A solas con mi cuerpo enfermo

Con motivo del año que llevamos de Covid-19, Hypermedia Magazine ha despachado las siguientes preguntas a un amplio grupo de escritores cubanos:

1) ¿La pandemia ha modificado sus hábitos y/o métodos de escritura? ¿De qué modo?

2) ¿Han variado este año sus hábitos de lectura? ¿Ha leído más? ¿Ha leído menos?

3) ¿Cuáles han sido las lecturas (títulos, autores, plataformas) más reveladoras durante esta pandemia?

4) ¿La nueva situación global le ha inspirado algún proyecto literario?

5) Cuéntenos cómo es actualmente un día en su vida de escritor(a).

Compartimos con nuestros lectores los mensajes que retornan a nuestro buzón.




La pandemia —mi pandemia— comenzó en 2019 cuando a Sylvia, mi compañera de 32 años, le diagnosticaron cáncer. Murió el 4 de febrero de 2020.

Esas semanas extrañas, agónicas, sin asimilar su muerte, tuve que ocuparme de mi sobrevivencia. Aunque sabía que Sylvia me había dejado parte de su pensión y su 401, nunca hablamos específicamente de a quién recurrir o en qué oficina reclamar en caso de muerte. En el caos de los primeros días de la pandemia, no podía comunicarme con nadie y las instrucciones telefónicas eran largas y confusas. No entendía lo que había que hacer con el dichoso 401 y, además, yo ni siquiera sabía el número de sus cuentas. Papeles, firmas, papeles, firmas, asesores… Todo en medio de la pérdida que aún no asimilaba. Hasta que un buen día se resolvió todo el dilema.

Supe del coronavirus por las noticias, porque en Woodstock no aparecía casi ningún caso. No salía de casa. El ventanal de mi loft era el único indicio de que algo pasaba… Sentí que me encontraba en una dimensión otra, en un espacio-tiempo irreconocible.

No escribí nada desde mediados de 2019 hasta finales de enero de 2021. Desde que Sylvia enfermó no escuché música. Algo en mí enfermaba con ella. Era como quitarme un placer ligado a la escritura, pero no era el momento. Escribir es un lujo para mí, algo que disfruto, ¿cómo hacerlo mientras ella empeoraba?

Después de su muerte, la cama fue mi refugio. Los gatos me acompañaban. Si dijera los detalles… En seis meses tres de mis gatos murieron. Sentí un alivio inmenso, porque eran muy viejos y yo temía que, si moría yo antes, quedarían totalmente desvalidos. 

El entorno asustado. La cama llena de papeles que no retiraba, aunque los gatos se acostaran sobre ellos. Las ganas, la voluntad, me faltaban. Comprendí con resignación que comenzaba a aceptar la nueva realidad como si fuera normal; a esto hay que agregar la poca movilidad de mi pierna izquierda: necesitaba una cirugía en la unión del fémur con la rótula, y los dolores eran insoportables al levantarme.

Fue inesperado contagiarme. No sé bien cómo ocurrió, pues yo no salía de la casa y apenas tenía contacto con alguna persona. Aunque a veces llegaban desconocidos a medir la casa (la había puesto a la venta). Quizás por ahí…

El virus se deslizó entre las colchas y perdí la poca energía que tenía. Mover algo o dar de comer a mis gatos era demasiado esfuerzo. No podía levantarme y me decía: “Más tarde, cuando escuche las noticias”. Pasaba el tiempo y aún no les había servido.

Los papeles se caían del escritorio y rodaban todos juntos hacia cualquier sitio. Comencé a sentirme cada vez peor; aunque no tenía fiebre, mi sistema digestivo estaba comprometido. Comencé a caerme…

Llamé a una ambulancia y me fui sin nada: ni papel, ni pluma, ni espejuelos. A solas con mi cuerpo enfermo. Tenía el iPhone, pero no con qué cargarlo; tampoco lograba recordar el password.

No escribí nada desde mediados de 2019 hasta principios de 2021, después que me dieron de alta. Al salir del Kingston Hospital, puse una pieza de Mozart con Uchida en el piano. Y comencé a escribir en el iPhone. Me reconocí por primera vez en tanto tiempo. Desde entonces escribo poemas y pequeñas prosas contando mi experiencia en el hospital, captando los balbuceos de aquellos días, mi delirio y mi lucha por seguir aún aquí, torpemente respirando.


Magali Alabau.

Magali Alabau en su habitación.


He leído menos. Sin concentrarme. Los libros se volvían pesados. Necesitaba pasar las páginas, pero siempre los dejaba con la promesa de que los leería, de que regresaría a ellos en algún otro momento. A veces escuchaba audiolibros. Pero era como estar fragmentada. Una parte escuchaba las palabras y la otra saltaba a otro lugar.

Creía que con el poder de mi mente podía ordenar el caos en que me encontraba. Falsa esperanza. Recuerdo que leí a Doris Lessing, La sobreviviente, y pensé en lo apropiado de su escritura para mi situación. También comencé a escuchar cursos en Amazon Prime. The Black Death fue uno de los mejores que escuché, a cargo de Dorsey Armstrong, de Perdue University. Releí pasajes de la Biblia tratando de entender quién era quién. Leí El evangelio de Judas, San Agustín, La ciudad de Dios

Y oí Temor y temblor en audio. 

No me concentraba.

Yoandy Cabrera me sacó de este peregrinaje sin mapa, con una entrevista. Me costó trabajo contestar sus preguntas, no tenía fuerza mental ni concentración. 


Viendo las noticias y conversando con una compañera de Sylvia que trabaja en una casa de ancianos, comencé a sospechar que algo o alguien, muy por encima de nosotros, manipulaba hilos en todo esto de la pandemia; éramos muchos ya los que pensábamos que “algo” oscuro, siniestro se había orquestado. Las personas de la tercera edad morían, morían, eran tantos, demasiados…

Cada vez que oía “los más vulnerables”, me daba una punzada en el estómago. Experimentaba el sentimiento colectivo de que los no productivos, los viejos, los retirados podían desaparecer en esos refrigeradores ambulantes. Y yo podía ser uno de los desechados. Sabía que podía ocurrir.

Respiré aliviada cuando logré salir del hospital, donde nada podía disponer, y pude, al fin, regresar a la casa de nuevo, a mi caos doméstico, a mis gatos, a mi cama, al recuerdo de Sylvia, a la escritura, a mí…

Hay secuelas que la Covid deja: la vista, los nervios de cada dedo de cada mano. Mareos. Es un tiempo de peligro. Me aterroriza que me internen en esas horribles casas de ancianos. La desconfianza no tiene límites.




Antonio José Ponte

Volar rompiendo el techo

Antonio José Ponte

Ahora empiezan en Madrid nuevas restricciones y se discute la conveniencia de volver al confinamiento. Hay días en que uno quisiera atravesar el techo y salir volando. Mircea Eliade se ocupa de estos vuelos y recopila ejemplos de místicos chinos, indios y mongoles. Nunca antes había pensado en esa clase de viajes como ahora.