¿Quieres que te narre un arraigo?
Esteban Caledonia Garcés
No me despiertes de mi sueño
porque estoy soñando
que soy caraqueño.
Doña cuatricentenaria, Aldemaro Romero.
La revolución bolivariana, además de los virajes y revolcones que implicó aturdiendo al sistema democrático y civil, acercó a los venezolanos una situación inédita, con lo suyo de desvarío, desigualdad y tragedia: el éxodo masivo. En los últimos diez años, Venezuela registra aproximadamente seis millones de nacionales en el extranjero. La población total ronda los treinta.
Se trata de todo un fenómeno en un país que durante el siglo XX recibió cientos de miles de personas que podían estar escapando del estruendo asesino y criminal de Stalin, Hitler, Pinochet, Bordaberry o Videla por igual. Caso aparte el de los barcos Caribia y Köenigstein, con cientos de judíos huyendo del Holocausto, encontrando en el filo de la costa venezolana lo más parecido a un dibujo libre.
Durante estos procesos tan duros (y dilatados) de transformación y descomposición, en los que el país se convierte en un paraíso de urgencias, surge la intriga de cómo el arte leerá esa escena.
Cómo será el cine, la música o la literatura que ocurran a raíz o durante la situación. Cómo se contestará a la serie desafortunada de cambios, malas decisiones y pesadas inercias políticas.
Para muchos autores, la cuestión se ha reducido a cómo nos contamos y desde dónde. No falta quien se despierte esperando “la gran novela del exilio” como si no tuviéramos ya suficientes totalitarismos autocráticos, o quien se aventure en la materia de la legitimidad para abordar esta desmesura, que algunos llaman actualidad del país y otros, circunstancia histórica.
Estoy pensando en expresiones y mensajes como “Los que están afuera no pueden opinar” o bien, “Los que estamos lejos, vemos mejor”.
En cualquier caso, me parece que aludo a un mecanismo que aburre y recuerda persistentemente el significado de las redundancias. Después de todo, ¿Hasta cuándo se puede señalar al mismo incendio con un extintor?
Ve a comprar cigarrillos y desaparece, publicada por Hypermedia Ediciones, es la cuarta novela del escritor venezolano Karl Krispin, y es su más reciente publicación narrativa, antecedida por La advertencia del ciudadano Norton, Con la urbe al cuello y Viernes a eso de las nueve.
«La historia cambia, nos sorprende… Hasta quedar atrapados en el juego que el narrador ha hilado para nosotros, sin que nos diéramos cuenta, con la misma silenciosa habilidad de una araña».
Mariza Bafile. Viceversa. Nueva York
Con esta novela, Krispin va en un sentido opuesto (y no en contra) de muchas tendencias que pretenden la “crónica” del desastre o del desgaste, brindando un testimonio no poco manido de lo que de por sí, ya vemos en las noticias o en las redes.
A Borges le gustaba situar los hechos y los personajes de sus narraciones, un par de años antes de su propio nacimiento, cosa que los hacía lo suficientemente distantes para que nadie objetara (por ajenos) sus caminos y lo suficientemente recientes para que su desenvolvimiento no fuera incomprensible. Krispin echa mano de ese recurso y lo acelera, más o menos hasta nuestra actualidad. Sus personajes hablan, consumen y necesitan lo que se está necesitando hoy día.
Al amparo de una historia de amor y desamor, entre gente que se queda sola en una ciudad que cada vez se siente más sola, corre el modo de la época actual. Por ejemplo, la objetadísima cursilería extranjerizante, de quien se larga pensando que todo movimiento será mejor o liviano, o de quien espera que un río de cloacas no hieda por estar en París.
No es difícil identificar a estos personajes. Desde el arranque, Esteban Caledonia o María Silvia, se nos confunden con un vecino o un familiar. Inclusive a la Sra. Pinkerton, una suerte de autoridad todoterreno en un país donde una carta de la Junta de Condominio pegada en el espejo del ascensor parece tener más fuero que la propia Constitución. Todos ellos son el rostro de una etapa, de un momento. De un pasado reciente.
El socialismo del siglo XXI se convirtió en una franquicia incómoda, salvaje, pero no por ello, menos absurda. La contradicción tropical, la opulencia y la miseria (que tampoco se están estrenando en esta década) conforman un panorama social y también personal que conocemos muy bien. Allí aparece en la novela el reino de los enamorados, que ocupa cartas y sinfonías, referencias, pero también el de un país improbable, más no imposible: Liberland.
Se trata de un invento de seis kilómetros cuadrados entre Croacia y Serbia, con más de 360.000 solicitudes de ciudadanía, donde su presidente, que de hecho visitó la Universidad Metropolitana en Caracas, no ha podido construirse su palacete presidencial. La inclusión de ese prototipo de país dentro de un texto donde las naciones o los territorios son sinceramente inestables me pareció un gran acierto, por no hablar del delirio.
Lo que los amantes en esta novela hacen es crear su propio espacio, su propia excepción. Y así vivimos la ciudad. Pactamos con ella. No se trata de un espacio indefinido, sino del lugar de su experiencia. El terreno de la imaginación irrenunciable. Un patio que hace alarde minuto a minuto de su controversia interna, el calor de su dialéctica permanente. Caracas a tiempo completo.
Esta no es la novela de un exilio o de un destierro. Tampoco la de una persecución transfronteriza, con todos esos mitos exóticos de los fugitivos, cruzados. Está más cerca del supuesto que embarga a millones de venezolanos que se sienten entre dos aguas, desesperados, evaluando no solo la necesidad de cambiar de vida, de círculo, de profesión, sino el peso de sus consecuencias.
En pocas palabras: la ilusión del cambio. El golpe y porrazo que lo resuelve todo apenas zarpamos, o por el mero hecho de partir. Una noción que, por cierto, es mayormente literaria. Con un anverso cruel, drástico, desaforado.
Krispin aborda sin denuncias ni propagandas algunas de las preguntas más incómodas, pero sinceras que la coyuntura actual nos trae a la mente. Como la emigración y el resto de repentinas incorporaciones a la vida diaria son una materia nueva, es válido y bastante necesario preguntarse: ¿Es lo mismo exilio que destierro? ¿Persecución, emergencia? ¿Capricho, éxodo, diáspora? La definición y la adecuación a los resultados que arroje ese ejercicio clasificatorio son también parte del panorama que discurre a través de Esteban Caledonia Garcés.
La ciudad (y no el país) de la que habla en la novela es la ciudad desde donde se escribió y en la que nació su autor. Sea lo que sea que signifique, Krispin es caraqueño. Para su literatura, el hecho cultural de la ciudad es fundamental. Su inventiva, sus dramas, su motivo está allí. Prácticamente no encuentra posibilidades creativas fuera de ella.
Por fijarse tanto en ello, no la reduce al tránsito, el smog o la congestión. Teme a su fantasma, pero la cuenta. Porque Caracas, lo que sea que ella misma signifique, tampoco desapareció.
Sigue ardiendo en la pupila del que se atreva a asomarse, intentando tocarla.
«La historia cambia, nos sorprende… Hasta quedar atrapados en el juego que el narrador ha hilado para nosotros, sin que nos diéramos cuenta, con la misma silenciosa habilidad de una araña».
Mariza Bafile. Viceversa. Nueva York
Los primeros cronistas de indias se inventaron un mundo, realmente. Narraban con un humor que el tiempo supo poner en evidencia. Ve a comprar cigarrillos y desaparece no deja de transmitir que alrededor se alzan disparos a diestra y siniestra, pero no fastidia con militancias o partidismos. No es el panfleto de un escritor encerrado en su casa en medio de un derrumbe nacional.
Divierte, que a los ojos del deber ser ideológico de la catástrofe, parece una irresponsabilidad y a otros, una necesidad imperativa. El “Gran dictador” de Chaplin aplastó más taras que cientos de lomos de cuero marrón, empolvados.
Además del humor, tono inseparable de la firma del autor, la novela hace pensar en las conductas del final de una fiesta, esas horas finales de la celebración en que todo el mundo está procurando salvar algo, para no sentirse derrotado del todo. Cual vampiros camino al amanecer, no quieren que el presente, inminente, inevitable, los alcance. Pero llega. Y llega arrasando.
Decía Miller que, frente a la decadencia, la destrucción es imperativa. Algo de esto nos remite Krispin con esta historia.
¿Al final siempre estaremos parcialmente en donde dejamos de estar, así sea a punta de comparaciones, jactancias, o nostalgias? ¿Acaso condenados a la sombra espesa de un subsuelo, “cuna de libertadores”, como una tragedia sin más, ni alrededores?
Nunca como ahora, en la historia de la República, Venezuela se había dibujado, debatido y enunciado desde el contraste “local o extranjero”, en medio de una situación inédita sobre otra, a cada minuto. La revisión será continua y nuestro gentilicio seguirá insistiendo en la libertad, una libertad nuestra, para sucumbir a ella.
«La historia cambia, nos sorprende… Hasta quedar atrapados en el juego que el narrador ha hilado para nosotros, sin que nos diéramos cuenta, con la misma silenciosa habilidad de una araña».
Mariza Bafile. Viceversa. Nueva York
© Esta entrevista se publicó originalmente en Prodavinci, y la reproducimos bajo la autorización del autor.