Hay en la contraportada de La autopista: the movie (Colección G., 2014) una foto de Jorge Otero. En la imagen una jovenzuela mira a la cámara. Es decir, nos mira. La obra, titulada Mimo, forma parte de la serie Epidermis. Sin dudas ilustra perfectamente la novela de Jorge Enrique Lage (La Habana, 1979). Porque algo demoníaco, o el demonio mismo, parece estar agazapado en la mirada de la aparente impúber. Tampoco debe perderse de vista la sonrisa, la pose.
En la foto predomina el negro: lo es en extremo el cabello recogido en dos moños, su atuendo de dominatriz, también el maquillaje sobre la blanca piel. Acentúan la equívoca candidez de una nínfula que no desea ocultarse en las maneras de una femme fatale, sino proyectarse desde el oscuro desparpajo del joker de Heath Ledger.
Esa niña no necesita abrir la boca para traducirse en amenaza. No se trata de suprimir la palabra, sino de ir más allá: al dramatismo en los movimientos. Se busca concentrar, en el gesto, la intensidad de cuanto vendrá.
En la obra de Otero no solo están algunas claves para leer La autopista: the movie, sino casi toda la narrativa de Lage. Visto así, Mimo podría instaurarse como origen de una ruta crítica que nos llevaría por algunos cuentos de El color de la sangre diluida (Letras Cubanas, 2007), los capítulos de Carbono 14. Una novela de culto (Letras Cubanas, 2012), incluso serviría para adentrarse en los minitextos de Vultureffect (Unión, 2011) y en los fragmentos aparentemente inconexos de Archivo (Hypermedia, 2015).
Puesto que Lage es en extremo jíbaro para la socialización, lo ideal es retratarlo “en ausencia”. El reto entonces será trabajar con un supuesto vacío.
No se trata de apuntar el cañón de la cámara hacia una silla desocupada. La apuesta consiste en colimar su imaginario y disparar a una zona donde lo glam, el eros, lo político y la política, incluso la muerte, transcurren o se concentran en muy alta densidad. ¿Captar y entender un agujero negro?
Autor de lengua afilada, en franco proceso de distanciamiento respecto del contexto editorial cubano y de cuanta actividad literaria pueda tenerlo en cuenta, apareció en escena en la primera década del siglo XXI. Irrumpió con los cuadernos de cuentos Yo fui un adolescente ladrón de tumbas (Extramuros, 2004), Fragmentos encontrados en La Rampa (Abril, 2004) y Los ojos de fuego verde (Abril, 2005). Libros breves. Si se reunieran en un solo volumen, el resultado equivaldría al demo de cuanto vendría después.
Ganó varios concursos cuando todavía socializaba. Con Los ojos de fuego verde añadió a su currículo un premio Calendario de Ciencia Ficción, convocado en 2004, en La Habana del Realismo. El libro no fue bien visto por los lectores de fierro amantes de la Sci-Fi. Su propuesta no se adentraba en el (sub)género apoyado en ciencia pura y dura aplicada en un universo o marco espacio-temporal imaginario.
Parecía entrarle a la Ciencia Ficción, o fugarse de allí, por la puerta lateral o trasera. Tal gesto literario no debe pasarse por alto. Porque en sus libros posteriores Cuba, La Habana, los cubanos, el devenir del país y su gente están narrados, es decir, representados, en su forma extrema. ¿Una modificación conseguida de manera artificial, en “condiciones de laboratorio”? El laboratorio de la ficción permite someter a los espacios de vida y a los individuos que la habitan a la radiactividad emitida por la política y el mercado.
Bien mirado, la de Lage no es una propuesta inédita. Sin embargo, cuando se diluyen los límites entre “lo real” y “lo fantástico”, si además se subvierten las convenciones y se mira de manera crítica el devenir de un país, puede desatarse tanto la polémica como el error. La polémica en los corrillos literarios. El error en los polemistas. ¿El error incluso en quien genera la discordia? A estas alturas del realismo en Cuba, da igual. A fin de cuentas, la literatura siempre está fuera de contexto y siempre es inactual, dice lo que no es, lo que ha sido borrado; ya lo dijo Ricardo Piglia: trabaja con lo que está por venir.
Prosa apenas comprendida en Cuba, pasada por alto o por lo bajo, la de Jorge Enrique Lage.
Jorge Enrique Lage es un sujeto “fuera de contexto, inactual”. Tras repasar su prosa se constata que trabaja con textos y autores lanzados a la cloaca desde el impoluto mueble sanitario del canon, con temas y personajes políticamente incorrectos, y con las “vacas” del cuartón donde rumian las celebrities.
No es baladí el gesto de meter una ramita en la mierda. Remover y embarrar(se). La mierda, como la sangre, sirve para escribir un manifiesto: un nombre en la pared de una celda, una consigna en la fachada de un inmueble. O para “traducirla” sobre el papel a la manera de una biografía, ensayo o episodio de ficción.
Con los detritos, con los desechos del cuerpo —del humano, del social— se puede concretar una obra de arte. Una novela tal cual una pulsera, unos pendientes, un relicario, el monedero o un anillo. Oro, plata y perlas mezcladas con uñas, cerumen, semen, sangre, heces fecales, lágrimas, saliva. Esas joyas creadas por la artista visual Grethell Rasúa (La Habana, 1983) para la serie Con todo el gusto del mundo (2004-2018). Nuestros recuerdos, secreciones corporales, los fluidos generados en condiciones de extrema emoción y acción, también bajo el velo de lo privado, insertados e instaurados allí donde cuenta la corrección en todas sus variantes.
Prosa apenas comprendida en Cuba, pasada por alto o por lo bajo, la de Jorge Enrique Lage. Lo que resulta ideal en este loco afán de retratarlo. A fin de cuentas, se trata de apuntar al vacío, al aparente vacío de su prosa, de comprenderlo, aprehenderlo, de meter el palito en la mierda y remover, en primer lugar, el contenido del libro Los ojos de fuego verde. Cuanto se gestó allí me interesó. Sin embargo, lo sustancioso ha sido el update ejecutado. En esa actualización de su modelo están las novelas Carbono 14. Una novela de culto, La autopista: the movie y Archivo.
Recuerdo una cita del hepático Roberto Bolaño sobre el arte de la novela: “a donde primero debe llegar es al placer y de allí a donde le parezca”. Justo ese es el itinerario de las ficciones de Lage.
Carbono 14. Una novela de culto va del hedonismo a la subversión, del Eros al Tánatos mientras deja una estela de elementos disímiles: las “firmas” de un serial killer, las filigranas de una literatura de frontera o marginal, lencería al por mayor, la Tabla Periódica de los Elementos Químicos como mapa de carretera para un delirante tour de force, una mujer (Evelyn) que es varias mujeres al mismo tiempo, o un nombre de mujer (Evelyn) que sirve para identificar a una variante de esa nínfula-mimo-diábolo de Otero, también las teleseries, Sex and the City —muy bizarras tanto las escenas de sexo como las de la ciudad—, personajes y parlamentos de cine serie B.
Para hablar de la literatura de Lage habría de asumir su jerga. Ese mix no es propiamente espanglish, sino la constatación de que lengua y cultura son propensas a la contaminación, la asimilación.
Si tras leer Carbono 14 puede hablarse de criminal minds entonces no debería pasarse por alto al private eye —en este caso es el ojo o los ojos de una mujer, o mejor: una femme fatale “tras la fachada masculina de un Philip Marlowe”—. En ese delirante escenario tiene cabida el Havana Police Department, pero también está el Granma —el diario—, actrices y periodistas cubanas, San Miguel del Padrón y El Cerro y Arroyo Naranjo y 10 de Octubre y Habana Vieja —no ya municipios, sino distritos.
En la novela está la literatura una y otra vez: Guillermo Cabrera Infante, Burroughs, Lorenzo García Vega, Juan Abreu y el otro cubano de nombre Juan: Pedro J. Gutiérrez, el rey Stephen y el rey Arenas, Bret Easton Ellis, Charles Bukowski, Raymond Chandler…, top models y sangre, pop corn y hot lines, pop stars y pin-ups. El lector encontrará bibliotecas en donde todo es posible, desde la literatura al crimen pasando por el sexo. Hay de todo en el libro. Si algo queda fuera son los graves acordes de la solemnidad.
Carbono 14 solo fue posible tras el aburrimiento del autor luego de padecer la lectura de sucesivas escenas irreales del contexto de Lo Real, la extenuación tras fatigar centenares de páginas basadas en anécdotas épicas, sagas fantásticas, relatos de conquista y colonización de tierras hostiles, o aquellas franquicias producto de universos posibles y probables.
A Lage no se le debe pedir emotividad. O la emoción habrá de buscarse en otro ámbito: en la tensión de la prosa —donde se han insertado personajes, modas y modos de proyectarse y existir un tanto ajenos al color y calor de nuestro verano, a ese sol de nuestro mundo moral—; es una prosa que, desde la ironía, incluso el humor, se explaya ladinamente en modo político.
La autopista: the movie y Archivo acentúan la tensión que se establece entre el escritor y las instituciones que administran el canon.
Hay marcas comunes en Carbono 14, La autopista y Archivo. Son las “firmas” de Jorge Enrique Lage. Su reincidencia. O mejor, su resiliencia: su “ecosistema” tiene la capacidad de regresar a un estado normal después de sufrir una variación. Pero su estado normal, el cotidiano estado de su universo literario, es un estado alterado. Allí vibran y se alternan el desespero, el dolor, los fluidos del cuerpo, la persecución, el crimen, la muerte.
Es Carbono 14 la vuelta de tuerca en la obra de Lage. A partir de este punto concentra en un único universo cuanto aparecía de manera fragmentada en los cuentos. Siguiendo el update, a los personajes anteriores (pin-ups, pop stars, escritores tipo David Foster Wallace, etc.), se suman otros como el Aura y el Autista, cuyas jergas los sitúan en una suerte de frontera. O en una literatura de la frontera. Sus conexiones cerebrales los hacen verdaderamente libres, una libertad ubicada más allá del cuerpo, porque se concreta en el lenguaje.
La autopista: the movie y Archivo acentúan la tensión que se establece entre el escritor y las instituciones que administran el canon. En ambas, es mayor el afán de narrar La Habana, Cuba y los cubanos desde ese panóptico distante varias millas de nuestro presente.
Lage advierte los férreos límites del archipiélago. A su modo nos sitúa en “el Juego de Cuba”, en las reglas del juego político. Hasta se apropia del béisbol: el deporte nacional.
La pelota, como la literatura, parece un juego. Se rige por no pocas reglas, no posee un único estilo, y desde afuera parece reinar la diversión, aunque sea alta la probabilidad de cargar con la derrota. Pero hay mucho más en el diamante. A la pelota y a la literatura las atraviesan los vectores de la política.
Cuando Lage pone atención en los “férreos límites del archipiélago” no se centra solo en los deberes y derechos del jugador. O sí, porque en “el Juego de Cuba” nada debe quedar afuera, ni siquiera el punto geográfico a partir del cual Cuba quedaría atrás. Puestos a comparar con los “años de formación” (de los 60 a los 80), los de ahora son límites porosos.
El Telón de bagazo, medio carcomido pero no en estática milagrosa, permite la circulación de cierta cantidad de información y mucho dinero. El estado y diseño actual del Telón posibilita la huida, a su cuenta y riesgo, de miles de cubanos. O mejor: por esos poros no escapan precisamente los cuerpos, sino los deseos y delirios más o menos reprimidos de esos miles de cuerpos. Personas que se van, pero no del todo. Porque la mayoría habita un archipiélago mental.
¿Qué hacer entonces con toda esa realidad, con todo ese realismo? ¿Dinamitarlo, inundarlo incluso con un imaginario Post? ¿Post-apocalíptico, post-Fidel (post-Revolución, post-Cuba incluso? ¿Cómo tomar cierta distancia para poder narrar(nos)? ¿Cómo situarnos entre signos de interrogación y comprender qué ha pasado con el Homo Cubensis?
Visto así, una isla asolada por huracanes y una gran autopista congestionada podrían ser esos signos de interrogación. Cuestionarnos y cuestionarse como si no estuviera ocurriendo. Como si en verdad, encima de nuestras cabezas, sobre grandes columnas, se extendieran varios anillos de concreto y asfalto.
Podría ser una metáfora del futuro: el archipiélago cubano convertido en plataforma de un expressway que conecta los continentes. Indios seminolas, peloteros entrenando en la Base Naval de Guantánamo bajo severas condiciones de reclusión, rastas fumando hierba radiactiva, un Bolívar construido a partir de pedazos de cuerpos y puesto en vida tal cual Frankenstein, la porn star Vida Guerra multiplicada en miles de cuerpos tanto en la calle como en el Noticiero Nacional de Televisión, Fidel enfundado en un mono deportivo cuyos colores aparentemente le sirven para burlar la vejez y la enfermedad. El mundo alucinante. Alucinado. Una variedad de personajes y conductas para nada inverosímiles si se sondea el siglo XXI cubano. Parafraseando a la teleserie Juego de Tronos: the desert is coming.
Entre delirio y delirio, on the road, alternado las peripecias del narrador y el Autista, el lector verá un desierto cada vez más extendido a los lados de la autopista. El documental realizado por ambos registrará una sucesión de freaks que campean a sus anchas en medio del caos y la desolación. Accederá a escenarios tan extravagantes como posibles: un motel de carretera, un fast-food, una sex shop llamada La gusanera regentada por “la Mafia de Miami”, un taller donde el mecánico en jefe es un ciego y más que mecánico se considera un crítico de arte.
Archivo trabaja también con la incorrección política. Construye un clima de paranoia, vigilancia y encierro dentro de un cerco mayor. Y lo hace apelando a la Seguridad del Estado, a su cuartel general.
“No hay mucho que hacer aquí”, dice el narrador de La autopista. “¿Escarbar? Escribir, desde luego, es imposible”. Justo es cuanto hace Lage. Clavar las uñas en el tejido social y político. En el imaginario. En la cultura.
Jorge Enrique Lage junta los fragmentos de realidad. Trozos pequeños sometidos al escrutinio. Hay vida allí: relaciones de poder, intercambio de afectos. Entre el deber y la escaramuza marcha la vida. Vigilar y castigar, de eso se trata, aunque no lo parezca, aunque las fronteras del archipiélago sean porosas; para quien tiene el poder total nada es baladí. De eso va Archivo.
Esta novela no es una novela. O no lo es en el sentido ordinario del concepto. Archivo es un artefacto narrativo, o narractivo, casi a la manera de David Markson. El propio artefacto genera claves de lectura: “Si las notas se resisten a organizarse en forma de libro […], entonces lo mejor es escribir únicamente las notas, el supuesto plan del supuesto libro, el borrador que borra cualquier posibilidad de escribirlo”.
Los fragmentos reunidos nos muestran un espacio con leyes propias, con sujetos que acatan o incumplen las leyes del relato de corte realista, o el otro, realista también, pero narrado por el Estado. Visto así, el supuesto borrador se sitúa en otro nivel de acabado.
Esta novela que no es una novela también contiene de todo. Si en La autopista aparece un sujeto como el Autista, en Archivo campea por su respeto un sujeto llamado Baby Zombi. Su mesura en el habla es desmesura. Este tipo literalmente muerto idolatra a Fidel, y es capaz de tatuarse en el pecho el rostro barbado del comandante en un gesto de “alta fidelidad” —como en el hombro hizo su otro ídolo: el reguetonero Baby Lores—, para colmo recita párrafos enteros de El color del verano.
Carros que hablan, manzanas que sonríen, una mano con vida propia, engendros que ocultan un mecanismo hi-tech. La Mafia de Miami y La Mano de Washington. Un gusano llamado Lansky y un recluso en Villa Marista en extremo parecido a Barack Obama. Peloteros entrenando en condiciones de encierro. La Caridad del Cobre condensada en los rasgos de un travesti o en una nínfula. El desierto y el marabú invisible. Fidel. Eso y más caracterizan y comparten ambas novelas.
Estos libros se complementan. De manera lateral hablan de un país, de un imaginario. En La Habana de Archivo el desierto que se extiende es invisible. Su aridez resulta una paradoja, una variante de marabú microscópico se multiplica como el desierto a ambos lados del expressway de La autopista. Y justo es cuanto sucede en la realidad que vivimos: una enfermedad en las relaciones sociales, la plaga contaminado el accionar de las instituciones, una ruralización y tugurización de las ciudades, la desidia arruinando todo el país.
Archivo trabaja también con la incorrección política. Construye un clima de paranoia, vigilancia y encierro dentro de un cerco mayor. Y lo hace apelando a la Seguridad del Estado, a su cuartel general. Por supuesto, opera desde la ironía, el humor, el sarcasmo incluso. Una de las notas del supuesto borrador condensa esa tensión: “Escribir tiene que ver con la Seguridad del Estado. Con ninguna otra cosa. Lo que importa no es la pregunta por la Literatura, lo que importa es la pregunta por el Enemigo”.
Agentes y detenidos de diversa ralea. Oficinas, pasadizos, cámaras, habitaciones y dispositivos inimaginables. Reclusos y testimonios delirantes: el del lector, el del clon de Obama, el del pedófilo que acude a las elecciones para solazarse con la sonrisa y el saludo de las pioneras. También “espectros invisibles e inaudibles, pero no por eso menos reales”. Es muy amplia la gama de agentes y detenidos, tal parece un retrato de alguien demasiado familiar, o de nosotros. Un retrato de doble condición, de doble impresión, como si en las dos caras del papel fotográfico se pretendiera mostrar los posibles rostros de un mismo sujeto, o las situaciones en las que se vería envuelto con/sin conocimiento de causa.
Visto así, y tras recorrer el update de Lage, parecería que su prosa es una consola de juegos en donde se pueden combinar las claves del realismo y otros subgéneros. Apelando a su libro Vultureffect, los textos de Lage son “una hipertrofia de la ironía”, “una mueca incomprensible, alguna forma de la locura”. Puestos de plano en la cita, nada mejor que las palabras de un personaje de Onetti en Vultureffect: “es preferible leerlos horrorosos, como bichos deformes, como animalitos a los que les sobran las patas, ojos, cuernos… Es decir: están mal por estar bien”.
¿Se trata de un perverso juego con varios niveles cuya complejidad va en aumento? Sí. Para darle orden y sentido se apropia, casi, de ese lenguaje típico de los pueblos erigidos en las fronteras, pueblos que conviven entre dos historias y que hablan más de una lengua. Hay entonces una jerga propia, un desplazamiento, es decir, un acto de resistencia. Se trata de “narrar con esa sustancia que queda, como un malestar, como una indigestión, en el interior de la historia que estás contando” —dijo en una entrevista.
Wonderland, o mejor: Garbageland, ese es el tipo de universo construido por Jorge Enrique Lage. O, según uno de los personajes de Archivo, “la oportunidad de explicar muchísimas cosas que, por ignorancia o por ingenuidad, la sociedad civil no comprende del todo”.