Habana ‘noir’

Decidido a empezar con el pie izquierdo, acaso porque los revolucionarios no son supersticiosos, el policiaco echó a andar como género en Cuba en 1971 con la publicación de Enigma para un domingo, de Ignacio Cárdenas. Es cierto que antes habían aparecido algunos cuentos aislados, pero en realidad no fue hasta ese momento que comenzaron a crearse concursos dirigidos a promoverlo y aparecieron colecciones que se especializaron en la publicación de este tipo de literatura.

Esta súbita generosidad respondía a que el gobierno consideraba que el policiaco, de los géneros populares, era el que mejor se prestaba para adoctrinar a los lectores en las demandantes exigencias que requería la defensa del “proyecto revolucionario”, ya fuera frente enemigos internos o externos: las futuras sociedades comunistas de la ciencia ficción, por demás ausentes en lo escrito hasta entonces en Cuba, quedaban demasiado lejos de las lecciones inmediatas de las novelas de contraespionaje. El resultado final fue la acumulación de novelas inverosímiles con personajes acartonados que, con escasas excepciones, conforman el corpus del género en Cuba.

Es por eso que la lectura de Indómito, de Vladimir Hernández, ganador del premio internacional de novela L.H. Confidencial otorgado en abril de este año, ha terminado por ser una sorpresa tan agradable. Y es que ni el lector más distraído podrá ignorar que Indómito es diferente de lo que, hasta el momento, nos han ofrecido los autores del género en la isla, incluso si tomamos en cuenta a Leonardo Padura y Daniel Chavarría.

Hernández nos propone una historia hard-boiled que trasluce la influencia de los autores norteamericanos clásicos de este subgénero, en particular del Parker de Donald E. Westlake, con sus tramas duras de traición y venganza. Lo separan también de los autores cubanos tradicionales algunos manierismos de estilo que traicionan los años que Hernández dedicó a escribir ciencia ficción —en particular cyberpunk—, sobre todo el peso de la influencia de William Gibson, que tanto lo marcó en sus comienzos. Pero esta combinación es particularmente feliz porque el hard-boiled fue uno de los ingredientes del cyberpunk desde sus inicios, y la larga familiaridad con sus convenciones le permite a Hernández emplearlas con la comodidad que le confiere ser viejos conocidos, además de otorgarle a la novela, la primera que publica de este género, una madurez que acaso de otra forma no habría conseguido.

El argumento es convenientemente sencillo: Mario Durán, el protagonista, y su amigo Rubén, al acabar la universidad, ponen en marcha un pequeño negocio ilegal que complementa el magro salario que les paga el Estado. Pronto son descubiertos y encarcelados. Tras año y medio en prisión, a Durán le otorgan por sorpresa la condicional, y Rubén, que lo recibe a la salida, le explica que el precio de la libertad consiste en participar en un “trabajito”. El golpe sale bien, pero son traicionados, y Rubén acaba muerto y Durán herido. A partir de ese momento, la historia se centra en el empeño de Durán por descubrir quién se encuentra detrás del robo y hacerle pagar la traición y la muerte de su amigo. A lo largo de la novela, Hernández va intercalando capítulos que ayudan a entender cómo se ha llegado a allí, ofreciendo información sobre la amistad de Durán con Rubén, su historia familiar y el tiempo que pasó encarcelado.

Es cierto que la novela incluye algunos descuidos y exageraciones que podrían distraer al lector atento —y cubano. Por ejemplo, algunas de las noticias que Durán ve en la televisión mientras lo aburre el oficial encargado de reeducarlo resultan poco verosímiles. De sobra es sabido que Cuba suele aparecer en los noticieros en tres modalidades básicas: como víctima de algún tipo de agresión externa inmotivada, como escenario de un problema cuya causa reside en el extranjero o se localiza, difusa, en la sociedad, o como la versión caribeña de una pastoral proletaria. El tono apocalíptico se reserva con rigurosa generosidad para el resto del mundo. Cuando Rubén recoge a Durán a la salida de prisión en su Harley, ambos regresan a la ciudad a través del túnel de la bahía, que las motos no están autorizadas a cruzar. La traición en el Bosque de La Habana, con los disparos que le siguen y la demora que implica sepultar los cuerpos, exige los límites de nuestra credulidad si se recuerda la existencia de una base militar enclavada en el área. Por último, la estela de muertos que va dejando Durán y el tiroteo bastante público en un sótano del Vedado en el que participa atraerían toda la atención de las fuerzas de seguridad, más en una ciudad que no está acostumbrada a semejante nivel de violencia. Algunas de estas faltas pudieron evitarse poniendo un poco más de cuidado, pero de ninguna forma disminuyen el buen rato que proporciona la lectura de la novela.

Tampoco creo que sea una buena idea acercarse al libro buscando un retrato realista de la Cuba contemporánea. Es cierto que cíclicamente los novelistas se encaprichan en tratar de encerrar a una sociedad dentro de las páginas de un libro, desde la ambición de Balzac de competir con el Código Civil pasando por la Gran Novela Americana o la mucha más tediosa novela de la Revolución (y su versión actualizada, que pretende retratar el ininterrumpido desastre que visita la isla desde el 91). Pero no ya un país, incluso una ciudad tan heterogénea como La Habana no tolera ver encajada su diversidad entre las páginas de un libro, y menos de una novela negra. A fin de cuentas, el policiaco es un género tan artificial y estilizado como el ballet clásico o la ópera.

Indómito, claro, presenta una ciudad corrupta y sacudida por una pobreza tan ubicua como el calor, una ciudad que con su sola existencia cuestiona el irreal discurso oficial. No obstante, sospecho que esa escenografía también se corresponde en gran medida con las convenciones de un género menos preocupado por ofrecer una descripción precisa de la realidad que por satisfacer unas expectativas.

A su manera, La Habana de Vladimir Hernández es tan imaginaria como el L.A. de las novelas de Chandler o de Ellroy. Sí, hay algo de Babilonia en ella, pero responde más a lo que espera el lector que a una aspiración por parte del autor de presentarse como un nuevo Jeremías. Que el policiaco es género de pretensiones humildes, por lo que no es recomendable exigirle más de lo que le interesa dar.

Lo que no significa que Indómito no incluya un comentario social implícito que le presta un extra de interés y que difiere de aquello a lo que nos acostumbró Padura en sus primeras novelas. En la tetralogía que protagoniza Mario Conde —ubicada en el año 89, pero escrita durante los 90 y con el sabor de esa década— pervive, atenuada, la mística del proceso revolucionario. Es, me parece, un sentimiento que se desdobla debido a la perspectiva desde la que escribe Padura, con el conocimiento de los cambios que comienzan a producirse en noviembre del 89 con la caída del Muro de Berlín y cuya conclusión está observando en 1991, cuando se publica la primera novela de la saga. Por un lado, aparece la nostalgia un poco sorprendente de unos tipos que no cumplen los treinta y cinco, pero con la mentalidad de cincuentones quejicas, por el pasado aparentemente más simple de su adolescencia, cuando no habían sufrido tantas decepciones —y Cuba es un país donde parecen haber abundado siempre las razones para decepcionarse. Por otro, con más claridad según avanzan los libros, está la nostalgia —más del autor que de los personajes— por ese pasado inmediato evidentemente más simple cuya inminente desaparición encuentra ecos premonitorios en la crisis personal de Conde. Indómito, escrita dos décadas y algo después, presenta un mundo completamente distinto.

Ya en los cuentos ubicados en CH —una versión futurista y agigantada de La Habana— que aparecen en Hipernova (Letras Cubanas, 2013), escritos y reelaborados entre mediados de la última década del siglo pasado y la primera de este, aparecía una Cuba que no era posible calificar siquiera como post-castrista. La revolución cubana no se mencionaba ni de pasada, y las décadas de lo que se dio en llamar socialismo parecían más que borradas: era como si nunca hubieran existido.

La realidad que presenta Indómito no es post-castrista, pero sí podría llamársele post-socialista. El gobierno se ausenta por completo de sus páginas, excepto por la ocasional valla publicitaria, y el aparato ideológico del Estado no parece interferir con las vidas de los personajes. Se le vislumbra en la pantalla de los televisores, pero da la impresión de ser incapaz de superar esa virtualidad para afectar el mundo real; las prohibiciones y regulaciones entorpecen la vida de la gente, pero no se presentan como una parte orgánica de un sistema de ideas, sino más bien como ocurrencias arbitrarias.

Nada sobrevive de la mística del proyecto, nada de sus trompeteados logros, nada parece quedar del entramado ideológico que alguna vez sirvió para justificar la asfixiante realidad cubana. Todos los personajes, incluyendo los que pertenecen al establishment, llevan vidas limitadas y empobrecidas por la realidad que ocupan e intentan constantemente aprovechar cualquier oportunidad para beneficiarse a expensas del Estado, que suele ser percibido como el enemigo, incluso por quienes lo sirven.

En este caso no se produce una supresión de la historia, como sí hay en Hipernova. Mario Durán no es solo el hijo de sus padres, sino del pasado reciente revolucionario. El padre, violento y amoral, veterano de Angola; la madre, depresiva y frustrada, que aprovecha la crisis de los balseros del 94 para abandonar una familia y un país que la sofocan. Durán es el nuevo Hombre Nuevo: asocial, dueño de una lealtad que solo cubre el círculo más íntimo ya que no se extiende a nada más amplio o colectivo y de una ética que solo puede describirse como situacional.

Con Indómito, Vladimir Hernández apunta a que este es el estado de cosas al que nos han conducido más de veinte años de crisis, a lo que hay que sumar la inevitable desideologización que ha acompañado a ese proceso y, en consecuencia, a la considerable pérdida de control por parte del gobierno sobre “los corazones y las mentes” de la ciudadanía. Aunque la dictadura persiste, la revolución se acabó hace años y no lo notamos, distraídos por las muchas carencias; aunque aún se aferran al poder, su fragilidad se evidencia en el hecho de que no tienen herederos, traicionados incluso por los que están a cargo de velar por el sistema y defenderlo.

No digo que Hernández haya sido el primero en percatarse de lo anterior o que sea quien lo presente con mayor contundencia o claridad, si bien consigue ambas cosas. Pero sí tiene el mérito de referirlo con un mínimo de discurso; rara vez en el libro se nos dicen las cosas, sino que se nos muestran, como exige una buena novela.

Más importante que todo lo anterior, Indómito es una novela entretenida. Sé que el entretenimiento es cualidad despreciada en nuestro entorno. Tanto por los funcionarios, que lo denuncian con ascetismo estalinista —v.g. las recurrentes filípicas contra “el Paquete”—, como por una parte considerable de nuestros intelectuales, todavía atascados en lo sublime-decimonónico, a pesar de que en ocasiones se les escuche divagar sobre el posmodernismo, veinte años después de que todo el mundo dejara de hablar de él.

Acaso alguien quiera reprocharle al libro —con su carga de violencia, su pobreza extrema y una Habana por lo general fea y poco turística— que no refleja la Cuba “real”. Pero eso presupone que, fuera del discurso oficial, hay una Cuba real que existe como un todo homogéneo y no como una sociedad fragmentada cuyos pedazos se mueven a velocidades distintas y en direcciones diferentes, y cuya coexistencia espaciotemporal es una ilusión apenas sostenida por el régimen. No es improbable que Indómito represente un anuncio del posible caos futuro que se nos avecina.

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