Según Peter Sloterdijk, cuando los de arriba dejan caer las máscaras, ya no ocultan su indiferencia ante la preocupación por el bien común que se les asigna oficialmente. De ahí el dicho de María Antonieta, la esposa de Luis XVI, cuando dijo: “Si no tienen pan, que coman pasteles”, o sea, el poder, ya cansado y despreocupado de seguir interpretando un rol, deja caer las máscaras de la hipocresía.
Por eso han sido tan importantes el Movimiento 27N y el MSI en la Cuba de los últimos meses: son el gran acto de desenmascaramiento del cinismo estatal llevado a cabo por jóvenes en la Isla. Es ese cinismo el que se ha desarrollado a escala global en los últimos años; el cinismo que llama “aliados de la CIA”, “mercenarios” o “contrarrevolucionarios” a los miembros del 27N o el MSI; cinismo que no hace más que copiar parte de la actuación de la agenda política mediática que en Estados Unidos llamó vándalos a los del movimiento Black Lives Matter, o terroristas a los actos de protesta contra el sistema racista y hegemónico actual. De ahí que el elemento discordante que busca justicia siempre se disfrace de atacante, y el verdadero verdugo se disfrace de salvador.
En Cuba, como en muchos países, se enfrentan dos tradiciones: una tradición de lucha por estructuras que aseguran la justicia social y la igualdad en un marco de seguridad jurídica, y otra tradición de poder piramidal compuesta por una red de mafias que se benefician y obtienen prebendas unas de otras. Encima de todo esto está el colonialismo que también nos enmarca. América Latina, el Caribe, han sido históricamente escenarios de depredación y conquista, con una historia plagada de episodios de violencia y descontrol.
Desde el siglo XV los territorios de ultramar se convirtieron en el sistema fuera de la norma: el “Nuevo Mundo” necesitado de reglas; las tierras agrestes donde reinan los excesos, la violencia, la intensificación del machismo y la hipersexualización de las mujeres.
Las familias blancas criollas, en su alianza colonial, seguían perpetuando la hegemonía a través de su acceso a las instituciones de poder, el matrimonio, el Estado, los mercados, mientras que las familias afrodescendientes eran sistemáticamente despojadas de toda esperanza de movilidad social y de entrada a estas instituciones.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la esclavitud en suelo español se prohibió, a pesar de la intensa labor de trata de personas esclavizadas que realizaban traficantes ibéricos en el Atlántico. Aunque la esclavitud en suelo europeo se viera como anacrónica, injusta y cruel, la vista se hacía a un lado cuando eran los nativos europeos quienes salían a fomentarla en otras regiones “del Sur”. La paradoja es que la hegemonía blanca europea o eurodescendiente podía entrar o salir siempre de este escenario y participar de la violencia sin perder nada, más bien todo lo contrario, “repatriar” o “exiliar” en Europa o Estados Unidos esos capitales obtenidos del comercio de personas esclavizadas en sus países del Norte ante el menor giro o estallido social.
Dentro de este esquema, los europeos que se aventuraban a cruzar la frontera podían acceder a escenarios del “Nuevo Mundo” en busca de riquezas, los cowboys en el lejano y “salvaje” Oeste, la Compañía de la Bahía de Hudson en Canadá, la Compañía de Tabaco de Filipinas en este lugar y la Compañía trasatlántica y los marinos catalanes en el Atlántico, “conectando” las factorías africanas, la red de contrabando caribeño, las costas y ciudades americanas y transformándolos en lugares de conquista, guerra, contrabando, ilegalidad y piratería. El barco negrero se convertía en su propio país y el capitán en la máxima autoridad que daba manga ancha a la violencia a través de una masculinidad y un liderazgo represivo, fuera de control, y de una actuación fuera de la norma.
Una vez en tierra firme, el dispositivo del central azucarero o la plantación desempeñaba el mismo esquema: un lugar “dictatorial” donde la única ley era la del amo. Y este esquema se trasladó a la política y al gobierno del país.
En los siglos XIX y XX, ante la sucesión de abusos, desmanes y descontroles represivos, desde la Isla se clamaba por instituciones adaptadas a los ideales democráticos de la revolución francesa. Instituciones estables, con separación de poderes, que sin improvisar pudieran dotar de derechos a los ciudadanos, y de seguridad legal a los más necesitados. Pero en el “Nuevo Mundo” eso parecía imposible. La violencia, la represión, la fragilidad de las leyes y el descontrol parecían perpetuarse como un legado o una maldición colonial.
En el imaginario cubano se colocaba la culpa de perpetuar el desorden o el fracaso como país en el eslabón más desfavorecido (que no más débil), en la comunidad afrocubana, sin preocuparse por crear estructuras para su inclusión, o estas resultar insuficientes.
La Revolución cubana de 1959 se ubicó, desde el principio, en la narrativa de un movimiento de liberación nacional de justicia social que venía a romper con la maldición mientras se aliaba con los oprimidos y se alineaba con el eje Sur-Sur de los países víctimas del colonialismo y el imperialismo global. Pero pronto traicionó esos ideales: pensemos en la traición al Movimiento de Países no Alineados, al mantener su fidelidad con la invasión rusa a Afganistán y aplastar con mano férrea cualquier intento interno de pensamiento crítico.
Cuba se transformó en ese barco negrero que despistaba a los barcos ingleses al cambiar la bandera para pasar desapercibido. Ahora Cuba ondea la bandera antihegemónica para arrogarse el derecho de tomar cualquier medida que considere oportuna dentro de sus fronteras; medidas contra aquellos que quieran subvertir el orden interno.
Cuba se transformó en un barco negrero, represor y centralista, donde todos van encadenados y transportados contra su voluntad, a la vez que al mundo muestra un rostro revolucionario y progresista, ejemplo de libertades.
Como dice Rafael Rojas, Castro aparecía con su uniforme militar en la ONU y nadie se escandalizaba; se erigía como gobernador a punta de pistola de ese “Tercer Mundo” desregulado; se convertía en el capitán del barco negrero.
La lógica binaria comunismo/capitalismo es en parte creada por la maquinaria de la Guerra Fría y, como dice Rafael Rojas, parte del aparato político y simbólico del orden colonial. El bloque comunista creado por la polarización de la Guerra Fría también era antagónico de las agendas descolonizadoras de países explotados del Sur global. Y la agenda de movimientos como el BLM o el MSI, también es la lucha contra la hegemonía, contra los privilegios de un sistema que vuelve sistemática y estructuralmente a colocar al afrodescendiente en el más bajo escalón. De ahí que, en un acto de cimarronaje antihegemónico, esas vidas vuelvan a burlar el yugo, a protestar contra siglos de narrativas “integradoras”, a responder con más empoderamiento a través de experiencias comunitarias y de hermanamiento.
Cuando la izquierda mira a Cuba desde la comodidad de Europa o desde el “Norte global” en un acto colonialista, le gusta verla como reducto antihegemónico y antisistémico, su Isla revolucionaria de izquierda que lucha contra el imperialismo como David contra Goliat, pero poco le importa cómo vive la gente en el país.
¿Qué mejoras reales se han visto en leyes para las víctimas de la violencia de género, contra el racismo o de la comunidad LGTBIQ? ¿Por qué cuando alguien intenta hablar de esto se invoca de forma persistente el fantasma del bloqueo norteamericano?
Hay palabras que salen de la boca de las y los integrantes del MSI, del 27N, que se basan en dos ejes vertebrales: unidad y sentimiento. También lo han dicho Luis Manuel Otero Alcántara y Julio Llópiz, estamos conectados a través del amor, un amor que provoca reacciones asertivas de pensamiento en el prójimo. Ante la indefensión y la sensación de soledad provocada por los mecanismos represivos que en Cuba castigan la disidencia sin dejar intersticios de libertad, estas nuevas comunidades artísticas y activistas responden con nuevos actos de cimarronaje, de hermanamiento, con nuevas narrativas antirracistas, de género, nuevas masculinidades, y de reivindicación de las esferas de los cuidados y los sentimientos.
Con ellas y ellos la palabra “amor” comienza a adquirir peso, dimensión y fuerza. Cada vez que ocurre una nueva detención, como ha ocurrido recientemente con el caso de Hamlet Lavastida, se activan dos dispositivos: uno de represión por parte del poder, basado en la coerción, la violencia, el desprecio, la descalificación y el chantaje; y un dispositivo de hermandad que comienza a elevar valores de empatía, cooperación y el interés por el bienestar del otro.
Tania Bruguera nos habla de ello en su texto “Ser demisexual en la isla del proxenetismo político”, en una sociedad donde parece que todo se puede comprar, donde los afectos parece que se han transformado en una lucha de poder, los daños son sanados por el amor y la hermandad de estos movimientos que restituyen la capacidad curativa en la Isla y vuelven a hermanarnos como personas. Ellas y ellos son los que están creando, poco a poco, esa sociedad con que soñamos, donde las personas se organizan para ayudar a los necesitados sin esperar nada a cambio; y mientras más vemos la pureza de sus ideas, más reconocemos la vileza de su contraparte; la ruindad que se esconde tras cada una de las acciones que ejecuta el poder tras su máscara de palabras hirientes y de juicios constantes que intentan socavar y desarticular esa hermandad.
Ser demisexual en la isla del proxenetismo político
Desde que salimos en el NTV, varias activistas hemos recibido una avalancha de solicitudes de amistad en Facebook, mayormente masculinas. Y recuerdo que un día el agente Javier me dijo: “Si yo te hubiera cogido unos añitos atrás, te hubiera dado una buena tanda. Te tendría controladita, satisfecha, y hoy no estarías así, protestando”.