Con motivo del año que llevamos de Covid-19, Hypermedia Magazine ha despachado las siguientes preguntas a un amplio grupo de escritores cubanos:
1) ¿La pandemia ha modificado sus hábitos y/o métodos de escritura? ¿De qué modo?
2) ¿Han variado este año sus hábitos de lectura? ¿Ha leído más? ¿Ha leído menos?
3) ¿Cuáles han sido las lecturas (títulos, autores, plataformas) más reveladoras durante esta pandemia?
4) ¿La nueva situación global le ha inspirado algún proyecto literario?
5) Cuéntenos cómo es actualmente un día en su vida de escritor(a).
Compartimos con nuestros lectores los mensajes que retornan a nuestro buzón.
El 2020 fue un año definitivamente bizarro. De hecho, cuando lo repienso se me hace extraño, como el invento de una de esas novelas distópicas. Entonces, tengo que salir a la calle, agarro el barbijo y me doy cuenta de que está aquí, en full swing.
El último viaje que hicimos en familia fue a Florencia y Venecia. Así que muy poco antes de encerrarnos en casa a cal y canto, como los personajes de El Decamerón, había estado frente a frente de la Pietà de Tiziano, terminada unos meses después de que la peste asolara Venecia. En ella todo es muerte. Tiziano, que de hecho había concebido la obra como ofrenda a la capilla de Cristo de la Iglesia de Frari a cambio de ser enterrado allí, tuvo a bien retratar a su hijo en guiño macabro. Ambos morirían poco después.
Lo que más me atraía de la obra (no sabía yo entonces cuánto me obsesionaría después) eran los dos pedestales con cabeza de león que sostenían sendas estatuas de Moisés y de la Sibila helespóntica, anunciadora de la muerte de Cristo. Tengo un par de pedestales como esos en casa: los leones alados sobre los que descansan mis muertos y mis dioses.
La pandemia modificó mis hábitos de lectura en varios sentidos. Y es que el 2020 fue raro no solo por la enfermedad, el aislamiento, la proliferación de realidades alternativas, los incendios forestales, las constantes reuniones vía Zoom, las invasiones de langostas, el avispón asesino y vaya usted a saber cuántos otros exabruptos, sino también por las conmociones sociales (Bielorrusia, Chile, Estados Unidos, Francia, Nigeria, Polonia).
En Estados Unidos, enero del 2020 comenzaba con la presentación por parte de la Cámara de Representantes del primer impeachment a Trump, la declaración del primer caso de Covid-19 y la suspensión de los viajes charters a Cuba. La reacción de la comunidad cubanoamericana con respecto a lo que ocurría de uno y otro lado del Estrecho de la Florida, evidenciaba lo polarizado de este sector poblacional, lo cual solo se recrudecería a lo largo del año.
Cuba, por su parte, comenzaba enero con la tan esperada Letra del año,que anunciaba delincuencia, epidemias y hasta un golpe de Estado. Al día siguiente, el presidente de La Asociación Yoruba de Cuba, José Manuel Pérez Andino, aclararía prudentemente, con respecto a la posible ocurrencia de golpes de Estado, que los problemas eran de otros países y que a nivel interno no ocurriría nada.
Ese mismo día La Habana amanecía con un mar de bustos de Martí bautizados con pintura roja. El grupo Clandestinos se acreditaba la acción en las redes sociales bajo los hashtags #LlegoLaHora, #Clandestinos y #ElCambioesYa.
Días después salió el viceministro de Cultura, Fernando Rojas, con un tuit de guapería barata, retando a un grupo anónimo a encontrarse en el parque: “Te espero, clandestino. Junto al busto que digas”. Algo así como “a las 4 en la pista”. No sabíamos entonces que este era el preámbulo de lo que cerraría con broche de oro el ministro de Cultura en la víspera del natalicio de Martí en este 2021, que se sigue pareciendo demasiado al 2020.
Lo curioso es que, para la comunidad cubanoamericana, la intervención de los bustos de Martí fue plausible, no así la intervención de los monumentos confederados por parte de los BLM. En fin, que me desvío.
En mi caso particular, uno de los efectos más curiosos que tuvo la pandemia fue la de dislocar la relación espacial. Todo llegaba a mi patio con la misma intensidad: el encarcelamiento de Luis Manuel Otero Alcántara, la muerte de George Floyd, la campaña electoral estadounidense, el Movimiento San Isidro, la elección de Biden, el 27N.
Una de las primeras cosas que hice fue volver a leerme The Eating of the Gods, de Jan Kott. Un libro que siempre me ha apasionado por su reinterpretación de la tragedia griega y los ejes espacio-temporales a partir de las coordenadas horizontales y verticales, que es en definitiva una revisión acerca del poder.
Desde el acostumbrado aislamiento en el que vivo (mi casa, ubicada en el reparto de Calusa, está alejada del centro y rodeada por un canal que, a diferencia de los de Venecia, no comunica, sino que aísla) empecé a repasar la historia de los Estados Unidos. Me releí A People’s History of the Unites States, de Howard Zinn y devoré Nobody Knows My Name, de James Baldwin, así como Caste. The Origins of Discontent, de Isabel Wilkerson, este último publicado ese mismo año.
Debo confesar que Cuba se me metió en la casa en 2020. Por primera vez en mucho tiempo, aquella isla que me había empecinado en empujar lejos de mí, se me volvió a hacer cercana. Y no ya desde el punto de vista literario y artístico, que siempre me ha apasionado como acervo espiritual, sino desde el punto de vista visceral.
En la primavera del 2020 murió H. G. Carrillo, profesor asistente del George Washington University y presidente de la PEN/Faulkner Foundation. Su muerte develaba el subterfugio. El escritor “cubanoamericano” que salió huyendo de la tiranía de Fidel Castro en 1967, había nacido en Detroit. Su nombre era Carroll y no Carrillo, y jamás había puesto un pie en Cuba.
Janet Batet. Imagen de portada.
Muchos cubanos reaccionaban iracundos por la usurpación de identidad; a mí me fascinaba el personaje. ¿Qué podía haber llevado a este escritor afroamericano al travestismo identitario? Me leí su Losing my Espanish. Cualquier cubano avezado notaría enseguida ciertas imprecisiones, pero igual: a mí lo que me interesaba era encontrar a Carroll detrás de Carrillo. Un amigo y yo fantaseamos largamente sobre hacer un monumento en nombre de la comunidad cubana y dedicarlo a Carrillo. Todavía me parece una idea bellísima.
Reconectando con la Isla, me releí La Tribu y Los caídos, de Carlos Manuel Álvarez; me leí La puta y el hurón, de Martha Luisa Hernández Cadenas; Lecturas atentas. Una visita desde la ficción y la crítica a veinte narradoras cubanas contemporáneas, edición de Mabel Cuesta y Elzbieta Sklodowska; y Teoría de la Transficción, una compilación de Carlos A. Aguilera.
Pero lo que más me interesaba no era la literatura, porque al final la ficción estaba irrumpiendo como realidad en Cuba, así que me metí de a lleno en la revisión del tiempo presente: Jacques Rancière (Disensus on Politics and Aesthetics, El Desacuerdo. Política y filosofía) y Pierre Nora (Realms of Memory. The Reconstruction of the French Past).
Mis lecturas eran caóticas; o, para ser precisa: más caóticas que de costumbre. Saltaba de un lado al otro. Alexis Somoza me pasó su Capitalismo-Leninismo: La convergencia del nuevo orden con el socialismo cubano, y me lo leí. Todavía le debo una reseña. Me leí también el libro fruto de la tesis de doctorado de Paco Barragán: From Roman Feria to Global Art Fair From Olympia Festival to Neo-Liberal Biennial On the ‘Biennialization’ of Art Fairs and the ‘Fairization’ of Biennials. Otras lecturas paralelas van a medias, y las retomo de a poco dependiendo del estado de ánimo.
En cuanto a hábitos de lectura: por primera vez, en el 2020, comencé a oír audiolibros para dormirme. En marzo, después de tanto esperar la llegada de los cincuenta (donde iba a tirar la casa por la ventana) me encontré celebrando en el patio con las zarigüeyas. Me dio entonces por regresar a Bolaño, pero en la noche. A la hora de dormir y con los ojos cerrados. Los detectives salvajes, 2666. Es un lujo irse a dormir así, y los ojos descansan.
Desde el punto de vista de la escritura, debo decir ante todo que no soy escritora; tampoco periodista. Así que me veo como una intrusa cuando empiezo a salirme un poco del plato. Siempre he escrito poesía, tengo algunos cuentos y una novela que repaso y reescribo a cada rato. Lo gracioso es que nació de una pesadilla cuando dejé Cuba, así que se convirtió en una suerte de exorcismo. Primero se desarrollaba en Montreal y era el guion para un corto; ahora se desarrolla en Miami y es una novela. Pero el lugar ni siquiera es importante, porque todo sucede en una casa. La situación Cuba-Miami me lo ha puesto de nuevo en el jamo.
El año pasado, sin embargo, gracias al espacio que me dio Hypermedia Magazine, empecé a publicar textos que no eran propiamente sobre arte. Todo nació de una pulsación interna. Recuerdo que un día agarre el teléfono y le mandé un Messenger a Ladislao Aguado: “¿Si te envío algo ahora, sale mañana?”. Fue así que salió “¿Para qué sirve la bandera cubana?”. Y a partir de ahí vinieron otros. Creo que la pandemia tuvo que ver mucho con esto. Los amigos estaban distantes. Se sucedían tantas cosas y tenía que gritarlo a los cuatro vientos.
El año pasado terminé un libro con la galería Lyle O. Reitzel sobre la trayectoria de José García Cordero. Y trabajé en el de Tomás Esson, que debo terminar ahora y que saldrá publicado bajo el sello de Zuiderdok.
En cuanto a los cambios de hábitos de escritura: hay uno que es supertarado, pero marca cierto tempo en medio de estos días que se suceden el uno igual al siguiente. Como no salgo a ningún sitio, no tengo que ocuparme de vestirme. Y como estoy delante del ordenador todo el tiempo, lo único que veo son mis manos. Entonces, me pinto las uñas, me cambio los anillos y me da la impresión de haberme alistado y estar impecable para empezar el día.
Conjurar la imaginación y la poesía
En los últimos tiempos pandémicos leo casi todo lo que se publica en las redes sobre los trágicos, pero también esperanzadores acontecimientos insulares en torno al Movimiento San Isidro. Tengo mucha fe en esa juventud. Recuérdese que la fe, según San Pablo, es la sustancia de lo invisible.