Marzo de 1965, Marruecos. La Unión Nacional de Estudiantes (UNEM) lleva una temporada de intensas reuniones y protestas. Hassan II, y las leyes que emiten sus ministros, pisotean los derechos de los estudiantes. El día 23 estalla una masiva manifestación estudiantil que acaba en ríos de sangre.
Cuenta Tahar Ben Jelloun que el 23 de marzo de 1965 se consumó para siempre el divorcio entre el pueblo marroquí y su ejército. Grupos de chabakuni (término que se utiliza para los infiltrados que reprimen las protestas; la traductora del libro lo atribuye al ça va cogner francés) infiltrados entre los estudiantes comenzaron a reprimirlos a golpes. Se dice que el general Ufkir disparaba desde un helicóptero contra los jóvenes en Rabat y Casablanca.
Se dicen muchas cosas de Ufkir; su nombre provoca miedo y está cosido con hilos de horror a la historia reciente de Marruecos, a los “años de plomo” y a inquietantes episodios de política internacional. Ufkir es, entre otras cosas, el presunto asesino del político Mehdi Ben Barka, referente vivo para la izquierda del país.
Tahar Ben Jelloun ha necesitado muchos años para escribir El castigo (La punition, en francés original). Publicado en 2018 por Gallimard y traducido al español por Malika Embarek López para la editorial Cabaret Voltaire, El castigo sigue el tortuoso recorrido autobiográfico del escritor, que es uno de los 94 castigados.
94 estudiantes. 19 meses de confinamiento. 564 días. 13 536 horas. 812 160 minutos de plomo. Uno a uno, como minúsculas balas, como minúsculas celdas, como minúsculas e interminables noches.
El principio es más o menos como otros libros carcelarios. El ingreso en prisión, el despojo de la identidad, de las pertenencias, del pelo. Las vejaciones preambulares, la machunización de las arengas, la mala comida. Vienen los nombres propios que el narrador habrá de aprender para identificar a los verdugos de los ideólogos y de los carceleros rasos. Sin embargo, hay dos cosas distintas, dos cosas fundamentales: Tiempo y Espacio.
Lo primero es que no saben cuánto tiempo durará su situación: no han tenido juicio ni condena. Supuestamente están cumpliendo una suerte de servicio militar inventado para aprender a respetar al rey y a la patria.
Lo segundo es que no están en una celda sino en un espacio oscuro, sin cama, al que llaman tatta. La tatta es de adobe, tiene una abertura lateral y ganchos de hierro en el techo; es una mala idea importada por los militares marroquíes que participaron en la guerra de Indochina.
Es entonces, cuando aceptamos esas dos diferencias que contiene la narración de El castigo, que nos empezamos a asomar a la barbarie. 19 meses de encierro injustificado, muerte, enfermedad, hambre y trabajos forzados. 94 jóvenes dopados con bromuro en las comidas para eliminar la libido (aunque algunos eran tomados como amantes pasivos de los militares).
Varias veces el protagonista queda casi anulado, y de un minúsculo brote de vida y dignidad resurge el hombre, o la promesa del hombre, o la idea heredada de su padre y de su hermano, influida por el cine y la literatura, de lo que debe ser un hombre. Un hombre pacífico que ni siquiera terminado el castigo fue capaz de escribir un texto de odio y venganza.
En el campamento de El Hayeb se contagian el encierro y la petrificación sobre todo lo que compone a un ser humano. El cuerpo acepta la estrechez, el pensamiento se solidifica en cemento, el hombre se vuelve un cordero atado para el degüello. No porque lo vayan a matar, eso sería un favor muy grande, un favor demasiado grande incluso para la benevolencia del rey; sino porque para rebelarse, en lo más íntimo de su ser, tiene que hibernar y parecer indiferente.
En ese interior diezmado y sombrío llega un poco de paz de la mano de Ulises, el libro de James Joyce que su hermano le hace llegar disimulado entre las esporádicas remesas familiares. Ni Ulises ni James Joyce representan nada en este inframundo; el libro fue seleccionado por su extensión: “No lo hay más gordo”, había escrito su hermano.
Algunas noches la lectura no es suficiente evasión. Los militares celebran sus fiestas y el olor a cordero asado, junto a la música que danzan las bailarinas, las chijat, penetra la porosidad del adobe, torturándolos. Los estereotipos del servicio militar se agigantan. El pelo se rapa como las ideas, como la voluntad y la libido, como la esperanza. Se rapa porque el pelo es el símbolo de la vida que crece, que no se detiene en el interior de los hombres.
La guerra de Argelia está cerca. Los carceleros obligan a maniobras militares planteadas como juegos de azar, como cacerías con advertencia de daños colaterales. Tienen autorizado un porcentaje de bajas en esos ensayos macabros. De la mente aterrorizada, del cuerpo que corre con el petate empapado y esquiva las balas en esa provocación absurda de la muerte, surge —así es la vida de extraña— el primer poema del autor.
Tahar Ben Jelloun contará más adelante que esa experiencia lo convirtió en escritor, que los primeros poemas fueron escritos en reversos de partes médicos y en trozos de papel arrancados de cualquier parte. Poemas que guardaba en sus bolsillos cosidos —no era una táctica suya, sino una obligación: los carceleros querían evitar que los jóvenes mitigasen el frío escondiendo allí las manos— y que entregó a la revista Souffles en cuanto salió de El Hayeb, para que fueran publicados.
De modo que la cárcel, esa cárcel, lo convirtió en escritor.
Hasta entonces, Tahar Ben Jelloun era estudiante de Filosofía. Pero hay cosas que la Filosofía no quiere saber, hay ángulos ciegos, hay excluidos y abandonados.
Lázló Földényi publicó en 2006 un ensayo titulado Dostoyevski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar. La elocuencia y literalidad del título no decepcionan.
Dostoyevski era víctima de un largo y penoso cautiverio siberiano, del que intentaba salir rescatado por la ilustración de los hombres cultos, por la literatura, por el pensamiento. Para abordar Asia, en sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal, Hegel había escrito: “Primero hemos de dejar de lado la vertiente norte, Siberia. Se halla fuera del ámbito de nuestro estudio. Las características del país no le permiten ser un escenario para la cultura histórica ni crear una forma propia en la historia universal”. A partir de ahí, Földényi nos propone un recorrido por el doloroso extrañamiento del escritor ruso, resumido así:
“Dostoyevski podía considerar con toda razón que no solo había sido desterrado a Siberia, sino expulsado a la no existencia. Únicamente un milagro podía salvarlo, un milagro cuya posibilidad no sólo excluía a Hegel, sino también al espíritu europeo de la época”.
Desde Bentham hasta Focault, se ha teorizado sobre los dispositivos represivos y la cárcel como laboratorio de conductas, pero deberíamos reconocer un mundo contemporáneo de represión que se escapa del panóptico y de la Filosofía: un mundo arbitrario que vive aquí, entre nosotros, y que puede ser destapado a través de la literatura.
El 28 de enero de 1968, ese joven maltrecho que es Tahar Ben Jelloun regresa a su hogar. Los últimos meses en prisión han sido meses de cambio. Los han trasladado, han mejorado las comidas, los castigos del falso servicio militar se han hecho más severos. Hay rumores: ascensos o defenestraciones para sus verdugos; liberación o guerra para los estudiantes.
El día que regresa a casa de su familia, no logra comer ni descansar en una cama. Su estómago y su sueño no toleran ya el cariño ni el confort. Los atardeceres lo llenan de angustia. Pero es un alma joven, fuerte. Logra terminar sus estudios en Rabat, se licencia y da clases en Tetuán y Casablanca. Luego decide emigrar, depositar la esperanza de su futuro en Francia. Y allí vive ahora el escritor, el hombre que tardó casi 50 años en escribir estas páginas.
O quizás no haya tardado: quizás este libro no sea otra cosa que la fragmentación de una experiencia que, íntegra, resultaría inenarrable.
En 2001 Tahar Ben Jelloun publicó Sufrían por la luz, una novela cuyo recorrido cronológico se inicia allí donde termina la otra. Es otro libro sobre la cárcel. Ambos libros se continúan y se retroalimentan.
El último capítulo de El castigo empieza así: “10 de julio de 1971, 14:08 horas. Mil cuatrocientos alumnos militares, distribuidos en veinticinco camiones, rodean el palacio de Sjirat, la residencia de verano del rey Hassan II”. El rey cumplía 42 años. Un grupo de militares se había preparado para derrocar a la monarquía. Los golpistas habían dado la orden de matar a todo el mundo.
Estos golpistas eran, hombre por hombre, los carceleros de los detenidos en marzo de 1965. Se suponía que los 94 estudiantes debían formar parte de esa cuadrilla dispuesta a morir para renovar un poder corrupto con otro. Pero no fue así; ellos no estaban y el golpe no prosperó. Hassan II y el general Ufkir sobrevivieron. Los reaccionarios fueron asesinados o detenidos para ser enjaulados con la mayor inhumanidad. Aquí es donde los hechos reales tocan la puerta de la ficción y ambos mundos se miran a los ojos.
Sufrían por la luz se basa en el testimonio de uno de esos hombres, detenido en el ataque al palacio de Sjirat. Un golpista apático, un teniente sin convencimiento que fue apresado y encarcelado en el penal de Tazmamart. Gracias a Sufrían por la luz sabemos que en las celdas de Tazmamart, del tamaño de una tumba, ninguno de los 58 soldados apresados podía ponerse de pie. Sabemos que les fue negada la luz y la vida durante 18 años.
Algunos tuvieron la suerte de morir. Otros no: vivieron cada minuto espeluznante y las técnicas de supervivencia íntima que emplea el novelista Tahar Ben Jelloun para hacer que sobreviva Salim, el protagonista de esta novela, parecen sacadas de una experiencia real.
El 16 de agosto de 1972 tiene lugar otro intento golpista contra Hassan II, conocido como Operación Buraq. El temido general Ufkir es el principal sospechoso y se suicida o lo matan, sin tortura, sin dolor. Sin embargo, su familia fue encarcelada durante 18 años y su hija, Malika Oufkir, publicó en 1999 su testimonio carcelario en el libro titulado La prisionera (La prisonnière en francés original; Editorial Grasset Et Fasquelle).
La vida sigue. Un día de julio de 1999 murió Hassan II. Tuvo eso que llamamos una buena muerte: pudo celebrar su 70 cumpleaños en el palacio de Sjirat.
No son el mismo libro El castigo y Sufrían por la luz. El narrador es otro; es otra cárcel; las celdas tienen otro tamaño; la condena, distinta duración. Tahar Ben Jelloun simplemente teje para sí mismo, y para nosotros.
Teje con los hilos infinitos del dolor humano; teje con ganchos de hueso y metal una tela mágica capaz de desnudar el alma. Nos lleva a los sótanos, a las alcantarillas putrefactas del mal, nos sujeta con esos hilos suyos y, desde abajo, nos enseña que un cuerpo puede muchas cosas. Desde lo oscuro, nos enseña la luz.