Vivir en confinamiento es caótico y emocionalmente agotador.
Cada día renacemos, tratando de permanecer positivos y aceptar esta nueva realidad impuesta, pero las horas transcurren y la positividad se convierte en ansiedad ante la quietud, la imposibilidad, las preocupaciones…
Más tarde llega el pesimismo, hasta que nos acostamos optimistas con relación al día siguiente, donde el frágil ciclo acaece otra vez.
Cuba nos ofrece un nuevo nivel de complejidad, donde la pandemia es invisible y la confusión es la única certeza.
Cada mañana, a las 9:00 a.m., escuchar el tragicómico programa que nos “informa” de la arrasadora enfermedad, me hace experimentar una vertiginosa amalgama de emociones: risa, miedo, incredulidad, pero sobre todo inquietud, al fantasear con un futuro en el cual pueda salir nuevamente al mundo y tomar un respiro de esta isla bella y sofocante.
Aquí, mucho antes de la pandemia, ya conocíamos la escasez, la distancia, el silencio y el confinamiento.
Aquí la supervivencia siempre ha sido una máxima. Hemos tenido mucho entrenamiento lamentable.
Las motivaciones para hacer arte son intermitentes. No encuentro muchas razones, y cuando lo hago, miro el resultado con desasosiego e incertidumbre, como si eso no fuera mío y esa no fuese yo.
Hasta ahora no me he atrevido a tomar mi cámara. He retomado actividades como hacer collages, y me he sumergido en empeños que me permitan sentirme en dispersión, relajada, sin altas expectativas de resultado.
Retratar esta realidad, o construir una realidad con mis imágenes habituales, hasta ahora se me presenta como una idea vaga. Nuestro arte es un reflejo de nosotros mismos, de nuestras circunstancias y lo que nos acontece; esto no me lo cuestiono, lo encuentro comprensible.
Este tiempo “atrapada” conmigo misma me ha hecho reflexionar mucho: lo que hago como artista, lo que hice, lo quiero rescatar y lo que necesito enterrar.
El encierro me ofrece la oportunidad de pensar, algo para lo que en el día a día de mi vida “real” no hallaba tiempo, ante los compromisos, deadlines y ambiciones. Puede que haya sido demasiado permisiva, consentidora y poco crítica conmigo misma: posiblemente ahora pienso de más, y cuando todo esto pase volveré a lo mismo, feliz y cómoda en mi ignorancia.
¿Cuándo acabará esto?
¿Cómo continuará todo después de esto?
¿Seremos los mismos?
Son las preguntas que todos se esfuerzan en responder.
Yo no pienso en eso, no me apetece.
Vivir toda tu vida en un país inmóvil, detenido en el tiempo, dividido, donde siempre yaces anhelando algo, en una realidad llena de imposiciones, te provoca una mezcla de impavidez e indiferencia ante las crisis, así como no querer pensar demasiado en un futuro sobre el cual no tienes control, no es tuyo.
Al menos es así para mí, que con 24 años miro esta pandemia con una extraña familiaridad, como si la hubiese vivido toda la vida, como si la hubiesen vivido mis padres y mis abuelos antes que yo.
Galería
En el sofá, pero sin Netflix – Daniela Del Riego.