En la antología 17 narradoras latinoamericanas, la argentina Cecilia Abzats expone en un breve prólogo que precede a su cuento “La siesta” que el primer libro que se escribe suele ser una historia que uno tiene “atravesada en la garganta” y ponerla en palabras funciona como una especie de exorcismo.
Confieso que no habría podido encontrar mejores palabras para referirme a mi querido Al norte del infierno. En efecto, el primer libro que escribimos es usualmente un acto de exorcismo, un dolor que uno tiene clavado en el pecho, una especie de trabazón que no nos deja respirar. Esa condición de texto-nudo es la que hace salir el libro con la fuerza de un atragantamiento en las vías aéreas, para evitar así una posible muerte por asfixia.
Pero esa gestión inevitable —sacarnos ese nudo del interior— tenemos que realizarla con toda la rapidez que una situación de emergencia conlleva. La urgencia con que el libro demandaba saltar a la página en blanco hizo que el autor no siguiera, por lo general, las pautas que siguen los textos reposadamente concebidos ni los que resultan de esmeradas investigaciones académicas, ni siquiera las que siguen ciertos textos mesiánicos. Ese primer libro que llevamos dentro no puede esperar tanto. Su existencia viene tocada por la urgencia: me lo saco del gaznate o perezco.
Al norte del infierno nació bajo esas circunstancias agónicas. Su texto se me había atragantado no solo en la garganta sino en todo mi ser. Lo sentía como un molesto padecimiento que no me dejaba vivir, como un tumor o un proyectil que desde hacía tiempo llevaba alojado en los sesos y que ahora buscaba salir, por sí solo, a la superficie. Sacarlo de mí se convirtió en mi mayor prioridad, sin tiempo que perder y sin detenerme a pensar en cómo lo haría.
Pero arrancarnos un libro que vive en nuestro interior es un proceso de exorcismo que tiene sus propias reglas. En primer lugar, la urgencia del texto por saltar de mi cabeza ni siquiera dejaba espacio para echar un vistazo a las pautas literarias que rigurosamente establece la tradición, ni para analizar los estilos en boga para configurar ese texto; la urgencia no nos permite remitirnos a las diatribas, valores o pareceres que consciente o inconscientemente nos impone el canon, o sea, prestarle mucha atención a la literatura. Y así escribí Al norte del infierno: así, sin ponerme a considerar el mundo literario que transcurría a mi alrededor, sin tenerlo en cuenta, sin saber si eran estas o no las formas que la narrativa contemporánea exigía de los escritores de mi época.
Escribí la primera y única versión del libro en unos ocho meses, todo en 1982. El manuscrito apenas sí tuvo una revisión sintáctica. Desde mi salida de Cuba a través del éxodo del Mariel en 1980, los personajes formaban enormes algarabías en mi cabeza, insoportables estrépitos, alborotos inenarrables, verdaderos motines de seres que al parecer solo querían decir su verdad y estallar, como si sus vidas dependieran del mero hecho de la enunciación de sus gritos. A veces, el estruendo de las voces era tal que ya no podía hacerme el desentendido; entonces los personajes en mi cabeza me hacían levantar en medio de la noche invernal y a las tres de la madrugada tenía yo que escribir lo que ellos iban a dictarme. Como autor, yo solo recibía algún alivio cuando terminaba de plasmar por escrito el mensaje de los personajes más agresivos. Solo después me permitían descansar un poco, pero yo sabía que los personajes permanecían de pie en la violencia de aquella cola metafísica hasta que les llegara su turno para hablar, o sea, para reventar. Cuando terminaba de escuchar, recoger y escribir la exposición de una de aquellas voces, esta parecía calmarse. Sus gritos aún continuaban, pero ahora desde la página mecanografiada, no ya desde mi cabeza. Entonces comprendí que el nudo de voces era una hinchazón que yo debía evacuar con cierta frecuencia para aliviar así la enorme presión craneana o, de lo contrario, el dolor acabaría conmigo.
Y así salió este libro, a deshoras, en medio de grandes desvelos, sin pretensiones de ningún tipo y sin la menor expectativa, obedeciendo únicamente el agónico clamor de unas voces que se habían adueñado de mí y que exigían su materialización fuera de mi cabeza y su relocalización física aunque fuera en lo textual. De no haber cumplido con las demandas de las voces, de seguro que habría enloquecido.
Cuando transcribí el último clamor, sentí un vacío en mi interior que me pareció igualmente devastador: volví a ser el joven de 23 ó 24 años que por entonces era. Y sentí también todas las angustias de mi condición de refugiado cubano en suelo norteamericano, angustias que eran de la misma naturaleza que la de las voces en mi interior.
Con el paso del tiempo y una vez publicado este texto endocrino, me ha ocurrido con Al norte del infierno lo que le ocurría a Alejo Carpentier con su Écue-Yamba-Ó: me ha dado por huir de mi texto, por lo que apenas lo releo. Carpentier rechazaba su texto primigenio porque, según él, este le parecía inmaduro. No me parecen razones muy válidas. El texto solo se hace inmaduro a nuestros ojos porque estamos conscientes de nuestra evolución física e intelectual. Pero el texto permanece congelado en el tiempo, almacenando dentro de sí los códigos de nuestra identidad en el momento de la creación. Las razones de mi rechazo son otras: el libro me hace recordar un doloroso capítulo de mi vida que no quisiera volver a padecer: mi salida de Cuba por el éxodo del Mariel. Aunque apenas releo las viñetas que integran Al norte del infierno, estoy feliz de que exista tal y como es, tal y como me lo dictaron sus voces, sus personajes, los más auténticos de cuantos han invadido mi mente.
Hace algún tiempo, un amigo poeta me hizo ver algo extraño en Al norte del infierno: “los personajes están en el aire”, me dijo, “no tienen un espacio donde asirse, no tienen una plataforma que los recoja, no cuentan con un setting demarcado o descrito por el narrador donde la acción del argumento se desarrolla”. Tras meditar sobre la inteligente observación de mi amigo he llegado a la conclusión de que tiene toda la razón: el libro no se detiene en la formación de un espacio literario donde los personajes puedan existir. Pero no lo tienen porque los personajes no lo necesitan, porque ellos no son sino gritos, voces, willies, ánimas que revolotean y explotan bajo el cielo insular de mi memoria, en la ingravidez, en el estupor de una época malsana. Este es un libro donde el espacio literario lo edifica el lector (no el narrador) a partir de los discursos que emiten, desde la textualidad, las voces.
A pesar de que este texto no ha seguido los parámetros considerados prestigiosos o canónicos, Al norte del infierno ha tenido una verdadera carrera triunfal. Y ha sido así porque la literatura no es una disciplina fácilmente encasillable, ni funciona de un modo único, sino que prioriza su gran objetivo: echar un poco de luz, aquí y allá, sobre el hombre y su tragedia. Por ello es que, a mi juicio, Al norte del infierno ha cosechado triunfos que sobrepasan mis propias expectativas: porque su razón de ser ha sido exponer la furia, la miseria, la desesperanza y el anónimo martirio de unas víctimas con quienes una época y unas circunstancias se ensañaron en sus individualidades. Para nada cuentan aquí las fórmulas literarias, ni los modismos, ni siquiera el autor. Si para los estructuralistas solo importa lo textual, este es su libro idóneo.
Gran parte de la crítica que se ha acercado a este libro considera que uno de sus grandes valores es su apabullante actualidad. Al norte del infierno no es un libro de tesis, ni de protesta, ni siquiera de reflexiones: es un libro donde sus personajes-voces solo quieren que alguien los escuche. La actualidad del libro se debe a la postración del contexto histórico y sociopolítico que generó las víctimas aquí tratadas: la tiranía castrista que desde la segunda mitad del siglo xx asola a mi país, ese hermoso archipiélago bañado por las cálidas aguas de la corriente del Golfo y por la enceguecedora luz tropical, pero dominado también por la miseria, el estalinismo y la estupidez.
Ojalá que el libro pierda toda esa vigencia que siempre lo ha caracterizado. Ojalá que, dentro de poco, los acontecimientos que se narran en la obra sean algo del pasado. Le pido a Dios que así sea. Porque pertenezco al grupo de los que consideran que la literatura no es más importante que el hombre.
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Weehawken, 2018
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© Prólogo a la novela Al norte del infierno (Mariel, Hypermedia, 2018).
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