El prólogo de la nueva edición de Los años de Orígenes que prepara Rialta dedica sus primeros párrafos a ponerse en guardia contra cierta lectura del libro de Lorenzo García Vega.
Se trata, sugiere Juan Manuel Tabío, de una mala lectura. Una lectura ingenua, incapaz de discernir entre lo que no es más que “rasgos de estilo” y el mundo de afuera, como la del Quijote ante el retablo de Maese Pedro, o aquel tipo que al encontrarse por la calle con el actor que hacía de villano en El derecho de nacer le propinó un sopapo justiciero. Pero sobre todo, una lectura positivista: quiere ver en el libro de García Vega un registro documental de hechos, o un mero ejercicio crítico, perdiendo de vista su “verdadera dimensión literaria”.
Pues bien, esa lectura es la mía. Aunque no soy nombrado en el prólogo, entiendo que Juan Manuel Tabío me alude cuando se refiere a la “injusticia poética” que entraña el señalar que “García Vega restrinja el valor del conjunto de la obra de Casal al de los afanes aristocráticos de sus crónicas, y acuerde a la historia cultural cubana la consistencia del merengue sólido y la determinación sustancial de la mierdanga”.
Otros le han criticado a García Vega que sus memorias estén animadas por el resentimiento y las neurosis, o el no ser él capaz de escribir una novela de verdad, dedicándose a novelar esa incapacidad, lo cual equivaldría a hacer de la necesidad virtud.
Yo, reconociendo lo improcedente del reparo clínico y la legitimidad del tipo de literatura cultivada por García Vega, me he concentrado en argumentar contra la parte ensayística de Los años de Orígenes, en especial “La opereta cubana en Julián del Casal”. Es con esta lectura supuestamente anclada en “premisas realistas” que Tabío polemiza veladamente: la misma puede tener algo de razón, pero no tiene mucho sentido. Poco fructífera, no da frutos, no aporta demasiado.
Se trata, en esencia, de los mismos reparos que me lanzó de manera directa Jorge Luis Arcos en su libro Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega (Colibrí, 2012; Hypermedia Ediciones, 2015), y a los que respondí largamente en “La persistencia del origenismo”. Si insisto ahora en justificar mi posición, es porque me parece que este prólogo de Juan Manuel Tabío evidencia, a contrario, no ya la razón de algunos de mis argumentos, sino también su razón de ser, su sentido.
Para referirse a esos (o ese, pues hasta donde sé nadie ha concordado con mi crítica de Los años de Orígenes) que, al buscar la exactitud del registro histórico o la exposición razonada, se verían fatalmente decepcionados, Tabío habla del “potencial para la decepción” que posee el libro de García Vega. Pues bien, yo coincido en reconocer ese potencial, pero en el otro sentido de la palabra.
Lo que vengo señalando desde Límites del origenismo (Colibrí, 2005; Hypermedia Ediciones, 2015) es justo el carácter engañoso, deceptivo, del libro de García Vega: crítica del origenismo, es casi una justificación del mismo, en tanto deslegitima a todo otro grupo o posición literaria contemporáneos; crítica del castrismo, ofrece una visión de la República casi tan caricaturesca como aquella que aprendimos en los libros escolares.
En tiempos de guerra, ya se sabe, no es bueno querellarse o disentir de los aliados.
En La Habana de los noventa, cuando un grupo de jóvenes escritores descubrieron Los años de Orígenes, fascinados por esa rara mezcla de ensayo y memorias que traía un Lezama tan distinto al canonizado en aquellos años de rescates nacionalistas, era acaso más difícil reparar en todo ello. Frente a las vacas sagradas del origenismo, García Vega venía a ser el Gran Desmitificador. Destartalo, mierdanga, rebumbio, churumbela onírica, folletín: claves de una lengua profana, cambolos contra las murallas de la ciudad de la gracia poética, torpedos en la línea de flotación de la “isla infinita”.
En la batalla que se libraba contra el Vitier de Ese sol del mundo moral (Unión, 1995), y la García Marruz de La familia de Orígenes (Unión, 1997), el libro de García Vega era munición. Y en tiempos de guerra, ya se sabe, no es bueno querellarse o disentir de los aliados.
Dos décadas después, la coyuntura es otra: el vitierismo parece cosa del pasado, y García Vega, aunque no apropiado ni rescatado por las instituciones cubanas, se ha convertido en un escritor de culto. ¿No recuerdan, algunas de las cosas que se han escrito últimamente sobre él, aquellas formas de evocar a un maestro literario “idolatrando sus idiotas anécdotas, o convirtiendo sus palabras en estereotipias sagradas”, a las que el propio García Vega se refirió con disgusto en “Maestro por penúltima vez”?
Quizás ahora, cuando por fin una editorial cubana publica Los años de Orígenes (en 1978 lo publicó Monte Ávila; en 2007 fue reditado por una pequeña editorial argentina, Bajo la luna, con el subtítulo, muy apropiado, de “ensayo autobiográfico”) sea mejor momento para distanciarse un poco de la letra de este libro, deteniéndonos en esa idea de lo cubano que podría llegar a resultarnos, por momentos, y por paradójico que parezca, casi tan problemática como la que hallamos en Lo cubano en la poesía.
Como se cuestionó, y se sigue cuestionando, el fundamental ensayo de Vitier, sin ser este un libro de historia o un árido tratado crítico, podemos cuestionar unas ideas sobre literatura cubana que aparecen no solo en Los años de Orígenes sino también en otros escritos menos conocidos de su autor, como las notas de la Antología de la novela cubana (Dirección Nacional de Cultura, 1960), y los ensayos publicados a comienzos de los ochenta en la revista Escandalar, que echan luz sobre la parte más discursiva del libro, hacen sistema con ella.
Si García Vega puede decir que la pintura de Carlos Enríquez no es más que “folletín surrealista” y “efectismo pueril”, Fuera del juego “periodismo disfrazado de poesía”, De donde son los cantantes puro origenismo y Piñera, a pesar de su gusto por el absurdo, no logra “superar la Forma”; ¿por qué no podemos relacionarnos con Los años de Orígenes críticamente, como él con Aire frío, De donde son los cantantes o Fuera de juego? ¿Acaso Carlos Enríquez, Padilla, Sarduy y Piñera no tienen estilo?
A Juan Manuel Tabío le parece bien que García Vega desenmascare a los origenistas, muestre cómo ellos intentan “dar gato por liebre”. Pero no le parece tan bien que se muestre cómo García Vega también da gato por liebre. ¡Que nadie critique nada; solo García Vega puede criticar!
Los nuevos lectores que gane Los años de Orígenes a raíz de su reedición —jóvenes escritores cubanos que acaso solo conocen el libro de oídas, o alguno que, habiéndolo leído antes a la carrera, en ejemplar prestado, pueda releerlo ahora con detenimiento— han de estar prevenidos: cuestionar los hechos y las opiniones de García Vega sería tan estéril como ponerse a desmentir a Thomas Bernhard o a León Bloy. Sencillamente, no se los puede refutar “mediante la confrontación con una realidad previa, y exterior a ese texto en el que hechos y opiniones vienen dados”.
Hallamos en Los años de Orígenes una crítica acérrima de la burguesía cubana, que no es incompatible con aquella especie del discurso castrista según la cual la burguesía en Cuba había sido inexistente, o por lo menos muy débil, carente de un verdadero proyecto nacional.
¿No advierte el prologuista que la crítica del origenismo en Los años de Orígenes parte justamente de la confrontación con algo exterior al texto: esa época histórica y social que García Vega rememora, el contexto, lo que él llama “la circunstancia”?
Si García Vega hubiera tenido la idea de la crítica que enarbola Tabío, Los años de Orígenes jamás se habría escrito. Porque así como los juicios de Bloy solo adquieren su “sentido cabal” “cuando se entienden exclusivamente en correspondencia con su peculiarísima cosmovisión, que percibe la realidad social de acuerdo con un código simbólico y aun anagógico”, también los de Lezama adquieren “sentido cabal” cuando se entienden desde su peculiarísima cosmovisión, de modo que la crítica de García Vega —que los entiende en función de algo exterior, esa factoría que sería el reverso de la fiesta innombrable— viene a ser el mejor ejemplo de la “injusticia poética” que dice Tabío.
Justamente, García Vega incorpora la historia, no en el sentido simbólico, poético, de un Lezama o un Vitier, sino en un sentido más bien crítico, desencantado. Orígenes, la República, Cuba. “La aparición del castrismo, y su significación histórica, justifica, por sí solo, el intento de una nueva mirada hacia los años de Orígenes. Pues ahora sí, más que nunca, nuestras palabras deben ser comprendidas como palabras dichas por cubanos, así como comprendidas dentro de un contexto determinado”. (Los años de Orígenes, Monte Ávila).
Como para Sartre, la crítica para García Vega está siempre “situada”, y desde este punto de vista resalta aún más la falacia de ese paralelo que hace el prologuista entre criticar los juicios de García Vega sobre la tradición cubana, y rectificar los juicios de Bernhard sobre Austria o los de Bloy sobre la burguesía francesa. Lo antiburgués —sea en la dirección más bien nihilista del escritor austríaco o en la ultramontana del francés— no tiene el mismo sentido en sociedades como la austríaca o la francesa, donde la destrucción de la burguesía nacional no ha sido ideología de estado, que en el caso particular de Cuba. Aquí está la cuestión ineludible del castrismo, de la Revolución.
Es comprensible que, en un ensayo de 1961 sobre Miguel de Carrión, García Vega afirme que la literatura de este, y la de toda su generación, surge “como una ingenua reacción a la desmoralizada complicidad de la alta burguesía cubana con el antimperialismo norteamericano”, que Carrión reacciona al “implacable equívoco de su circunstancia” con un “escamoteo”, porque “idealizando las posibilidades de la clase media, a través de una hipotética regeneración educacional, propone, tácitamente, el compromiso con los intereses de esas clases dirigentes a quienes su mirada naturalista parecía condenar”. (Cuba en la UNESCO. Homenaje a Miguel de Carrión, septiembre de 1961).
Esta asimilación de postulados centrales del antimperialismo y del marxismo puede verse como un rasgo de época al que pocos escaparon. Pero es menos comprensible, o más significativo, que en el exilio García Vega apenas reconsidere esas posiciones.
Junto con las palabras-fetiche (circunstancia, equívoco, escamoteo), hallamos en Los años de Orígenes una crítica acérrima de la burguesía cubana, que no es incompatible con aquella especie del discurso castrista según la cual la burguesía en Cuba había sido inexistente, o por lo menos muy débil, carente de un verdadero proyecto nacional.
No se trata solo, como sugiere Juan Manuel Tabío, de que en “La opereta cubana en Julián del Casal” García Vega se limite a criticar los pujos aristocráticos de las crónicas de Casal en La Habana Elegante, sin reconocer los valores de su obra poética. Este ensayo, escrito en 1963 y reproducido tal cual en el libro de 1978, comporta una visión radicalísima, revolucionaria, de la tradición literaria.
Lo que define a la tradición cubana es, para García Vega, la nostalgia ridícula de la grandeza perdida, la “opereta” de lo venido a menos.
Por mucho que García Vega despotrique contra Lunes, “La opereta cubana en Julián del Casal”, que es la semilla (quizás sea mejor decir uno de los focos de la elipse, siendo el otro el impulso memorialístico desatado por la muerte de Lezama) de Los años de Orígenes, está muy cerca del espíritu jacobino del magazine de Revolución.
García Vega habla de “una nueva tensión”, señala que ya no es posible caer en “la tentación de mirar como él [Casal] lo hubiera hecho”, porque “se nos ha abierto una grieta”. Y, unas páginas más adelante: “Ya, el arrancar sus imágenes, para guardarlas como piezas de nuestro doloroso reverso, no tendría la justificación con que pudimos hacerlo en un pasado no muy lejano”. La nueva tensión, la grieta, es la Revolución; y ella, su nueva perspectiva, fuerza a no ver en Casal y en los escritores de La Habana Elegante sino “la desnuda realidad de una clase social”.
Esta clase es, desde luego, la pequeña burguesía cubana. Conviene aquí citar in extenso:
“Nótese que esta clase, si no en su mayor parte, por lo menos en la más significativa de ella, organizó su vida y sus proyectos, no desde su condición —que siempre consideró transitoria, y como racha de mala suerte que la había separado de la riqueza— sino desde su creencia de ser un fragmento desprendido de la alta burguesía por el azar de una ruina, de un pleito complicado, o de cualquiera otra circunstancia”.
Lo que define a la tradición cubana es, para García Vega, la nostalgia ridícula de la grandeza perdida, la “opereta” de lo venido a menos. En un país así de decadente, ¿no es la Revolución un hecho fatal, necesario, como lo era en la Francia de fines del siglo XVIII? Allá la nobleza parasitaria, con sus risibles pelucas y sus culottes; acá el sueño de una aristocracia que apenas existió, el piano cursilón, los tristes despojos de la ruina familiar.
He aquí el punto ciego de la imagen de Cuba que nos deja Los años de Orígenes: al absolutizar su desmitificación de la pequeña burguesía cubana, García Vega desconoce de modo sistemático esa otra parte del país que no tiene que ver con los patricios, sino con los proletarios: los que no proceden ni creen que proceden de una ruina familiar, sino que, como los “debutantes” buscavidas de la novela de Cabrera Infante, carecen de herencia, de abolengo.
No la Cuba venida a menos sino la que va a más. También cursi, desde luego, pero más en la línea de lo que García Vega considera kitsch norteamericano que del kitsch que él ve como propiamente cubano, porque no entraña ya nostalgia de la nobleza sino voluntad o deseo de progresar, de acceder a la clase media. Un deseo que no se encarna en objetos auráticos, antiguos, sino en artículos de consumo, cosas modernas, como el añorado ventilador de Luz Marina, o el “flú” que quiere desempeñar uno de los negros pintureros de Motivos de son.
En “La opereta cubana en Julián del Casal” García Vega señala que los escritores cubanos de la clase de Casal no conocieron la verdadera pobreza, “pues su pobreza era la del pequeñoburgués arruinado”, y en otras partes del libro señala a los origenistas como herederos del preciosismo de Casal, pero a aquellos que expresaron en sus obras una pobreza distinta a la del pequeñoburgués arruinado, los ningunea una y otra vez: no pudieron “conjurar el reverso”, no alcanzaron a “revelar su circunstancia”.
Juan Manuel Tabío, que había empezado negando la posibilidad de una lectura alejada de “la urdimbre del texto de Los años de Orígenes”, termina reproduciendo ese tipo de teoría celebratoria del poder subversivo de la escritura.
En este punto fundamental, la “verdadera crítica de la razón origenista”, como llama Tabío a Los años de Orígenes, no lo es tanto. Lo es en tanto señala la ruina y el culto a los antepasados en el fondo del origenismo, pero no en tanto sigue desconociendo esa otra parte de la tradición cubana ajena a las familias que nunca tuvieron un piano o un tapiz viejo: la Cuba de La isla en peso y Aire frío, la de los negros de Guillén, los inmigrantes de Novás Calvo, los guajiros de Carlos Enríquez, es no solo el reverso de Orígenes, sino también de Los años de Orígenes.
Ya sé: no he hablado de la escritura de García Vega, de su hibridez genérica, su gusto por el collage, su autorreferencialidad… No me he “mantenido fiel a la singularidad de su mirada […] es decir al arreglo específico en que dispone y articula los elementos de realidad que componen el mundo fijado por su escritura”. Y ello equivale a desvirtuar el libro porque —este viene a ser el argumento central del prólogo de Tabío—, la verdadera crítica del origenismo aquí no está en lo que se dice del origenismo, en el qué, sino en el cómo, en la “praxis de la escritura”. García Vega consigue romper radicalmente en Los años de Orígenes con la poética origenista, sentando las bases de su obra posterior, una escritura fundada en el “puro juego”, “que encuentra su procedimiento simbólico fundamental en la enfática afirmación de su propio artificio”.
Me pregunto si estos señalamientos hacen justicia a la letra y el espíritu de García Vega. Parece que el prologuista estuviera caracterizando la obra de Sarduy; y el propio García Vega criticó en más de una ocasión al autor de Cobra por promover ese tipo de teoría literaria —la independencia del texto, la muerte del autor— que él consideraba una falacia.
Juan Manuel Tabío, que había empezado negando la posibilidad de una lectura alejada de “la urdimbre del texto de Los años de Orígenes”, termina reproduciendo ese tipo de teoría celebratoria del poder subversivo de la escritura: el libro de García Vega vendría a inaugurar “un estilo que no pacta con un Sistema (político, semántico o estilístico), ni se deja sobornar por sus presiones neutralizadoras”, subvierte “los modos petrificados de la institución literaria”, etcétera.
Me parece que hay algo demasiado fácil en esto. ¿Quién no ha leído a los formalistas rusos, a Roland Barthes? Reivindicando una lectura atenta, volcada solo en la textualidad, el prologuista llega, paradójicamente, a generalidades, ese tipo de lugares comunes que García Vega censurara en su “Paréntesis con un rey desnudo”.
Aun a riesgo de ser tachado de anticuado o filisteo, sigo reivindicando la necesidad de una crítica más “en situación”. La persistencia del castrismo, y su significación histórica, justifica, por sí solo, el intento de una nueva mirada hacia Los años de Orígenes.
Más que nunca, nuestras palabras deben ser comprendidas como palabras dichas por cubanos, así como comprendidas dentro de un contexto determinado.
Es cool celebrar la contracultura. Pero quizás es más necesario empezar a cuestionar la idea de la República y de Cuba misma que ofrece García Vega. Salir al paso a ese debate con el argumento del estilo, de la literatura, acaso no sea más que propiciar una nueva ortodoxia.