Criptopornografía y zoofilia

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Cuidemos a los animales. No maltratarlos ni desatenderlos, aunque no seas vegetariano ni vegano. Pero hay ciertos detalles que ponen a prueba la verdad de la sabiduría convencional. Como observa Richard Ford, el valor real del multiculturalismo reside en su capacidad de hacernos admirar y ver, con más precisión, nuestras semejanzas y diferencias.

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Tengo un guion de cine, hecho en el estilo japonés (diálogos escasos, nada de marcas situacionales), donde se habla de la SPA (Sociedad Protectora de Animales) en un spa (Salutem Per Aquam). 

Soñoliento y medio aburrido, el conserje del spa entra a recoger toallas y limpiar las duchas y se encuentra, en el suelo, a un pulpo grandísimo. Alguien ha estado jugando con el bicho, que en realidad agoniza. El asombro acaba de despertar al conserje. Saca su celular y llama al jefe. Necesita instrucciones.  

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En 1814 Hokusai dio a conocer su célebre obra Sueño de la mujer del pescador, que, como se sabe, clasifica en el género shunga, una tendencia estival y notoria de representación de las prácticas sexuales. 

En Sueño de la mujer del pescador vemos dos pulpos, uno grande y uno pequeño (quizás padre e hijo) acariciando con violencia a una mujer. El pequeño enrosca un tentáculo alrededor del pezón izquierdo. Ella aprieta con ambas manos los tentáculos del pulpo grande, que chupa la vulva con acusada violencia. Hay otro tentáculo que se pierde en el clítoris mientras el pulpo pequeño se afana en la boca de la mujer.

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Habría que preguntar si ese tipo de pulpos, en especial los que se avienen a la denominación de pulpos gigantes, o calamares monstruosos, se hallan en las listas de la SPA. 

En 1933, en las costas de Nueva Zelanda, fue capturado un ejemplar de 21 metros de largo. Abundan los de longitud promedio, entre 6 y 8 metros. Tomando en cuenta las proporciones detectables en su obra, cabe sostener que el de Hokusai es uno de esos.

Otra cuestión: ¿los vegetarianos y veganos hablan de pulpos y calamares así?

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En Japón hay instalaciones para la distracción sexual donde a veces es posible hallar pulpos. Sin embargo, este asunto adquirió otro matiz cuando se supo que algunos ejemplares no eran naturales, sino más bien máquinas recubiertas de silicona incrementada. Sensibles y costosas máquinas de placer asistidas por un complejo y finísimo trabajo de ornamentación.

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La zoofilia comercial no contempla, que sepamos, el trasiego de calamares y pulpos. Los límites de lo normal no van mucho más allá de perros, perras, terneras, caballos, caballitos y cerdos. 

Ciertos mitos centroeuropeos y sudamericanos exponen la presencia de peces ahusados, anguilas, salamandras, ajolotes, cohombros y holoturias. Se prefieren las criaturas ambistomátidas (en lo que concierne a las mujeres que disfrutan de estos intercambios).

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Es incalculable lo que ha desatado, y desata aún, esa xilografía de Hokusai. Desde el anime hentai, con seres zoomorfos que violan destructivamente a sus víctimas, hasta ciertas simulaciones que enriquecen el universo BDSM y la pornografía CGI. Dos referentes se destacan, entre muchas versiones y perversiones de la obra: Masami Teraoka y David Laity. 

El primero realiza variaciones que narrativizan aún más el dramatismo absorto de Hokusai. 

El segundo satura el color y vuelve a dibujar la escena de Hokusai, pero como si se tratara de una estampa erótica hindú de dos o tres siglos atrás.

La aristocracia del clítoris Alberto Garrandés

La aristocracia del clítoris

Alberto Garrandés

En una carta a Nelson Algren, dice Simone de Beauvoirque si ella fuera un hombre sería un malvado que tomaría “por la fuerza” a muy jóvenes amantes.

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El animalismo del sexo, escenario que se compendia y diversifica en eso que se llama zoofilia, queda restringido, paradójicamente, por la imaginación. Pero lo bueno que tiene la imaginación es que, sin arrojar con certidumbre luz sobre la verdad, al menos ilumina cosas y hechos que, si resultan convincentes, devienen verdades para uno y/o para los demás. 

A partir de aquí el horizonte se expande. Y me pregunto, en lo que toca a la pornografía insular, dónde está la zoofilia, aunque me temo que se trata de un área reservada a individualidades que eluden la indiscreción. Ya no se trata de un celular testificando breves coitos ruidosos, ni de jovencitas (o jovencitos) usando consoladores.

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Es obvio que nada de esto participa en la criptozoología y sus vecindades con la criptopornografía, en el estilo, por ejemplo, de Boris Vian. 

“También hay mujeres que poseen vaginas horizontales, muy rojas y provistas de abundantes dientes que se cierran en torno a los capullos con un estertor”, asegura un Vian criptozoólogo en sus extremados, obscenos y juguetones Escritos pornográficos. Y no es que el zoofílico o la zoofílica deseen topar con una vagina así, sino más bien con el espíritu y la atmósfera donde reinaría esa suerte de variación. 

Por ese motivo, y por algunos otros, la criptopornografía es un ámbito muy cultural cuando se articula con la criptozoología. Y eso no está nada mal porque nos allegamos al territorio de la fantasía y la ciencia ficción. 

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Por lo general no es posible ver actos zoofílicos más allá de la domesticidad urbana. No hay una mujer que se adentre en la selva (cualquier selva) a jugar, derretida por el deseo, con una serpiente fálica. Ni un hombre. 

No hay, creo, ficciones así en el audiovisual de ahora mismo, a no ser esos hentai de hace 20 años, o los de ahora (animación CGI), donde organismos de otras galaxias acuden a nuestro planeta para procurarse buen sexo. Ni personas erotizadas buscando anguilas en un lago o un río. 

En la literatura conozco el caso de una historia espeluznante de Aldo Coca. En su relato “El pastorcillo”, de su libro Cuentos inenarrables, hay una serpiente que todas las tardes ingiere el pene de un chico. Esta bizarrerie es extraordinaria: los movimientos del aparato digestivo van acrecentando el goce de un modo inefable. Y cuando el pastorcillo eyacula, la serpiente se alimenta.

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El nuestro es el mundo de la manifestación. No sabemos, por ejemplo, qué animales guardaba el zoológico de Moctezuma, donde había, dicen, una sección solo para los ojos del emperador y los sacerdotes. Pero podemos imaginarlos. O podemos suponer cuán maravillosas alcanzarían a ser esas entidades prohibidas.

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La literatura cubana puede exhibir dos ejemplos raros de zoofilia: un cuento y una novela. El cuento es “Conejito Ulán” (1947), de Enrique Labrador Ruiz, una historia campestre y gótica, de estilo conciso y vibrante, que nos habla de la apetencia sexual, la soledad, el transformismo animal y los ensueños fantásticos. 

La novela es En el país de las mujeres sin senos (1938), de Octavio de la Suarée, una defectuosa pieza de ficción que anhela reverenciar la vida nocturna de París y en la que figura una descripción sugestiva y tremendista, situada en un pequeño teatro para caballeros, de la fornicación de un burro con una corista.

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Pero Hokusai regresa, de algún modo, e impone otra vez su magia (¿lovecraftiana?), que es en principio infinita y lacustre y posee un notable poder de inseminación creativa. 

En la película brasileña Eu Sei Que Vou Te Amar (1986), de Arnaldo Jabor, hay una pareja de jóvenes amantes que han roto relaciones y deciden recomenzar, tras un diálogo largo y espectral. El reencuentro tiene un momento de gran lirismo, en una playa en el crepúsculo. Ambos se encuentran desnudos, abrazados, ruedan por la arena, y están envueltos por los tentáculos de un gran pulpo.   

gelatina queer hidrosoluble

Gelatina ‘queer’ hidrosoluble

Alberto Garrandés

Suspiria contiene una de las secuencias de brujería más impactantes del cine de hoy, lo femenino es el arma que se empuña contra los hombres y su milenaria culpabilidad.

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