En una de las tantas notas al pie de Archipiélago Gulag, Solzhenitsin cuenta un incidente ocurrido durante una conversación suya con un ex chequista llamado Terejov: mientras este explicaba lo acertado del sistema judicial de Jruschov, descargó la mano contra el cristal de la mesa y se cortó el dedo pulgar; le trajeron agua oxigenada y yodo, pero estuvo una hora con el algodón empapado sobre el corte. “Me dijo que se le coagulaba mal la sangre. De esa manera tan clara Dios le demostraba las limitaciones naturales del hombre”, apostilla Solzhenitsin. La doctrina comunista proclamaba, desde luego, la perfectibilidad de la naturaleza humana (“El hombre liberado —escribía, por ejemplo, Trotski en 1923— querrá alcanzar un equilibrio mayor en el trabajo de sus órganos; y un desarrollo y aprovechamiento más regular de sus tejidos”); su persistencia viene a ser uno de los temas maestros de la literatura disidente. ¿Qué representa, si no esa humanidad vieja, refractaria, Benjamin, el burro de Animal Farm, escéptico ante las utópicas pretensiones de los líderes? “Si es que llega a modificarse la naturaleza humana, lo hace no mucho más de prisa que la Tierra en su aspecto geológico”, apuntaba Solzhenitsin.
Hay un momento al comienzo de La vida de los otros, la película de Florian Henckel von Donnersmarck, en que el ministro de cultura le dice a Dreyman, el dramaturgo oficialista, que está bien que diga en sus obras que el ser humano puede cambiar, pero que eso es mentira, porque en realidad nadie cambia. El ministro alude a un escritor amigo de Dreyman que ha sido puesto en la lista negra por su posición crítica del gobierno, pero es obvio que este reconocimiento en petit comité tiene mayor alcance: anuncia el abismo entre la ideología comunista y el socialismo real que el filme va a poner al desnudo. En esa escena, el poder se quita, por un instante, la careta. El ministro coincide con Orwell, con Solzhenitsin. El comunismo admite ahí su intrínseca contradicción, su descomunal falacia.
Me pregunto si no hay ya algo de eso en la extraña preferencia de Stalin por el Viaje al fondo de la noche de Céline. A pesar de que la novela simpatizara a la izquierda francesa por su visión tenebrosa del colonialismo y el fordismo (había sido traducida al ruso, a instancias de Aragon y Elsa Triolet, y fue con los derechos de autor de esa edición soviética de que Céline hizo su viaje a Moscú en 1936), se trataba obviamente de una obra pesimista. En su influyente ponencia en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, Gorki la menciona como un ejemplo de esos escritores contemporáneos que “han perdido su sombra, emigrando de la realidad al nihilismo de la desesperación”. Y Trotski, sin dejar de señalar la originalidad de Céline, la fuerza con la que este arremetía contra las convenciones literarias y los usos gastados de la lengua francesa, afirmaba en su reseña de la novela que esta trasmitía “una visión pasiva del mundo, sin aspiración hacia el futuro”.
No es casual, después de todo, que el libro de cabecera de Lenin haya sido ¿Qué hacer?, de Chernychevski. Esta novela, publicada en 1863, solo cuatro años después del Oblómov, es un panfleto contra la abulia paralizante de los intelectuales desarraigados, una Biblia de la acción. Toda la cultura bolchevique, por no hablar de los libros del realismo socialista, de los campesinos felices, lozanos, de los cuadros soviéticos de los años treinta, se encontraba en las antípodas de esa humanidad irrisoria, deficiente del Viaje al fin de la noche, que en Mea culpa Céline definiera con un símil revelador: el hombre es humano como la gallina vuela; por mucho que intente despegar, al final siempre caerá al suelo. Pero quizás allí, en ese pesimismo tan absoluto como el optimismo de la doctrina oficial, Stalin reconocía una verdad, esa visión desesperanzada de la humanidad que era en el fondo la suya propia, que él llevaría hasta sus últimas consecuencias en las décadas siguientes. Del ¿Qué hacer? de Lenin al Viaje al fin de la noche de Stalin pasamos del mundo lógico del leninismo al mundo paradójico del estalinismo. De algún modo, ese inquietante encuentro espiritual de Stalin y Céline —Koba el terrible y Destouche el terrible—, contiene ya, in nuce, el gulag y los procesos de Moscú.
Consumado ese otro viaje al fondo de la noche, lo que era acaso inconsciente pudo ser claramente articulado. Aquel diálogo de La vida de los otros es fundamental, no ya porque muestra el cinismo del “socialismo real”, sino sobre todo porque ese reconocimiento de que la gente no cambia equivale de suyo a la índole represiva del régimen. Si el hombre nuevo no acaba de “nacer”, hay que “construirlo”, y la violencia adquiere un contenido disciplinario. ¿No es justo porque la gente no cambia que es necesaria la Stasi, el Ministerio de Cultura, el aparato incalculable de la Seguridad del Estado? El ministro de la RDA no coincidía solo con los disidentes en el reconocimiento de la inmutabilidad de la naturaleza humana; se alineaba, sin saberlo, con los grandes contrarrevolucionarios: Burke, Donoso Cortés, De Maistre… El hombre no era bueno, como habían creído Rousseau y Saint-Just, sino más bien lo contrario; así que las leyes y el orden eran más necesarios que nunca. En vez de desaparecer, el Estado ahora es todo.
Partiendo de la creencia en la bondad absoluta del hombre, en su natural inocencia, el comunismo desembocaba fatalmente en el otro extremo: un mundo donde la maldad y el engaño cundían sin resistencia alguna. Muchos de los prisioneros a los que Solzhenitsin da voz en Archipiélago Gulag describen el campo, justamente, como el reino del homo homini lupus. ¿Cómo es posible, se preguntaba Sartre en El fantasma de Stalin, que estos abnegados compañeros, sacrificados miembros del Partido, fueran de pronto traidores, hienas al servicio del imperialismo? Buena parte de la literatura clásica sobre las purgas y los juicios de Moscú (Koestler, Camus, Sartre), y también libros recientes que regresan al tema, como el extraordinario Koba the Dread, de Martin Amis, han advertido esa pirueta dialéctica en el corazón mismo del estalinismo: el cero y el infinito, oscuridad al mediodía.
En Archipiélago Gulag Solzhenitsin habla, a propósito, del “misterio aún vigente de los procesos de Moscú”. La clave, para él, es que los acusados eran bolcheviques; carecían, incluso Bujarin, de un punto de vista independiente. Es cierto que los campos soviéticos no eran de exterminio sino de trabajo, pero en los campos de concentración nazis los prisioneros por lo menos sabían por qué habían ido a parar allí. En el gulag, en cambio, los reclusos, que a menudo se consideraban a sí mismos buenos comunistas, muchas veces ni siquiera sabían el motivo de su condena. Si los campos nazis, como se ha dicho, son el Mal absoluto, el gulag se parece mucho más a una pesadilla kafkiana. El nazismo, que celebra lo irracional, se nos aparece sin embargo como un sistema racional: el paso del antisemitismo al Lager, del romanticismo de la tierra y de la sangre a la tétrica apoteosis de los hornos crematorios tiene lógica, tiene sentido. El comunismo, que enarbola la razón, se manifiesta en cambio, en el mediodía del estalinismo, como un mundo de irracionalidad. Un misterio.
“L’homme n’est ni ange ni bête, et le malheur veut que qui veut faire l’ange feut la bête”, advirtió Pascal en uno de sus fragmentos. Se diría que, alejándose de esa bipolaridad que representan Stalin y Céline —en un extremo la manía, la euforia de la utopía comunista, en el otro su imagen especular, invertida, depresiva—, Solzhenitsin propone una noción fundamentalmente pascaliana de la humanidad. Frente al misterio de los juicios de Moscú —la locura de la humanidad divinizada, y en consecuencia bestializada—, otro misterio: el de la miseria y la grandeza del hombre, esa contradicción de la criatura que solo se salva en el salto de fe, en la esperanza. “¡Si todo fuese tan sencillo!; de que hay en algún sitio unos hombres negros, que perpetran con perfidia negras acciones y que bastará con aprender a distinguirlos de los demás y aniquilarlos. Pero la divisoria entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada humano. ¿Quién aniquilaría un trozo de su corazón? Mientras dura la vida de un corazón, esa divisoria se desplaza por él, ora reducida por el gozoso mal, ora cediendo espacio a la bondad radiante. El mismo hombre, en sus distintas edades, en distintas situaciones vitales, es un hombre totalmente diferente. Unas veces está más cerca del diablo. Otras, del santo”.
Ese es el caso, por cierto, del capitán en La vida de los otros. Su historia, que transita, acaso inverosímilmente, del mal al bien, desmiente la afirmación del ministro de cultura: él, el oficial de la Stasi, sí ha cambiado; Wiesler representa una posibilidad de triunfo sobre el horror: su purgatorio abriendo cartas con vapor en un sótano parece expiar, en su persona, una culpa que no ha terminado con la caída del Muro de Berlín: luego sigue viviendo oscuramente, repartiendo publicidad por las calles degradadas de Berlín Este. Quizás Lukács, de haber estado vivo, hubiera elogiado esta película, como elogió en su momento Un día en la vida de Iván Denísovich, que le pareció una obra heredera del realismo socialista. El heroísmo anónimo de Wiesler, en algo recuerda al que Solzhenitsin retrató magistralmente en su relato. Absurdamente condenado por espionaje luego de regresar de una misión militar en terreno alemán, Iván Denísovich encarna la otra posibilidad del campo: la del hombre bueno. Negándose a lamer la escudilla usada por otro, o quitándose el sombrero antes de comer, Shujov se resiste a perder la humanidad que el régimen le ha negado, y cuando brinda algo de la ración extra de comida que ha conseguido a otro prisionero casi muerto de hambre, ese hombre ordinario casi roza la santidad. Nueva paradoja: la literatura soviética, obsesionada por el heroísmo socialista desde los años treinta, tiene a su héroe de verdad en Iván Denísovich, quien no solo ha conseguido la hazaña de sobrevivir un día más al frío, el hambre y la amenaza del castigo, sino que se permite, en esa jornada que ha sido modestamente exitosa para él, una generosidad conmovedora.