En su libro de memorias Beyond My Worth, publicado en Nueva York en 1958, la gran actriz y cantante norteamericana Lillian Roth dedica todo un capítulo a su visita a una Habana que estuvo a punto de ser, según ella, “casi una tragedia”.
A Lilly no le gustaba salir de los Estados Unidos. Al contrario de los norteamericanos de ahora, siempre sintió que le quedaba muchísimo por ver y por hacer en su propio país. A lo largo de su carrera, había rechazado no pocas ofertas para presentarse en Europa. Además, bajo ningún concepto aceptaba separarse de sus perritos. Pero de pronto Lilly se vio viajando hasta la islita loca del Caribe, con la no menos loca sensación de que su estreno en el extranjero como cantante de cabarés podría ser también una despedida.
Era a finales de 1956. Hacía apenas un par de semanas que el coronel Antonio Blanco Rico había sido asesinado en el cabaré Montmartre del Vedado por un comando terrorista del Movimiento 26 de Julio: Pedro Carbó Serviá (asesinado por la policía batistiana en abril de 1957) y Rolando Cubela (preso político del castrismo y desde 1979 un exiliado). Los dueños del Montmartre le pidieron a la estrella de Hollywood que no fuera a la Isla, pero ella insistió: “¿Hay otra revolución? ¿O es la misma revolución en contra de Batista?”.
En cualquier caso, Lillian Roth estaba convencida de que ella sí iba a “empezar una revolución por cuenta propia”, gracias al vestido rojo de profundo corpiño que pensaba estrenar en las noches de Cuba. Finalmente, por motivos de seguridad, en el contrato decidieron posponer la actuación de Lilly para marzo de 1957, como si ese mes no fuera a terminar siendo el peor de toda la violencia que el castrismo y los castristas le impusieron a la sociedad cubana.
Lillian Roth aterrizó en Cuba desde Miami el 5 de marzo de 1957 (un martes, como martes fue el 5 de marzo de 2013 cuando yo aterricé en Miami desde La Habana). Vivió el glamour de la gran megápolis, pero también vio en sus recorridos por el campo la miseria que mataba por igual a animales y a humanos. En su libro, el segundo que escribió después de I’ll Cry Tomorrow, lo resume con estas palabras: “Cuba parecía una paradoja de lujo y pobreza”.
Pero La Habana, ah La Habana, era una fiesta de colores y músicas. Y ahí mismo Lilly descubrió que Cuba “parece estar siempre de vacaciones”. Incluso cuando al bullicio se le sumó el rafagazo de una ametralladora: “la vida no valía mucho, así que la muerte no interrumpiría a los que la vivían”.
La promoción de su estreno en el Montmartre fue una debacle. No la anunciaron en los periódicos, a pesar de que su recibimiento en el aeropuerto sí fue a todo meter. Por supuesto, la gente apostaba a gritos sus buenos pesos jugando al bingo en el cabaré, pero al parecer muy pocos reparaban en ella: “me sentí chiquitica y perdida”.
Y, cuando la inmortal Lillian Roth salió finalmente a escena esa primera noche, los cubanos siguieron comiendo y bebiendo y riendo y hablando y probablemente tocándole el culo a las camareras (y mirándole las portañuelas a los meseros). La revolución que Lilly esperaba causar se revirtió en su contra como una revolución de la grosería (no sería muy diferente el primero de enero de 1959: la chusma le ganó la pelea de la decencia a la alta cubanía). Y para colmo entonces, a la mitad del acto, “como doscientas gentes de pronto se levantaron y se fueron del salón”.
Cuando Lilly logró llegar todo temblorosa a su camerino, que era más bien un tenderete sin ninguna privacidad, pensó que aquella “humillación en Cuba” sería lo que ella iba a recordar por el resto de su vida: “I wished I was dead”, escribió en su libro. Y ese, en lugar de “The Two Faces of Cuba”, debió ser el título de su capítulo cubano. Porque Cuba, en pleno carnaval de cadáveres, la acribilló con su cochinada de cabarés sin cachet.
Pero, por supuesto, al día siguiente, leyendo los titulares de la prensa cubana (por entonces mucho mejor que la del resto del continente), Lilly se sorprendió de que todos los críticos la alababan de manera exagerada. Solo después, hablando con un antiguo dueño del Montmartre recién extorsionado tal vez por la mafia, la estrella se enteró de que así son los cubanos: hablar por encima de su espectáculo era un síntoma de excitación, no de desprecio, y los que se fueron eran parte de un paquete turístico de horario apretado que, así y todo, insistieron en asistir al menos a la mitad del show, con tal de no perderse a la inimitable Lillian Roth en La Habana.
La segunda noche fue ya el acabose. Lilly entendía mejor la chabacanería cubana y los cubanos entendían mejor su intraducible acento mientras la diva intentaba soltar un chiste en español. En definitiva, la querían. La queríamos. Te queremos, Lillian Roth. Li-li-ta, light of my life, fire of my loins. Pero nos habías intimidado hasta los tuétanos, tati linda, con tu presencia de mujer libre en escena.
De manera que a la noche siguiente fueron subiendo por turnos jóvenes y viejos al escenario, enseñándole a la gran Lilly cómo bailar y gozar al compás cojo de un riquísimo chachachá local. Y Lilly se emocionó al punto de las lágrimas, y su sonrisa de niña traviesa (que ni siquiera la muerte, en mayo de 1980, en pleno éxodo del Mariel, se la desdibujó de su carita adorable) iluminó como un sol nocturno todo el Montmartre, a pesar de las muertes que la Revolución cocinaba en secreto en contra de los cubanos: “Regardless of the internal strife in Cuba, the people remained warm and friendly, and I was sorry to leave them after my engagement was over”.
Los luminotécnicos la metieron bajo un reflector verde, entre las mesas, para que se despidiera del público. Y ella con el corazón feliz, feliz, como una perdiz: “You see, Cubans love green, and I love Cubans… In the days that followed, I became the object of a great outpouring of affection by the Cuban people”. No solo repletaron el Montmartre cada noche, sino que durante toda mi estancia me enviaron regalos, postales, rosarios y flores, y cada vez que me asomaba al lobby de mi hotel o salía a la calle, perfectos desconocidos se me abalanzaban para soltarme una explosión de idioma español, antes de sonreír y desaparecer de nuevo. “I didn’t know what they said, not the exact words, but our hearts talked. We didn’t have to know the same language to tell we liked each other”. Podemos comunicarnos, podemos dar amor y respeto y recibirlo de vuelta multiplicado, incluso cuando carecemos de una sola palabra en común: “People are the same the world over, regardless of color, culture, or politics, and they will respond to each other if given the chance”.
Al salir del hotel rumbo al aeropuerto, otra vez la atacó la muerte cubana con su carga inútil de cuerpos incapaces de amar y de ser amados. Lillian Roth vio a un estudiante universitario asesinado en la calle, tras una protesta antigubernamental, todavía rodeado por los sicarios de Batista, analfabetos muy valientes para torturar inocentes con impunidad, pero idiotas incapaces o incluso cómplices cobardes que propiciaron que Cuba cayera para siempre en las garras del totalitarismo mundial.
Una madre cubana rompió el círculo de la sanguinaria policía de la dictadura anterior y se abrazó llorando a su hijito del alma, los dos bañados en público por la misma sangre. Lillian Roth la vio y lo vio. Los cubanos a su alrededor, no tanto. Los cubanos a tu alrededor no sabíamos mirar, mi amor: “En la distancia, se alejaban evitando mirar”.
Como después evitaron mirar los crímenes del castrismo. Como hoy evitamos mirar los crímenes que se cometerán con la anuencia de la ausencia de Castros.
Y no solo nos vio a los cubanos, la muñequita Lilly nacida en Boston en 1910 (el año del cometa Halley), sino que nos narró con el mismo coraje con que pudo derrotar a su alcoholismo y a la mediocridad de sus cinco o seis maridos.
¿Cómo pudo alguien dejar de amar a este ángel?
Más allá de tu valor, beyond your worth, querida Lillian Roth, los cubanos del futuro sin futuro que es hoy, te damos las gracias. Criaturas de diciembre tú y yo (nuestros cumpleaños son en diciembre 10 y en diciembre 13, antirrespectivamente), en lo personal te pido perdón por haber llegado tan tarde a los Estados Unidos. Tenía que haber ido mucho antes, acaso cuando la estampida del Mariel en la Primavera Cubana de 1980. Aunque solo fuera para darle un beso infantil a esos labios tan tuyos, para entonces ya en silencioso estéreo y filmados a todo dolor en tus funerales.
Y, de no ser mucho pedirte desde esta otra muerte que es el exilio de mentiritas, intentemos los dos renacer juntos para la próxima película, Lillian Roth, cuando nos sorprenda en vida o en muerte el primer invierno sin dictadores en La Habana.
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