Carlos Alberto Montaner, para la libertad


Los escritores Orlando Luis Pardo Lazo y Carlos Alberto Montaner.



En una novela cubana, un padre de familia entiende que se está muriendo en el extranjero. Siente un negror en la frente que se va ensanchando, como una nube, hasta asordarlo. Nunca volverá a ver a Cuba, ni a sus seres queridos. Es el fin súbito del Paradiso.

No llama al jefe del campamento norteamericano donde se encuentra, porque a esa hora in extremis (la madrugada incivil del exilio) le parece un gesto de vacilación y timidez. Piensa que marcar el número de su casa (ese que ningún cubano olvida fuera de Cuba) sería darle un susto a su esposa. Siente la absoluta soledad de la muerte. Se hunde en ella como un titán de terciopelo, su rostro un remanso de mudas lágrimas.

Entonces pide a un extraño de uniforme blanco, supongo que en un inglés tan pragmático como inservible: “En el pabellón de al lado hay un cubano. Hablé esta mañana con él. Quisiera hablarle de nuevo”.

No se conocen. Pero el cubano moribundo espera y hace uso de la palabra. 

No se conocen. Pero el cubano convaleciente viene y presta atención. 

Hay un diálogo que transciende esta escena. Ambos protagonizan el evangelio de ser contemporáneos. Existe, entre esos dos cuerpos cubanos, la tensión de una espiritualidad que atraviesa la juventud de su patria. No mueven un dedo sin apelar a la ética. Están salvados a golpes de cubanía.

“Me voy a morir y no tengo a nadie al lado. Estoy entrando en una soledad, por primera vez en mi vida, que sé es la de la muerte”.

El cubano en el pabellón de al lado eres, por el momento, tú. El cubano que muere rebosante de amor por la vida es, por el momento, Carlos Alberto Montaner (La Habana, 3 de abril de 1943 – Madrid, 29 de junio de 2023). 

Leo Deséenme un buen viaje (Planeta, 2024) de Gina Montaner, y hago mías sus memorias de despedida, escritas, en parte, para cumplir con la voluntad civilizatoria de su papá: es el deber de los vivos contar lo que se vivió. 

Escritos de emergencia, estos apuntes de sobreviviente son también, en parte, una manera de echar raíces en otra esquina del planeta que no sea la Cuba de sus padres, Linda y Carlos Alberto, a quien la autora dedica su libro.

Como en un poema hecho canción o viceversa, Carlos Alberto Montaner luchó, sangró y pervivió para la libertad. En mis últimos años en Cuba, cuando su nombre era un dios distante en los libros prohibidos por el Partido Comunista de Cuba, conocí a algunas personas como él. El gobierno cubano las encarceló o las asesinó, sin excepciones. Un instante antes de sus respectivos cadalsos, sus viacrucis iluminaron mi cobardía. Me hicieron humano, cuando menos me esperaba una resurrección. 

Hombres y mujeres que, como Carlos Alberto Montaner, nunca alzaron la voz en público. Nunca perdieron la fe en privado. Nunca se sintieron huérfanos ni aterrados en medio del apagón acéfalo del castrismo. Mujeres y hombres que, como Carlos Alberto Montaner, no jugaban a los tecnicismos mediáticos cuando decían, con afecto, pero mirando de frente a víctimas y victimarios: democraciaestado de derechociudadaníalibertad

Esos cubanos libres alzaron la frente, sin trauma, desenterraron la barbilla del esternón, sin alardes, y abrieron sus corazones a una vida en la verdad, elemental como la transparencia del agua o la caricia de un rayo de sol. Eran inmunes al Mal. Conversar con ellos era quedar emancipados, en medio de los simuladores y gendarmes de nuestro Archipiélago Cubag.

La Revolución quedó, ante estos cubanos libres, como un régimen de opresión donde hasta la alegría es una mueca de odio, además de un desierto demencial. Todo lo que tocan se convierte en vacío. Un páramo del que los proletarios son los primeros que escapan en estampida. Una nación cuyas opciones de reconstrucción (aunque Carlos Alberto Montaner se resistiera a creerlo) ya se extinguieron.

La geografía insular es hoy una tabula rasa menos que museable. Un terraplanismo irreparable. El cráter de un meteorito que ha fraguado el fraude de una Siberia tropical sin habitantes. 

No les salió mal en la práctica el experimento. Al contrario, esta era exactamente la idea científica original. Tremendo tupe. Toda la utopía se reducía a hacer coincidir la muerte del patriarca, que no dejó testamento y se ignora dónde está su cadáver, con la fecha de expiración del país.

Gina Montaner en Deséenme un buen viaje, sabiéndolo o no, nos desea lo mismo a los cubanos que quedamos (ella incluida). Fuimos esa especie biológica que hizo lo que pudo, mientras pudo, para no metamorfosearnos en la impiedad ideológica de los secuestradores de nuestra soberanía.

Carlos Alberto Montaner, además de presentar uno de mis libros y asistir generosamente a varias de mis presentaciones, en el otoño de 2020 me dedicó su columna llamada ¿Por qué no me gusta Donald Trump?. Allí me llama por mi nombre completo y me dice amigo. Todavía me estremezco al recordarlo.

En lugar de quedarme callado, con gratitud, le repliqué al maestro de generaciones de manera ríspida en ¿Por qué sí me gusta Donald Trump?. Terminaba yo mi doctorado en Literatura Comparada y estaba harto de una justicia social que exigía mi expulsión de Washington University en Saint Louis (Missouri). Ni siquiera en la Universidad de La Habana, ocupada bajo la bota verde oliva del castrismo, viví semejante mediocridad inquisitorial.

Por suerte, alcancé a “agradecerle de nuevo por todas sus décadas de magisterio sobre la historia de Cuba, y por haber sido una referencia moral para la otra Cuba que algún día llegará, lleguemos o no lleguemos a verla”. 

Ojalá que algo tierno haya quedado allí para Carlos Alberto Montaner, cuando le confesé que “mi padre me enseñó a soñar”, “desde un barrio pobre habanero de los años noventa”, con su obra amable en tanto “primer presidente de una Cuba sin Castros”.

Cuando las masas digitales comenzaron a atacar a Carlos Alberto Montaner, en los meses penúltimos de su enfermedad, comprendí que algún resorte había estallado en secreto en nuestra alma nacional. El daño antropológico de los cubanos estaba somatizado en nuestra lengua emocional, a estas alturas de la historia ya incapaz de empatía o compasión. 

Décadas de comunismo (la Revolución Cubana no es una perversión del dogma marxista, sino su éxito ejemplar) nos habían catapultado al margen del dolor de Latinoamérica. Estábamos, como pueblo, listos para aplaudir la existencia de desaparecidos, en nombre del cubanicidio que nos desapareció. Mientras que, dentro de los Estados Unidos, nuestro afán de capitalismo nos impulsaba al sinsentido de sentirnos tan blancos como un capirote de clan.

Blandíamos el machete y desafinábamos lo demoniaco de un toque a degüello. Y Carlos Alberto, muriendo. Incapaces de sembrar, echábamos mano a la tétrica tea incendiaria para cauterizar lo que hubiera de fértil en alguna fraternidad. Y Carlos Alberto, muriendo. Del cínico socialismo del siglo XXI saltábamos sin transición al Decreto Spotorno de un Juan Bautista vil: éramos, en efecto, continuidad. Y Carlos Alberto, muriendo.

Sus ojos y sus manos, como un árbol carnal, generoso y cautivo, no dio a los cirujanos. Tampoco entró a los hospitales, ni a los algodones. El testimonio íntimo de Gina Montaner en Deséenme un buen viaje nos trae el consuelo de que ningún bullicio bruto lo distrajo de su deslumbrante dignidad. 

Escribía del amor de un cubano con la hija de Karl Marx. Escribía de su propio amor con una cubana de coraje a prueba de encontronazos, enfermedades, la edad. Y, sin ir más lejos, escribía para despedirse de nosotros, a la hora in extremis (la madrugada incivil del exilio) de no dar más lata.

“En el pabellón de al lado hay un cubano”, podría haber sido su epitafio.

Sin patria, pero con amor.




 Deséenme un buen viaje (Planeta, 2024) de Gina Montaner.






discurso-en-la-universidad-de-la-habana-sabatina-del-22-de-febrero-de-1862

Discurso en la Universidad de La Habana (Sabatina del 22 de febrero de 1862)

Por Ignacio Agramonte y Loynaz

El Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza”.