Me resulta extraño inmiscuirme en los asuntos internos de otra literatura latinoamericana. En este caso, la chilena.
Semejante sensación de extranjería está relacionada con la condición de excepcionalidad insular de mi país de origen. Para los intelectuales latinoamericanos, la Cuba de la Revolución ha sido sin duda un gueto cultural a la par que un búnker político. Y sobre la narrativa de ese mito o timo han recaído, hasta ahora, todas mis obsesiones de opinión y mis anteojeras ideológicas. También todos mis escuetos ejercicios de crítica literaria y cultural, así como los temas, personajes y escenarios de mi propia ficción.
Cuba es, pues, mi claustro y mi claustrofobia. Mi caso clínico.
Devenir así un lector que sospecha, más que sopesa. De hecho, personificar al lector como un viajero que invade turísticamente otras geografías teóricas.
La lectura, a la postre, como una actitud mucho más apocalíptica que integrada. Y, en cualquier caso, por supuesto, el lector visto según el prisma del Ricardo Piglia en El último lector (Anagrama, 2005): como un detective mitad despistado y mitad paranoico, convencido conspirativamente de que “la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio” y, en definitiva, “un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física”.
De ahí acaso mi fascinación desde lo foráneo por la novela Ruido (Alfaguara, 2012) de Álvaro Bisama, cuyo primer capítulo es muy fácil de citar in extenso: “Creemos en una ley óptica que jamás ha sido descrita: la luz de la provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio, se come el sonido y lo vomita, destiñe los colores, derrite las formas de todas las cosas”.
Quiero establecer una especie de diálogo a contracorriente entre isla e isla. Porque para mí Chile también lo es: una tira de terra ignota que se escribe y se reescribe a sí misma entre la cordillera y el océano, entre la Antártida y el desierto, y, en el caso de Ruido, entre la dictadura y el cielo.
Una dictadura que más de una vez, con humor negro, el propio dictador chileno llamó en público “dictablanda”, en una época cuando en Cuba se enseñaba en las cartillas de alfabetización de las escuelas primarias las ventajas de defender a nuestra “dictadura del proletariado”.
Ese Chile adolescentario de los años ochenta, la generación de Álvaro Bisama, esa isla continental bajo un cosmos saturado de “nostalgia por la luz”, fue capaz de generar ―además de una euforia ufológica de lujo― unas quinientas visitas de la Madre de Dios a la Tierra en apenas un quinquenio (1983-1988).
Aquella era una María latinoamericanizada que encarnó en exclusiva, a la manera de un ventrílocuo, en un chilenito acaso también virgen que le anunció sin pudor al mundo, tal como Bisama lo consigna en Ruido: “Yo soy el Corazón Inmaculado de la Encarnación del Hijo del Dios”.
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En Ruido, la de Bisama es una escritura memoriosa a la par que minimalista. La novela funciona como un diario, quizás no tanto de los días como de las décadas. Es la obra de un autor muy hábil a la hora de poner a rodar su prosa a toda prisa, como sugería Italo Calvino en sus inconclusas Seis propuestas para el próximo milenio: rápido pero exacto, leve pero visible, múltiple pero consistente (si bien esta última Calvino no tuvo la consistencia necesaria de terminarla antes de morir).
En Ruido se regurgita la retrospectiva de una anécdota o, mejor, de todo un universo de anécdotas casi anónimas, que Bisama recuerda preferiblemente en primera persona del plural. El autor de esta ficción funge o finge, pues, como un cronista de época, como el archivero de la barbarie que explora la frontera frágil que existe entre intimidad e intemperie.
Ruido se instala así en la literatura latinoamericana como si fuera la bitácora colectiva ―a la par que personalísima― de una educación sentimental a la chilena, que parte de la patria adánica de la adolescencia y culmina en la nación adulterada de la adultez.
Pero, más que bildungsroman, Ruido sería como un cuaderno de desaprendizaje, las notas autistas de un fantasma autorial que flota sobre la paleología de un país perdido hace muy pocos años, cuando de súbito se impuso el bullicio tan violento como vacío de otro Chile moderno, mediático, mercadotécnico y, también, por supuesto, mediocre.
Un nuevo país que el lector de Ruido alcanza a imaginar no menos “de mierda” que la “chacotera” Virgen María de “cartón piedra” que es, a lo corto y estrecho de esta novela de Bisama, “una metáfora feroz de aquellos días, una madre profana capaz de convocar el horror”.
El poeta chileno que Bisama no nombra, a quien por entonces “un cáncer fulminante lo estaba matando y no lo sabía” es evidentemente Enrique Lihn, que a finales de los ochenta “se enfrentaba a su propia extinción amparado en el cinismo” y “convertía el horror a la nada en una broma”. De ahí no solo la condición de “lúcido” con que, según Bisama, Lihn “se sumergía en lo real”, sino también su “pena”, su “rabia” y su “resentimiento” al escribir sobre el milagro de la aparición de la Virgen en Chile, el mismo sobre el cual escribirá Bisama casi un cuarto de siglo después.
En su poema de 1987 “La aparición de la Virgen”, Lihn hace este agonizante ajuste de cuentas con aquel Chile de un vidente en pleno performance piadoso o patético, una nación sangrante y dividida ya en las postrimerías de una dictadura cuyos traumas literarios nos alcanzan incluso hasta hoy:
“La realidad es el único libro que nos hace sufrir, / la realidad es la única película que nos quita el sueño. / Las apariciones de la Virgen serán irreales, / no así la aparición de los agentes de la realidad. / Ellos son los únicos autores terribles”.
“Se jugaron a maravilla la carta de la aparición, / haciéndole el peso a N cantidad de fantasmas. / Hicieron de ella una cariñosa de la Seguridad, / capaz de las mayores concentraciones. / Hicieron de ella una Flaca chacotera”.
“Nada le espanta, a nadie rechaza. / Ningún problema le parece insoluble. / Es la mamá de todos los chilenos. / Pusieron, pues, el enchufe en el sol. / Hicieron de ella toda una señora aparición / que nos hizo caer de rodillas a unos cien mil al pie del cerro”.
“Virgen del Neoprén, / Señora del Simulacro, / bajas del cielo de tus utilerías / acompañada de un guerrero antiguo / a ver si puedes dividimos aún más. / Tiendes tu manto sobre los intereses creados / y nos amenazas con un acabo de mundo. / Virgen de la chacota en la punta del cerro, / la que se cree el sol y nos quema los ojos. / Reina de todos los apagones, / desprotectora de los desprotegidos, / fosa común de los buscados”.
“Hablando en cualquier lengua abre, madre, la boca / y dinos lo que quieras por lo que más quieras. / El niño Ángel ―tu perico― es el César de Sanctis / de este Festival de la Emoción”.
“Pero, Ave Purísima, / líbranos de tus falsas apariciones. / Bendita eres entre todas las pobladoras. / No me dejes caer en la indiferencia. Amén”.
Para Bisama, sin aquel teatro de la chacota ―en cubano sería del choteo― de apariciones marianas ―en un continente donde ya había ocurrido la Revolución cubana y su concomitante religión secular llamada el castrismo (para sus enemigos) o el fidelismo (para sus fieles)―, sin aquella madre multípara sobre la que Lihn ironiza en estado terminal y que luego es reciclada por Bisama en Ruido, ya “no podemos pensar en la dictadura”, pues ocurre que justo esa “luz de la Virgen” es la que ahora “ilumina el cuadro desde el fondo”.
Solo que detrás de ese velo virginal palpita no un país, sino su opuesto: el páramo. Lo impensable y, probablemente también, lo impronunciable. El ruido del silencio.
Un paisaje de la memoria que, al decir que Mark Fisher en The Weird and the Eerie, podría constituirse ―en el caso de Ruido de una manera no tanto física como emocional― en un ejemplo de estética “eerie” (extraña, misteriosa, terrorífica), en el sentido de un “fallo” de “ausencia” o de “presencia”, ya que: “la sensación de lo eerie ocurre tanto cuando hay algo presente donde no debería haber nada, como cuando no hay nada presente donde debería haber algo”.
En efecto, para Bisama la Virgen es también un velo vil de la violencia, porque “tras la tela están los cadáveres, las salas de tortura, los agujeros donde fueron a parar los cuerpos de los muertos, el mar silente sobre el que volaron los helicópteros que lanzaban los cadáveres al mar. Tras la tela están los cerros donde enterraron los cadáveres cubiertos de cal”.
Y ese siniestro carnaval de cuerpos y más cuerpos, ese descampado de una debacle nacional que una parte de Chile desea desconocer, se le confunde a Bisama en la tierra baldía de “los potreros, las colinas llenas de espinos y los sueños opacos de los huesos de los conejos muertos”.
Se trataba de una Virgen que hablaba alternativamente de apocalipsis y perdón, de papas falsos y comunismo real, de terremotos y terrorismo, de amar al prójimo y de castigarlo por el fin de los tiempos.
Era, tal vez, una imagen no muy distinta de la que a mediados de aquella década de los ochenta también “apareció reflejada en los vidrios rotos de esos autos baleados” por un comando revolucionario ―o terrorista, según la perspectiva―, en un intento de magnicidio del cual el general Pinochet saldría milagrosamente ileso, directo del sitio del ataque a reportar esta otra aparición de la Virgen ante las cámaras y micrófonos de la televisión chilena.
En Ruido, “esa Virgen era y no era la del pueblo, la que veía el vidente” en un cerro de Villa Alemana. Bisama nos narra sus capítulos concisos desde la implícita ubicuidad de aquellas visiones, así en las poblaciones proletarias más pobres como en las entrañas más de élite del poder.
Hay algo no por carnavalesco menos espeluznante en esa sucesión virtual de vírgenes Marías, desde la Operación Siglo XX en el Cajón del Maipo ―erial eerie donde falló el atentado antipinochetista concebido en gran parte desde La Habana― hasta la poesía prepóstuma de Enrique Lihn ―quien a finales de los años sesenta vivió, trabajó, y se casó en Cuba, por lo que uno de sus primeros poemarios se titula, un poco tautológicamente, Escrito en Cuba (1969):
“Una especie de diario / Anotaciones Fragmentos de los que fue, impresiones digitales / Restos de lo que alguna vez será”.
“A lo real se llega por la violencia / con instrucciones precisas, / no hay tiempo que perder con las palabras que no pueden ser relevadas en el acto por los hechos”.
“Lo real ha invadido lo real, / en esto estamos todos de acuerdo, / en que no hay escapatoria posible”.
“Me asomo a mi memoria y el vértigo se apodera de mí y cualquier cosa que diga es otra cosa, / (…) nos aburrimos mutuamente mientras en cada uno de nosotros ocurren por separado cosas sobre las cuales hablar. / […] La palabra convierte en nada todo lo que toca”.
Esas palabras podrían ser de algún modo los pecios que, en el futuro ―que a su vez, en Ruido, será el pasado del próximo futuro―, Bisama va recolectando en las páginas de esta novela-bitácora del tedio, la nostalgia, y un tipo de desaparición peor, porque dura incluso mientras estamos todavía presentes.
La extrañeza ya no del ser, sino del estar. Los sobrevivientes de la realidad como fantasmas en la ficción.
Y, por momentos, diríase que también al revés. Porque “el horror era eso: la pereza y el aburrimiento”, allí donde “solo quedaba el rastro de mugre que había dejado: las calles sucias, los panfletos a su favor, el confeti muerto, la sensación de que todo había terminado y que en el valle solo quedaba la basura, la soledad y el aburrimiento”.
No creo que Lorenzo García Vega hubiera dudado en insertar esa sensación y ese páramo en lo que él llamaba, obsesivamente, refiriéndose tanto a La Habana republicana como al Miami post-revolucionario, el “reverso” o “destartalo” (que el crítico Jorge Luis Arcos recopila, entre otras sinonimias expresivas, como lo “escaso”, lo “seco”, lo “ruinoso”, los “ripios”, lo “roto”, lo “vacío”, lo “olvidado” y, en definitiva, “la expresión de lo que nadie mira” por ser en sí lo “inexpresivo”, lo “inexpresable”, lo “grotesco”, lo “sinsentido o a medias”).
Y todo este repertorio aplicado, como hizo García Vega en Los años de Orígenes, en referencia a “esa arquetípica familia cubana cuyos componentes parecen hablar como personajes del teatro clásico, así como estar encaramados sobre solemnísimos coturnos, pues todo apunta al destartalo anacrónico, sentimiento no compartido, o mulatez, de nuestro mundillo sin identidad”.
En la escena de Ruido a la que me referí anteriormente, el dictador chileno en persona recién “se había ido” del villorrio de las apariciones marianas. Y en mi opinión ese es también el momento ―sépalo o no su autor― en que la dictadura chilena recién comienza a desaparecer, sin dejar de estar perversamente presente en un hoy que entonces era aún el futuro, repercutiendo en la democracia chilena actual.
En efecto, de los restos de aquel remix retro de rezos al rosario y represión diaria, de aquel previo planeta Chile, ni siquiera el olvido ha de ser del todo un escape. Tal como lo confiesa el narrador de la novela, “algunos de nosotros nunca vamos a salir de esa sala de cine”.
De ahí la espectacular persistencia de las pesadillas y el insomnio en Ruido, dos demonios que se suponía fueran mutuamente excluyentes. Lo atroz en Bisama parece reconciliar, pues, a daños humanos que habitan en las antípodas: “anotaciones sobre la soledad”.
El futuro es un ruido que rumiamos ayer o nunca. Un tiempo que por momentos confortablemente “no existe”, porque “el mundo está regulado por el azar”. Y, por momentos, un tiempo cuando todavía “faltaban años para el futuro”, dado que “el pasado no nos interesaba” y “el presente era nuestro”.
Una o más de una generación, entonces, “construimos una mitología ahí, con esos pedazos, con ese sonido”. De manera que “en cada esquina se ensayaba una versión del futuro”.
En cualquier caso, cuando “en un momento llega el futuro”, para Bisama de pronto “el futuro se parece a una película que no existe” y “que nadie estará interesado en filmar porque habita en los bordes de lo que narramos”, como “canciones que nadie iba a recordar porque solo serían en el futuro un chispazo de la memoria, un parpadeo en el ojo que se abriría en el cielo cuando llegara el fin del mundo”.
Si al lector no le resulta extraño este Chile hiperrealista al punto de lo irreal, entonces difícilmente algo, alguna vez, lo extrañe. Desde esa aridez de asombro, Álvaro Bisama bien podría terminar entre los escritores más o menos afines al costumbrismo, más o menos alejados de los tópicos eerie y/o weird. A lo sumo, otro novelista que insiste en la temática de la post-dictadura, atrapado entre el testimonio y la confesión, esas dos derivas de la escritura de un diario.
Yo entiendo mejor estos evangelios según Bisama ―Ruido y también El brujo (Alfaguara, 2017)― desde los laberintos ficcionalizables de biografías a un tiempo públicas y privadas: desde el murmullo siempre familiar y desfamiliarizado de la memoria generacional.
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En la introducción a su libro Metáforas de la casa en la construcción de la identidad nacional (2007), Pilar Álvarez-Rubio explica que “la sociedad chilena ha transitado por extensas transformaciones: la redemocratización; la implantación de un modelo económico neoliberal; la elección de la primera mujer a la presidencia; el reconocimiento de la continuidad de las culturas originarias; el dominio de los discursos mediáticos de masa, entre otros”.
Para Álvarez-Rubio, en Chile “todas estas transformaciones, sean ellas profundas o simplemente alteraciones superficiales, son indudablemente elementos de suma importancia en la cultura y por lo tanto en las prácticas discursivas que afectan, expresan y definen los entramados simbólicos de la identidad”.
Esta sería la causa de que “la identidad chilena, oficialmente configurada en base al espejismo identitario de la homogeneidad”, actualmente sea cada vez más “subvertida de una u otra forma”, por autores que “al mismo tiempo proponen y afirman nuevas y variadas perspectivas de identidad individual, grupal, nacional y continental”.
En especial, “cada sociedad se re-inventa literariamente después de episodios históricos altamente críticos”, lo cual incluye, por supuesto, la “reciente diáspora intelectual de los años setenta en América Latina”, una generación forzada a crecer a golpes de Estado y a golpes de exilio.
En la antología de Anna Housková titulada 1973, el relato chileno visto desde el exterior (1996), que reúne a ensayistas que diseccionan las últimas décadas de la narrativa chilena (hasta inicios de los noventa), es lógico entonces que el golpe pinochetista de 1973 funcione como bisagra para la intelectualidad de izquierda, no solo en las discusiones de tema social sino también a la hora de teorizar sobre la literatura chilena.
En dicho libro se habla, por ejemplo, en los términos más éticos que estéticos de Anna Housková, sobre una narrativa de “resistencia antifascista”, de denuncia: documental, diarios, testimonios, donde “la narración en primera persona pasa continuamente del singular al plural, del yo al nosotros”. También se compara y contrasta esta literatura de resistencia con la llamada “narrativa chilena en el exilio”, la cual, al decir de Marcelo Coddou, “supera, con su presencia, el esquematismo de los que parten de dos falsos a priori: el a priori esteticista, que conspira contra la plenitud del arte al dar prevalencia a la autonomía verbal, al concebir la obra como hecho válido por sí mismo, en tanto creación artística, y el a priori ideológico de los que postulan la prevalencia de la autonomía del tema, disolviendo así su configuración en planteos demostrativos”.
Y, por último, como una tercera vía de la antología, se busca el contrapeso de una suerte de “novela chilena del exilio interior”, que para Fernando Alegría incluye, entre múltiples experimentaciones más o menos formales o existenciales, a “otra forma de relato, no ensayo y tampoco cuento, sino las dos cosas integradas, como esas alucinantes divagaciones de los maestros ingleses victorianos”. Chile como una fábula: tanto de la Poesía como del Estado.
Fue esta tercera zona de la creación literaria chilena, bajo el control de una dictadura que, sin ser totalitaria, igual cooptó a la esfera pública, la que debió lidiar con la “gestión de la censura en Chile”, la cual, según Manuel Alcides Jofré, “propendía a llevar a la literatura a una posición formalista del arte por el arte, donde el discurso no debía remitir a la realidad”. Por lo que, para él, “la novela del interior enfatizó así una preocupación por el significante”.
Así y todo, Alcides Jofré confía en que son estos autores del inxilio chileno con quienes “en verdad se rehace o se reconstruye la historia desde un presente crítico, comunicado desde la metáfora, superando los naturalismos anticuados, mediante una novela firme y cautelosa, carente sin embargo de humor, de juego, de soltura, un poco tiesa y esquemática”.
Fernando Moreno, por su parte, en fecha tan temprana como 1982 pronostica incluso que “un nuevo salto cuantitativo y cualitativo se producirá sin duda cuando la actual y obligada división de una narrativa del interior y una narrativa del exterior haya perdido su sentido y su razón de ser porque la historia así lo habrá decidido”.
Habría que preguntarse si Álvaro Bisama, en Ruido, revierte el diagnóstico de Manuel Alcides Jofré, por ejemplo, y consigue, más allá de rehacer o reconstruir la historia desde la metáfora, también restaurar cierta noción de ironía, cierto toque lúdico, de soltura, que rompa rigidices y escape de cualquier esquematismo de clase social o de escuela estética.
Y a continuación habría que preguntarse si esta novela de Bisama culmina o contradice la visión de Fernando Moreno acerca de un cambio cuantitativo y cualitativo, toda vez ya obsoleto ―con la llegada a Chile de la democracia, a inicios de los años noventa― aquel postulado del parteaguas político entre una narrativa chilena del interior y otra narrativa chilena del exterior.
Dos alternativas expresivas para una misma atrocidad, dos espejos éticos/estéticos de la misma esperanza: un Chile libre, sin apartheid de corte ideológico ―como en la vía cubana hacia un socialismo sin ciudadanos― y sin exclusiones economicistas por la lógica ciega del capital.
Me pregunto, por último, cuán conscientes serán, por parte de Álvaro Bisama, las proporciones con que él dosifica y disuelve en su novela el testimonio, la autobiografía, la memoria, la historia, así como el equilibrio con que el novelista resuelve el diferendo entre ficción y non-fiction.
En dependencia de las respuestas con que los críticos y teóricos se acerquen a Ruido, esta obra sui generis será entendida bien como ruptura o bien como continuidad, al respecto de los debates de décadas anteriores sobre literatura purista o de compromiso en Chile, tal como los debates que emergieron, por ejemplo, con el libro Representing the Unrepresentable. Literature of Trauma under Pinochet in Chile (Peter Lang Publishing, NY, 2002).
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Alvaro Bisama, en el programa de Radio Ambulante titulado “El vidente”, transmitido por National Public Radio (NPR) el 4 de abril de 2017, nos hablaba de Chile como de “un país mucho más irracional, mucho más complejo, mucho más profundo, mucho más terrible, que el país que en el fondo el chileno quiere ver”. Un país donde el lema patrio “Por la Razón o la Fuerza” cobra a ratos todo su espeluznante esplendor: su violencia averbalizada, pero sustantiva y articulable.
Bisama habla para NPR casi como si él fuera un extranjero, acaso un etnógrafo nativo o un testigo desterritorializado. Parece tan perdido como un cubano caído de la Cuba de Castro en el Chile de Pinochet, dos geopolíticas fantasmas, pero todavía complementarias: no hay distopía burguesa sin la alternativa de un paraíso proletario, como tampoco hay dictadura fascista sin su concomitante sistema de partido único comunista.
Bisama, oral o por escrito, se comporta como un lector de límites y subliminales. Su perspectiva es intrínseca a lo que narra, pero su voz siempre aparenta estar algo desplazada, desorientada, acaso huérfana por sobresaturación de saber. El novelista se disfraza de comentarista radial y hace un esfuerzo extremo para comprender la extrañeza inmanente en todo lo que antes le resultaba tan familiar.
Chile se le comienza a escapar a Bisama, de ahí la prisa de su prosa por atrapar los pedazos. Los trozos y trazas del destrozo. Nos habla como un niño forzado a una adultez contemporánea para la que ni él ―ni nadie en su generación― podría haber estado del todo preparado. Así, aquel pueblito de infancia, compartido con el vidente y la virgen que éste convocaba a voluntad, deviene de nuevo el mismo “campo de juego gigante”.
Bisama enfatiza, al igual que en Ruido, cómo las apariciones de Villa Alemana se programaban para los fines de semana, anunciadas con antelación en carteles y pósteres, por ser los días no laborales. Aquella sucesión de espectáculos sabatinos, algunos tan masivos como para hospedar cerca de cien mil espectadores, bien podríamos imaginarla ahora como una apertura operática para otro espectáculo de audiencia masiva, conducido por un señor de genealogía también alemana, Mario Kreutzberger: el no menos carismático conductor Don Francisco de los Sábados Gigantes del canal 13 chileno. Una cifra, por cierto, con connotaciones cabalísticas.
Cuenta Bisama en NPR sobre las peticiones que aquel ejército de fieles sumisos le traía al vidente, en tanto interlocutor de la Virgen María. Y recuerda todas las precauciones que la inteligencia y el ejército de la dictadura tomaban ante aquellas manifestaciones masivas de fe, por más pacíficas que fueran. Se trataba de demostraciones populares que irían revelando a otro Chile subterráneo que ahora emergía ante la luz pública, así en la provincia como en la capital.
En paralelo a las procesiones devotas que rodeaban al vidente de Villa Alemana, en Santiago de Chile y otras ciudades se orquestaba una convocatoria tras otra de las llamadas Jornadas de Protesta Nacional, protestas que fueron fomentadas desde la jerarquía católica a partir de mayo de 1983, en un verdadero pugilato contra el poder despótico imperante. Dichas jornadas duraron hasta poco antes del plebiscito de 1988. Es decir, casi tanto como duraron la dictadura y las apariciones de la Virgen al vidente.
Entonces se olvidaron del milagro y del vidente. Comenzaron a creer que todo era una farsa. En Chile y también en Ruido: “Nos olvidamos del milagro y del vidente. Comenzamos a creer que todo era una farsa”.
Aunque no todo Chile, por supuesto, al menos no todo el tiempo. Ha quedado una especie espectral de eco hueco, un rumor residual, otro tipo de ruido que se escurre entre las ruinas.
En aquella zona de contacto cercano de chilenésima especie, aún reinciden ciertas “siluetas casi silenciosas que ascienden la loma, confiando nada más que en el recuerdo […]: puntos imprecisos en la luz insoportable del mediodía del valle”.
Bisama los describe poco menos que como seres extraterrestres, pero que nacieron y serán enterrados en esa misma tierra santa o chacotera. Meros cuerpos aparecidos que “se aferran a los jirones de un relato”, a las piezas de un rompecabezas sin mapa maestro ―¿la novela será la primera pieza de semejante mapa?―, habitantes del colofón “de un complejo plan celestial solo comprendido por pocos”.
En cualquier caso, poco importan los hechos cuando se trata apenas de “confirmar algo que sabían desde siempre: el mundo se acaba” y “todo lo que conocimos será tapado por el mar, devorado por el fuego”.
Estamos, por supuesto, al final de los tiempos. Ningún ruido es eterno, aunque retorne eternamente. Y Bisama pone énfasis en narrar un apocalipsis ajeno para mostrarnos mudamente que se trata de un apocalipsis personal. Hay algo de pudor en su gesto, algo de vocero vestal que respeta, al punto del ridículo, la vida privada de los ruidos.
Y es tal vez ahí, al igual que en el libro sobre el vidente que se menciona en este otro libro sobre el vidente escrito por Bisama, “donde el texto vacila, se pierde en los meandros, se tapa la boca antes de terminar abruptamente, como si quien lo redactara no quisiera seguir adelante, terminar la historia”.
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Por más que Álvaro Bisama parece interrogar de cerca al vidente, en la práctica lo aleja al atraerlo hacia sí. A lo sumo, se apropia de su voz como un médium al literaturizarlo en Ruido, tornándolo todavía más invisible. Bisama es ahora al vidente lo que el vidente fue antes a la Virgen.
En 2011, apenas unos meses antes de la aparición de la novela de Bisama, Alejandro Zambra publicaba su novela Formas de volver a casa, donde se enfrentaba a este mismo dilema de los desplazamientos de voz: “No quería o no me atrevía a contar su historia. Sabía poco, pero al menos sabía eso: que nadie habla por los demás. Que aunque queramos contar historias ajenas, terminamos siempre contando la historia propia”.
El narrador de Ruido está igualmente consciente de semejante maniobra autorial: “parece que recordamos” y “parece que sabemos algo”, afirma, cuando en realidad del vidente solo “conocemos su voz, pero no lo que está detrás de ella”. Tal como tampoco “sabemos nada de sus afectos; ni antes ni después sabremos de ellos.
El ejercicio de la memoria en Ruido “es eso, incluso para los fantasmas: basura que cruza distancias siderales, escombros que quedan en sitios baldíos, restos de naufragios que atraviesan el mar helado, ruinas que flotan en el tiempo”, mientras se sigue “esperando quedarnos vacíos, esperando permanecer en blanco, desaparecer en un sueño blanco y sin sangre, en las planicies de la vigilia y las arenas de la nada”.
A fin de cuentas, tal como le ocurre a un personaje-narrador de El brujo, la novela posterior de Álvaro Bisama: “nunca he comprendido cómo funciona la memoria”, tal vez porque “el tiempo devora al tiempo del mismo modo en que la luz se come a la luz”.
O, tal vez porque ―evidentemente evocando el poema de extraña ortografía “The Tyger” de William Blake―, el Bisama de El brujo también apuesta por captar “esa belleza serena que era monstruosa porque la belleza en realidad era monstruosa, era algo que no se podía contemplar de frente, una belleza doblada sobre sí misma de la cual quedaban las entrañas, los huesos, los vestigios de algo que habían sido cuerpos”.
La historia, pues, como “un puñado de relatos que existían en otra parte, en una lengua muerta”. Todo un “mundo detrás del mundo”.
En el arco voltaico invisible que viene de la Arcadia de Allende y pasa por la Pompeya de Pinochet, los hijos bastardos de la concertación democrática chilena, “enfermos de vigilia” después de tanta vigilancia, ya no pueden sino reciclar los “despojos del pasado”, tal como se les llama en la nota de contracubierta de Alfaguara de Ruido.
Un realismo si no raro por lo menos enrarecido: un ejemplo de los “espacios íntimos” de una “literatura hecha de santos, fantasmas y monstruos”, donde “el aburrimiento estira hacia el infinito los días y las noches” en “un relato sobre el horror del tedio, pero también sobre la música del asombro”.
El “yo” de Bisama, al estilo testimonial de los años setenta, deviene plural, colectivo, generacional. Pero más que un “nosotros” comprometido, se torna una voz incomprometible ―incorruptible― en su intimidante intimidad. Y el lector intuye que, si bien se narra sobre un tiempo mudo de horror, no fue para nada un tiempo enmudecido por el horror. Antes bien, el pasado parece ser un período políticamente muy parlante. Será en los sucesivos presentes pletóricos, pues, después de aquel otro presente precario, donde se paga entonces un alto precio por la palabra y su imposibilidad radical.
Como en una escena en blanco y negro de la película Disfruta el silencio (2009) de Ernesto Araya, solo al aislarnos autistamente de todo ruido exterior ―y en el filme se cita al respecto el experimento científico del músico norteamericano John Cage―, descubriremos entonces que ahí estaba todavía, esperándonos desde el inicio con su humanidad única, irrepetible, el “sonido repetitivo” de los latidos de nuestro corazón.
En Ruido también, por supuesto, a la postre “el ruido era la sangre”: “el último latido de nuestro corazón al apagarse, al final de la noche”.
“Chile me mató”, dijo el vidente en la vida real de todos los chilenos y no en la novela de Álvaro Bisama. Para entonces Ruido ni siquiera existía en su forma de manuscrito o borrador digital. Para entonces el vidente ya no era el vidente, sino la vidente. De hecho, dijo que siempre lo había sido: una mujer chilena. Atrapada en un cuerpo de gónadas y genitales extraños.
Mujer, como la madre que lo abandonó de niño. Mujer, como las mujeres que fueron sus primeras devotas. Mujer, como la madre de Dios que, con la llegada de la democracia chilena en Villa Alemana, se le dejó de manifestar a Miguel Ángel Poblete. Es decir, a Karol Romanoff, acaso una descendiente del zar sacrificado por los rusos rojos en el Ekaterimburgo de 1918, para que el socialismo soviético pudiera nacer con óptima salud.
Mujer, como el ejército de mujeres que lo/la amortajaron hasta que él/ella murió en una clínica, en septiembre de 2008. Todavía con raptos y visiones puntualmente televisadas. Todo triste, todo tedioso. Después del encanto criminal de la dictadura, la decadencia decepcionante de una libertad mediática. Mediatizada.
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«Chile me mató”, dijo, alcoholizada y ya padeciendo de cirrosis hepática en fase terminal.
Hablaba, sin advertirlo, en paralelo a la concepción de Álvaro Bisama en Ruido: narraba como el fantasma de un mundo desaparecido que, sin embargo, aún persistía ante sus propios ojos, en tanto ruina humana y paisajística. “Me llevaron a un mundo de nada, a un mundo que yo no quería”, había confesado a los medios nacionales tan pronto como resucitó en 2002, alegando de paso no haber tenido necesidad de una operación quirúrgica para ahora enorgullecerse de su nuevo cuerpo y abolengo”.
“Me usaron y después me abandonaron”, dijo como si estuviera citando implícitamente la frase de Jacques Vaché que Julio Cortázar usa de epígrafe en Rayuela: “Nada es tan mortal para un hombre como estar obligado a representar un país”. Rosemary Marangoly George, en su libro de 1996 The Politics of Home, resume un sentimiento análogo con esta sentencia: “Imaginar un hogar es un acto tan político como imaginar una nación”.
Ese país-casa u hogar-nación parece hundir sus raíces irreversiblemente a ras de la infancia, ese nicho a ratos seguro y a ratos siniestro donde el lector latinoamericano lee o se deja leer como aquellos héroes huérfanos de, por ejemplo, Corazón, de Edmundo de Amicis.
Tal vez ya nadie nos espera en ninguna parte. No nos queda nada que encontrar allí, en el último nudo de esa línea que intercede entre la infancia y lo infame. Para el narrador de Ruido: “nosotros somos el relato, los pedazos que no existen en el puzle, las voces que fingen ser fantasmas”, y ya es sabido que siempre “la pieza más visible es la que falta”.
Ricardo Piglia insistió varias veces en esta idea. En Ruido, la clave del relato está también en los restos que quedaron ausentes, en las versiones invisibles que tiñen de sentido a la propia búsqueda de un sentido para ese relato incompleto, incompletable. Sin exclusión, no hay exégesis. Solo la muerte se completa a sí misma.
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Me pregunto si toda política acaso no sea biopolítica y si toda biopolítica no resulta, por eso mismo, violencia. Me pregunto, también, si toda violencia no es vil y si todo lo vil acaso no sea evanescente. Al pasar del tiempo, los muertos seguirán tan muertos como al inicio, pero tampoco se habrán ido nunca del todo.
“Fantasmas a la deriva”, los llama Bisama en El brujo: “Los vivos enterraron a los muertos. Los muertos no volvieron del otro mundo. Los vivos se tragaron su ausencia, mascaron la memoria como una hierba amarga. Fingieron aprender a olvidar”.
Y esto resulta atrozmente arrasador no solo para los personajes de El brujo, sino también en toda la poética de Bisama, tanto a nivel de hogar como a nivel del país: “La casa ya no era una casa, sino un espacio hueco donde las pocas señales que quedaban no conducían a nada”.
Y, también, por supuesto, en voz de esos otros personajes que pretenden desaparecer del presente para no tener que reencontrarse con su pasado: “Mi mundo era el paisaje desolado de mi propia casa. Mi mundo era el modo en que me había alejado del ruido”. De manera que, “cuando la casa se convirtió en una piel seca que abandoné”, entonces por fin “me volví un fantasma. Desaparecí”.
Confiando tal vez en que “los fantasmas no hablan”, “no sueñan”, “no tienen nombre”, “no tienen familia”, “carecen de peso”, “dan vueltas por los paisajes solitarios”, “son asesinos que perdieron su nombre”. Los fantasmas como fieras que “se alimentan del olvido”.
Chilenos: qué destino, amigos. Chile, qué pasó en Chile, donde todo es mentira. Es la casa desaparecida. Estos son los inconcebibles Chiles de Álvaro Bisama.
Ocupando las voces de su generación post-dictadura, el narrador afirma que todos “tratamos de escribir novelas sobre aquello, pero no llegamos a nada”, acaso porque “los fantasmas no escriben novelas”.
Acaso porque la novela misma es el fantasma de otra novela chilena que siempre se les quedará a los chilenos sin escribir.
Se me ocurre la provocación de pensar que tal vez esa sea una tarea para los novelistas cubanos del exilio o el inxilio, o ambos, o ninguno. Como entrenamiento insular por si alguna vez Cuba llega también a su período histórico post-dictatorial.
En cualquier caso, Bisama reconoce que algo siempre quedará por escrito en alguna parte, en este proceso de aprendizaje que implica también aprender a des-aprehendernos del país natal, así como a escapar de nuestra querida casa-cárcel, pues de lo que se trata en definitiva es de que, “mientras recordamos, aprendíamos a narrar, y la luz se filtraba en la mañana de la provincia, abriéndose paso en una niebla que cambiaba la forma de los objetos que habitaban en la memoria, ordenando de nuevo los lugares y las cosas, modificando la velocidad, el modo en que vivíamos dentro del relato de los hechos”.
Narrar es volver a narrar esos ruidos recónditos que son lo que importa, porque es lo que queda: una “lengua del murmullo, el cuerpo volátil del ruido” que “baila entre las palabras”. Ese ruido raro que es “lo que estaba en el aire” pero a la vez “era el aire que exhalábamos cuando tratábamos de ordenar los hechos de nuestra historia”.
Ese “ruido emitido por el espectáculo triste de una dictadura que se acaba en un pueblo que finge una celebración”, corre y recorre toda la prosa de prisa de Álvaro Bisama, más allá de la anécdota principal y los rizomas truncos de las subtramas. En definitiva, en la novela “el vidente nunca habló” y “cuando lo hizo ya todo estaba perdido”: se había convertido en “la parodia de una memoria, la sombra de una confesión, apenas ruido”.
Aquel mismo Chile, al que se le pedía en la televisión del régimen militar que riese cuando todos estaban tristes, cuando por fin la alegría vino ―“de un día para otro”, como una “suerte de desgracia sorda” o un “drama sin estridencia”―, tendría que deshabitar entonces una era superpoblada de fantasmas.
De ahí que entonces la literatura chilena, como todas las literaturas latinoamericanas después de Roberto Bolaño, en palabras del propio Bolaño: “lleva en sí el exilio, lo mismo da que el escritor haya tenido que largarse a los veinte años o que nunca se haya movido de casa”.