A propósito de un ingenuo agosto de 1985

En mis manos, un ensayo fotográfico de Iatã Cannabrava: Pagode Russo/ Russian Pagode. Evitando confusiones, desde el ruso la traducción al portugués y al inglés del título de un libro publicado en 2014. La versión en cirílico será mi deuda; el verano nacional, con su color y calor, no propicia esfuerzos de tal magnitud.

Desde Houston, Texas, específicamente desde el evento FotoFest 2016, en calidad de préstamo, llega a mí el libro. A mí, que más de una vez he tenido el loco afán de tomarme en serio la fotografía. Me interesa dirigir el colimador hacia la ciudad, la gente, para hurgar en el diario acontecer, justo allí donde entra en tensión el actuar del Estado y del individuo anónimo, luego registraría el momento en el que un acto concerniente al contexto de lo privado, de lo personal, es al mismo tiempo público. Entonces disparar.

Se trata, sí, de disparar con la habilidad de un verdadero francotirador. Desde la distancia. Solo así podría evitar confusiones. No sería tomado por alguien de la Seguridad del Estado, la Policía. Tampoco me confundirían con un turista francés. Las tres llevan implícitas un riesgo, pero la tercera es la peor —cubanos solícitos se acercan dispuestos a disertar de lo divino y lo humano en un español propio de especialistas en Logopedia, ofreciendo además chicas por doquier, ron, tabaco…

Moscú es el escenario, el verano de 1985 es el marco temporal del ensayo fotográfico Pagode Russo / Russian Pagode, de Iatã Cannabrava. En este libro veía no solo un retablo separado de La Habana por 9550 km, si mal no recuerdo, habitado por personajes comunes y corrientes casi en su totalidad, en medio de escenas cotidianas, con autos e inmuebles tan familiares (marcas de automóviles, camionetas, camiones y guaguas vistas en nuestras calles; la arquitectura entronizada en campos y ciudades cubanas tras imponerse el sistema prefabricado desde el alto mando del Ministerio de la Construcción, MICONS, cuando en los albores del devenir post 59 “líneas curvas” y “arquitecto” significaban, cuando menos, rezago burgués). Plazas y desfiles fueron captados por Iatã, su ensayo fotográfico incluye tiendas donde es profuso el flujo de personas; hay además sonrisas, carteles, banderas, globos, más el supuesto ruido de la ciudad y el silencio. Salvando la distancia geográfica y cultural, en esa sucesión de fotos encontraba no pocos puntos de contacto con la vida en Cuba.

Iatã Cannabrava, artista visual que no conocía, nació en Sao Paulo, Brasil, en 1962. Fotógrafo, curador y promotor cultural interesado en el trabajo documental con el paisaje urbano, en especial las periferias de las grandes ciudades. En la versión portuguesa del texto se utiliza la expresión “agitador cultural”, no son pocos los vectores que imagino originándose en el cerebro de alguien a la cabeza de la Unión de Fotógrafos de Sao Paulo desde 1989 a 1994. Cannabrava integró el grupo de fundadores de la Red de Productores Culturales de Fotografía en Brasil (RPCFB); coordinó, o coordina, el Fórum-Latinoamericano de Fotografía de Sao Paulo. Por si fuera poco, imparte talleres y dirige proyectos centrados en la vida al interior de los grandes espacios urbanos, la ecología, la naturaleza.

El libro de Iatã Cannabrava contiene poco más de dos decenas de fotos. Hay en ellas civiles y militares de servicio o retirados, amas de casa, niños, jóvenes, ancianos. Hay quienes con hidalguía en el ensayo fotográfico muestran pecho y solapa henchidos por la historia patria —traducida en medallas y en el recuerdo de esas viejas batallas—. Otros fuman antes de comenzar la jornada laboral al timón de una guagua; los hay bebiendo jugos o royendo un pan o una fruta. Niños con globos también han sido captados por el lente, o sin globos sonrisa en ristre, adultos portando banderas o grados militares y medallas con la misma pasión con la que chicos y chicas agitan los globos. Sonrisas a la cámara, poses de consentimiento, gestos amables en algunos transeúntes; otros, desde el asombro, la inconformidad o el recelo miran al lente. Algunos amantes, allá en Moscú, avalan el romance no solo contrayendo nupcias, celebran la boda en la Plaza Roja, sí, la misma plaza donde transcurre un cambio de guardia y el severo ex camarada Lenin aguardaba a curiosos o adeptos —preservada su carne, el cuero e ideas de los estragos del tiempo, las bacterias, la disensión.

En la acera o junto al bordillo se aglomeran las personas. Esperan la llegada de una guagua. Cargan bolsos, jabas de nailon, en sus rostros se puede advertir que no ha sido poco el entrenamiento, hay todo un arte de la espera. Ese silencio, no el de la foto sino el de quienes aguardan, es elocuente. Un silencio traducible en planes quinquenales, allí cabría más de un sueño demasiado arduo de conseguir. Quizá exagero, porque encuentro no pocas similitudes con el transcurrir del tiempo y los rigores de vida e ideología en Cuba, tan solemne y trágica, aunque se diga lo contrario, tan propensa a la disipación —el concepto o relato de lo cubano ha sido abordado desde la genética a la poesía—. Este paisito otrora Sputnik del planeta URSS —orbitando “fuerza de gravedad” mediante y según ordenaban los comandos impresos en manuales de Filosofía, Política, de Bellas Artes y Artes Militares, Construcción, Educación, Arquitectura…

Ese “ingenuo agosto de 1985”, cito aquí el calificativo de Cannabrava en el libro, permite a un ciclista un break frente a un mural, o para ir a tiendas cuyas vitrinas han sido decoradas a partir de nociones de diseño distantes de lo bello, certificando así el divorcio del socialismo con La Belleza o Lo Bello incluso en el espacio íntimo —como si el diseño de un automóvil, un bolso, el par de zapatos, un camión o una muda de ropa destinada al hombre nuevo requiriera, únicamente, funcionalidad—. En el año de la celebración del XII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, la vida transcurriendo; ardua vida espartana en tiempos de escasez, es decir, de grave crisis económica aliviada por pequeños gestos, un refrigerio, una sonrisa, un deseo, un sueño.

Un aura cándida caracteriza al agosto retratado por el brasileño, ensayo fotográfico dedicado a su hijo Ivan Kholmogorov Cannabrava. Un ingenuo agosto. Porque era el primero de la era Gorbachov. Desde el presente, desde los resquicios en la cortina de marabú en Cuba, puedo ejecutar un salto al pasado. Con esa licencia propia de la Sci-Fi reconstruyo lo acontecido tras la cortina de hierro. Perestroika y Glásnot dejaban de ser proyectos de reformas económicas y políticas restrictivas —comenzaban a batir sobre, a favor y en contra de la economía, la cultura, la sociedad y la política con más o menos intensidad primero en las repúblicas soviéticas—, luego se reconfiguraría el mapa geopolítico mundial.

Pagode Russo / Russian Pagode, en tanto ensayo fotográfico, ha sido calificado por el propio Cannabrava en su libro como “memorias anticipadas”. Sucesión de imágenes tal cual se concatenan los versos en una canción. Porque el pagode es una variante de la samba. Irrumpió en la escena musical brasileña en los 80, usualmente es cantado por un solista. El pagode es a los bares, cantinas y a las fiestas informales en Brasil, como lo sería el bolero en Cuba. Hablo de un canto de amor / desamor, de “ligerezas” del corazón, amor / desamor a degüello o a camisa quitada.

El libro del escritor, traductor y diplomático mexicano Sergio Pitol titulado El viaje (2000), publicado en Cuba por Torre de Letras en 2010, reúne las “memorias” de otra inmersión en un escenario y fechas similares. El periplo de Pitol es más amplio, tiene lugar en 1986. Praga es el inicio de su “tour”. El destino de su viaje es la República Socialista Soviética de Georgia, a propósito de una, según el autor, “sorpresiva invitación” de la Unión de Escritores.

El mexicano recorrería Tbilisi y sus alrededores en calidad de escritor. “Georgia se había hecho célebre de pronto por el tono subversivo de su cine, y se le consideraba como una de las plazas fuertes de la perestroika” —dice en su libro—. Fue, según Pitol, un viaje inesperado. Pero Dios escribe derecho empleándose a fondo con más de una línea torcida: no tan expedita fue la travesía a Georgia. Antes de emprender el “tour”, el Ministerio de Cultura de la URSS, a través de la Secretaría de Relaciones Exteriores, le cursó una invitación de la Asociación de Escritores Soviéticos; lo convidaban a impartir una conferencia sobre “algún aspecto de la literatura mexicana”, uno cualquiera.

Esta abducción le permitió a Pitol hurgar en la cultura, la política. Su recorrido no solo se produce en el paisaje urbano, también se traslada hacia las periferias. Hablará de arquitectura, cine, literatura, música, artes visuales, pobladores, comidas, bebidas. No será el simple discurrir sobre las artes o la literatura de las ciudades visitadas y sus principales obras, autores. Está la mirada del viajero extasiado con todo un saber, con la idiosincrasia de los moradores, también está el resultado de la interacción del viajero con los lugares visitados, sus moradores, con las excretas del país y sus habitantes       —tanto las deposiciones líquidas y sólidas producto de la ingesta, como las ya no tan inverosímiles, pero castradoras políticas culturales y de Estado.

La mirada del fotógrafo regala imágenes de un ingenuo agosto de 1985, al cual debemos añadirle cuanto Perestroika y Glásnot en un futuro dejarían —porque también se trata de “leer” esa ausencia allí, y la rudeza de la ideología, de los dispositivos de vigilancia, control y captura en el ex planeta URSS; para Cannabrava y “para muchos que no vivían tras la cortina de acero, la Moscú ingenua de este ensayo fotográfico no tenía ningún sentido (…)”. Donde esperaba encontrar rostros duros, dice además el fotógrafo, encontró un general repartiendo manzanas.

Iatã es el solista, se las arregla con una ciudad situada en un punto de la historia donde “la guerra fría está por llegar a su final”. Su Pagode Russo es el canto “compuesto” más o menos a los 23 años de edad, máquina fotográfica mediante. Se lo dedica a su hijo, de paso se lo “canta” a Moscú. Acaso porque, a pesar de la grave crisis económica padecida por la URSS, y según el lente del fotógrafo, era posible la distensión, la alegría, el rostro humano contenido tras las grandes planchas de acero levantadas por un severo socialismo, el rostro del hombre que espera un trolebús o una guagua, bebe, fuma, se casa, sonríe, muestra sus medallas y participa en un festival dedicado a la juventud de los cinco continentes y a los estudiantes, ajeno, o ignorando, o pasando por alto, o formando parte del lado despótico de ese socialismo severo —del lado amable también—. Visto desde la distancia geográfica y temporal, esa suerte de distensión, de alegría “ingenua”, podría estar relacionada con la futura implementación de las reformas políticas y económicas, pero dar por sentado tal afirmación es, creo, pedirle demasiado a este ensayo fotográfico.

La mirada de Pitol, a propósito del periplo realizado en 1986, deja como resultado un relato (casi) total. La de El viaje no es una propuesta en clave elíptica, tiene a su favor el transcurso del tiempo y la concreción paulatina de las reformas y los eventos en la política, la cultura, la economía y la sociedad. Hay en este libro obra y vida de escritores y artistas, crónicas, testimonios de políticas y condenas inverosímiles, de terror, literatura, de alianzas para la sobrevida o la aniquilación. Si el libro de Iatã Cannabrava puede relacionarse con un pagode, entonces a Sergio Pitol le correspondería un narcocorrido.

Un escenario. Dos miradas. Fotografía y literatura. Una suerte de inicio. Un final.

Puesto ya en la coda, una pregunta: ¿cuál será el título del ensayo fotográfico de ese agosto nuestro que podría estar al doblar de la esquina?

Pienso no tanto una lista de ejemplos sino en aproximaciones: en las obras llevadas a escena por El Ciervo Encantado o El Público, en las series de fotos de Alejandro González, en los discos grabados por Habana Abierta. Pienso también en los textos de Rafael Rojas, las ficciones de Jorge Enrique Lage, y en “Corazón azul” —el nuevo proyecto de Miguel Coyula, por el momento en etapa de filmación.

Ya en el final, otras dos preguntas: ¿Quién compondrá nuestro bolero o pagode? ¿Quién, desde un afuera, se permitirá una mirada más corrosiva desde otro género musical?




Empujar cuesta arriba una enorme bola de mierda - Ahmel Echevarría

Empujar cuesta arriba una enorme bola de mierda

Ahmel Echevarría

A pocos metros del glamur de los hoteles Manzana Kempinski y Packard, se extiende una ciudad desvencijada, con aguas pútridas en mil y un lugares, vertederos… Casi toda la capital es como un basurero enorme con vista al mar, un garbageland. Sus fronterasse han ido extendiendo con el tiempo, y ni siquiera las frena el litoral.