puros” frente a la “cultura oficial” de blancos mestizos y criollos que se fundían en casta y clase, erigiendo México como lugar de los opuestos.

La espada de Toledo que le entrega el negro brujo (el sorcier nègre) en La Habana se troca en un “puñal vengador”, lo reviste de caballero para cuidarse de los “enemigos externos”, vencer el miedo, mirarse por dentro para no perder el camino. Artaud le escribe a Henri Perisot:

“No tengo absolutamente nada de lo que poseía: cierto número de manuscritos, una cartera y sobre todo, un espadín de Toledo de 11 centímetros de altura, atado con tres anzuelos y que me había regalado un negro en Cuba. El gobernador de la prisión de Dublín mismo me ha devuelto todos mis objetos. Todavía en le Havre, donde fui particularmente maltratado, se me devolvió la espada. Junto con el estuche de cuero rojo que la cubría. Todavía en Sant-Anne tengo mi billetera de cocodrilo, color marrón, con mis iniciales, y el pequeño estuche de cuero rojo que contenía la espada sagrada, objeto conocido por todos los iniciados”. (*)

En México, Artaud sí fue aceptado por la “inteligencia” literaria mexicana, blanca y mestiza. Publicó artículos en El Nacional y dio charlas en francés, organizadas por el Departamento de Acción Social de la Universidad Nacional. Trató de inocular en la juventud el surrealismo, alejándolo del marxismo y postulando que los valores europeos le infligirían a México graves consecuencias, y que él venía a México a buscar una “cultura mágica” indígena, un “secreto” que solo la civilización europea estaba apta para “encontrar”: el Secreto salvaguardado por la pureza natural. 

Al principio fue recibido con entusiasmo, como si recibieran a un cuerdo ejemplar de las Vanguardias Europeas, es decir: un hombre de letras, con ideas transgresoras en el orden literario, que enriquecería la literatura y la cultura mexicanas. Sin embargo, luego se percatan de su “locura”, que fue in crescendo por la falta de opio, y va creciendo el desinterés hacia su personalidad y sus ideas políticas, que iban a contrapelo del reciente nacionalismo mexicano (pues el poeta apelaba a la no injerencia tecnológica, moral y política de Europa en un México potencialmente Cosmogónico: un programa delirante que dudaba de la “unificación racial de México”, matizado por apelaciones a una lucha social). 

Lo descabellado de la empresa Cosmogónica de Artaud, cuyo lema era “destruir”, revocar el “adormecimiento” humano, alteraba la Literatura Mexicana Instituida en aquellos momentos. El gremio literario mexicano (estamento más o menos burgués, que no sabía a ciencia cierta del peligro del Doble que postulaba Artaud en un país que aspiraba la “unificación” de razas y clases, o que no quería dilapidar su dinero en esas infantilidades francesas) nunca fue ajeno a las vanguardias en el siglo XX, al contrario, pero siempre partía de cierto barroco suave, clasicista y estabilizador.

Artaud pronuncia conferencias, publica en la prensa, y en Sierra Madre experimenta el peyote y un nuevo tipo de silencio o mutismo dinámico (sospecho un Doble artaudiano meditativo, moviéndose encorvado y veloz entre aquellos indios, aquilatando alturas, colores, sonidos, masas, tablados de la Naturaleza yuxtapuestos, contiguos, continuos, elevados y rocosos, queriendo tocar el cielo). Luego regresa a Francia, restablece su amistad con Breton, el gurú del Surrealismo Mundial, y es internado en un manicomio.

En 1948, aún tiene fuerzas para dictar una conferencia donde denuncia a los psiquiatras, a sus técnicas de curación y las Fuerzas del Mal. Un jardinero lo encuentra muerto. Mucho antes había escrito: “Toda escritura es una porquería”.

(*) Artaud en La Habana. Textos inéditos y olvidados. Pedro Marqués de Armas, pág. 48.




Martí - Puppy Mills - Javier Marimón

Puppy Mills

Javier Marimón

Morir de cara al sol no es sino metáfora, y esta, no sino unidad de medición. Figura literaria desde niño violándome que siempre he resentido, no hallo último en imposible fila a demandar a quiénes, por tieso modo de indicarme el percibir la vida. Están sacando gente de embriones congelados: sustanciación del morir de Martí en verga enorme penetrando una isla…