Con motivo del año que llevamos de Covid-19, Hypermedia Magazine ha despachado las siguientes preguntas a un amplio grupo de escritores cubanos:
1) ¿La pandemia ha modificado sus hábitos y/o métodos de escritura? ¿De qué modo?
2) ¿Han variado este año sus hábitos de lectura? ¿Ha leído más? ¿Ha leído menos?
3) ¿Cuáles han sido las lecturas (títulos, autores, plataformas) más reveladoras durante esta pandemia?
4) ¿La nueva situación global le ha inspirado algún proyecto literario?
5) Cuéntenos cómo es actualmente un día en su vida de escritor(a).
Compartimos con nuestros lectores los mensajes que retornan a nuestro buzón.
1.
Vivo semirecluido desde hace años, la pandemia no ha producido ningún cambio en mis hábitos.
2.
Tampoco en mis hábitos de lectura. Leo casi todo en el teléfono, en cualquier parte.
3.
Leí White, de Bret Easton Ellis a principios de la pandemia y, en el sentido político de la palabra, me sentí menos solo. He leído o releído a los grandes autores de la cultura angelina, a John Fante y Nathanael West. He escuchado —lo que quiere decir que también he leído— el álbum hollywoodense de David Bowie, Station to Station. Confirmé que uno puede pasarse veinte años explorando la cultura local, sin llegar a agotarla.
He visto mucho cine de las grandes mujeres de antaño, Mae West, Lana Turner, Shirley Winters, las películas de Marlene Dietrich con Josef von Sternberg. A propósito de los disturbios raciales, vi todo el cine negro de Claire Denis, solo por poner el asunto en perspectiva.
Para los angelinos, este fue también el año de los incendios. El paisaje era apocalíptico, algo sacado de Diamond Dogs, también de Bowie. Pasamos, Esther María y yo, tardes de pandemia en Beverly Hills, en la piscina de la casa de Camilo Hernández, no muy lejos de donde los Hermanos Menéndez asesinaron a sus padres, du côté de chez Veidt.
Fuimos de excursión a leer epitafios en el cementerio Hollywood Forever: el de Yma Sumac, el de Judy Garland, el de Peter Lorre, el de Rodolfo Valentino, el de Joey Ramone. Una lectura edificante. Existe un bello símbolo alquímico que muestra un cráneo encima de un libro.
4.
Me levanto, como siempre, a las cinco de la mañana. Hago yoga. Leo francés, para practicarlo, Joseph de Maistre, Journaux intimes de Baudelaire, Charles Maurras. Paseo a mi perro Chicho, tres o cuatro kilómetros, y tomo notas en VoiceMemos, dicto al teléfono. Trabajo para ganarme la vida, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche. Después, vuelvo a pasear a Chicho. Veo películas hasta las diez, hora en que nos vamos a la cama.
Néstor Díaz de Villegas.
5.
Ninguno. Son proyectos viejos. Intento añadir o quitar una coma en mi libro “Poemas inmorales”. Reviso la colección de todos mis sonetos, que desearía ver publicada algún día. Transcribo notas del teléfono, para mi libro “Fidelia”, que todavía no sé de qué va. Me hago selfies. Fotografío cosas tiradas en la calle.
A veces pienso en cómo la pandemia ha cambiado el juego, en la futilidad de toda escritura si los chinos o los rusos deciden envenenarnos o transmutarnos con un virus mucho más potente. Medito en cómo este virus ha sido una advertencia, un anónimo metido por debajo de la puerta. Entonces siento terror, y comprendo que mi escritura siempre ha estado condicionada por el terror.
Estoy a la altura de un siboney o un taíno
Siento que estoy a la altura de un siboney o un taíno cuando salgo con la mochila y una maleta con ruedas a recolectar o cazar. Lo bueno de ser un siboney o un taíno que apenas cuenta con tisanas, emplastos y tres o cuatro medicamentos, es la posibilidad de montarme un areíto en la noche con mi esposa.