Caminando por el SoHo de Nueva York, me encontré una caja llena de libros. Entre muchos títulos, que incluían obras del Secretario de Estado George P. Schultz y del dictador rumano Nicolae Ceaușescu, encontré un libro viejo de color beige. Dado que los otros libros parecían más nuevos, este de inmediato captó mi atención y me lo quedé, si bien mis amigos ojeaban libros de cocina con recetas para sus vacaciones de primavera.
Mi primera impresión de The Baltic Riddle, de Gregory Meiksins, fue que se trataba de una antigua colección de mitos bálticos. Ya había caminado varias cuadras, desde donde lo encontré, cuando le eché un vistazo. Para mi sorpresa, hallé un análisis de los Estados Bálticos durante la Segunda Guerra Mundial. Más fascinante aún, el libro había sido impreso en medio de la ocupación alemana de los países bálticos, con una advertencia en sus primeras páginas de que el formato del mismo debió verse reducido dado el esfuerzo bélico.
Inmediatamente me impresioné, asumiendo que había encontrado una especie de tesoro histórico. Una mirada rápida en internet disipó mi optimismo inicial: las pocas críticas que existían lo tildaban de obra de propaganda comunista. Fue entonces cuando, aun antes de llegar a casa, comencé a googlear al autor mismo.
Si bien en las primeras búsquedas salieron foros de discusión comunistas, los que proponían a The Baltic Riddle como un buen contraargumento ante las ideas del nacionalismo báltico, una investigación más profunda en los siguientes días me inspiró no sólo a terminar de leer el libro, sino a escribir este resumen de mis pensamientos sobre su contenido.
Gregory Meiksins, según sus propias palabras, nació en Letonia el 20 de septiembre de 1911. Por entonces no existía una nación letona, pero las semillas de la independencia ya estaban sembradas por su historia única, la cual es descrita por Meiksins de manera justa y fidedigna.
A lo largo de la primera parte, él explica la historia de las naciones bálticas centrándose en las cruzadas de los enloquecidos caballeros teutónicos y el surgimiento del Imperio Ruso. Tras examinar cuidadosamente su trabajo, contrastándolo con otros recursos en línea o impresos, se concluye que su escritura es bastante precisa, aunque con matices.
Sabiendo más o menos hacia dónde llevaría la narrativa de Meiksins, encontré interesante su caracterización de la relación entre los países bálticos y Rusia. Para él, el Báltico son los pulmones de Rusia; mientras que, para el Báltico, Rusia consiste de dos identidades separadas: la Rusia zarista, que impuso a los Estados bálticos su opresiva aristocracia germánica, y el pueblo ruso, al que Meiksins menciona en relación con las intentadas políticas de rusificación.
En estos casos, él contrarresta la rusificación con la germanización, como si la opción fuese la una o la otra. Más tarde, en The New York Times, aclara su creencia de que el Báltico es diferente de ambas. Sin embargo, presenta la historia de la identidad de los pueblos bálticos como una dicotomía entre Alemania y Rusia.
Meiksins es muy cuidadoso al separar el Imperio Ruso de Rusia, una diferencia que él marca a menudo. Repite esto en su breve caracterización de Finlandia, donde su sesgo es más evidente, al atribuir la independencia finlandesa a la lucha conjunta por el bolchevismo de los pueblos rusos contra las “fuerzas zaristas rusas”. Como tal, Meiksins sienta las primeras justificaciones para la agresión soviética, mucho antes de abordar las acciones de la Rusia soviética, o incluso su existencia.
Desde la Prehistoria hasta justo después de la Primera Guerra Mundial, la historia de los países bálticos según Meiksins es tentativamente precisa. Su cronología de eventos, respecto al surgimiento de las dictaduras en la región báltica, también es razonablemente correcta, pero su escritura está adornada con un sesgo.
En todos sus escenarios, la presencia soviética se presenta como benevolente y comprensiva con la causa de la independencia báltica. Le atribuye la culpa del fascismo a una supuesta cooperación aliado-alemana, para mantener los países bálticos en manos alemanas, mientras que pasa por alto la influencia y presión rusas en la región báltica. Sus caracterizaciones de las dictaduras bálticas es que estas se entregaron voluntariamente en las manos de Hitler, al margen de lo que Meiksins considera como gestos benignos y amistosos por parte de la Unión Soviética.
Meiksins dejó Letonia para ir a Estados Unidos a mediados de sus veinte años de edad, según Orville Prescott del The New York Times. Al escribir en medio de la devastación de la Alemania nazi en los países bálticos, es imposible no simpatizar con la base de la retórica antifascista de Meiksins. Lo que debe ser cuestionado es su fiabilidad como narrador imparcial de la naturaleza del sistema político báltico/finlandés, especialmente después del ascenso al poder de Hitler.
Meiksins, al omitir el terrorismo y la brutalidad rusos, crea una imagen de benevolencia soviética hacia el pueblo báltico. Meiksins se enfurece por las injusticias polacas, británicas y alemanas contra el pueblo báltico, pero se niega a nombrar un solo crimen soviético. Y no por falta de uno.
Sus afirmaciones más atroces se centran en el antifascismo, con la siguiente noción:
El Ejército Rojo tampoco había cesado sus preparativos para la lucha contra el fascismo, ni siquiera durante la “paz que fomentaba la venganza en su seno”, como acertadamente llamaron los rusos al Pacto Ruso-Alemán del 22 de agosto de 1939. (Traducción del Editor. Gregory Meiksins, The Baltic Riddle, p.116.)
Esto es falso. Las menciones en el periódico Pravda soviético al fascismo disminuyeron al mínimo durante el período de septiembre de 1939 a agosto de 1941. Y los intentos de Stalin de involucrar a los soviéticos del lado de las Potencias del Eje (Alemania, Italia, Japón) sólo cesaron en vísperas de la Operación Barbarroja.
En cuanto a la supuesta preparación del Ejército Rojo contra la maquinaria de guerra alemana, dicha guerra fue precisamente tan desprevenida que durante horas prácticamente no hubo resistencia a la invasión alemana. Hasta que Stalin, incrédulo ante la traición de Hitler, por fin ordenó que comenzase la defensa.
Para Meiksins, la intervención y la ignorancia soviéticas pueden escribirse según sea necesario, sin tener en cuenta a la una y la otra, respectivamente. Su elogio de la disuasión soviética contradice sus afirmaciones posteriores de que el Ejército Rojo ignoró deliberadamente las súplicas de sus socios comunistas en Letonia, así como buscó preservar las instituciones democráticas, incluso si conducían cada vez más al fascismo.
Esto es falso, pues las purgas soviéticas de anticomunistas, fascistas y liberales letones están bien documentadas ahora, tal como lo estaban entonces.
En segundo lugar, hay un fragmento donde Meiksins describe con términos clínicos la supuesta “benevolencia” de la liberación rusa.
Nadie podía predecir qué camino tomarían los alemanes. En lugar de correr más riesgos, los rusos decidieron no tolerar más a los regímenes profascistas. Estos gobiernos recibieron fuertes advertencias. Los tanques soviéticos arrollaron los puestos fronterizos, apresurándose a entrar en las capitales de los estados bálticos. Esto sirvió como un mensaje de cara a la oposición popular… Pero la mera presencia de tropas soviéticas por sí sola no puede explicar la respuesta inmediata de la enorme mayoría pública, la cual apoyó al nuevo gobierno y aceptó los cambios como inevitables y necesarios… Con la resistencia reducida a casos aislados, las medidas terroristas apenas si fueron necesarias. (Traducción del Editor. Gregory Meiksins, The Baltic Riddle, pp.118-119.)
Al menos 35,000 letones fueron asesinados o desaparecieron en el traspatio siberiano de la Unión Soviética. Más de cien mil huyeron a Europa Occidental, lo que en el caso del diminuto país de Letonia fue una pérdida abrumadora de población. Se unieron a ellos muchas decenas de miles más, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La visión de Meiksins sobre los soviéticos en 1943 puede haber ocurrido antes de que fuera de conocimiento público el reparto germano-soviético de Europa del Este, en esferas de influencia donde se asignaron las regiones bálticas a los soviéticos y se les marcó para la invasión rusa. Pero los relatos de los disidentes letones, muchos de los cuales estaban llegando a los Estados Unidos, eran más que numerosos. La credibilidad del autor en cuanto al trato soviético a los países bálticos y a Finlandia es, más que en cualquier otra sección de su libro, muy dudosa.
Los extractos mencionados anteriormente resultan ser las inferencias más citadas de este libro en los foros socialistas y comunistas de la internet. ¿Eso le otorga credibilidad en otros asuntos históricos aquí? No. Pero quienes le sirven de eco, por dedicarse a justificar el revisionismo ruso ante los occidentales, la descripción de su país natal y sus vecinos bálticos por parte del joven Meiksins es más que suficiente para perpetuar la existencia de una “cuestión báltica” hasta el día de hoy.
Hasta cierto punto, Meiksins estaba cegado por su ideología. El Dr. Alfred Bilmanis, 24 años mayor que él, caracteriza a Meiksins de la siguiente manera:
Es imposible para mí concebir que un verdadero letón abogue por la supresión de su país bajo una potencia extranjera, y desde una democracia libre como la de los Estados Unidos, tal como lo hace el Sr. Meiksins… Por lo demás, aunque Moscú esté a sólo dieciocho horas en tren desde Riga, la capital de Letonia, y por más que el Sr. Meiksins elogie tanto al sistema soviético, al final él prefirió recorrer la larga distancia hasta Estados Unidos, en lugar de pasar su autodenominado “exilio” en su amada Unión Soviética. (Traducción del Editor. Dr. Alfred Bilmanis, The New York Times, 16 diciembre 1943.)
Por supuesto, el Dr. Bilmanis no es infalible. Él mismo escribió de forma muy crítica sobre la ocupación soviética, sin aplicar los mismos términos a los alemanes:
Al mismo tiempo, también es evidente que, el cambio de la monstruosa y terrorista ocupación militar de la Rusia soviética, por la ocupación militar de las tropas alemanas, lo que en principio estaba teniendo lugar en ese momento en Letonia, no traerá libertad ni la plena independencia de Letonia y sus habitantes. (Traducción del Editor. Dr. Alfred Bilmanis, The Wilson Center, 25 junio 1941.)
Sin embargo, el Dr. Bilmanis es notablemente diferente a Meiksins en su rechazo a la noción de que los países bálticos puedan prosperar bajo cualquiera de los dos regímenes. Aunque su crítica a la Alemania nazi está notablemente templada, en comparación a su caracterización de la ocupación soviética, él deja claro que el futuro de Letonia debe ser independiente de ambos poderes, mientras que el internacionalismo de Meiksins aboga por la membresía letona dentro de la Unión Soviética.
El problema con Meiksins radica precisamente en esto: en la naturaleza paradójica de pretender ser, al mismo tiempo, tanto un nacionalista no ruso, como un comunista. Se niega a reconocer la más elemental realidad: el expansionismo soviético, mediante la creación de estados satélites, era una continuación directa del proyecto imperial ruso. Su incredulidad de que el régimen de Stalin no perpetuaría las políticas de rusificación que hoy afectan la historia de Europa del Este, contrasta con la amarga lucha por la identidad báltica en los largos años de la Guerra Fría.
En cierto nivel, Meiksins debió de haberlo sabido. De lo contrario, él no se habría marchado con rumbo a los Estados Unidos. ¿Por qué otro motivo habría venido a Norteamérica, si no había vislumbrado el riesgo de ser otro de los 35 000 asesinados letones por el régimen soviético? ¿Acaso no conocía, o al menos sospechaba, de los crímenes perpetrados bajo la ocupación de Stalin en su tierra natal?
Esto es precisamente lo que implica la crítica del Dr. Bilmanis a Meiksins. Esto es lo que hace que la refutación de Meiksins falle desde su intento. Otros expatriados letones, llegando tanto antes como después de Meiksins, estaban al tanto del terror que estaba siendo infligido al pueblo báltico por el régimen soviético.
Meiksins, quien nunca estuvo presente en la República Socialista Soviética de Letonia, carecía de autoridad para defender las acciones alegadas de un régimen bajo el cual él se negó a residir. Como el común tropo actual de los rusos defendiendo a Putin desde sus apartamentos de Berlín, su ignorancia deliberada del autoritarismo destruye cualquier cota de su credibilidad.
Ya sea que Meiksins pudiera haber predicho la emancipación de su nación de la Cortina de Hierro, o no, hoy por hoy los países bálticos han surgido como el núcleo de la resistencia contra el imperialismo ruso, en el contexto de la guerra de Ucrania. En retrospectiva, su trabajo es deprimente.
Si se escribiera hoy, se leería como otro artículo prolijo de los llamados “realistas”, quienes justifican el expansionismo ruso a través del fantasma de una “capitalista”, “woke” e “intervencionista” América. Lo que lo diferencia de los propagandistas de hoy es que, en su caso, la alternativa a la Unión Soviética era verdaderamente un poder malvado y genocida, no una democracia occidental.
Atrapados entre Hitler y Stalin, es difícil juzgar según los estándares modernos las decisiones tomadas por aquellos que, en los campos de batalla más sangrientos de la Segunda Guerra Mundial, pretendían preservar su independencia en medio de naciones gigantes. Sin embargo, algunos sí la preservaron entonces. De todos modos, vale la pena leer The Baltic Riddle, en tanto perspectiva valiosa sobre la cuestión de preservar la identidad nacional en medio del concierto de las grandes potencias.
En última instancia, al igual que muchos teóricos comunistas durante el surgimiento del régimen soviético, el trabajo de Meiksins fue como colocarse una soga alrededor de su propio cuello y el de su país. Sólo gracias a los principios democráticos de la nación que lo albergó, cuya supuesta “propaganda” él atacaba tan ferozmente en su obra, no sufrió Meiksins el destino de innumerables contemporáneos en posición similar.
Sebastián López es el autor de la página World Affairs International.
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