A la caza infantil de una Revolución

Es un libro publicado en 2017 por el politólogo norteamericano Peter Andreas, con la editorial Simon & Schuster, de Nueva York: Rebel Mother, My Childhood Chasing The Revolution (en español: Madre rebelde, mi infancia a la caza de la Revolución, o algo por el hastío).

Es un libro escuálido y conmovedor, al estilo de un socialismo trans-salinger.

Es sobre todo un libro sobrecogedor para aquellos que, como yo, aunque no nos pasamos nuestra infancia a la caza de ninguna Revolución, la Revolución de todas formas sí vino a la caza de nuestra infancia.

Con sus consignas y pañoletas. Con su igualitarismo hipócrita a la cañona. Y con mucha, mucha mediocridad, en medio del universo feo y fabuloso que eran, en los años setenta, nuestros padres por entonces tan jóvenes en un hogar cariñosamente cubano.

De hecho, vivíamos entre vecinos inmortales. Porque es bien sabido que, cuando las revoluciones son así de jovencitas, nadie se va morir, menos ahora…

Peter Andreas se guardó y bien guardado este secreto familiar a voces. Casi que un secreto de corte profesional, siendo él profesor de Estudios Internacionales en un Departamento de Ciencias Políticas en una de esas universidades de Norteamérica tan suspicaces a priori de todo lo norteamericano, pero que tan fácilmente abren el monedero a las mentiras de los déspotas latinoamericanos, como los Castros y los Chávez y toda esa sarta de populismos a la patada como es la saga de los Correas, los Evos, los Ortega, las Kirchner y las Rousseff, los zapatistas hoy y el allendismo de ayer, y un etnográfico etcétera que empieza con luminosos guerrilleros del terror, pasa por parlamentarios de la izquierda antiparlamentaria, y termina con zares de la droga presidenciables…

Para Peter Andreas fue un secreto del corazón, hasta que la muerte de su madre Carol Andreas le permitió asomarse al abismo atroz que es narrar nuestras memorias, amores y amarguras.

Entonces el hijo pródigo contó, para contar su propia post-biografía, con las cartas recolectadas y los diarios escrupulosos que su mamá dejó: una mujer valiente y obsesiva, flaca y brillante, idealista al punto de lo iluso, retórica de remate y, por supuesto, un poquitín bastante loca, como todas las norteamericanas de entonces, que de pronto se descubrieron libres y lindas en medio de los años sesenta de aquella gran nación alguna vez llamada los Estados Unidos de América, donde ahora, por desgracia, ya no quedan más que cadenas de comida basura, carreteras coaguladas, blancos tristes, negros tiroteados por policías, y muchos, muchos inmigrantes sin instinto para integrarse en este ni en ningún otro país (la burka es el verdadero muro que hoy tanto se critica en la prensa anti-Trump).

Me leí este libro por arribita, como tantos otros. Porque ya tampoco hay tiempo para leerse nada con calma.

El exilio es eso: el lugar donde dejamos de leer, el sitio donde todo está correctamente escrito en una lengua ilegible que, para colmo, se parece al inglés. El mismo inglés sin cortes que en Cuba era mi patria, mi pertenencia, mi padre, mi poder, mi escapada de Castro y su mongólico monolingüismo.

Así y todo, recorrí con Peter y su madre Carol los cuatro puntos cardinales, que en el hemisferio americano son tres: norte y sur.

Ella siempre templando amantes sobre colchonetas circunstanciales y piojos proletarios.

Fui un Andreas andrógino de izquierda radical.

En el koljós de Berkeley, ese búnker del comunismo que sobrevivió incluso a la Unión Soviética.

En el Chile de la Unidad Popular, con el tan esperado Golpe de Estado en contra de la cubanización a caballo que se comía por una pata a ese pobre país.

En Buenos Aires, con Peter y Carol en fuga tras la Primavera de Pinochet.

En Perú y en la parodia perversa de cuando se jodió el Perú.

Ella siempre templando amantes sobre colchonetas circunstanciales y piojos proletarios, asumiendo que la CIA movía los títeres tras bambalinas para cazarle la pelea: paranoia con pecas.

Él siempre mirándola templar bajo la barriga de barbudos que escribían la peor poesía del planeta, mientras pretendía hacerse el dormido hasta que su infancia pasase.

Las aventuras de Peter Sawyer y Becky Andreas, mientras Huckleberry Fidel metía armas clandestinas en Chile, a ver si el fascismo de la izquierda se adelantaba al menos por un par de meses al fascismo de la derecha.

No sé, supongo que acaso a mí también me hubiera gustado hacerle el amor a una rubia tan convencida, a esa fuerza telúrica de entrepiernas y entrerrevoluciones, feminista al punto de la mujerofobia, adolescente adorable que se iba poniendo vieja sin saber cómo evitarlo, a la manera marxista de Peter Pan (en este caso, Carol Pan): tímida e ingenua al punto de lo virginal, agresiva y militante al punto de lo mezquino, con su carga de medicinas importadas del Imperio, quién sabe si para combatir a la burguesía o a la gonorrea.

Simplemente, querida compañera Carol: yo, Orlando Luis Pardo Lazo, el revés de la victoria siempre, me rindo ante tu candor comemierdamente y te amo.

Todo esto mientras la vida de la clase media en los Estados Unidos continuaba inmutable, cuerda, predecible, acumulando intereses en los bancos ecuánimes de la Unión, además de los consabidos juicios por la custodia de los hijos tras un divorcio ideológico con el padre de Peter.

El planeta giraba entonces gracias al capital yanqui. De suerte que, la Carol confederada del anticapitalismo, también terminó dependiendo de ese centro de gravedad numismática para sus asaltos, estilo Robin Hood pero con su prole a cuestas: el caso del Peter autor, devenido en lector-protagonista de excepción en el siglo XXI, con la plusvalía de unas notas de contracubierta que hacen cortocircuito entre Ricardo Lagos y Jon Lee Anderson.

En política, todo es palimpsesto. Ni el horror de la repetición es original.

Por lo demás, Carol murió muy sola, apenas entrada en los años cero, como se muere siempre cuando vivimos lejos de casa. Sola de alma, atragantada por un ajeno almanaque.

Así y todo, todavía esta feminista a la fuerza intentaba garabatear un sentido para su existencia, ahora que ya era obvio que nunca habría Revolución. O, peor, que las revoluciones todas habían sido abortadas, en un pro-choice criminal de una, dos, tres, quién sabe cuántas generaciones.

Carol Andreas todavía tuvo tiempo para escribir: Uh, oh, creo que me está dando un infarto, qué hacer. La misma pregunta plagiada por Lenin a otro escritor.

En política, todo es palimpsesto. Ni el horror de la repetición es original. Ni tampoco la repetición del horror, que a estas alturas de la historia es ya esperada casi con esperanza.

Fue en un día de entresemana, la noche del martes 7 al miércoles 8 de diciembre de 2004, apenas cumplidos sus 71 años. El General Pinochet y el Comandante Castro, ambos la sobremurieron, aunque fuese solo por un tiempito no demasiado largo.

No sé por qué no dejo de pensar en Carol en esta época sin épica. Tal vez porque fue mujer, y las mujeres son una materia prima inimitable. Tal vez porque ella vivió exiliada en su propio país, como yo antes viví exiliado en Cuba. Y después intentó inventarse una vida en cualquier otra parte, como yo en cada uno de los estados de los Estados Unidos. Y porque ninguno de los dos lo conseguimos, ni Orlando Luis ni Carol.

El espejito mágico de Alicia ha devenido espejismo malvado. (Ignoro si hay espejos mágicos en Lewis Carroll). Igual ya todo es mueca rabiosa.

Y, mientras termino mi doctorado en literatura en una universidad privada de Saint Louis, Missouri, me mata la tristeza de ver tanto odio idiota en contra del capitalismo, y tanta estupidez de excelencia a favor de capos comunistas como los Cadáveres en Jefe de Hugo Chávez y Fidel Castro.

En cualquier caso, si puedes, trata de leer por arribita el libro Rebel Mother, My Childhood Chasing The Revolution. O compra uno y trata de regalárselo a algún cubano que chapurree mejor que tú el inglés.

Y es que no tenemos memorias así, ni en Cuba ni en el Exilio. Como es lógico. Porque lo que no tenemos en realidad es biografía. El castrismo vivió todas las vidas por nosotros.

Y en esto sí que los cubanos podríamos aprender muchísimo de los yanquis: hay que saber estar presente en cada tiempo y lugar, ahora y aquí, cuando ya estamos en 2018, y es urgente a cada instante decir y hacer lo que nos dé la reverendísima gana, aquí y ahora, antes de que nos clausure la boca ese cómicamente cruel uh, oh, creo que nos está dando un infarto, qué hacer.