Si la guerra de Troya no fue más que toda la belleza de Helena resumida en sus piernas entreabiertas, los versos con que Joaquín Gálvez expresa tan feliz ocurrencia resumen igualmente la naturaleza sensorial, el vaporoso erotismo y la imaginería, próvida, líquida, con que el poeta destila sus piezas. No cuesta nada entreverlo tal y como se enuncia a sí mismo en el poema Concierto freudiano, remitiéndose a las circunstancias en que (eón de milenios atrás) otras piernas de mujer se entreabrieron para provocar el diluvio, mientras él estaría destinado a referir la epopeya sentado ante su amada y descubriendo entre sus piernas, más que los efectos de la lujuria, el drama de este mundo.
La delicada fibra, el poder de cristalización con que logra concentrar en una imagen la complejidad emocional e intelectual de sus introspecciones, junto a esa desenvoltura que exhibe al convertir el lenguaje coloquial en dúctil aparejo poético, capaz de renombrar no ya las cosas sino el espíritu de las cosas que conforman su universo, son constantes que tipifican toda la obra de Gálvez, sintetizada con acierto en Retrato desde la cuerda floja (poemas escogidos 1985-2012), una antología donde la editorial madrileña Verbum agrupa las mejores piezas de sus cuatro libros publicados.
Además de ser particularmente gratificadora, por el regusto que nos deja su lectura, esta selección resulta un vehículo idóneo para explorar el discurrir de Gálvez hacia la madurez poética. Seguimos a través de sus páginas, libro a libro, la estela de un proceso creativo cuya evolución in crescendo evidencia el beneficio que aportó a la obra del poeta su experiencia vital como expatriado cubano sin derecho al retorno. Se trata de una peculiaridad que no es solamente apreciable en sus textos, sino también en los de otros autores de la diáspora, pero que en este caso sobresale quizá por el hecho de que casi en su totalidad los poemas salieron de la forja en el extranjero, después que el autor rompiera los ariques que lo ataban al terruño, con todo el buen ascendiente que ello le contrajo, y aun con el menos bueno, que no obstante le sirve para ironizar a costa del drama, como lo hace en el poema “Un hijo bastardo de Norteamérica” (de su tercer libro, Trilogía del paria), donde reconoce su condena de por vida a pronunciar el inglés “con este desamparado acento habanero”.
De cualquier modo, tal desamparo en la entonación no le ha impedido absorber las sustancias de la moderna poesía angloamericana, desde British Poetry Revival (y pasando por Whitman, claro está), o Pound, Eliot, Frost, Stevens… Fortuna que igual comparte con otros paisanos. Parece que nunca antes había fructificado como hoy en la literatura cubana —especialmente en la poesía— aquella convocatoria de Martí para que injertemos en lo nuestro las riquezas del mundo. Aunque muy poco o nada tenga que ver la actual simbiosis con el buen tino martiano, sino más bien con el incierto destino que nos ha impuesto la dictadura fidelista obligándonos a huir de la Isla. Es un fenómeno sobre el que apenas reparamos, tal vez porque forma parte de nuestro horizonte cotidiano en el exilio; así que va pasando inadvertido ante la mirada: mientras más lo vemos, menos lo observamos.
Ni enfático ni decorativo ni prosopopéyico, ajeno al abigarramiento, al peso muerto de las abstracciones y al ensarte de metáforas paralizantes, el estilo poético de Gálvez devela escalonadamente su clímax mediante los cuatro poemarios que conforman esta selección: Alguien canta en la resaca (2000), El viaje de los elegidos (2005), Trilogía del paria (2007) y Hábitat (2013). Y es fácil percibir cómo en su avance los versos se tornan diáfanos y concisos, a la vez que adquieren la maduración de la avellana, que es más redonda y seca cuanto más relente es su dulzura.
Poesía que se consuma en la perpetuación del instante: “Yo, el poeta, digo que el eje de la Tierra // es esa luminosa tiniebla que nace en tus caderas…” (Anuncios para que la noche no pierda su importancia).
Versos impermeables, a todas luces enhebrados con paciente minuciosidad: “Y ahora sé por qué llueve: // nunca nos separamos en el espíritu de la lluvia…” (Otra acepción de la lluvia, dedicado a su padre).
Semblanzas muy breves que aún más que a visualizar lo descrito, incitan a guardarlo vivo, tangible, en la memoria: “El hombre no pudo ver su último rostro en el espejo. //Ah, el espejo también quedó a salvo // del eterno rostro humano…” (Parábola del hombre y el espejo).
Aserciones tenues, casi evanescentes, que a fuerza de ser despojadas de toda función aleccionadora, parecen haber escapado del poeta casi sin querer: “Tonto, no bajes nunca de la colina. // Confínate para siempre en tu catacumba de asombro…” (Alegato para que el tonto se quede en la colina).
Las figuras retóricas de que se vale Gálvez para invocar a Jim Morrison encerrado “en el vasto monasterio de su alucinación”; o para enaltecer su Arte Poética por medio de una delicada demanda: “Oh arte, no dejes de ser la casa de este // cadáver risueño, // para que la belleza de nuestra vida recreada // nunca se parezca al abismo que la divide // de nuestra vida vivida”…, no solo exponen su deuda con patrones del quehacer poético en Estados Unidos. También le sirven para reafirmarse como individuo con una sensibilidad que es inmanente a su origen geográfico, más una actitud racional que —aplicada al lenguaje— hace que las palabras salten vivas, echando por tierra algunos de sus propios modelos, como el de William Carlos Williams, para quien la poesía era una máquina hecha de palabras, por lo que poetizar no dependería más que de ordenar vocablos con una cierta gracia.
El autor de Retrato desde la cuerda floja, mucho menos frío y más próximo en este sentido a la preceptiva deWittgenstein, postula que las palabras —cimiento del lenguaje poético pero no su único sostén— no deben ser reducidas a esencias o definiciones tan estrictas, lo cual no contradice el empleo del vocablo exacto, como él lo hace, sino, al contrario, reclama que su exactitud sea determinada por el contexto y no por la mera acción de las eufonías.
“Los aspectos de las cosas que nos son más importantes nos están ocultos por su simplicidad y familiaridad”, dejó advertido el genial giboso austriaco. Y justo sobre este principio parece afincar Gálvez las esencias de su depurado estilo, más propio cuanto más ecuménico, tal y como se trasluce en Cuento infantil para adultos, sobrecogedor poema, dedicado tal vez a Hitler pero que igual le encaja, palabra por palabra, a Fidel Castro y a toda la caterva de nuestros sátrapas criollos: “Fue un niño por quien acudió el ángulo transparente // de la vida. // Pero un día su sueño fue exterminar a otros niños. // Nadie se detuvo a pensar que todo ser es un acertijo, // que en la robusta fragilidad de la niñez se oculta un // monstruo…”.
La puta en el país de los no acontecimientos
Abrir y cerrar las páginas de ‘La puta y el hurón’(Éditions Fra, 2020) fue, durante un tiempo largo, ritual de desesperanza para mí; es decir, para el país de donde vengo, el que soy y desde el cual la narradora de esta novela tan bien acompaña.