Ni la revuelta plástica de los 80 ni el ensayismo intelectual de los 90, con su civismo postmoderno o sus eruditas arqueologías, llevaron la crítica del poder en Cuba al grado de refutación que se observa o se lee en algunos de los más jóvenes escritores y artistas de la isla. Me detendré en la obra más reciente del escritor Jorge Enrique Lage (La Habana, 1979) y el artista Reynier Leyva Novo (La Habana, 1983), pero quisiera creer que estos apuntes sobre ambos pueden referirse a buena parte de la literatura y el arte que la última generación está produciendo en la Cuba del siglo XXI.
I
En su novela Archivo (2015), Jorge Enrique Lage reconstruye una conversación con un agente de la Seguridad del Estado que le asegura que la literatura ya no interesa al poder en Cuba. Es lo que el agente dice al escritor, es decir, lo que el agente quiere que el escritor crea. Un discurso sobre las prioridades del poder que, por lo general, trasmite lo contrario de lo que el poder realmente desea. Al fin y al cabo, el agente de la Seguridad del Estado, es eso, un agente, un intermediario entre el escritor y el gobierno, como el burócrata y el empresario, y no el verdadero sujeto del poder.
Lo que interesa al poder, según el agente, son las artes plásticas, que producen dinero y política. La literatura es “autoficción”, “autismo”, en cambio, el arte contemporáneo, especialmente el arte político, “a lo Tania Bruguera”, moviliza a un público joven inconforme en un espectáculo efímero, que muy fácilmente puede continuar la revuelta por otros medios y derivar en protesta callejera. El razonamiento del agente es exacto: la documentación visual de la performance “El susurro de Tatlin” tiene una eficacia política que jamás emularía un experimento colectivo en el que se pide a cualquier persona escribir por un minuto lo que se le ocurra sobre el gobierno cubano.
El agente propone la manera de proceder, desde el Estado, ante una performance de literatura crítica. Lo más inteligente sería, dice, publicar aquellos escritos de un minuto en un periódico oficial, Juventud Rebelde por ejemplo. Al final, el impacto sería nulo: “con tantos ejemplares dispersos, esas variaciones son imposibles de cotejar, algunos leyeron una cosa y otros leyeron otra, nadie sabe con exactitud qué era lo que había o no había que leer, los periódicos se desvanecen en los quioscos, van a parar a la basura, algunos servirán para envolver comida y otros para limpiar espejos, al día siguiente aparecen los nuevos periódicos, puntuales, uniformes, sin rarezas conceptuales en un solo milímetro de sus páginas”. La literatura, es decir, el archivo, vive de la anulación constante de sí.
II
Archivo trata precisamente de esa escatología: del viaje del documento oficial a la basura, a la quema, a su exterminio. En una Cuba distópica, como la que siempre narra Lage, los personajes —modelos con pseudónimos de reguetoneros, que como Baby Lores se tatúan el culto a la personalidad de Fidel Castro, vírgenes de la Caridad del Cobre robóticas, médiums que localizan fantasmas de agentes de la CIA o del G-2, travestis que quieren imponerse la heterosexualidad, gossipgirls o chivatazzis, es decir, mezclas de chivatas y paparazis que, iPhone en mano, captan la instantánea de la traición o el desvío—, escenifican la debacle de una civilización basada en la delación y el escarnio.
Villa Marista, como metáfora de la nación, dispone ya de su búnker de alta tecnología, pero también de su sala de terapia de grupo para Agentes Adictos Anónimos y su propio taller literario, donde no se lee para espiar y reprimir sino para certificar la defunción de una cultura de zombis. “Hombres y mujeres atrapados en el cuerpo de un país”, dice Lage, “eso sí es transexualidad”, y describe esa captura como la superposición final entre gobierno y Ministerio del Interior, entre Estado y Seguridad del Estado. El MININT como Ministerio Total, como interior entero del país, como MINCUBA o “Cubadentro punto cu”, al que “nada cubano le es ajeno”.
Baby Zombi, el modelo con pseudónimo de reguetonero, practicante del culto fidelista, se convierte en espía de otros muertos vivientes a cambio de lo más preciado, el último talismán que le falta para completar su museo privado de la grandeza castrista, venida a menos: unos mechones de la barba del Comandante en Jefe. Cuando los oficiales del Minint le traen aquellos pelos grises, finísimos, en una pequeña urna de cristal, dentro de una caja metálica, el zombi fidelista descubre el verdadero placer de poseer y ser poseído por la Historia.
III
La parodia del fetichismo fidelista, que expone Lage en Archivo, intenta ser un desafío a la falta de peligrosidad de la literatura cubana, a su involución en documento inocuo y frívolo, que siempre bordea lo político por pedantería o demagogia. Robotizando a la Virgen de la Caridad del Cobre o rescatando de la basura las Reflexiones del Compañero Fidel, Lage hace de su proyecto literario un acto de pulverización del archivo del poder. Un equivalente de lo que en los últimos años ha venido haciendo el artista plástico Reynier Leyva Novo en sus series “Páginas escogidas” (2007-2010), “Revolución una y mil veces” (2011), “Los olores de la guerra” (2013) y “El peso de la muerte” (2016), reunidas en retrospectiva en Galleria Continua Habana, dentro de la muestra colectiva “Anclados en el territorio”.
Egresado de la Cátedra Arte de Conducta, fundada por Tania Bruguera en los 90, Leyva Novo ha hecho del archivo de la historia oficial el tema central de su obra. Las primeras planas del periódico Granma, en las que invariablemente aparece la imagen de Fidel Castro, bajo el rótulo de “Un hombre en Revolución”, son estetizadas por el artista para producir una subversión del mensaje. La cara de Castro en el culto fidelista busca difundir lealtad a una ideología y a un gobierno, pero una vez aislado gráficamente, en la pared de una galería o un museo, ese rostro obstinado en la primera página de Granma se vuelve un testimonio más de la “iconocracia”, de que habla el crítico Iván de la Nuez.
“Revolución una y mil veces” es una pieza que consiste en un libro rojo en pasta dura, con ese título, en el que se repite mil veces la palabra “Revolución”. El concepto básico de la ideología oficial cubana aparece en la poética del artista como la reiteración mecánica de una palabra. Hacer, defender, vivir o soñar —cualquier infinitivo es válido aquí— la Revolución no es más que pronunciar la palabra “Revolución”, abandonando cualquier pretensión de sentido. El concepto se ha reducido a un fonema y el fonema a un texto. Ese archivo vaciado, desierto, de una palabra mil veces repetida, es el archivo del poder.
IV
El poder del archivo, en la obra de Leyva Novo, se presenta como la apropiación de hitos y símbolos de la historia nacional desde el Estado. Es esa confiscación icónica tan fundacional para el socialismo cubano como las nacionalizaciones del capital doméstico y foráneo en los 60. La propiedad socialista también comenzó cuando el nuevo Estado dijo: “la historia, toda la historia de Cuba es mía”. Hatuey, los cimarrones, Céspedes y Agramonte, Martí y Maceo, las guerras de independencia del siglo XIX y las revoluciones del siglo XX. Todas las guerras y todas las muertes de Cuba convertidas en un fardo mensurable, en pesas de un gramo a un kilogramo fundidas con latón de balas.
Leyva Novo contrapone a esa nacionalización de la tierra del pasado una vuelta a la experiencia sensorial de la historia: fotografías de los campos de las batallas de Mal Tiempo y Peralejo, las armas que utilizaron los ejércitos enfrentados, el aroma exacto de la guerra, los perfumes de José Martí, Antonio Maceo y Máximo Gómez. El relato hegemónico de la historia nacional adopta la forma de un objeto sometido al contacto del público, haciendo de la trama del pasado algo manipulable, ya no por la única lectura y la única voz del Partido, el Estado o la Seguridad del Estado, sino por la ciudadanía.
La poética de Leyva Novo es política, no porque como en buena parte de la literatura y el arte de la isla establezca una negociación con el poder sino porque postula frontalmente la ciudadanización de la historia. La historia como bien común, es decir, como propiedad malversada por el poder que se recupera y se abre al uso de la comunidad, es la demanda que se lee en esas piezas que, como las novelas de Jorge Enrique Lage, se han colocado en el lugar de enunciación idóneo. Un lugar que ya no es el de la interpelación sino el del reto.
V
En dos urnas de cristal Reynier Leyva Novo ha vertido las cenizas de los 27 tomos de las Obras completas de José Martí. Si hubiera elegido cualquier otra edición para la quema no podría hablarse de incineración del Archivo, pero los volúmenes que arroja al fuego son los de la Editorial de Ciencias Sociales del Instituto del Libro de 1975, año del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba y, por tanto, de la integración definitiva de la élite del poder totalitario en Cuba. El título de la pieza “No me guardes si me muero” podría aludir al deseo expreso de José Martí a su albacea literario Gonzalo de Quesada de que “no ordenara sus papeles, ni sacara de ellos literaturas; todo eso está muerto; y no hay ahí nada digno de publicación, en prosa o en verso: son meras notas”.
Leyva Novo ha querido ser preciso en su mensaje y en el título aclara que lo que se ha quemado son las Obras completas de Martí, más los dos últimos tomos, que contienen la “guía” y el “índice” de la edición de Estado de 1975. Es en esos dos últimos tomos donde se concentra el meta-relato de la nación, la médula de una escritura asumida como promesa y cifra del poder. El artista busca que el espectador vea en esas cenizas blancas la diseminación de la pulpa de celulosa que ha dado vida al texto reverenciado de José Martí. El alma de la nación en el cenicero del gobierno: un texto, tal vez el único texto, constitucionalmente incorporado a la ideología de Estado en Cuba.
Ver las cenizas del archivo como obra de arte implica para el espectador o, mejor dicho, para el ciudadano que construye como espectador un artista como Reynier Leyva Novo, experimentar la última mutación de la historia oficial. Esa metamorfosis previa a la nada que inevitablemente sucederá a una apropiación tan totalizadora y prolongada del pasado de un país. Un taller literario en Villa Marista y la obra de José Martí en cenizas son metáforas perfectas del colapso simbólico que vive un Estado vetusto, que hizo, precisamente, del símbolo, la sustancia de su legitimidad.