Desde la distancia, la situación que enfrenta Ucrania tras tres años de guerra a gran escala con Rusia parece clara. En los últimos 12 meses, Moscú ha intensificado su ofensiva contra la población civil, lanzando drones, misiles y bombas en ataques casi diarios contra ciudades de todo el país. Infraestructuras y centrales eléctricas han sido atacadas sin tregua. Millones de personas han sido desplazadas, y millones más, que huyeron del país después de 2022, no han podido regresar. Aun cuando Ucrania ha luchado por mantener el frente, sus soldados siguen resultando heridos y muertos.
Dado este creciente costo y el hecho de que Ucrania ha logrado defender, contra todo pronóstico, el 80% de su territorio, cabría esperar que su ciudadanía apoyara cualquier esfuerzo para poner fin a la guerra. Desde la óptica de muchos analistas occidentales, esto sería lo más sensato. Del mismo modo que Rusia parece poco probable que logre avances significativos, también será muy difícil para las fuerzas ucranianas —que se enfrentan a un enemigo dispuesto a quemar enormes cantidades de munición y efectivos— recuperar todo el territorio actualmente bajo control ruso. Desde esta perspectiva, asegurar un alto el fuego y aliviar la situación en la mayor parte del país debería ser una prioridad.
Sin embargo, los ucranianos no lo ven así. Con la promesa del presidente estadounidense Donald Trump de poner fin rápidamente a la guerra —y aun antes de ello, con la amenaza de Estados Unidos y sus aliados de reducir el apoyo militar en el futuro—, tanto el gobierno como la población de Ucrania han tenido que tomarse en serio la posibilidad de un alto el fuego. Pero un escenario así dista mucho del plan de victoria que el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, presentó en el otoño de 2024. Y muchos ucranianos son profundamente escépticos ante un posible acuerdo, afirmando que es preferible no llegar a ningún pacto antes que aceptar un mal acuerdo. De hecho, desde la óptica occidental, la determinación de Kiev de seguir luchando —a veces en agotadoras batallas de meses para defender pueblos y ciudades en ruinas— puede parecer irracional.
En parte, el continuo respaldo de los ucranianos a la guerra puede explicarse por la resiliencia del país. A pesar de la intensa presión sobre las zonas civiles, Ucrania ha logrado preservar e, incluso, reconstruir un cierto grado de normalidad en la vida cotidiana. Tras el impacto económico de la invasión inicial, el apoyo presupuestario occidental —que ahora representa el 20% del PIB ucraniano— ha permitido que la economía crezca a una media del 4,4% en los últimos dos años; los ingresos reales de los hogares han aumentado y la inflación se mantiene relativamente baja. Desde mediados de 2023, cuando los drones ucranianos lograron neutralizar efectivamente la flota rusa del mar Negro, las rutas marítimas se han reabierto, lo que ha permitido que las exportaciones ucranianas aumenten un 15% en el último año. Y, según el gobierno de Kiev, alrededor del 40% del armamento que Ucrania utiliza en el frente se produce ahora dentro del país, en comparación con prácticamente nada en 2022. Ninguno de estos cambios elimina las extraordinarias dificultades de la guerra, pero han contribuido a dotar a la sociedad ucraniana de una capacidad de adaptación y resistencia que puede no ser plenamente visible para los observadores externos.
Sin embargo, lo que más influye en la visión ucraniana de la guerra son los efectos profundos y complejos de la ocupación rusa. Para los ucranianos, la ocupación no comenzó con la invasión a gran escala en 2022, sino que ha sido una realidad constante durante más de una década, desde que Moscú se apoderó de Crimea y partes de la región del Dombás en el este de Ucrania en 2014. El horror del dominio militar ruso se ha sentido no solo en las zonas del sur y el este, donde se ha librado gran parte de la guerra, sino también en las afueras de Kiev durante las primeras semanas de la invasión de 2022, cuando las fuerzas rusas cometieron atrocidades generalizadas en los suburbios de la capital. Igualmente importante es que los ucranianos comprenden que la amenaza va mucho más allá de las áreas ocupadas. Además de los seis millones de personas atrapadas en esos territorios, la ocupación ha afectado a millones de desplazados que han tenido que trasladarse más al oeste y a muchos más, incluidos miembros del gabinete ucraniano, que tienen familiares viviendo bajo dominio ruso.
Como reconocen muchos ucranianos, lo que los observadores occidentales han calificado de excesos brutales en las zonas ocupadas —abusos de derechos humanos, represión política y crímenes de guerra— es, en realidad, un componente central de la estrategia de guerra de Rusia. El problema no es solo lo que sucede a quienes viven bajo el dominio ruso, sino cómo Moscú ha utilizado el control sobre una parte significativa de la población ucraniana para socavar la estabilidad de todo el país, incluso, sin expandir su territorio. Y no se trata de una amenaza hipotética: los ucranianos saben demasiado bien que el Kremlin, mientras fingía negociar, utilizó los ocho años de llamado conflicto congelado con Ucrania, después de 2014, como plataforma de lanzamiento para la invasión a gran escala. En pocas palabras, el control ruso sobre cualquier parte de Ucrania subvierte y erosiona la soberanía ucraniana en su totalidad.
Los llamados del gobierno de Trump a un alto el fuego han avivado la especulación sobre negociaciones para congelar el conflicto a lo largo de las líneas del frente actuales o cerca de ellas. Un plan así, por supuesto, requeriría la participación de Rusia, y, a principios de 2025, no había señales de que el presidente ruso Vladímir Putin estuviera dispuesto a entablar tales conversaciones. Pero, independientemente de que se llegue o no a un acuerdo, la suposición de que un alto el fuego pondrá fin a la principal amenaza de Rusia contra los ucranianos es una mala interpretación de la naturaleza del conflicto. En los tres años transcurridos desde la invasión a gran escala, la población ucraniana ha apoyado de forma abrumadora a su ejército. Lo ha hecho por un profundo sentido de patriotismo, pero, también, porque sabe que hay pocas probabilidades de supervivencia bajo el dominio de Moscú. Aún hoy, la mayoría de los ucranianos considera que seguir luchando es incomparablemente mejor que enfrentar el terror de la ocupación rusa. Para Occidente, no reconocer cómo Rusia está utilizando el territorio ucraniano para socavar y desestabilizar a todo el país conlleva el riesgo de hacer que un alto el fuego sea aún más costoso que la guerra.
Los horrores por venir
Con sus anexiones territoriales en 2014, Rusia se apoderó de aproximadamente el 7% del territorio ucraniano, que albergaba a unos tres millones de personas. Desde 2022, ha triplicado casi la extensión de tierra bajo su control. A comienzos de 2025, esto incluye aproximadamente el 80% del Dombás y cerca del 75% de las regiones de Zaporiyia y Jersón. No hay estadísticas fiables, pero se estima que alrededor de seis millones de personas —más de una décima parte de la población total de Ucrania— viven actualmente bajo dominio ruso, entre ellas 1,5 millones de niños. Y esto, a pesar de que muchos más habitantes de esas áreas han huido en la medida en que han podido hacerlo.
Dentro de este vasto territorio ocupado, las situaciones locales varían. Las zonas del este del Dombás, que fueron ocupadas hace una década, han estado durante años bajo el control de milicias separatistas manejadas por Moscú, caracterizadas por el abandono y el aislamiento. Al inicio de la invasión de 2022, los hombres de estas zonas fueron de los primeros en ser reclutados por el ejército ruso y han sufrido algunas de las tasas de bajas más altas. Otras regiones cercanas a la frontera rusa o a la costa sur, como Jersón, Lugansk y Zaporiyia, fueron tomadas en las primeras semanas de la invasión casi sin resistencia, lo que permitió a Moscú establecer rápidamente su dominio militar. La población de estas áreas sufrió menos bombardeos y destrucción masiva, pero muchas personas han sido sometidas a coerción tanto física como psicológica. Además, el gobierno ruso ha impulsado la reubicación masiva de ciudadanos rusos en estas regiones, especialmente de militares, sus familias y trabajadores de la construcción, quienes han sido enviados para exhibir la conquista rusa.
A su vez, las comunidades cercanas a las líneas del frente han soportado de lleno el impacto de la guerra. Cuando las fuerzas rusas no pueden capturar o mantener una ciudad o pueblo, lo destruyen, obligando a sus habitantes a huir y forzando la retirada de las tropas ucranianas tras meses de combates brutales. Así, lugares como Avdiivka y Bajmut, escenarios de batallas devastadoras, están hoy bajo control ruso, pero son ciudades fantasma reducidas en gran parte a escombros.
Para los ucranianos, sin embargo, el problema principal no es la cantidad de territorio en manos de Rusia. De hecho, aunque Rusia ha logrado avances modestos en torno a las líneas del frente en el último año, la superficie total bajo su dominio no ha cambiado significativamente desde finales de 2022. La verdadera amenaza radica en la manera en que las fuerzas y las autoridades rusas han impuesto su control sobre la población local y en cómo están utilizando ese poder para avanzar en los objetivos de guerra de Moscú. Desde el comienzo de la invasión, Rusia ha impuesto un régimen de terror en los pueblos y aldeas que ha ocupado. Tras la invasión inicial, en el sur, en el este y en las afueras de Kiev, los residentes de las zonas controladas por Rusia tenían prohibido salir de sus casas, y muchos de los que intentaron huir fueron asesinados a tiros en sus vehículos. En las zonas de combate activo, las fuerzas rusas utilizaron a los civiles ucranianos como escudos humanos, obligándolos a permanecer en sus hogares para evitar que el ejército ucraniano pudiera responder con fuego.
Una vez que las fuerzas rusas consolidaron su control, muchas poblaciones locales lucharon por sobrevivir. Buscar medicamentos, agua y comida, o simplemente intentar evitar los bombardeos, dejaba poco margen para pensar en rebelarse. Los ocupantes cortaron el acceso a Internet y a las redes de telefonía móvil ucranianas, sustituyéndolas por redes rusas; esta es una de las formas más rápidas de impedir que la población en los territorios ocupados se comunique y reciba información del resto de Ucrania. También establecieron un proceso denominado “filtración” para “registrar” a los ucranianos, una práctica que Rusia ya había introducido en la primera guerra de Chechenia hace 30 años. Oficialmente, el propósito era verificar documentos, pero en la práctica, las fuerzas rusas utilizaron este proceso para identificar y detener —con frecuencia en condiciones extremadamente duras— a personas potencialmente “desleales”, especialmente hombres en edad militar que intentaron huir. Durante gran parte de la guerra, las fuerzas rusas han seguido utilizando la filtración en las ciudades y regiones ocupadas y a lo largo de la frontera con Rusia. En muchos casos, han detenido a ucranianos basándose en meras sospechas sobre sus lealtades o posiciones políticas, publicaciones en redes sociales o incluso la ausencia de datos en sus teléfonos móviles, acusándolos de haber borrado información comprometedora.
En las zonas donde los centros de población han permanecido más intactos, los residentes han enfrentado otro tipo de coerción. En las primeras semanas de la invasión, los ucranianos escucharon informes de que funcionarios rusos habían elaborado listas de personas que serían detenidas y ejecutadas; poco después, las acciones de Rusia confirmaron que esas listas eran reales. Entre los principales objetivos se encuentran los ucranianos que han servido en el ejército y sus familiares, así como funcionarios, voluntarios, activistas, empresarios patriotas y periodistas locales. También corren peligro los alcaldes y líderes comunitarios, a quienes los ocupantes consideran fuentes clave de información local. Cuando los alcaldes se niegan a colaborar —lo que ocurre con frecuencia—, los rusos han recurrido a posibles colaboradores o simplemente han instaurado un régimen de terror. En el pueblo de Sofiivka y sus alrededores, un distrito administrativo cercano al mar de Azov que estuvo bajo control ruso durante el primer año y medio tras la invasión, aproximadamente 40 residentes fueron detenidos por las autoridades ocupantes. Se sospecha que uno de ellos fue torturado hasta la muerte, y tres siguen retenidos: dos, desde noviembre de 2022; y, el tercero, desde junio de 2023. El alcalde del distrito pasó 34 días en un centro de detención ruso antes de lograr escapar.
Sin embargo, prácticamente cualquier persona sospechosa de tener posturas pro-ucranianas, o, simplemente, de haber tenido vínculos con instituciones ucranianas en el pasado, puede ser un objetivo. A comienzos de 2025, la Oficina del Fiscal General de Ucrania había registrado más de 150.000 violaciones de las Convenciones de Ginebra por parte de las fuerzas rusas desde 2022. The Reckoning Project, una iniciativa que cofundé para investigar crímenes de guerra en Ucrania, ha recopilado más de 500 testimonios desde el inicio del conflicto, muchos de los cuales describen la práctica sistemática de secuestros, detenciones arbitrarias y tortura, incluyendo golpizas y electrocución. Estas formas de violencia han sido documentadas en todas las zonas capturadas por las tropas rusas, desde las primeras fases de la guerra hasta el último año. El patrón recurrente sugiere que no se trata de excesos de unidades rusas particulares, sino de una política de Estado. En un centro de detención en Berdiansk, una ciudad de aproximadamente 100.000 habitantes en la región de Zaporiyia que fue tomada en las primeras semanas de la guerra, las fuerzas rusas detuvieron a un obrero, agricultores, un expolicía jubilado, el dueño de una agencia de viajes, profesores y concejales locales. Casi todos tenían más de 50 años, y la mitad eran mujeres. Incluso la más mínima afiliación pasada con el Estado ucraniano puede tener consecuencias extremas.
Estos horrores acumulados no solo afectan a quienes han quedado bajo dominio ruso. Son también una advertencia para las poblaciones de las ciudades ucranianas de Odesa y Járkov, Chernihiv y Sumy, Dnipró y Kiev: podría ocurrirles lo mismo. Aunque la mayoría de las grandes ciudades de Ucrania no han caído bajo control ruso, las fuerzas invasoras estuvieron peligrosamente cerca de la capital al comienzo de la guerra, y casi todos tienen familiares, colegas o amigos que quedaron atrapados en la ocupación. Incluso, en el oeste de Ucrania, después de tres años de combates que han desplazado internamente a más de 4,6 millones de personas, es difícil encontrar a alguien que no tenga un pariente o conocido que haya pasado por la filtración o que haya huido de las zonas ocupadas por Rusia. Dado lo visceral que ha sido la experiencia de la ocupación para la población en general, no es sorprendente que muchos ucranianos consideren que seguir luchando es una opción mucho mejor que el tipo de paz que probablemente resultaría de cualquier negociación con Rusia.
El método de Crimea
Los ucranianos también saben que la guerra actual de Rusia fue posible, en gran medida, gracias a la anexión de Crimea y la ocupación del este de Ucrania en 2014. Al informar sobre la vida en Crimea tras la toma rusa, observé cómo Moscú aplicó políticas, normas y leyes con el fin de avanzar en objetivos estratégicos y militares mucho más amplios. Los ucranianos que se negaron a aceptar un pasaporte ruso fueron privados de asistencia médica, y las autoridades rusas dejaron de reconocer su propiedad privada. Para permanecer en la península, los residentes debían demostrar un determinado nivel de ingresos y contar con empleos autorizados, los cuales a menudo requerían la ciudadanía rusa. Se impusieron numerosas sanciones por infracciones menores, como no renovar un documento de identidad a tiempo, estacionar en un lugar prohibido, ofender a un funcionario público o consumir alcohol en el sitio equivocado. En Rusia, estas violaciones administrativas pueden ser calificadas como delitos penales y dar lugar a la revocación de los permisos de residencia. El efecto general de estas medidas fue convertir en sospechosos a todos aquellos que conservaran su pasaporte ucraniano, obligando a muchos a abandonar Crimea.
Mientras tanto, una región que durante décadas había sido un destino turístico subtropical fue transformada, año tras año, en una vasta base militar. Rusia realizó enormes inversiones en infraestructuras “civiles”, aunque con propósitos claramente distintos. La autopista que conecta la capital administrativa de Crimea, Simferópol, con la costa se construyó sin salidas intermedias: no facilitaba el acceso de los residentes de pueblos cercanos a la playa, pero sí resultaba ideal para el traslado de vehículos militares. El fastuoso puente del estrecho de Kerch, de 19 kilómetros y en el que Moscú invirtió casi 4.000 millones de dólares, se presentó como una obra para facilitar el tránsito de civiles entre la península anexionada y Rusia, pero en realidad tenía un propósito aún más relevante: el transporte de tanques, unidades militares y material bélico hacia Crimea. (Por esta razón, los ataques ucranianos contra el puente desde 2022 han sido una parte crucial del esfuerzo de guerra).
También se llevaron a cabo esfuerzos sistemáticos para militarizar a la población crimea. La educación quedó bajo un control cada vez mayor y cualquier referencia al pasado ucraniano fue eliminada. En 2016 se creó el Movimiento Social Patriótico Militar de Toda Rusia, conocido como el “Ejército Joven”, un mecanismo de adoctrinamiento para los jóvenes crimeos con miras a su futura incorporación al servicio militar. (Más adelante, este movimiento fue utilizado para la “reeducación” de niños ucranianos secuestrados y trasladados a Rusia después de 2022, un proceso que llevó a la Corte Penal Internacional a emitir en 2023 una orden de arresto contra Putin y un miembro de su gobierno). Aunque las Convenciones de Ginebra prohíben el reclutamiento militar de poblaciones ocupadas, Rusia movilizó a los residentes de Crimea, al igual que a los de los territorios de Dombás, en el momento de la invasión de 2022. Los tártaros de Crimea, un grupo minoritario musulmán conocido por su resistencia al dominio ruso, fueron objeto de un reclutamiento obligatorio desproporcionado.
Las personas que se opusieron a este proceso fueron silenciadas. En Crimea, más de 220 personas han sido detenidas por razones políticas desde 2014, de las cuales al menos 130 eran tártaros de Crimea, acusados de extremismo en el marco de la represión rusa contra el fundamentalismo islámico. Entre ellos se encuentra Nariman Dzhelyal, vicepresidente del Medzhlís del Pueblo Tártaro de Crimea, un órgano representativo de los tártaros de Crimea que Moscú prohibió oficialmente en 2016. Dzhelyal, conocido por su carácter prudente y su respeto a la ley, fue arrestado seis meses antes de la invasión a gran escala, acusado con pruebas fabricadas de participar en una conspiración para volar un gasoducto en un pueblo cerca de Simferópol. Para febrero de 2022, apenas quedaba alguien en Crimea que pudiera oponerse a los preparativos rusos para la invasión militar. Activistas ciudadanos, periodistas, defensores de los derechos humanos y otros miembros independientes de la sociedad civil estaban tras las rejas.
Durante años después de 2014, el gobierno ruso manipuló hábilmente a la comunidad internacional. A través de su participación en los Acuerdos de Minsk —las negociaciones supuestamente destinadas a alcanzar una solución pacífica para el conflicto en Dombás tras 2014—, los funcionarios rusos lograron desviar la atención de las actividades de Moscú en Crimea y el este de Ucrania. Pavló Klimkin, entonces ministro de Relaciones Exteriores de Ucrania y principal negociador con Rusia entre 2014 y 2019, recuerda una reunión en la que el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, en presencia de diplomáticos franceses y alemanes, dijo que, a pesar de lo estipulado en el acuerdo y de lo que teóricamente se estaba negociando, “Moscú nunca permitiría la celebración de elecciones realmente libres en los territorios ocupados, porque los ucranianos elegirían a quienes quisieran, y eso no es lo que el Kremlin quiere”. En retrospectiva, Klimkin afirma que nunca hubo un momento en el que Putin tuviera una verdadera intención de alcanzar la paz. El proceso diplomático fue una trampa.
Rusos entre las ruinas
Desde la invasión de 2022, Rusia ha impuesto rápidamente las estrategias de ocupación que perfeccionó en Crimea, pero esta vez, su dominio es mucho más severo. En regiones como Zaporiyia, el Kremlin recurrió de inmediato a su manual crimeo, estableciendo normas que regulan el acceso a la atención médica y al empleo, así como impuestos, propiedad privada y educación. Rusia, incluso, ha impuesto la hora de Moscú, a pesar de que la zona pertenece al huso horario de Europa Oriental. Al obligar a las poblaciones ocupadas a aceptar pasaportes rusos, el Kremlin también ha ejercido una forma de coerción psicológica: los residentes son advertidos falsamente de que, si intentan regresar a Ucrania, podrían enfrentar cargos criminales por haber trabajado para empresas rusas, estudiado en escuelas rusas y obtenido pasaportes rusos. (En realidad, Ucrania puede procesar a sus ciudadanos por colaborar con la administración ocupante o las milicias rusas, pero no por recibir servicios de las autoridades de ocupación. Sin embargo, el Kremlin ha utilizado la desinformación para sembrar el miedo al castigo).
En 2014, el Kremlin prometió prosperidad para los territorios ocupados: mejores salarios y pensiones, atención médica gratuita y acceso a educación superior. Y, al menos en Crimea, que se convirtió en la joya de la corona de Putin, llegaron miles de millones de dólares en subsidios rusos para exhibir la anexión. (En realidad, gran parte de los fondos se destinó a megaproyectos estatales y a personas enviadas desde Rusia. A los negocios locales les fue peor, y algunos fueron expropiados). Desde 2022, el Kremlin ya no promete ninguna riqueza. Si eres un ucraniano bajo ocupación, el simple hecho de evitar el arresto o que te expropien la propiedad ya es considerado un golpe de suerte. En un contexto de destrucción económica, prohibir el uso de la moneda ucraniana (y, con ello, bloquear el acceso a los ahorros de muchas personas) se ha convertido en otra forma de presión. Para muchos, lo único que les queda es su casa, y esto puede forzarlos a permanecer bajo ocupación para conservarla. En 2024, en las regiones ocupadas de Jersón, Lugansk y Zaporiyia, las autoridades rusas confiscaron numerosas viviendas y apartamentos de personas que habían huido.
Moscú también ha enviado a decenas de miles de rusos a asentarse en ciudades y pueblos ocupados, siguiendo una vez más el modelo de Crimea. Según el gobierno ucraniano, entre 2014 y la invasión de 2022, hasta 800.000 rusos fueron reubicados en Crimea, y estos colonos ahora constituyen un tercio de la población de la península. Desde 2022, este tipo de reubicación ha ocurrido en muchas otras zonas, ofreciendo un adelanto del futuro. Como en Crimea, el objetivo de estos asentamientos no es solo proporcionar recursos para el esfuerzo bélico ruso, sino también integrar estas localidades a Rusia y borrar cualquier vestigio de identidad ucraniana.
Tomemos el caso de Sievierodonetsk, una ciudad en la región de Lugansk que fue tomada por las fuerzas rusas en el verano de 2022. Un importante centro industrial del siglo XX, fue fundada en 1958 alrededor de una de las mayores plantas químicas de Europa y contaba con aproximadamente 100.000 habitantes cuando comenzó la guerra. En las semanas posteriores a la ocupación rusa, apenas quedaban unos pocos miles de residentes. Sin embargo, según el Centro de Crisis Mediática de Sievierodonetsk, la población actual ha vuelto a aumentar hasta alcanzar entre 30.000 y 40.000 habitantes, aunque solo la mitad son locales. Los edificios destruidos han sido demolidos, pero los que sufrieron menos daños han sido repintados con colores llamativos. La red eléctrica, el suministro de agua y el sistema de alcantarillado han sido parcialmente restaurados; las áreas reconstruidas albergan principalmente a trabajadores rusos y a miembros del ejército ruso y sus familias. La propiedad privada de la ciudad ha sido re-registrada, y si sus dueños no se presentan, se transfiere a ciudadanos rusos.
A diferencia de la península de Crimea, con su clima agradable y su atractivo paisaje, ciudades parcialmente destruidas como Sievierodonetsk ofrecen relativamente pocos incentivos. Los servicios locales son limitados: las autoridades rusas ofrecen televisión satelital rusa gratuita, pero después de dos años y medio de ocupación, Internet y las redes móviles aún no han sido restauradas, lo que obliga a los residentes a usar teléfonos públicos en la calle. El hospital local carece de médicos y, en el verano de 2024, los pinares que rodeaban la ciudad fueron consumidos por un incendio forestal debido a la falta de bomberos. Aunque las autoridades han hablado de reabrir la planta química de la ciudad, gran parte de su equipamiento ha sido desmantelado y vendido como chatarra o trasladado a Rusia. (La práctica de extraer metal de fábricas y equipos ucranianos se volvió común en toda la región del Dombás después de 2014).
Aún más sombrío es el caso de Mariúpol, la otrora próspera ciudad portuaria del mar de Azov, que antes de la invasión contaba con una población de 540.000 habitantes. Entre febrero y mayo de 2022, las fuerzas rusas sometieron a la ciudad a un asedio brutal, rodeándola por tierra y mar, arrasando complejos de apartamentos, escuelas, hospitales, teatros y otros edificios, obligando a huir a quienes pudieron escapar y confinando en sótanos a quienes se quedaron, a menudo sin acceso a calefacción, alimentos o agua. Al final del asedio, el 95% de la ciudad había sido destruida y, según una investigación de Human Rights Watch, más de 10.000 civiles habían muerto. Las autoridades ucranianas estiman que solo unos 90.000 residentes lograron quedarse.
Sin embargo, en el último año, Moscú ha promocionado la ciudad destruida entre colonos rusos, afirmando que su población ha vuelto a crecer hasta los 240.000 habitantes. En enero de 2024, fragmentos de un documental de la televisión estatal rusa sobre el nuevo mercado inmobiliario de Mariúpol se hicieron virales. Diseñado como una pieza de relaciones públicas para promover la reconstrucción de la ciudad bajo control ruso, el documental muestra a una periodista rusa recorriendo casualmente un apartamento en un edificio bombardeado —lo que el documental llama una razrushka, “pequeño apartamento destrozado”— mientras conversa con agentes inmobiliarios locales que le ofrecen la oportunidad de invertir en ruinas abandonadas. La cámara recorre los escombros, pisando pertenencias dejadas por los ucranianos que huyeron, mientras una voz alegre describe las maravillosas vistas desde el balcón.
Según el documental, los apartamentos VIP que ya han sido reparados se venden por hasta 50.000 dólares, y solo las personas provenientes de la “Gran Rusia” pueden permitírselos. Un agente inmobiliario se lamenta de que “no hay muchos sobrevivientes por metro cuadrado”, y que los pocos locales que han quedado no pueden costear una vivienda nueva, ni siquiera con una hipoteca. La compensación que Rusia ha pagado a un residente de Mariúpol por la destrucción de su vivienda es de 350 dólares por metro cuadrado. Sin embargo, quienes vivían en el centro y cuyas casas fueron demolidas no tendrán oportunidad de regresar, incluso, si se construye un nuevo edificio en el mismo sitio.
Como ha argumentado Ibrahim Olabi, abogado británico especializado en derechos humanos internacionales que ha testificado ante el Consejo de Seguridad de la ONU sobre abusos en Siria y que actualmente se desempeña como asesor legal principal de The Reckoning Project, las prácticas de ocupación rusa siguen una estrategia deliberada. El régimen de Moscú está diseñado para infundir miedo entre los residentes locales, obligándolos a huir o a aceptar la ocupación. Además de la adoctrinación, los ocupantes imponen políticas destinadas a alterar la estructura demográfica y social de estas regiones, sentando las bases para futuras anexiones. También avanzan en el proyecto más amplio de Putin de erosionar progresivamente los cimientos de Ucrania: no solo dañando su economía y bloqueando cadenas de suministro esenciales, sino también separando familias, creando nuevas fracturas sociales y desestabilizando continuamente el resto del país con la amenaza de una nueva invasión.
La guerra por otros medios
En declaraciones y publicaciones en redes sociales durante su campaña y en los días previos a su investidura, Trump pidió un acuerdo rápido entre Rusia y Ucrania para poner fin a la guerra. Algunos expertos occidentales también han argumentado que Kyiv debería aceptar congelar la línea del frente y resignarse a la pérdida de los territorios y las poblaciones que ahora están bajo control ruso. Sin embargo, el gobierno ucraniano y su liderazgo militar responden que, si se les proporcionaran armas más sofisticadas, incluidas aquellas que permitan atacar los centros de mando y control rusos, Ucrania quizás no podría restaurar completamente su integridad territorial, pero sí lograría alejar a las fuerzas rusas. Aun así, incluso muchos de los que consideran que la recuperación total del territorio ucraniano es una cuestión de derecho internacional y de principios, ven este objetivo como algo desconectado de la realidad.
A Putin no le importan Mariúpol, Sievierodonetsk ni las aldeas ocupadas en las regiones de Jersón y Zaporiyia. Tampoco entiende por qué a Estados Unidos debería importarle quién controla esos lugares; desde su perspectiva, Rusia es más grande y más fuerte que Ucrania, y eso basta para zanjar la cuestión. Pero, al igual que la anexión de Crimea y la invasión del este de Ucrania en 2014 no impidieron una posterior invasión rusa, otorgar a Moscú el control formal de los territorios que ha ganado desde 2022 no evitará nuevas agresiones. Tras la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial, Iósif Stalin pronunció un discurso en el que ensalzaba los “tornillos de la inmensa máquina del gobierno”. Esos tornillos eran, a sus ojos, el pueblo soviético: piezas desechables al servicio del Estado. Para Putin, controlar el territorio, borrar cualquier rastro de la soberanía ucraniana y adoctrinar a la población mediante propaganda y terror son formas de fabricar más “tornillos” para su guerra permanente.
Sin embargo, las personas no son objetos, los imperios no son invencibles y nadie puede controlarlo todo. En Crimea, antes de 2022, cualquier forma de resistencia era prácticamente imposible debido a la omnipresencia de agentes del FSB, el servicio de seguridad interna de Rusia. Parecía que la población local había aceptado completamente la anexión. Hoy, en cambio, activistas despliegan regularmente lazos amarillos —símbolos de la resistencia ucraniana— en Yalta y Sebastopol. Estos actos de desafío demuestran que la oposición no depende solo de la fortaleza del aparato represivo ruso —de hecho, el Estado ruso se ha vuelto aún más opresivo desde que comenzó la guerra— sino también de la percepción de la gente sobre la transitoriedad de la situación y la posibilidad de un cambio. La ciudad de Jersón estuvo ocupada por las fuerzas rusas durante nueve meses, pero, cuando finalmente se vieron obligadas a retirarse, quedó claro que las instituciones de ocupación habían fracasado por completo en rusificar a la población local.
Pero muchas otras zonas de Ucrania siguen bajo control ruso, y Kiev tiene pocas noticias alentadoras que ofrecer a quienes viven en ellas, más allá de la esperanza de que la situación cambie. Ucrania, al igual que sus aliados, debe comprender que permitir que Rusia ocupe y gobierne una vasta región que ha tomado por la fuerza no solo constituye una violación de todas las normas internacionales, sino que también es un riesgo para la estabilidad global. Permitir a Moscú consolidar su ocupación como el precio por detener los combates actuales solo haría que la guerra futura fuera aún más violenta.
Una encuesta del Instituto Internacional de Sociología de Kiev reveló que, entre principios de octubre y diciembre del año pasado, la proporción de ucranianos dispuestos a aceptar algunas concesiones territoriales para poner fin a la guerra aumentó del 32% al 38%. Sin embargo, el 51% aún se opone a cualquier concesión, a pesar de la constante presión del conflicto. De hecho, centrarse en esta pregunta omite un punto crucial: para la mayoría de los ucranianos, la cantidad de territorio controlado por Putin importa menos que la forma en que Rusia ha convertido la ocupación en un arma de guerra. La cuestión central es qué garantías de seguridad serán necesarias para neutralizar esa arma y preservar la soberanía de Ucrania.
Ucrania podría considerar un acuerdo para poner fin a la guerra si, por ejemplo, se le ofreciera la adhesión a la OTAN, se le proporcionaran armas avanzadas para su defensa futura, ingresara en la Unión Europea y recibiera de Occidente todo el financiamiento necesario para su reconstrucción. Pero hasta que Washington y sus aliados europeos ofrezcan ese tipo de garantías y hasta que Occidente reconozca que la ocupación rusa no solo apunta al territorio bajo su control, sino a toda Ucrania, es probable que los ucranianos sigan comprometidos con la guerra, por alto que sea su costo. Y si se llega a un alto el fuego sin abordar esta amenaza rusa persistente, la paz y la estabilidad duraderas seguirán siendo inalcanzables.
* Artículo original: “Putin’s Ukraine”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.
* Nataliya Gumenyuk es una periodista ucraniana, directora ejecutiva del Public Interest Journalism Lab y cofundadora de The Reckoning Project. Es autora de The Lost Island: Dispatches From Occupied Crimea.
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