El 11J: La desobediencia como gesto de hastío

El 11J[1] supuso un renacer de las propias cenizas. Entender las sublevaciones ocurridas como símbolo de un descontento social (opinión que se sustenta en los reclamos de “comida” o “medicinas”, escuchados al calor de las manifestaciones) es, si acaso, una forma tímida de pensar las condiciones de posibilidad de ese acontecimiento. Con los gritos de “Patria y Vida”, “Abajo la dictadura”, “Libertad” o “Díaz Canel Singa’o” —de una potencia innegable— los manifestantes hablaron desde una dimensión del resentimiento que es, más bien, política. 

La sofisticación que implica ubicar la naturaleza de nuestros males en el contexto de la pésima gestión del Estado o de la ausencia de libertades, insinúa un proceso en curso de reconversión de los cuerpos olvidados en cuerpos que importan. Cuerpos que importan por exponer la miseria como logro de la revolución cubana. Cuerpos que importan por ser capaces de convertir el ultraje, el enfado, la indignación en móviles para la toma de un espacio público coartado.

Lo que para muchos ha significado el principio de una resistencia colectiva al poder, puede ser situado como un gesto de desobediencia que ubica de modo contundente, en la agenda nacional, la odisea de un pueblo. 

Más allá de la narrativa oficial —en su obstinación por fracturar los hechos para construir una falsa ilusión de la excepcionalidad insular—, el estallido de julio se inscribe en un contexto de escalada de la presión política hacia finales de 2020, marcado por:

  • el acuartelamiento de San Isidro (noviembre de 2020);
  • la manifestación de artistas e intelectuales frente al Ministerio de Cultura, que luego dio lugar al movimiento 27N (27 de noviembre de 2020);
  • la salida de Luis Robles con un cartel pidiendo libertad en el bulevar de San Rafael, en La Habana (4 de diciembre de 2020);
  • la segunda manifestación protagonizada por artistas e intelectuales en las afueras del Ministerio de Cultura (27 de enero de 2021);
  • los sucesos del 4 de abril en las inmediaciones de la sede del MSI, que provocaron la posterior detención de Maykel (Osorbo) Castillo o;
  • la presencia de manifestantes en la calle Obispo (30 de abril de 2021), quienes trataban de llegar al domicilio del líder del MSI, Luis Manuel Otero Alcántara, en huelga. 

Lo que para muchos ha significado el principio de una resistencia colectiva al poder —por contraste con las acciones mencionadas, en su mayoría, de carácter individual o gremial— puede ser situado, en la historia reciente, como un gesto de desobediencia que ubica de modo contundente, en la agenda nacional, la odisea de un pueblo. 



El accionar de Estado: armar una cadena funeraria de hechos

El 11J denuncia las circunstancias de una población enfrentada a situaciones de abandono, de desmemoria, y que ha sido llevada al límite por un poder que se rehúsa a asimilar la diferencia que ella representa. 

Los sucesos que siguieron a la orden de combate dada por el presidente transparentan formas de violencia simbólica que ganaron concreción en una suerte de asesinato del carácter de los manifestantes.

El emplazamiento físico de los manifestantes no coincide, únicamente, con una toma de conciencia de los problemas desatendidos por el Estado sino, sobre todo, con la necesidad de exteriorizar esos problemas, de exponerlos en el espacio público —quizás el último recurso de una lucha que, por cotidiana, no deja de ser heroica.

Como acontecimiento, el estallido del julio de 2021 imputa la imagen unívoca de una revolución construida para el bien de todos, desde el testimonio de la desgracia que ha significado para muchos. Con ello, (d)enuncia también los privilegios de quienes recogen las gratificaciones correspondientes por defender o callar.

Los sucesos que siguieron a la orden de combate dada por el presidente transparentan formas de violencia simbólica que ganaron concreción en una suerte de asesinato del carácter de los manifestantes. 

Sin embargo, la propagación de una “política de enemistad”[2] que produjo “espacios del miedo” para paralizar la sociedad e intentar detener el ímpetu de aquellos días, deja entrever otras violencias —digamos que “revolucionarias”— propias de los cómplice del poder insular.

Un sujeto implicado no es víctima ni victimario, sino partícipe.

El cariz que adoptó la represión inmediata a los manifestantes por parte de las Brigadas de Respuesta Rápida (grupos enviados por el gobierno para acallar los reclamos populares) revelan el rol desempeñado por ciertos agentes que permiten el daño, frecuentemente, actuando desde las sombras. La identificación de los implicados, las detenciones, los juicios, las condenas desproporcionadas arrojan luces sobre actores e instituciones que han funcionado como tentáculos del poder (los militares, la policía, la seguridad del estado, los medios de comunicación, los tribunales, etc.) (re)produciendo sus legados de violencia e injusticia.

La noción de “implicados”[3] de Michael Rothberg, como categoría analítica, habla de personas que ocupan posiciones alineadas con el poder o el privilegio sin ser ellos mismos agentes directos de ese poder. Personas que habitan, heredan o se benefician de los regímenes de dominación, pero no originan ni controlan tales regímenes. 

Un sujeto implicado no es víctima ni victimario, sino partícipe, muchas veces anónimo de historias que suelen mirarse desde la óptica de la víctima-victimario (perpetrador). Recuperar esta mirada en el estudio del trauma cubano podría ser de utilidad en dos sentidos:

  1. Para reflexionar a propósito de los privilegios ostentados por quienes prefieren no ver cómo están implicados con el Estado, cuáles son sus lealtades para con la “revolución”. 
  2. Para denunciar la responsabilidad histórica y/o política de quienes se benefician (más o menos) de esos privilegios, de forma cotidiana o en circunstancias extraordinarias.

En esta lista de “licencias” que el 11J ha destapado (para reprimir, denunciar, desacreditar, detener, encarcelar, condenar, matar, exiliar) sus protagonistas encajan de una manera diabólica.

Luego de las protestas, las mujeres que integran el colectivo Justicia 11J han documentado la detención de 1484 personas.

La construcción monolítica de aquello que llamamos “los manifestantes”, rara vez muestra el modo diferenciado en que el Estado ha atendido la propia diferencia que ellos representan. No hablamos aquí de una diferencia política, sino social —sociológica, si se quiere— que continúa condicionando el funcionamiento de la industria represiva nacional.

De acuerdo con el informe titulado Un año sin justicia: patrones de violencia estatal contra manifestantes del 11J, presentado en fecha reciente por Cubalex y Justicia 11J, la acción del Estado ha sido particularmente desproporcionada con ciertos grupos: mujeres, afrodescendientes, menores de edad, adultos mayores, personas de la comunidad LGBTQIA+, personas con discapacidades o enfermedades crónicas, activistas, defensores de derechos humanos, periodistas, miembros de partidos de la oposición u organizaciones civiles. 

En este sentido, es posible rastrear una serie de patrones discriminatorios en el proceder de esas figuras fatídicas vinculadas al poder.

Luego de las protestas, las mujeres que integran el colectivo Justicia 11J han documentado la detención de 1484 personas. De ellas: 1259 se reconocen como hombres (85%), 218 como mujeres (14.6%), y la identidad de género de 7 es desconocida o no binaria (0.4%).

Se ha apreciado, también, un marcado patrón clasista en los discursos a propósito de los manifestantes.

Respecto al color de la piel, aunque solo se tienen datos de 964 personas (65% del total de detenidos), se reportan 553 personas de piel blanca y 411 de piel negra o mestizas. Por su parte, los rangos etarios más representados son: entre 12 y 20 años, 166 (11%); entre 21 y 35 años, 556 (37%) y; entre 36 y 75 años, 356 (24%). 

Planteadas de este modo, las cifras esconden una serie de desigualdades que se encadenan en las biografías de los detenidos, de la misma forma que obvian el comportamiento discrecional del Estado en correspondencia con dichas biografías.

En lo que respecta a las campañas de descrédito contra los manifestantes, el proceder de los medios masivos de comunicación ha estado marcado por un profundo racismo. El uso de imaginarios asociados a la negritud: la marginalidad, la vagancia, la propensión a la violencia han atravesado una narrativa fabricada desde la mentira para justificar la toma de medidas excepcionales. 

Se ha apreciado, también, un marcado patrón clasista en los discursos a propósito de los manifestantes; lo que muestra cómo el poder (re)produce la identidad de ciertas personas desde marcas de abyección. En ambos casos, es notable la manera en que la asociación de los protagonistas de julio con la pobreza, la marginalidad, la negritud genera una sensación de disgusto y, en la misma dimensión, una necesidad de rechazo o condena.

A pesar de haber sido detenidas más personas de piel blanca (553) que mestizas o afrodescendientes (410), un mayor porcentaje de personas de este grupo permanece en prisión y ha sido juzgado en mayor proporción.

El modus operandi de las instituciones vinculadas al procesamiento de los manifestantes, es decir, a sus detenciones y encarcelamientos ha estado igualmente marcado por múltiples discriminaciones.

Las personas mayores de 60 años (18) que resultaron detenidas no siempre contaron con el necesario cuidado de su salud pues la atención médica les fue negada en repetidas ocasiones, sea como forma de castigo, sea por carencia de las condiciones necesarias en las cárceles. Muchas de ellas presentaban, desde antes de ser detenidas, padecimientos crónicos (cáncer, diabetes, hipertensión, esquizofrenia) que fueron desestimados por las autoridades pertinentes.

Las personas pertenecientes a la comunidad LGBTQIA+ han dado testimonios de malos tratos con patrones discriminatorios por motivos de orientación sexual y género. Asimismo, ha sido evidente la ausencia de una atención diferenciada para con las personas trans: han sido ubicadas en centros de detención en correspondencia con su sexo y no con su identidad de género, con lo que ello supone en términos de vulnerabilidad. 

En los casos de las personas VIH positivas se ha reportado la carencia de medicamentos para su tratamiento, lo que las ubica en una situación de riesgo.

A pesar de haber sido detenidas más personas de piel blanca (553) que mestizas o afrodescendientes (410), un mayor porcentaje de personas de este grupo permanece en prisión y ha sido juzgado en mayor proporción.[4] Este hecho permite advertir un sesgo racista en el comportamiento de los actores e instituciones encargados de impartir “justicia” que posiblemente no entendamos en toda su magnitud dada la ausencia de datos sobre los manifestantes.

Se han registrado testimonios de maltratos físicos y psicológicos durante las detenciones, interrogatorios y encarcelamientos de los menores.

Las presas por julio han sido estigmatizadas, han sufrido ofensas, incluso, amenzas de agresión. Más allá de los testimonios que un día se conocerán, el tratamiento hacia las mujeres detenidas (218) se ha correspondido con la actitud machista del Estado cubano.

El caso más emblemático ha sido el de los “niños del 11J” toda vez que se conoce la detención de 57 menores de 18 años, de ellos 5 (9%) aún privados de libertad. Con ellos el proceder del Estado puede calificarse de repulsivo en varias dimensiones. Los detenidos de entre los 12 y los 16 años (8), en su mayoría, han sido sancionados por la vía administrativa, sin derecho a representación legal, con hasta un año de internamiento bajo la custodia del Ministerio del Interior (MININT) en las Escuelas de Formación Integral de sus respectivas provincias. Su reclusión a una edad temprana en estos centros de “reeducación” no solo los estigmatiza sino los somete a una pedagogía del castigo que poco aporta a su desarrollo como seres humanos. 

Como regla general, se han registrado testimonios de maltratos físicos y psicológicos durante las detenciones, interrogatorios y encarcelamientos de los menores. Algunos detenidos han referido la falta de asistencia médica oportuna, incidente especialmente preocupante en el caso de niños o adolescentes que han enfrentado síntomas de depresión o han manifestado intenciones suicidas.

Pareciera entonces que en las arenas del anonimato o la notoriedad se desarrolla la verdadera pelea por crear una narrativa a propósito del 11J. 

A pesar de la dificultad que padece el trabajo de creación de perfiles sociales en un contexto como el cubano —donde los datos, en caso de haber sido construidos, no son de dominio público— es posible prever la existencia de casos en que las vulnerabilidades se acumulan, encadenan e interactúan en las biografías de los manifestantes. 

Ello, probablemente, genere patrones más complejos de (re)producción de discriminaciones como aquellos que podrían afectar a mujeres activistas, miembros de la oposición o periodistas; mujeres de la Comunidad LGBTIQA+; mujeres con discapacidad; opositores mayores de edad o con padecimientos; menores afrodescendientes, con discapacidad o con enfermedades crónicas; entre otras combinaciones posibles. Asimismo, las dimensiones referidas anteriormente podrían ser susceptibles de ampliarse ante el hallazgo de información que permita completar las historias conocidas o abrir nuevas historias.

Como efecto rebote, el accionar despiadado del Estado, ha convertido a los familiares de los manifestantes también en receptores de violencia. El acoso, la coacción, el encarcelamiento (en algunos casos) que han sufrido por pedir la liberación de sus allegados los ubica en un espacio de vulnerabilidad que es paradójico en sí mismo. Son vulnerables frente al poder del Estado cuando piden justicia, de la misma forma en que lo son si no alzan sus voces. 

Esta contradicción transluce la tensión irresoluble de hacer pública una detención o mantenerla en el espacio de privado —como hasta julio de 2021 se resguardó el archivo de la desesperación—, esperando que un trato amable de las instituciones encargadas de juzgar. Pareciera entonces que en las arenas del anonimato o la notoriedad se desarrolla la verdadera pelea por crear una narrativa a propósito del 11J. 



La secuencia de muerte de la hidra

La conquista del espacio físico durante las manifestantes de julio de 2021 ha coincido también con una conquista del espacio virtual por voces disidentes que, haciendo uso del efecto posfáctico de las redes sociales, buscan sublimar su protesta. 

En una sociedad donde la “calle”, como escena para interpelar el poder, ha permanecido coartada por más de seis décadas, las redes sociales se han convertido en una suerte de hendidura para colar demandas o discursos diversos, para usar Cuba como una escala que contiene el mundo, en sus proporciones y sus deformidades.

Con su actuar, activistas, periodistas independientes, colectivos comprometidos con el “tema” Cuba han creado una nueva espacialidad de la resistencia que aprovecha aquellas ranuras que no han sido ocupadas por el poder en su obstinación totalitaria. Para Peter Sloterdijk,[5] la metáfora de la espuma sugiere la diversidad de espacios en que las sociedades modernas logran estructurarse: aberturas, brechas interiores, aislamientos interconectados. A ello contrapone la metáfora de la red que describe las variedades de contacto que se generan en estas sociedades (puntos, líneas, canales, direcciones). 

Aun cuando el uso del espacio virtual para la queja es anterior al estallido social, la convergencia de ambos eventos puede ser pensada desde estas dos imágenes, es decir, desde la posibilidad que ofrecen en tanto cavidades interconectadas por múltiples conductos.

El “movimiento” experimental, de carácter neurótico que ha irrumpido en el ámbito político insular no puede entenderse sin ir más allá del 11J, pero tampoco sin regresar a este para dar fe de su drama y su dicha. 

En momentos en que el Estado ha puesto a funcionar una política de (des)movilización asimétrica basada en el escarmiento social, el exilio o la detención de las voces contestatarias, la toma del espacio público como herramienta efectiva de lucha que retrata la secuencia de muerte de la hidra sigue siendo posible porque antes hubo un 11J.




Notas:
[1] 11J no es solo el nombre con el que se han inscrito, en la historia más reciente de Cuba, las manifestaciones que tuvieron lugar entre los días 11 y 17 de julio del 2021 a lo largo del país.
[2] Mbembe, A. (2016). Politiques de l’inimitié, Paris : La Découverte.
[3] Rothberg, M. (2019). The Implicated Subject – Beyond Victims and Perpetrators de Michael Rothberg, Stanford: Stanford University Press. 
[4] Según lo presentado en el informe Un año sin justicia: patrones de violencia estatal contra manifestantes del 11J, un 57% (316) de las personas blancas ha sido excarcelado, en comparación con un 47% (195) de personas mestizas o afrodescendientes. Mientras que un 40% (226) de las personas blancas ha sido juzgado, en relación con 50% (210) de personas mestizas o afrodescendientes. Ver, Un año sin justicia: patrones de violencia estatal contra manifestantes del 11J, julio de 2022, disponible en https://drive.google.com/file/d/1yuKmBzW-oZ-zICW7dBODh-hdrxhQpBJi/view?fbclid=IwAR2IRbcHMPtodvGvV-ytGvcp69SUGwRmWiLw2YbU47AkIdzv0YMJDU0RuDQ
[5] Sloterdijk, P. (2020). Las epidemias políticas, Ciudad de México: Ediciones Godot.




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El 11J: la misma guerra de razas

Francisco Morán

Hay que advertir que, tras las protestas del 11J, quedó claro muy pronto que la delincuencia, la marginalidad, la indecencia y el anexionismo, para el Estado,tenían una geografía: la de los barrios.






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