“Estos ojos vieron a Martí”

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Imagen: Héctor Luis Céspedes



Ciento setenta y dos años parecen ser mucho tiempo para mantener vivo el recuerdo de una persona, aunque no se trate de una persona cualquiera, sino de José Martí, el inmortalizado Héroe de nuestra nación, nuestro Apóstol.

Mucho se habla por estos días en que no sólo su amada patria cubana celebra un aniversario más del nacimiento de este gran hombre. Se enumeran y resaltan una y otra vez las grandes obras llevadas a cabo para alcanzar la independencia de su subyugada isla, los tomos imperecederos que legara a la literatura cubana y universal. Pero poco o nada se dice del hombre. Del Martí que a flor de labios recuerdan quienes tuvieron la dicha de conocerle.

Del hombre sencillamente humano que rescata de los montes de Baracoa Froilán Escobar, en esa obra sumamente agradecida publicada por la Editora Política en 1991 y reeditada por la Editora Abril: Martí a flor de labios, que es un apasionante libro donde se reúnen los testimonios de siete hombres y mujeres que, cuando niños, conocieron al Apóstol. Cuando Froilán Escobar los entrevistó, habían transcurrido 78 años de aquel encuentro, pero ellos lo recordaban vívidamente.

En palabras de Cintio Vitier, “este libro es un suceso prodigioso” (p.1), del que no se conoce semejante luego de la propia vida y obra del Maestro. En él nos llegan “los ojos de los únicos niños que, sin saber nada de él, lo supieron todo, como si ese hubiera sido el verdadero sentido de sus vidas: verlo una vez, recordarlo siempre, vivir en su compañía hasta la muerte” (p.9). No sin antes reconocer, como hace Salustino Leyva, que “nosotros concurrimos a desaparecer, pero Martí, no. Mientras haya cubanos Martí va a existir” (p.9).

Casi todos destacan su amor deslumbrado por la naturaleza y la manera de hablar de Martí, como Francisco Pineda: “En sí, me suena, la manera suya de conformar la voz con el dejito que tenía, […] él ceceaba con distinto aire” (p.80). Paulina Rodríguez, que tenía 11 años, recuerda igualmente que Martí era “distinto en su hablar, […] un suponer, sonaba a otro aire de voz, de caballero, […] no apuraba las palabras, pero sin lisonjearse” (p.64). Y según Salustiano, “no hablaba con mucha decoración de palabras, […] más bien buscaba procurarse los silencios”. Otros cuentan que “era un hombre que siempre miraba” (p.86), inquieto y gustoso de saber de cada cosa su esencia.

En la sencillez con que lo muestran, resalta la grandeza que lo distinguía del resto de los que lo acompañaban. A Carlos Martínez el orgullo le quiebra la voz cuando dice: “estos ojos míos, así ciegos y todo como están, yo los quiero mucho, porque estos ojos vieron a Martí” (p.121).

Paulina rememora que “él cundió en la gente. Nadie lo conocía, y tan pronto llegaba ya le estaban adelantando taburete […]. Y le decían presidente. Cuantimás contemplábamos que él estaba aquí, más nos daba orgullo de sentirnos cubanos” (p.62).

Y para quien reconoce nunca haber estrenado escuela, se le hace sencillo afirmar: “sé que Martí sirve para vivir, por eso no desexistió para nosotros, por eso, así derrengado y todo como estoy, si se ofrece, si en nombre de él me llaman, yo hasta gateando camino. Yo, Salustiano Leyva Leyva. Aquí me manda” (p.51).

Es precisamente en el decir donde se encierra la mayor riqueza de este texto, porque su autor no sólo tuvo el cuidado de salvar lo que tenían que contar los que conocieron al Apóstol, sino cómo lo decían, en esa manera especial del habla, en la sobreabundancia de arcaísmos, neologismos y giros sintácticos inusitados que contenían toda esa carga de sabiduría y poesía.

Froilán Escobar fue creando sobre la marchasu propio método de trabajo: se relacionaba, identificaba, motivaba, les leía aquellos pasajes del Diario de campaña en los que Martí los mencionaba, “y luego dejaba que contaran de un tirón, sin interrumpirlos, el bulto grande del recuerdo” (p.28). Así fue como obtuvo el material tan rico que le propició la “verdad humana” en la que aparecía la imagen de Martí mezclada con las impurezas y distorsiones de la memoria (p.29).

El autor de estas páginas vivió y compartió con sus protagonistas, se ganó sus palabras y sobre todo su confianza, para finalmente lograr escribir desde ellos, desde lo que le contaron los que, otrora niños, en los intrincados montes de Baracoa, conocieron a Martí.

Así, entre 1973 y 1983 recorrió los parajes que lo llevaron a verificar “que nada que tenga que ver con Martí, después del asalto al cuartel Moncada, es de museo. Ni sus pasos, ni sus palabras, ni su ejemplo” (p.29).





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Todos los peores humanos (I)

Por Phil Elwood

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