“Todo esto sucedió, más o menos.
De todas formas, los partes de guerra son bastante más fieles a la realidad”.
Kurt Vonnegut
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Cuando José Prats Sariol dicta sus “Cincuenta ridiculeces de escritores” para Diario de Cuba, está intentado explicar, más que nada, la consabida inflación egotiva y el nonsense (¿anti?)ético del oficio de la escritura, aplicable en más de un 90 % al caso cubano.
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Cuando en una fake-interview de Hypermedia Magazine suponemos que el periodista-escritor Carlos Manuel Álvarez responde a las preguntas de Siro Cuartel con el desenfado, el chiste y la despreocupación propias de la temprana adolescencia, se está explicitando una abulia de los contenidos de realidad de lo literario, que debería entenderse como el principio ético rector de las escrituras del siglo XXI en Cuba.
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Cuando se explicita semejante abulia, ¿no se está, acaso, materializando versos programáticos como estos de Jamila Medina Ríos en Huecos de araña: “Emigro. / Hay algo ahí con la desposesión: / raíces sin tener dónde agarrar”?
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Cuando el crítico Gilberto Padilla, la escritora Gleyvis Coro y el narrador Jorge Enrique Lage, en sus listas de “Los diez libros cubanos” (¿de todos los tiempos?), incluyen títulos como ¿Piensas ya en el amor? (Heinrich Brückner), Che Guevara. Una vida revolucionaria (Jon Lee Anderson), Cocina al minuto (Nitza Villapol), Aventuras de Elpidio Valdés (Juan Padrón), Fundamentos del ajedrez (José Raúl Capablanca) o La verdad sobre la secta Testigos de Jehová, hacen lo mismo, y testifican, por otra parte, la desidia y falta de interés sintomática de toda una generación.
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Cuando esto ocurre entre los escritores de la Generación Años Cero, ¿se exterioriza que ha llegado el minuto para nuestras letras de asumir aquello que Cabrera Infante sugiere en Tres tristes tigres, en boca de uno de sus personajes: “Aquí siempre tiene uno que dar a las verdades un aire de boutade para que sean aceptadas”?
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Cuando sucede esto, ¿qué nos queda? ¿Solo reír? ¿O pensar seriamente en por qué es esta una respuesta epocal, de grupo (generación, etc.) al problema cubano?
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Cuando la ensayista Marta Lesmes interviene desde el público en un panel que intenta discernir los “Problemas de la literatura cubana actual”, y admite su falta de tiempo para el ejercicio de la crítica por el apremio de concluir sus household chores, está hablando de una pereza y un desinterés que incluyen al Instituto de Literatura y Lingüística, el Instituto Cubano del Libro, la vieja y nueva vanguardia artístico-literaria cubanas, la gerontocracia cultural, las instituciones y organismos de masas para intelectuales, y las masas de intelectuales.
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Cuando el ensayista Roberto Zurbano en el panel anterior (también él desde el público) introduce la urgencia y necesidad de biografías sobre músicos (Pablo Milanés, por ejemplo, etc.), ¿está hablando de que la literatura cubana se encuentra en un estado de salud tal (IDH de más de 0,944), que ya, ahora mismo, debería dedicarse a cualquier otra cosa, menos a la ficción?
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Cuando Leonardo Padura (en el mismo panel, pero en la mesa de los interventores) supone que el problema de la literatura cubana actual está en la promoción, y ejemplifica el caso con una lista infinita de sus propias entrevistas y viajes organizados por sus editores, agentes y otros ítems que le conciernen, está asegurando que los escritores cubanos deberían viajar más y escribir menos, recrearse más y opinar menos, decir, en fin, menos con más.
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Cuando los escritores cubanos se quejan en todas las instancias de la indigencia de la crítica, es porque esta se halla, como se ha visto (v. gr.: Marta Lesmes, El Escriba-No de estas líneas, et al.), demasiado ocupaba con sus propias tareas hogareñas, tales como limpiar doilies después de comer, o lavar los platos de la cocina.
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Cuando el poeta y crítico Yoandy Cabrera descubre y devela, detectivescamente, un curioso caso de plagio en una joven crítica y periodista cubana (cf. su blog “El Jardín de Academos”); y cuando el poeta Yansy Sánchez publica en La Gaceta de Cuba (n. 4, 2018) una falsa entrevista como ejercicio de crítica sobre un libro X, sin emitir un juicio de valor u opinión alguna sobre tal libro, se está indicando que la crítica y el periodismo cubano ya dejó de tener ideas propias —o licencia patentada para el “uso” de ideas propias— hace mucho tiempo.
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Cuando el poeta Rito Ramón Aroche publica La estación del año (Letras Cubanas, 2017), con una única división interna llamada “Dan señales”, y luego se averigua en datos de contracubierta que este es el primer volumen de una serie/saga de poesía titulada “Lugar llamado Hölgan”, ¿cómo saber entonces el nombre de esta primera parada de la saga/serie? ¿“Dan señales” o La estación del año?
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Cuando Letras Cubanas publica un proyecto así, con tales ambigüedades, ¿quién es el culpable del dislate? ¿Letras Cubanas? ¿El editor del libro de marras? ¿El propio Rito Ramón Aroche, o es en realidad una tomadura de pelo al lector, típica de su trabajo?
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Cuando el crítico y ensayista Boris Badía, en un artículo de La Siempreviva (nos. 23-24, 2016) dice que los poetas de la Generación Años Cero tienen imaginario común en el cerelac, el marabú y la chopitrapo, se refiere a que esta hornada de autores concurre en el hambre y el desierto económico como formación, lo que explica su desinterés del sociolecto político y, al mismo tiempo, su frivolidad como ética fundamental.
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Cuando el poeta José Ramón Sánchez habla en un texto sobre un “derrumbe circular o derrumbe expansivo”, está explicitando (según György Lukács y la sociología de la literatura), nada más y nada menos que la caída socioeconómica y cívico-moral de la realidad cubana.
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Cuando José Ramón Sánchez explicita semejante “caída”, suscribe, sin saberlo, no solo una línea revisionista común a los poetas de su generación, sino también un descubrimiento ya conceptualizado por Duanel Díaz (congelamiento y nulidad de un proceso), Rafael Rojas (interés y práctica de autorreproducción del proceso), Diáspora(s) (imposibilidad de fecundación de un locus amoenus en el proceso), Antonio José Ponte (inconsecuencia ética e invalidez del mal en el proceso), y Walfrido Dorta y Gilberto Padilla (necesidad de otro locus como plataforma de nuevos imaginarios, fuera del sitio p/referencial en que ocurre el proceso).
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Cuando Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría, Diáspora(s), Oscar Cruz, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla, Rafael Alcides, El Escriba-No de estas líneas y, tal vez, otros mil, escribieron o escriben (según corresponda) como si la escritura fuese prótesis de utilidad social del cuerpo, invectiva o instalación de dedos-en-la-llaga, es porque relegaron (¿ex profeso?) aquella cita de Susan Sontag en Sobre la fotografía (1977) que dice: “Un gran poeta [escritor, etc.] no puede cambiar en solitario el clima moral; incluso si (…) tiene millones de Guardias Rojos a su disposición, aun así no es fácil”.
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Cuando es mejor (por inútil, por contexto, por cansancio…) no molestarse en eso de “la instalación de dedos-en-la-llaga”, entonces ¿qué otra cosa queda? ¿Hay algo más después de eso?
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Cuando un profesor y catedrático español llamado Jorge Cabezas Miranda —Proyectos Poéticos en Cuba, 2012; Revista Diáspora(s). Edición facsímil, 2013; Ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas: grupo Diáspora(s), 2014— tiene que enseñarle a la crítica y academia cubanas inside Cuba qué hacer con la poesía de los últimos treinta o cuarenta años de la isla, o cómo utilizar materiales altamente inflamables como Diáspora(s), entonces ¿qué están haciendo realmente la crítica y academia cubanas? Ya, en serio, ¿a qué se dedican?
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Cuando el poeta José Kozer lleva una lista de más de once mil poemas escritos, y continúa a ritmo de uno diario —más o menos— sin saber si realmente todo ese material se publicará en vida del autor, está mostrando un ethos budista de la escritura que sugiere el trabajar como si todo dependiera de ti, y el rogarle diariamente al Dios-leguaje (dios tutelar de la escritura), como si todo dependiera de él.
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Cuando José Kozer practica ese ethos budista de la escritura, está indicando que en el negocio de las letras se trata de adscribirse fielmente a un imperativo de trabajo fuera de los circuitos inmediatos del ego y el aplauso (auspiciados por crítica y lectores), lo que se resume en conseguirse algo que te dé de comer, y luego escribir, escribir y escribir, sordo en una campana de vidrio que no suena, una campana sin eco. (A menos que, en Cuba, logres ser un Padura o un Pedro Juan Gutiérrez… Pero, en ese caso, ya habrías dejado de ser un escritor para diluirte bajo los atuendos del notario).
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Cuando hablo de un imperativo budista de trabajo en José Kozer, me refiero a la relación que puede advertirse entre esos (más de) once mil poemas y aquello que Chuang Tzu —vía Thomas Merton— dejó escrito: “Hasta aquí podemos llegar. / Pero ¿cómo podemos comprender qué es lo que lo produce?”.
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Cuando en Otras mitologías (2012) Reina María Rodríguez refiere que —con los casos de Ismael González Castañer y Juan Carlos Flores— Rolando Sánchez Mejías “se equivocó completamente”, ¿significa esto que les habían quitado a ambos los galardones de poeta en el círculo de la Azotea? ¿Y quién, precisamente? ¿Diáspora(s), Sánchez Mejías, el círculo de la Azotea o Reina María Rodríguez?
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Cuando autores como Ismael González Castañer y el extinto Juan Carlos Flores —que se cuentan, hoy por hoy, entre los mejores poetas de su promoción— alcanzan juntos a sumar apenas siete títulos en más de una treintena de años de trabajo, y se conoce de poetas jóvenes y otros jovencísimos de la última promoción que rebasan (cada uno) la decena de cuadernos publicados, debe notarse ahí una grafomanía escritural que va más allá de una simple necesidad de expresión. (Tal vez, para los tiempos, valga recordar el estribillo del marxismo que, ahora parafraseado, diría más o menos así: “A cada cual según su velocidad, de cada quién según su desparpajo”).
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Cuando el poeta Reynaldo García Blanco en Esto es un disco de vinilo donde hay canciones rusas para escuchar en inglés y viceversa (2017), habla en un poema —tal vez el poema de todo el libro— de la posibilidad de comprar “Cien metros de tela blanca / Cien metros de tela azul / Cien metros de tela roja” para la confección de banderitas que se pondrán “en la puerta de cada McDonald” si los americanos se apoderaran de Cuba, sin dejar claro la nacionalidad de esas banderitas; y luego dice que si no alcanzaran compraría más tela roja, blanca y azul, sin aclarar qué se va a hacer con esta segunda tanda de textiles, para finalmente (ahora llega lo bueno) despedir el poema con un epatante “Zenkiu”, debe notarse aquí la entronización de un nuevo sujeto en la poesía cubana (inédito en sociedad desde los tiempos de Narciso López): el sujeto-Fouché, un incombustible ideológico preparado a priori para cualquier vendaval de la Historia.
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Cuando los organizadores del Premio Casa de las Américas entregan su galardón de poesía a un libro como el anterior, ¿significa que existe ya una brecha ideológica (inaparente, pero real) en semejante concurso? ¿Una brecha que, tal vez, podrían aprovechar (en el futuro) autores menos adocenados y más díscolos?
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Cuando el poeta Javier Marimón “relata” (o poemiza…) en Formas de llamar desde Los Pinos (2000): “RFR se sacude mientras me mira ahí agachado. / Yo detesto sus estúpidos ojos. / Le di una patada en la cabeza. RFR sangraba”, ¿quién es ese RFR? Y, en cualquier caso, ¿no deben leerse estas líneas como erección de un espacio que inaugura y convierte la violencia en gesto simbólico de iconoclastia, acto que será materia prima del pan horneado después por los Años Cero?
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Cuando la poeta Jamila Medina Ríos publica Huecos de araña (2009), regresa el “concepto” a la última poesía cubana (vuelta a un uso localizado de densidad tropológica, pirotecnia grafo-lingüística y un “trabajo de estibador” con el lenguaje, es decir: trabajo grueso-pesado), que parecía haberse diluido con las primeras publicaciones de los autores de los Años Cero, y que reafirman después Pablo de Cuba Soria, Larry J. González, Lizabel Mónica, Leandro Báez Blanco…
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Cuando la poeta (etc., etc.) Legna Rodríguez Iglesias publica cuentos que parecen poemas, poemas que parecen novelas, novelas que parecen… es porque ha descubierto un excelente game of trick de contaminación genérica de las formas del texto —y por demás, una marca estilística muy interesante y poco estudiada en los Años Cero—, que ya querrían para sí muchos encorsetados autores cubanos de hoy.
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Cuando en Chicle (ahora es cuando) (2016) Legna Rodríguez Iglesias mide el empleo de las horas de su vida según las cantidades que ha consumido de goma de mascar, y reconoce al final que ha estado “perdiendo el tiempo / dándole a la mandíbula / dándole más / y más”, estamos en presencia de una curva en espiral de lo literario, curva en la que asoman, por el otro lado, aquellos versos de Rubén Martínez Villena en los cuales un sujeto impersonal (¿generacional, en contexto?), parado frente al hueco negro de la Historia, lleno de aburrimiento hasta el cansancio y sin tarea alguna que cumplir, se preguntaba, voz en vilo: “¿Y qué hago aquí donde no hay nada / grande que hacer?”.
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Cuando Legna Rodríguez Iglesias publica un texto como Tregua fecunda (2012), Oscar Cruz publica La Maestranza (2013), Sergio García Zamora publica Animal político (2014), Marcelo Morales publica El mundo como ser (2016), etc., es porque ya pasamos al punto en que la poesía cubana contemporánea debería ver en la retórica y postulados oficiales del país un topoi realmente sugerente y atractivo, un referente lingüístico-material tan útil al texto como dócilmente literaturizable.
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Cuando por primera vez en la historia de la narrativa cubana pos-1959, aparece el personaje miembro de la Seguridad del Estado no toscamente positivo sino (por ahora) neutro, y vigilante de la vida de un personaje-escritor (Ahmel Echevarría: La noria, 2013); cuando la diégesis de una novela se convierte en un escenario ficticio que revela el funcionamiento y estructura internos del Departamento de Seguridad del Estado (Jorge Enrique Lage: Archivo, 2015); cuando se describen distópicamente los mecanismos de sustento y legitimación del aparato estatal cubano (Julio Jiménez: Un mundo tan blanco, 2015), estamos hablando exactamente de lo mismo: explorar, a campo traviesa y según sea el caso, las afueras de decibilidad de lo literario. Volver “literatura” cierto estamento embargado por lo político, precisamente porque (o por el atractivo de que) ese estamento ha sido embargado por el emplazamiento de lo político.
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Cuando no se baraja el Premio Nacional de Literatura entre autores como Delfín Prats, Enrique Saínz, Soleida Ríos, Roberto Manzano o Víctor Fowler, y prefiere dárselo a notables investigadores y prestigiosos profesores de la academia, es porque —ya se sabe— los primeros abandonaron hace mucho el negocio de las letras, y se dedican desde entonces a cualquier cosa (plomería, carpintería, albañilería, etc.), menos a la literatura.
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Cuando no se baraja el Premio Nacional de Literatura —allende el mar— entre autores como José Kozer, Roberto González Echevarría, Jorge Luis Arcos, Daína Chaviano, Antonio José Ponte, Rafael Rojas, etc., es porque estos escritores son esencialmente de Nepal, Centroeuropa, Escandinavia o Tierra del Fuego, que (by chance) escriben sobre Cuba… en español.
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Cuando Ernesto Guevara escribe en El socialismo y el hombre en Cuba (1965) que “la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios”, indulta, como pío sacerdote, a los feligreses laicos de la cultura en Cuba, y les pide, amable y discretamente, que hagan fila en el centro de la Iglesia para la comunión. (Así se entiende que, al final, diga a Carlos Quijano: “Reciba nuestro saludo ritual, como un apretón de manos o un ‘Ave María Purísima’. Patria o muerte”).
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Cuando El Escriba-No de estas líneas se dedica a reunir “pruebas” dispares como notas sobre literatura cubana, es porque, realmente, no hay qué hacer, por ahora, con todo eso, aunque todo eso tenga que ver de muchas formas con el estado de la literatura cubana actual, y todo eso, en efecto, haya ocurrido más o menos así.
(Continuará…)
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