Se te ve en la carita…

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Por Orlando Luis Pardo Lazo

Olvídate del alemán Heinz von Lichberg y su cuento pre-pornográfico Lolita de 1916.

Olvídate de si el ruso Vladimir Nabokov lo plagió o no lo plagió en su novela post-pornográfica Lolita de 1955.

Olvídate de las Lolitas de colores, porque el origen de todas las Lolitas literarias está en Cuba: la Lolita mitad puta y mitad pacata escrita por Juan Alcalde y publicada en Puerto Príncipe en 1902.

Es la “graciosa”, “picarilla” al punto de “loquilla”, “simpática”, “muy requetebuena y cariñosa”, “joya más preciada”, “enamorada niña” y “bellísima hija” adolescentaria de un hacendado rico en la Isla. Es la “niñita ángel”, una “distinguida señorita” y “mimada criatura” de “hechicero rostro” (huerfanita de madre, para mayor candor y como caracterización canónica de cualquier Lolita que se respete).

¿Qué más podría pedir nuestra tradición nacional que esta Lolita primorosa y primordial con todas las de la ley: flirteando por cortesía con su correspondiente señor Don Pomposo de cuarenta y tantos (que en este caso es el “taciturno banquero” solterón Don Jerónimo, que la persigue con sus “codiciosas miradas”), y a la par muy ávida ella de que su amorío decimonónico (con chaperona negra incluida) culmine en santísima boda con el jovencito Carlos, de más o menos su edad?

El triángulo de las tentaciones. La pastoral patria en su punto de caramelo virginal, con citas clandestinas al amanecer en un “bohío de la sabana”, que culmina con la partida a destiempo (¡poco después del Pacto de Zanjón!) de Carlos hacia la manigua redentora.

Lo que Lezama Lima y sus límites origenistas nunca alcanzarían a leer. Simplemente, Lolita.

Carlos, “el madrugador mancebo” bajo el tronco de una ceiba alzada “majestuosamente”. Carlos, perseguido no por los soldados iberos, sino por tres hileras de puntos suspensivos tras el apretón con que “los dos amantes, tan conmovido el uno como el otro, se estrecharon fuertemente entre sus brazos”.

En fin, es la inversión de clase, raza y género de la consabida Cecilia Valdés. Y es lo que Lezama Lima y sus límites origenistas nunca alcanzarían a leer. Simplemente, Lolita.

Ah, más el cameo de unas décimas con pie forzado del camagüeyano Francisco Agüero y Agüero (1832-1886, un poeta perdido cuya memoria no alcanza ni para una entrada en la Wikipedia):

En fin, mujer adorada,
Si escuchas mi humilde ruego,
Del corazón que te entrego
No tienes que temer nada.
A ti será consagrada
Mi constante y tierna fe;
Mil sacrificios haré
Tan solo por merecerte,
Que no en vano al conocerte
A tus palabras me postré.

(Alguien tendrá que explicar algún día si acaso no fue el octosílabo cubano, ese sonsonete de seguidillas que logró llegar hasta el programa Palmas y Cañas ya en plena TV Revolucionaria, lo que retardó tanto la abolición de la esclavitud en Cuba, así como nuestra Independencia de España a fines del XIX).

Todo esto mientras Don Jerónimo, apostado en sus aposentos, cae en trance delator de celos por su Lolita (que es también ahora nuestra Lolita, nuestro espejismo de impaciencia), y gimotea para sí mismo con la “faz lívida” (tal como hablan todo el tiempo a solas los personajes de la literatura cubana, desde los poetas románticos hasta Mario Conde): “¿Por qué no puede librarme de Carlos una bala enemiga?”

Y, como si de una techne de best seller se tratara, Carlos no tarda en caer con el cuerpo “materialmente acribillado”, aunque por un milagro de amor sobrevive solo para que Lolita lo cure, junto a un sargentico herido de la infantería enemiga. Y no digo española porque por entonces todos lo eran, españoles de pura zeta: desde el profeta Varela hasta el apóstol Martí, el primero reencarnado en el segundo a inicios de 1853 (como Dalai-Lamas de nuestro evangelio literario local).

En definitiva, los 35 capitulillos de nuestro folletín lolitesco, concluyen con Jerónimo chantajeando económicamente al padre de Lolita a cambio de su mano (la de Lolita, no la del padre), cuando el solterón de Sagua la Grande confiesa que “necesito los consuelos de Lolita”, pues “su sola presencia es mi único lenitivo”.

Nuestra Lolita de la Colonia será todavía Lolita incluso después de la Revolución Cubana, cuando ya a los epígonos Heinz von Lichberg y Vladimir Nabokov no los lea casi nadie.

Y esta es una verdad universal que cada literatura nacional por fuerza necesita: su propia Lolita. Todo por Lolita. Cañoneando a Lolita. Y Lolita se desmaya al escuchar esta conversación desde la “habitación contigua” al despacho de su pobre padre. Un padre de oro. Un padre ya entrado en edad. Uno de esos padres prototípicos de La Edad de Oro.

No es necesario contar el final. Todos sabemos que un golpe del destino hará desistir al súbito Jerónimo de sus perversos planes (reapareció su ex esposa asesinada en falso por él), justo cuando ya casi Lolita se estaba haciendo la ilusión de sacrificar himen e hijos por su tan probo papá.

Por lo demás, la boda de Lolita y Carlos ocurre puntualmente en el capítulo final, con “vivas a Lolita y al Ángel de la Caridad”, bajo la misma ceiba donde la guerra necesaria poco antes los separó.

Pero de lo ocurrido esa noche entre el mambí convaleciente y su recién “gentil desposada”, el tal autor Juan Alcalde no nos dejó dicho nada.

Ni falta que nos hace tampoco. Mejor así.

Porque nuestra Lolita de la Colonia será todavía Lolita incluso después de la Revolución Cubana, cuando ya a los epígonos Heinz von Lichberg y Vladimir Nabokov no los lea casi nadie, con sus dos Lolitas tan mundanas que ambas prefirieron morirse dentro de sus respectivas páginas.

Así, la de los extranjeros resulta inmoral. Pero la cubana, al contrario, es una Lolita inmortal.