Con Walter Kaka fajado contra los tiburones

11J. Día de la libertad

Lo que voy a narrar de ese día fue una de las experiencias más lindas y más liberadoras que he tenido. Estoy consciente de la magnitud de represión, de violencia y de injusticia que se generó en muchas partes de Cuba; espero que me perdonen los afectados por catalogar así mi experiencia. A pesar de eso estoy orgulloso de haber estado; eso nadie me lo puede quitar.

Después de ver los videos y saber que había manifestaciones en varias partes del país, a eso de las 2 y pico de la tarde, sin haber almorzado nada, decido ir a casa de un amigo que vive en Centro Habana para ver cómo estaba el clima por allá. Llegando a San Lázaro, para suerte mía, viene un grupo de cuarenta y pico de muchachos jóvenes gritando cosas y caminando rumbo a la Habana Vieja, y decido sumarme a ellos. Rápidamente, me monto en ese tren y me uno a gritar también. Dentro del grupo identifiqué a un conocido, a quien me dio tremenda alegría ver. Caminamos por las entrecalles de Centro Habana rumbo a Galiano, gritando “¡Libertad!”, “¡No tenemos miedo!”, “¡Patria y Vida!”, “¡Libertad para los presos políticos!”, “¡Medicamentos!”, “¡Comida!”, etc. 

Las personas en los balcones nos miraban y gritaban cosas dándonos su apoyo, nos filmaban con sus celulares. Solo vi par de casos que gritaran a favor de la Revolución. Por toda la calle Neptuno se nos sumaban más y más personas que teníamos que esperar para hacer una masa más compacta y para protegernos de la policía que ya estaba cerca por momentos. También nos seguía desde San Lázaro un agente de la Seguridad de Estado (SE) que estaba todo el tiempo llamando y filmando en varias ocasiones. Era una multitud de personas a las que se sumaban otras a pie y conductores de motos que pitaban. En una ocasión pasó una guagua que nos pitó en señal de apoyo. Por el trayecto divisamos a la policía que trataba de limitar el movimiento y de fragmentar en grupos a la masa de personas. Se respiraba un aire de libertad, de espontaneidad, de unión entre todas las personas en pos de exteriorizar libremente nuestro descontento y reclamos, como nunca lo habíamos hecho ni experimentado. 

De repente, en medio de esa vorágine de cosas, tomándome por sorpresa, sale de la nada el agente de la SE que había estado siguiéndonos desde el principio y dice: “Deténgalo que él estaba gritando junto a los manifestantes”. 

Cuando llegamos a Galiano, fue tremenda sorpresa el ver otra multitud de gente, y todos juntos gritamos de euforia. Allí también la policía nos limitó el movimiento y no nos dejó ir hasta el malecón. En ese momento suceden más altercados con la policía y más pedradas. Llamamos a la tranquilidad, a no dejarse provocar y a estar pacíficos, pero el ánimo de algunas personas parecía estar caldeado por la actitud de limitación de movimiento de la policía. En ese momento vi a personas de todas las edades, la mayoría jóvenes, había mujeres también; mucha gente que no dejaban demostrar su descontento hacia al Gobierno. 

Caminamos por todo el Bulevar de San Rafael y gritamos: “¡Libertad para Luis Robles! ¡Libertad para Esteban Rodríguez! ¡Libertad para Maykel Obsorbo! ¡Libertad para los presos políticos!”. Podías sentir toda una energía poderosa de la unión de todos en ese momento. Salimos al Parque de la Fraternidad; todo el tiempo trataban de desviarnos del Parque Central y del Capitolio. Bordeamos el parque muy cerca del Capitolio y la policía seguía tratando de impedirnos el paso. 

Ya a la altura de Monte tratamos de dirigirnos camino a Jesús María o San Isidro, pues la idea al parecer era hacer visible la protesta por toda las calles de La Habana y que se sumaran más personas. En ese momento se producen más incidentes entre los policías y los manifestantes; pero no estuve cerca como para saber qué parte empezó los enfrentamientos. 

Aprovecho para pedir agua a una señora en una casa, pues tenía sed y no llevaba nada de agua. La señora me brinda un vaso y me pregunta qué pasaba, cuando yo le digo, la expresión de ella es una mezcla entre miedo y asombro. Le doy las gracias y en ese momento pienso en marcharme o quedarme un poco más a ver qué pasaba. 

Opto por la primera. Salgo de nuevo al parque y hay un señor sin camisa con unas malformaciones en la barriga, que está gritando y protestando contra el Gobierno, rodeado por un numeroso grupo de personas. Después de eso se suceden varias detenciones alrededor mío y hay una muchacha que estaba junto a mí al principio de la manifestación, que me saca de ahí, como para cuidarme. 

De repente, en medio de esa vorágine de cosas, tomándome por sorpresa, sale de la nada el agente de la SE que había estado siguiéndonos desde el principio y dice: “Deténgalo que él estaba gritando junto a los manifestantes”. Dos policías me agarran para ponerme las esposas, hay un bicitaxi al cual me pego y trato de que no me pongan las esposas. Uno de los policías me aplica una llave por el cuello. Hay personas mirándome, a mi alrededor, y les grito que me ayuden. Casi me asfixian, hasta que alguien le dice al policía que me pare. Me sueltan y me siento en la calle por unos minutos para coger aire. Se acerca un muchacho con pinta de rockero que le dice a los policías: “Espere un momento oficial, mire qué blanco está, los labios están pálidos, déjelo tranquilo respirar”. 

Se acuclilla para verme y me dice: “Tranquilo, ve con ellos, al final ya a esto le queda poco”. Y se va. Al rato me levantan par de personas vestidas de civil que van a ambos lados de mí para llevarme a una patrulla. Uno de ellos llevaba un púlover con el emblema de ETECSA. Me imagino que eran de la Seguridad de Estado. 

Dentro de la estación de Zanja pude ver la magnitud de las protestas y la dimensión que había tomado todo aquello. La estación estaba repleta de detenidos, a un lado de mi calabozo había mujeres y, del otro, una jaula que tenía cantidad de personas hacinadas. 

Me preguntan cómo estaba, si ya me sentía mejor; les digo que estoy bien, pero que por poco me asfixian. En eso uno me pregunta: “¿Ven acá, quién planeó esto, quién es el cabecilla de esto?… Porque esto tiene que haber venido de allá de Estados Unidos”. 

Yo le dije que no, que para mí eso se había creado espontáneamente, que la gente se había unido en ese momento; que por qué no eran capaces de entender eso. Él me responde: “¿Espontáneo? ¡Espontáneo es eso que viene por ahí!”. Y me señala la contramanifestación revolucionaria, un grupo reducido de personas con banderas en apoyo al Gobierno (conformado por personas que los han sacado obligados y contra su voluntad de su centro trabajo, simpatizantes del Gobierno y militares vestidos de civil) que venían avanzando por la calle frente al Capitolio. Entonces me dice el otro: “¿Qué tal si ahora te soltamos delante de toda esa gente? ¿Qué tú haces?”. Yo le digo: “Será para que me maten esa gente a golpes, ¿no? ¿Eso es lo que quieren ustedes?”. A lo que me contesta: “No, no, tranquilo”. Y así llegamos a la patrulla. 

Mientras espero en la patrulla ya esposado, veo cómo arrestan también a la muchacha que me había ayudado. Después montan a dos personas más al lado mío. El del lado izquierdo tiene una herida profunda en su frente que se tapa con un pañuelo por la sangre. Le digo al chofer de la patrulla que tiene que llevar a ese muchacho a un hospital. Nunca me responde. Vamos directo a la estación policial de Zanja. 

Al llegar, no supe más de esa persona. Me quitan mis pertenencias: mis llaves, mi celular, mi sombrero, un menudo que llevaba, incluso se me había olvidado que llevaba conmigo la libreta de abastecimientos de mi casa. Me entran a un calabozo de alrededor de 20 metros cuadrados en el que ya había varias personas. Estimo que eran las 4 y pico de la tarde; pero no estoy seguro. 

Dentro de la estación de Zanja pude ver la magnitud de las protestas y la dimensión que había tomado todo aquello. La estación estaba repleta de detenidos, a un lado de mi calabozo había mujeres y, del otro, una jaula que tenía cantidad de personas hacinadas. En el calabozo donde estuve llegaron a acumularse cerca de 70 personas que fueron entrando poco a poco. Vi personas golpeadas en la cara, con ojos hinchados y morados, un joven que se quejaba de que le dolían las costillas, una persona sin zapatos, personas sin nasobuco. La mayoría en mi calabozo eran jóvenes; pero vi como cuatro personas mayores y un joven de 18 años. 

Dentro todavía había euforia y se gritaba: “¡Libertad”, “Patria y vida” y “Díaz-Canel singao!”; también se cantó el Himno Nacional. Aplaudíamos al que entraba y se conversó muchísimo sobre la crítica realidad y la crisis que estaba viviendo el país. Un muchacho trataba de calmar los ánimos para que no se siguiera gritando con la idea de que, al estar tranquilos, a lo mejor se podía salir de ahí lo antes posible; pero era por gusto, porque cada persona que entraba se ponía a gritar y embullaba a los demás. Había también momentos en que la bulla comenzaba en otra celda y nosotros nos uníamos. En ocasiones, alguna persona que gritaba era sorprendida por un oficial que enseguida los acaba del calabozo, sin enterarnos de qué pasaba con esa persona. Hubo un momento en que sorprendieron a uno y tratamos de impedir que se lo llevaran, nos unimos todos por los brazos haciendo una muralla, resistimos un rato hasta que por una orilla pudieron sacarlo; no supimos más nada de él. 

Estando allí reconocí a par de conocidos, uno que venía con un par de extranjeros que también apresaron, los sacaron al rato y los enviaron directamente a Emigración, él se quedó; no supe de su suerte porque salí antes que él. La otra persona la vi en la manifestación ese día, tampoco tuve noticias suyas. 

Pregunto que a dónde me llevan y me dicen que a 100 y Aldabó, también que si eso será por tres días y él me dice que sí. 

En una ocasión conversamos sobre la idea de negarnos a hablar con la policía y seleccionar entre nosotros un portavoz de todos los que estábamos ahí para que todos saliéramos juntos, para impedir cualquier medida individual por separado. Esa propuesta no prosperó. Se dieron momentos en que sospechamos que dentro del calabozo había dos o tres que eran de la SE; argumento posible, pero difícil de corroborar. 

El ambiente del calabozo se filmó a escondidas en par de momentos gracias a un muchacho que pudo entrar su celular escondido, con él le pude enviar un SMS a mi madre diciéndole que estaba en Zanja. Uno a uno fueron llamando a cada uno para interrogarlos. Algunos viraban al calabozo y otros no, sin saber ninguna información de ellos. 

Me llaman y salgo hacia una oficina donde me interrogan una oficial y un teniente coronel. Toda la interrogación se basa en si estuve en la manifestación protestando. Yo digo que sí y que para mí eso no es delito porque es un derecho humano el manifestarse pacíficamente, como fui a hacerlo. La oficial dice algo como que “Ustedes dicen todos lo mismo y eso no es así”. Entablo un breve debate con ella que es terminado por el teniente coronel. Me da a firmar un papel donde se me acusa de desorden público y pone que voy a ser detenido y trasladado con motivo de un proceso investigativo. Le pregunto hacia dónde y me dice que se me informará. 

Me meten en el calabozo y al rato me llaman. Me despido de los muchachos en el calabozo. Me devuelven mis pertenencias, menos el celular y mi carnet, que se lo dan al oficial que me pone las esposas. Pregunto a dónde me llevan y me dicen que a 100 y Aldabó, también que si eso será por tres días y él me dice que sí. Le pregunto que si podía antes llamar a mi casa para informarle a mi madre. Me responde que, cuando llegue, le diga a la instructora que me va atender que me permita llamar. 

Vamos camino hacia una guasabita (una pequeña y rústica guagüita) en la que están ya 7 personas, entre ellos un muchacho súper joven y con pinta de ser muy noble, que se queja porque él simplemente estaba grabando con su cámara y en el medio de todo eso se le había perdido. Serían cerca de las 12:40 de la noche cuando arranca la guasabita hacia su destino.




231.  Mi estancia en el DTI de 100 y Aldabó Sol Palmeras Resort

Llegamos a 100 y Aldabó, nos bajamos de la guasabita y rápidamente entramos por un portón. Nos recibe una parafernalia de oficiales, varias mesas con oficiales sentados, una cámara de video con un bombillo que nos filma en un patio, donde tenemos que ponernos de cara a la pared con un oficial detrás de cada uno. 

Cuando paso al lado de la cámara que estaba filmando, la saludo. Empieza el espectáculo donde fungimos como criminales; el que ostenta el poder tiene ahora las riendas y ya está listo para someternos física y sicológicamente. Cada uno va para una mesa donde da sus datos personales y archivan sus pertenencias. Paso a un cuarto donde entrego la ropa, los cordones de los zapatos, me ordenan que me desnude para hacer una cuclilla y me entregan el uniforme de preso, un nasobuco, una toalla y dos sábanas. 

Me dan un papelito con dos números: 392/231, y me indican que tengo que aprendérmelos. Paso a un cuarto donde me toman una foto de frente y de lado. Típico procedimiento de prisión. Me dirigen a la celda 231, ahora soy un número: el 392. El procedimiento de desplazamiento es el siguiente: tengo que caminar cabeza abajo con las manos atrás, ellos dirigen totalmente la dirección de mis pasos. Me dicen cuando tengo que seguir, cuando tengo que parar, cada vez que uno para debe poner la cara contra la pared. 

De camino a la celda exijo mi llamada para informar a mi casa sobre mi paradero, el oficial se niega y me indica que no hable más y que me calle. Obedezco a regañadientes, no tengo otra opción. Cuando entro a la celda, está ya X acostado. Se ve preocupado. Coincidimos juntos en Zanja y en la guasabita. La celda tiene un portón que la cierra herméticamente y una pequeña ventana, también cerrada, que apenas da una mínima visibilidad; lo otro son cuatro planchas de metal, cogidas a la pared con cadenas, que tienen encima unos colchones finos de esponja. Veo la letrina, pero no tenemos ducha. Al poco rato entran Y y Z a la celda. Me acuesto y al rato me llaman: “¡392! ¡Vistáse!”. Me llevan a ver a la instructora Daniela. 

Ella me dice que estoy bajo un proceso de investigación sobre los hechos violentos ocurridos en la manifestación del 11 de julio. Me interroga para que le dé mi declaración y me pregunta cómo me enteré de la manifestación. Le dije que estaba viendo lo que estaba pasando en Internet, que no sabía dónde habría manifestación. Se interesa por saber de qué forma me detienen, cómo llegué ahí y le explico. 

El despertar era con la revista Buenos Días puesta bien alto desde un radio. Ponían también el noticiero del mediodía y el de por la noche.

En ese momento, por miedo, trato de no complicarme mucho: digo que iba a casa de una amiga que vive en La Sortija, vi el grupo de personas y andaba curioseando. Busca que le diga si grité y qué grité, y si grité “Díaz-Canel singao”. Le digo que no, que la gente andaba gritando “patria y vida”, esas cosas. Justo en ese instante me acuerdo del agente de la Seguridad que me había visto en San Lázaro y le digo que antes también iba a casa de otro amigo y, al pasar por San Lázaro, vi otra manifestación, y que después de eso fue que me dirigí hacia La Habana. Ella va escribiendo todo y me da a firmar. Pregunto de qué se me estaba acusando y me dice: “De desorden público”. Lo puedo constatar porque lo dice también en la hoja. En otras ocasiones veo también “alteración del orden público” y pregunto por qué alteración en vez de desorden. Me dicen que es lo mismo. Después, es “desorden público” el término que prevalece. 

Le pregunto si podía llamar a mi madre y me dice que era muy tarde, que eran casi la 1:45 de la madrugada y que la iba asustar dándole esa noticia. Que mañana, sin falta, se podía hacer esa llamada. Ingenuamente le creo. Al otro día nos dan de desayuno jugo de pulpa de mango y un pedazo pequeño de pan; los demás días dieron un agua de polvo de batido de chocolate que a X lo mandaba directico para el baño. 

El despertar era con la revista Buenos Días puesta bien alto desde un radio. Ponían también el noticiero del mediodía y el de por la noche; eso marcaba la hora del almuerzo y la comida. Era toda una tortura sicológica para nosotros y, al mismo tiempo, por contraste, nos informaba de la situación.

La comida no estaba del todo mal, por lo menos en los nueve días que estuvimos ahí; estaba mejor que la de un centro de aislamiento de Covid. Dieron pollo desmenuzado, poco, pero dieron, y también pescado. Dice X que la comida estaba mejor que la de su trabajo. Ese día no tuvimos ducha ni agua, nos la pusieron al otro día. El calor por las noches era irresistible a pesar de que había un extractor que refrescaba más o menos por el día; por la noche el calor era tan infernal que empapabas la sábana a full de sudor; la mejor técnica era dormir en diferentes lados de la cama. Tampoco tuvimos nada de aseo hasta el tercer día y porque a Y la mamá le envió un jabón que usamos los cuatro. 

Para fumar solo permitían después del desayuno, del almuerzo y de la comida. No permitían tener fosforeras ni fósforos en la celda. Había que pedirle fuego a los oficiales; toda una proeza, pues todos no fumaban ni eran serviciales como para prestar sus fosforeras. Eran cotidianos los golpes en la puerta llamando a los oficiales para prender un cigarro. Ese primer día esperé a que me notificaran para poder hacer la llamada y nunca pasó. No nos llamaron, a ninguno. 

Al segundo día me vuelven a buscar. Esta vez otra oficial, una capitana que me pregunta si tengo familiares o amigos en Estados Unidos o en otros países y si me recargaban el celular o la tarjeta MLC. Niego todo eso, que tenía amigos en muchos países, en México, España y Nigeria. Solo les digo eso. Le pregunto cuánto tiempo iba a durar la investigación. Ella me responde tranquilamente que no puede decirme, que lo mismo puede ser una semana, un mes o un año, puesto que eran muchas personas las que estaban en eso y que se seguían dándose casos; se refería específicamente al caso de La Güinera. Entonces vuelvo a repetir lo de la llamada y me dice que eso es con la instructora, que ella me dirá. Recuerdo lo de la libreta de abastecimiento y le digo que me hacía falta que llamara a mi mamá para que viniera a buscar la libreta para que cogiera los mandados. Me dice que ella se lo dirá. 

Z desde el primer día se planta, decide no comer y tomar poca agua, por toda la injusticia de estar ahí y para ejercer cierta presión. Lo llaman constantemente para que coma. Después, él decide abandonar la huelga de hambre al tercer día y posponerla hasta después del juicio. 

El curso que tuvo la investigación todo el tiempo fue: “¿Estuviste o no estuviste en la manifestación? ¿Gritaste o no gritaste? ¿Qué gritaste?”.

Hablamos mucho entre nosotros todos esos días. Hicimos mil historias, cantamos muchas canciones para alegrarnos, para vencer el terror sicológico creado al someternos a un limbo que no sabemos cómo y cuándo acabaría. A X le gustaba que habláramos mucho para no pensar tanto y no fundirse. Yo siempre le aconsejaba que tenía que ser fuerte, que ellos podían ser dueños de nuestro cuerpo en ese momento, pero no de nuestra mente ni de nuestro corazón, en los cuales éramos libres. En muchas ocasiones fui mentalmente hasta mi casa a estar con mi familia, a compartir con mis amigos, a caminar por el Vedado y por la Habana Vieja. Medité mucho. 

Tan zen como yo, era Y. Trataba de mantener la positividad todo el tiempo y dormía bastante para no estresarse. Z estaba acostumbrado a esos lugares, por su experiencia podía sobrellevarlo, aunque esta vez fuera distinto. Siempre nos hacía muchas historias sobre cárceles. Los tres eran personas súper interesantes. 

La detención de X fue porque estaba filmando en el momento que pasaba la contramanifestación revolucionaria y en eso viene el jefe de sector de su barrio, que le tenía cierta inquina, y decide apresarlo; incluso le da un galletazo en el rostro estando esposado. Acto seguido, él se defendió con una patada. 

A Y lo apresan porque cuando sale a comprar cigarros venía la contramanifestación también y una señora se le para delante a gritarle consignas revolucionarias. Él le dice: “¿Señora, qué tiene? ¡Échese para allá!”. Entonces viene la policía y lo detienen. 

Z estaba en su balcón tomando ron y ve la manifestación pasar. Entonces baja, filma y grita algunas cosas. Ahí es cuando lo detienen. 

El tercer día me llaman de nuevo para seguir interrogándome sobre la declaración y las inconsistencias que ella veía en mi declaración. El curso que tuvo la investigación todo el tiempo fue: “¿Estuviste o no estuviste en la manifestación? ¿Gritaste o no gritaste? ¿Qué gritaste?”. 

Lo otro que trataban todo el tiempo de recalcar era: “Tú sabes que eso que tú hiciste no estuvo bien porque generó los hechos vándalicos y violentos que se dieron”. Yo siempre alegué que yo estaba en una protesta pacífica, que veía la intención por parte de ellos de criminalizar las protestas pacíficas, que no me podían culpar por esas personas pues yo ni las conocía ni podía determinar sobre ellas y que ellas habían decidido por sí solas actuar de esa manera. Que no se podía mezclar las cosas, meter a todos en un mismo saco. 

Cuando le pregunto por el abogado, dice que voy a tener acceso a uno en su debido momento, en cuanto la investigación termine. Me informa que ya le había dicho a mi mamá de mi situación y que estaba haciendo la gestión para hacerle llegar la libreta cuando viniera. Le pregunto de nuevo que cuándo podré llamarla, a lo cual ella me responde preguntándome si yo tenía alguna tarjeta. Le digo que no. Entonces me dice que sin tarjeta no puedo llamar, que no me preocupe que ella le va a decir a mi mamá que me traiga una. Me regresan a la celda. 

En el piso debajo de nosotros estaban las mujeres; aunque justo al frente escuchábamos a una que estaba sola y tenía meses de embarazo.

Hablando entre todos de nuestra situación veo el rumbo que van tomando las cosas: después del proceso investigativo se le mandará esa información a la Fiscalía de la República y ellos decidirían qué hacer con nosotros, si nos soltaban o nos llevaban a juicio. X y Y estaban seguros de que la Fiscalía desestimaría sus casos; pero en lo profundo de mí, al igual que Z, ya empiezo a sentir en el aire que esto iba a ser un escarmiento, una forma más de terror que el Estado le imponía a sus ciudadanos para darles una lección. Al mismo tiempo, pienso que tenían miedo de soltarnos por ser todavía tan recientes los sucesos, dada la situación existente. Quizá querrían hacerlo cuando todo se calmara. Para ellos somos criminales y estamos a su merced completamente, como un trapo tirado en una gaveta que aplastan, someten a su voluntad y deciden cuándo sacarlo o guardarlo. 

El nivel de indefensión experimentado es alto. Por eso decido al otro día hacer una huelga de hambre y no comer más, solamente tomar agua. Estimamos que había cerca de 500 personas presas en par de pisos de 100 y Aldabó. 

En el piso debajo de nosotros estaban las mujeres; aunque justo al frente escuchábamos a una que estaba sola y tenía meses de embarazo. La doctora y la enfermera venían a verla. La sentíamos vomitar y llorar también. 

Realmente, fuera de tu celda no veías a nadie, solo se oía a personas que sacaban o entraban, cuando daban golpes para llamar al guardia, nada más. Una noche sentimos que un señor, que estaba muy mal de los nervios, empieza a gritar y a llorar diciendo que no podía estar más ahí, que él no había hecho nada, que tenía un hijo y que quería verlo. Era un mar de quejidos descontrolados y de nervios. El carcelero, totalmente indolente, le dice que se calme, que él está muy grande para esos lloriqueos. Lo devuelven a la celda. Entonces el hombre espera a que todos se duerman y decide quitarse la vida ahorcándose de la ducha. Parece que en medio de eso mueve un jabón que le cae encima a uno de sus compañeros de celda que estaba durmiendo (de esto tuve conocimiento días después al hablar con otros presos). Ahí se forma el tropelaje. Se oían  los  gritos:  “¡Guardiaaaaaaaaa,  guardiaaaaaaa!  ¡Súbelo,  súbelo,  súbelooo!!!! ¡Guardiaaaaaa!”, y golpes súper fuertes en la puerta. Lo sacan de la celda y se oye cómo dicen que está blanco como un papel. Pero parece que se logra salvar. Nunca supimos qué pasó después con él. Uno que estaba en su celda pidió: “¡Aquí no lo traigan más, no lo pongan aquí!”. Se oían muy asustados. 

Los días van pasando y con ellos vienen las preocupaciones y se sienten las ausencias. X piensa en su esposa con la que no ha podido hablar y se va de misión, en su trabajo y en la posibilidad de que lo puedan despedir. A Y le pesa no haber podido hablar por teléfono con su hijo pequeño que está en España el día de su cumpleaños. A Z le preocupan su casa, que la ha dejado sola, y su esposa, con la que no ha podido hablar y estaban medio separados. Yo pienso en mi madre y en mi familia, en lo que deben estar pasando, en cuándo podré ver de nuevo a mis amigos. Trato de calmarme y de no pensar mucho para que no me afecte. 

Me llaman de nuevo para decirme que me había llegado aseo, papel sanitario, unas chancletas y una tarjeta para poder llamar. A partir del tercer día ya no dejan la luz encendida y podemos dormir mejor. También empiezan a pasar por las mañanas para cambiarnos el nasobuco. 

La instructora tiene mi celular en su buró. Me pide que le dé el pin y la contraseña para ver las fotos o videos que tenga en mi galería.

Me llama la capitana para preguntarme por qué no comía. Le respondo y me dice que eso es una indisciplina, que no podía hacerlo. Le pregunto que cuándo podía llamar a mi madre porque ya tenía la tarjeta y me responda que cuando coma. Yo le digo que voy a seguir sin comer. Me molestan mucho los chantajes. Me regresan a la celda.

Por esos días ya pienso en la posibilidad de que revisen mi celular y puedan ver los videos que grabé ese día y que no pude borrar; además del acceso a mi información personal que pueda tener en mi FB y en el WhatsApp. Efectivamente, me llama la instructora, quien tiene mi celular en su buró. Me pide que le dé el pin y la contraseña para ver las fotos o videos que tenga en mi galería. Yo le digo que si eso es así, sin una orden ni nada, que yo tengo información personal y privada ahí. Ella me dice que no me preocupe, que lo va a hacer delante de mí. Al verme coaccionado y sin más salida, accedo. Empieza a ver en la galería los videos que tengo de la manifestación en donde salgo gritando: “¡Libertad! ¡Libertad para los presos políticos! ¡Patria y vida!”. 

Al verlos, ella misma reconoce que ahí estaba de lo más pacífico. Yo le digo  que claro, pues había sido una manifestación pacífica. Y me dice: “Ves que sí estabas ahí, viste como al final todo se sabe, tienes que decir la verdad”. Al mismo tiempo, cuando pasa eso, me sentí más aliviado porque ya no tenía que esconder quién era y ya podía decirles libremente lo que pensaba. Le dije que para mí no había cometido ningún delito porque había estado en la manifestación para ejercer mi derecho a manifestarme pacíficamente, haciendo uso de la libertad de expresión. Que todos no pensamos igual y que no veía razón de por qué estar preso, si yo no había atentado contra la autoridad ni había destruido ninguna propiedad del Estado. 

Ella me responde que en ningún momento se quiere castigar al que piense diferente, que se están investigando los hechos vándalicos que hubo, así como el grado de implicación en las protestas. Me interroga sobre mis motivos para grabar esos videos; que de seguro lo había hecho para subirlos a las redes sociales y hablar mal de la Revolución. 

Yo le digo que no, que los había grabado para mí, para tenerlos de recuerdo. Vuelve a insistir para que conombre el porqué no lo hacía. Le respondo que lo hago porque no estoy de acuerdo con todo lo que están haciendo. Pregunto una vez más cuándo puedo llamar y me dicen que cuando los oficiales de la recepción me avisen. 

Ya después de eso, no insistí más. Nunca me avisaron para llamar. Luego me enteré de que el injusto protocolo que tienen para poder llamar es a los 7 días; aunque tampoco eso pasó.

Antes de irme traté de apagar el celular y la instructora me lo impidió. En los sucesivos días que transcurrieron me llamaron para incitarme a que comiera, me decían que no iba a lograr nada con eso, que iba a afectar mi salud y solo me hacía daño a mí mismo. Me asombré por esos días cómo el cuerpo puede sobrevivir solamente con agua; no pensé que podría hacerlo. Ayudaba bastante el no gastar energías. Tomaba aproximadamente cerca de un pomo y medio de agua al día. Después del cuarto día se sentía más pesado el caminar, el estar parado, el estar mucho tiempo sin tomar agua. Era fuerte ver a mis compañeros comer o hablar de comida. Realmente daban deseos de “desplantarse”. Me llevaron una o par de veces al doctor para tomarme la presión, pesarme y conversar conmigo. La instructora me dijo que a mi mamá ya le habían informado que no estaba comiendo, que la tenía preocupada y que tuviera en cuenta que ella padece de la presión. 

Hablamos sobre lo injusto de no tener un abogado que nos asesore durante el proceso de la investigación.

También me preguntó por unos carteles que tenía en mi celular, y que expresaban mis ideas políticas, para saber si los había copiado o si los había hecho yo. Le dije que los había hecho yo. 

Tuve además debates políticos con la capitana sobre mis ideas políticas, sobre cómo yo veía las cosas, y con otra oficial muy desagradable que nunca me dijo su nombre. Me di cuenta que el intercambio de ideas con ellos no daba mucho resultado porque éramos de mundos diferentes. 

Una tarde nos mandaron a buscar para tomarnos las huellas de los dedos y de la palma de la mano, hacernos una foto de nuevo de frente y de lado, y dar los datos personales. También otro día el doctor nos llamó para conformar un expediente médico. En una de esas me llamaron para firmar una medida cautelar de prisión provisional hasta la celebración del juicio. 

Pregunté para cuál prisión me iban a llevar y me dijeron que debía ser para Valle Grande. Esperé tranquilamente mi destino mientras seguía mi huelga. A uno de mis compañeros ya le habían dado fecha para el juicio y a los otros no; pero ya se veían montados en ese mismo carro.

Hablamos sobre lo injusto de no tener un abogado que nos asesore durante el proceso de la investigación, pues éramos vulnerables a declarar en contra de nosotros mismos sin poder darnos cuenta. Z alega que lo más probable es que veamos y podamos hablar con nuestro abogado momentos antes del comienzo del juicio; cosa para mí totalmente injusta y absurda que me hacía ver cuán desprotegidos estábamos.

Por esos días me entrevista una capitana también, que parece ser la jefa de Daniela, y me pregunta por qué no estaba comiendo. Le respondo. Me dice después que seguro en algún momento yo me quité el nasobuco en el medio de la manifestación para gritar más alto y eso era propagación de epidemia. Le digo que no, que en ningún momento me lo quité, que si cree que había sido así que me enseñara una prueba de ello. También le dije que en Zanja estuvimos como 70 personas hacinadas en un mismo espacio durante 9 horas, donde había personas hasta sin nasobuco y que si eso no era propagación de epidemia, al igual que las manifestaciones que hacen en contra del bloqueo. ¿Por qué algunas eran propagación y otras no? No me respondió nada. 

El octavo día me entrevista un primer teniente o capitán, no recuerdo bien. Tampoco recuerdo su nombre. Lo que sí me acuerdo es de su relojón que simbolizaba su estatus económico de privilegios.  Empezamos a hablar de por qué yo no comía y de todos los inconvenientes de eso. Que eso no me iba a ayudar si iba a juicio porque si estaba insconciente no se me podía hacer el juicio, y eso retrasaría todo. Yo le dije que si el juicio era en esa semana podrían contar conmigo, pero si era la otra semana que no podía decirle. Estaba decidido a no dejar de comer hasta que no me dejaran libre, sabiendo que era una opción muy lejana y casi imposible; aparte de que nadie conocía, fuera de mi familia, de la existencia de la huelga ni sabían si era del todo cierta. Acto seguido empezamos a entablar un debate político donde cada uno plantea sus posiciones políticas. Ya transcurrido el tiempo, me doy cuenta que me estoy desgastando de tanto hablar por causa de la inanición voluntaria y decido no hablar más, dejo que hable y empiezo a asentir con la cabeza para ver si termina. Igual no tenía sentido un debate con él porque no podía ver más allá de su posición. Me llevan a la celda. 

Nos llaman a cuatro de nosotros a la Sala del Tribunal. Esperando en la sala me traen agua. Tenía sed, es mi sexto día de huelga de hambre.

A la mañana siguiente bien temprano me llaman a mí y a Z para que lo recojamos todo. Sorprendido, creo que es para mi traslado a la prisión de Valle Grande. Cuando salimos, sacan a más presos, éramos como 12 personas; reconozco bastantes caras de la estación de Zanja. Nos despiden con el jugo de pulpa de mango. Por supuesto continúo plantado, es el sexto día sin comer y el noveno día de estar preso. 

Viene un teniente coronel que nos informa que vamos a ir al juicio y que necesita de nuestra cooperación y de nuestra disciplina, que no quiere que haya ningún incidente. Bajamos a recoger nuestras pertenencias, que se quedan envueltas en una sábana. Bajan a tres mujeres también junto con nosotros. 

Afuera, en los bajos y en la calle, se repite la parafernalia de oficiales y transportes. Nos esposan y montamos todos en una guagüita. Las mujeres van en una patrulla. Van más carros junto a nosotros, en caravana, hacia el Tribunal.




Juicio y prisión en Valle Grande

Vamos camino al Tribunal. Después de nueve días encerrado se siente bien y a la misma vez extraño el ver las calles nuevamente por donde una vez caminé “libre”. Nos llevan rumbo al Tribunal Municipal de Centro Habana. Z me dice que es buena señal, las condenas ahí, por ser un Tribunal Municipal, no son de más de 3 años; cosa que totalmente desconozco. 

Llegamos y nos bajan. Hay personas que nos observan. Tenemos de nuevo toda la parafernalia de oficiales a nuestro alrededor y el teniente coronel nos reitera que quiere disciplina y que no se dé ningún incidente aquí. Nos entran hacia un calabozo donde nos explican que tenemos que esperar, que pronto vamos a ser llamados. 

Conversamos entre todos un poco, nos ponemos al día. Hay personas que andan con esperanzas de que serán absueltas con multas. Con todo lo anteriormente vivido en 100 y Aldabó, yo espero de todo. 

Nos llaman a cuatro de nosotros a la Sala del Tribunal. Esperando en la sala me traen agua. Tenía sed, es mi sexto día de huelga de hambre.

Comienza la sesión. Entra la jueza, dos jueces legos, el fiscal y la señora que escribe. El lugar del abogado está vacío. No tendremos defensa. Llaman a declarar a un teniente coronel de 100 y Aldabó que nunca vi, quien habla de forma general de los hechos del 11 de julio

Por orden, empiezan con C, un señor mayor de 60 y pico de años; luego sigo yo; después, los jóvenes que son hermanos, uno primero y el otro después. Cuando me toca mi turno me preguntan si quiero declarar y si voy a responder preguntas. Digo que sí. Narro brevemente cómo fueron los hechos hasta mi detención y dejo claro que estaba dentro de una manifestación pacífica, que para nada tenía que ver yo con hechos vándalicos y atentados contra la autoridad, que tenía conocimiento de que los hechos más violentos habían sido en Diez de Octubre, no en donde yo había estado. Ejercía mi derecho a manifestarme y a la libre expresión amparada por la Carta Universal de los Derechos Humanos de la que Cuba formaba parte y que entendía que Cuba era de todos, que todos no pensamos igual y que no hay motivo para que se castigue al que piense diferente. 

Le dan la palabra al fiscal para que haga su petición de sentencia. Él, que antes estaba sereno y tranquilo, ahora parece poseído y su discurso es de exaltación de apoyo a la Revolución. 

La jueza era bien joven. Me pregunta qué grité en la manifestación. Me dijo que para nada se estaba incriminando al que piensa diferente. La señora escribe todo lo que digo. Después, el Fiscal empieza a hacerme preguntas sobre mi declaración de por qué yo, al ver yo los hechos, me alejé solo a media cuadra en vez de irme. Para ellos, estar cerca era convertirse en cómplice aunque uno estuviera de forma pacífica. Lo cierto es que minutos antes de que me detuvieran ya yo estaba a punto de irme; pero no lo dejé del todo claro en el juicio. 

Después de eso llaman a Daniela, la instructora que me atendió en 100 y Aldabó. Ella habla de las pruebas recogidas en la investigación en las que cita los videos de mi celular, donde salgo dentro de la manifestación gritando, y los carteles digitales hechos por mí, que muestran mi forma de pensar. La jueza hace después una lectura de los expedientes de cada uno. En el mío hablan de mi buena conducta social y mis estudios realizados en arte. Después, le dan la palabra al fiscal para que haga su petición de sentencia a cada uno. Él, que antes estaba sereno y tranquilo, ahora parece poseído y su discurso es de exaltación de apoyo a la Revolución y criminalización de las protestas. Me dice que pide para mí la máxima sanción porque aparte de no haberme ido cuando suceden los hechos violentos, tenía como antecedentes una “alteración del orden” por haber estado el 27 de enero en los sucesos del Ministerio de Cultura, “que todos sabemos lo que pasó ese día en que los artistas se negaron a dialogar y eso devino en una provocación y en una campaña en contra de la Revolución”, alega. 

Tengo que mencionar que ese día yo traté de acceder al Ministerio y no me dejaron pasar. La policía tenía bloqueada la manzana. Me apresan y estoy en una estación de policía por tres horas hasta que me sueltan con una multa de 30 pesos cubanos. Eso fue todo lo que pasó. Yo corrí con suerte ese día, los artistas y activistas que estaban ese día fueron golpeados, detenidos arbitrariamente, cacheados como criminales, interrogados, y sus teléfonos fueron reseteados. 

Después de que el Fiscal termina con cada uno, la jueza nos pregunta si queremos declarar algo más. Yo digo que sí. Trato de explicar lo del Ministerio y la jueza no me deja, me especifica que tenía que hablar solo de los hechos del 11J. No digo más nada, es por gusto. 

Se marchan a deliberar. Cuando regresan nos dan la sentencia: 10 meses de privación de libertad a mí y a los dos hermanos, 1 año de privación de libertad a C. Nos llevan de regreso a la celda del Tribunal. 

Hablamos con los otros y salen los que todavía faltaban por celebrarles el juicio. Las sentencias oscilaban  entre 10 meses, la mayoría; había uno que le echaron 8 meses y a los que tenían antecedentes le echaron un año. Todos estamos muy encabronados por la injusticia. Aunque sean pocos meses es estar en una cárcel, no sabemos qué nos pueda pasar. 

Uno de los hermanos, el mayor, se lamenta de haber convencido a su hermano menor a que lo acompañara a las protestas. Me acuerdo de ellos en Zanja. El mayor lo respetó por sus ideas políticas bien claras. Su hermano menor se ve un joven tranquilo, afable, que no anda en nada malo. 

Me rehúso a comer. Recojo mis cosas y me despido de mis compañeros. Al tomar esta decisión ya no podré llamar a mi familia.

Regresan los que faltaban, entre ellos J y su padre. J no se despegaba de su padre desde que salimos de Aldabó; pude constatar el cariño que había entre ambos. Después de nueve días tenía su ojo morado todavía de la golpiza que le habían dado. No supe todos los detalles. Nos alegramos de que fuera su papá (de crianza) de 75 de años al único que soltaran para darle prisión domiciliar ese día. Todos lo felicitamos. Él lo abrazó y le dijo que no se preocupara, que él iba a estar bien, “que Dios le pone las pruebas más fuertes a sus mejores guerreros”. Agregó que pensaría en él y en su familia a las 6 de la tarde todos los días, para que estuvieran conectados espiritualmente con él.

Terminado todo, nos llevan a 100 y Aldabó a recoger nuestras pertenencias. Cuando llegamos nos hacen el test de antígeno. Después, entregamos el uniforme para ponernos nuestra ropa y coger nuestras pertenencias para trasladarnos. Nos entregan todo, menos los celulares, que los familiares se encargarán de recoger. A uno de los hermanos, el menor, parece que lo van llevan para otro lugar. Nos esposan y nos montan en una guagüita que nos lleva a la prisión Valle Grande. Por el camino hay uno de los muchachos que tiene ron entre sus pertenencias y a escondidas del guardia lo comparten entre todos. Soy el único que no toma por mi estado de inanición, pero los acompaño con agua. 

Llegamos a la prisión y nos llevan directo a la Barraca. Algunos de mis compañeros me insisten en que me desplantara pues no tenía sentido ya; las condiciones ahí iban a ser buenas. El subdirector de la prisión, el mayor Valle, nos da una charla de bienvenida y nos dice que estaremos 15 días en La Barraca y después nos mandaban para el Campamento (que era una especie de granja donde se trabaja en el campo, se hace trabajo forzado, etc.). Que a la mañana siguiente íbamos a poder llamar a nuestros familiares para que les indicáramos las cosas que nos hacían falta y nos podrían enviar. Todo parece indicar que no vamos a estar junto a los presos comunes en el edificio. Después de la charla nos toman la presión, los datos personales y la entrega de las pertenencias, el uniforme, dos sábanas y una toalla. Nunca nos dan un nasobuco; usamos el que traíamos el día de las protestas. El director de la prisión, el teniente coronel Quintana, ya está presente. A mí me dejan para lo último porque digo que estoy plantado. Quintana me pregunta por las razones de la huelga y le respondo. Me aconseja que coma, que eso no va a servir de nada y es considerado una indisciplina. Me dice que esos 10 meses, por buena conducta, se pueden quedar en la mitad. Que lo piense, que voy a afectar mi salud y a hacer sufrir a mi familia.

La Barraca era como un albergue de escuela al campo. Todas las camas estaban alineadas unas al lado de la otra, con el baño al final. Había muchas ventanas con buena ventilación. Llego, me acomodo en mi cama y ya le han servido el almuerzo a mis compañeros. Me preguntan si voy a almorzar y digo que no. Hablan conmigo de nuevo mis compañeros para convencerme de que coma; esta vez influenciados por Quintana, que habló con ellos. Capto enseguida y me niego rotundamente. Voy a darme un baño. Cuando estoy ya terminando me avisan que Quintana quiere verme. Esta vez para precisarme que si no comía no podía estar ahí, tenía que mandarme a una celda de castigo. 

Me rehúso a comer. Recojo mis cosas y me despido de mis compañeros. Al tomar esta decisión ya no podré llamar a mi familia. Me llevan a la celda de castigo que es una caseta alejada en el medio de todo eso. Era una celda pequeña con dos pequeñas placas fundidas de concreto como literas. No tenía luz, pero por la puerta, que no era herméticamente cerrada, entraba la iluminación del pasillo y del día. Tenía letrina y ducha. Para bañarme tenía que pedírselo al guardia, pues la llave de la ducha estaba por fuera de la celda. Mi toalla, el jabón, el cepillo y la pasta dental también se quedaban afuera. Lo que hacía es que aprovechaba cuando el guardia pasaba durante el desayuno y llenaba mi pomo de agua, me cepillaba los dientes, me bañaba y lavaba el calzoncillo. Había calor en la celda, pero nunca como en 100 y Aldabó; los mosquitos eran soportables. Por otro lado, el estar solo me daba cierta tranquilidad para pensar y meditar, para estar conmigo mismo. 

Las condiciones para hacer la huelga eran complicadas, pues el guardia que atendía la celda no estaba para nada presente. En ocasiones, para llamarlo, los presos tenían que dar fuertes golpes en la puerta metálica para que viniera. Eso dificultaba la prontitud de una atención médica por si me pasaba algo. No me dediqué a pensar mucho en eso, sino a resistir lo más que pudiera esos días. 

En las celdas contiguas a la mía había más personas; entre ellas, un opositor de Boyeros de nombre Manuel Santana Vega, acusado de desacato. Llevaba 11 meses preso esperando su juicio y, de esos, un mes en la celda de castigo porque no quiso ponerse el uniforme de común por ser preso político. Dio tremendo bateo en el edificio y se plantó y todo por unos días. Por él supe que en Valle Grande estaba el Gato de Cuba y los tres de Alamar, presos por dar sus opiniones contra el Gobierno. En total había 18 presos políticos sin contarnos a nosotros. Santana, miembro de la sociedad secreta religiosa abakuá, me dice que había hecho una manifestación pacífica contra el Gobierno dentro de su casa y vinieron a arrestarlo. Él me pregunta muy curioso, al igual que muchas personas que estaban ahí, sobre las manifestaciones del 11 de julio. Les hago el cuento. 

Los oficiales me insisten para que me desplante y coma, que aproveche esa oportunidad y vaya con mis compañeros. Sin pensarlo mucho me niego.

Al otro día de estar ahí un oficial viene a buscarme para llevarme a pelar. Me ponen las esposas en las manos y en los pies; un tratamiento totalmente innecesario. Las esposas de los pies me dificultan para caminar y me lastiman el tobillo. Viene el barbero, me pela al cero y me quita la barba. Pensé que lo harían en Aldabó y nunca lo hicieron. Antes le había preguntado al oficial si podía quedarme con la barba bajita y se negó, diciéndome que así me veía mejor, que él también se pelaba así. Me acordé de los peloteros cubanos de la Serie Nacional, años atrás, a quienes tampoco le dejaban usar barba, tampoco eran dueños de sus cuerpos. 

Después de eso me llevan a ver al subdirector de la prisión, el mayor Valle, quien me da una charla en la que insiste nuevamente para que coma. Traen a una sicóloga que empieza a hacerme preguntas sobre mis motivos para hacer la huelga, sobre mi vida personal, para conformar un perfil sicológico. Me dice que seguiríamos viéndonos y que yo pronto iba a comer. Me devuelven a mi celda.

Por el camino, el oficial me pregunta si yo me había leído el Código Penal y le digo que no. Me dice que eso de la manifestación iba en contra del Código Penal y que en Cuba se respetaban los derechos humanos. Lo miré, no dije nada y pensé para mí que eso solo lo puede decir una persona que no sabe qué son los derechos humanos. 



Al rato traen un jolongo (un saco grande) con las cosas que mi familia me había enviado para poder pasar mis días en la prisión. La ponen frente a mi puerta. Al rato viene el oficial para saber si lo había revisado, le digo que no y me lo permite. Lo reviso. Me habían enviado dos termopacks con comida, una jaba de chicharritas, aseo, leche en polvo, azúcar, galletas, panes, confituras, un pomo de jugo de mango, un pomo de refresco de cola, una panetela, aceite, sal, mantequilla, un pedazo de queso, nasobucos, hojas de papel, bolígrafos, un libro de Martí y una nota escrita por mi sobrino de 6 años que decía: “Tío te quiero mucho”. Cuando vi eso se me partió el corazón. 

Los oficiales me insisten para que me desplante y coma, que aproveche esa oportunidad y vaya con mis compañeros. Sin pensarlo mucho me niego. Me advierten que hay cosas que se pueden echar a perder y que debo decidir qué voy a hacer con ellas. Se las doy a ellos y se niegan, no pueden aceptarlo. Les pregunto si puedo mandárselas a mis compañeros de La Barraca y me dicen que no. Le pregunto si a los de aquí se los puedo dar y me dicen que sí. Entonces les doy los termopacks (que ni siquiera vi que tenían, porque si los veo se acaba mi séptimo día de huelga de hambre) a los presos de la celda de al lado mío. Le llevo la panetela y el pedazo de queso a Santana, las chicharritas al preso de al lado de él y a otros de la celda contigua le doy el pomo de jugo de mango. Cierro el jolongo. Me encierran y se llevan el saco para un lugar donde me lo guardarán. 

Por las mañanas pasaba casi siempre un doctor que me pesaba y me medía. La pesa estaba ahí mismo en la caseta, pero parecía no estar en buen estado. 

Tuve varias conversaciones con Quitana y con Valle donde me reiteraban que no iba a lograr nada con la huelga de hambre, que nadie me vendría a ver, nadie de la Fiscalía ni de ningún otro lugar, que estaba atentando contra mi salud y afectando a mi familia. Que ellos no tenían nada que ver con lo que había pasado anteriormente. 

Me preguntan si era miembro de algún movimiento opositor. Yo les dije que no era miembro de ningún movimiento, que simplemente esta era la única arma, la única acción que tenía a mi disposición para manifestar mi descontento ante tanta injusticia, que ya no me importaba nada. Que me perdonaran, que no era nada personal contra ellos, que yo era consciente que no tenían nada que ver con nada de lo anterior, pero que ellos formaban parte de esa estructura. En otro momento, me sacó de la celda Valle para persuadirme de que no había necesidad de que yo estuviera en la celda de castigo bajo esas circunstancias tan difíciles, con calor y mosquitos, que fuera con mis compañeros que estaban ríendose, haciendo cuentos, viendo televisión, que fuera para que pudiera pintar. Me repite que con buena conducta esa sentencia se rebaja. Me habla de Orlando Zapata y cómo se murió por gusto, que ya nadie se acuerda de él, que a nadie le importa, que eso solo sirvió para que la familia saliera del país. Escucho todo callado, sin ceder en mi posición. 

Viene una persona de la Fiscalía a preguntarme si voy a apelar. Le digo que no, que dadas las circunstancias de mi juicio no tengo fe ni creo en la justicia del sistema judicial cubano.

Cada salida de la celda era un alivio porque cogía sol, pero al mismo tiempo se siente más la debilidad al caminar y el estar parado. Ya era imprescindible para mí salir con el pomo de agua a donde quiera que fuera. 

Por esos días, varios presos entran y salen de la celda de castigo. Pienso en mi madre, en mi familia, en mis amigos, en esta difícil prueba, para ellos, para mí, cuándo podré verlos y hasta cuándo podré resistir. Para levantarme tenía que hacerlo suave porque me daba mareos. 

Ya en el noveno día de huelga de hambre y cuarto día de estar en Valle Grande me llaman por la noche. Me dicen que lo recoja todo. Me parece que me van a trasladar a algún lado. Cuando llego, hay dos oficiales que me preguntan mi nombre; quiero saber para dónde voy, parece ser que a 100 y Aldabó de nuevo. Viene una persona de la Fiscalía a preguntarme si voy a apelar. Le digo que no, que dadas las circunstancias de mi juicio no tengo fe ni creo en la justicia del sistema judicial cubano; me pide que lo manifieste por escrito, lo hago y lo firmo. En eso escucho a Quintana hablando por teléfono: “No lo pueden soltar que él está plantado y si los de aquí se enteran es una candela. Entiéndeme a mí, analicen eso que después se me plantan toda esa gente aquí”. Me quedo frío escuchando eso. 

Veo que los oficiales se marchan con otro preso. Quintana viene hasta donde estoy yo y me dice: “Escúchame bien. Mañana vienen tu mamá y una funcionaria de Cultura a hablar contigo. ¡Escucha bien lo que te van a decir! ¿Ok?”. Le digo que está bien, pensando para mis adentros en qué será todo eso. 

Me lleno de esperanzas por la llamada que escuché. Puede haber una oportunidad de poder salir. Me regresan a la celda. 

Esa noche no pude dormir casi, nada más por el desespero de que llegara el otro día. Pienso en montones de variantes de estrategias que puedan usar contra mí, refresco de todo eso y dejo de pensar. Será lo que Dios quiera. 

En mi décimo día de huelga de hambre, ya avanzada la mañana, me buscan, me esposan y me llevan a un edificio donde subo unas escaleras para entrar en una oficina. Allí están mi hermano, mi mamá, la sicóloga, otro oficial, el teniente coronel Quintana y el mayor Valle. Me quitan las esposas y entro a una sala. Siento tremenda alegría al ver a mi madre y a mi hermano. Mi mamá se veía preocupada, la miro a los ojos para decirle que estoy bien. 

La conversación que tenemos a continuación es para informarle a mi familia, en una especie de careo, de mi estado por la huelga de hambre y para que yo supiera que ya mi familia estaba gestionando la apelación de mi caso. 

Le pido que si me puede hacer el favor decirle a mi sobrino “que ando con Walter Kaka fajado contra los tiburones”. 

Primeramente, para que a través del convencimiento de mi familia yo terminara la huelga, pues mi hermano me dice que consiguió un buen abogado que me va a defender y que le hacía falta que yo estuviera bien para estar en comunicación con él. Y, para poder recibir o hacer llamadas, debía terminar la huelga. Estaba también el hecho de qué tan bien de salud podría estar yo para cuando se realizara la apelación, que no iba a ser pronto. Debía, pues, tomar una decisión. Mi mamá trata de presionarme para ello; mi hermano, más persuasivo, me dice que respeta lo que vaya a hacer, pero que no deje de considerar lo que me ha dicho. Quintana describe el estado de mi celda, las conversaciones tenidas conmigo y la diferencia de mi persona con otros tipos de reo con respecto al trato que se me ha dado. Habla de cómo evitó que me llevaran a 100 y Aldabó para ver si yo recapacitaba; eso realmente no lo puedo corroborar porque cuando me llamaron iban sin mis pertenencias. 

La sicóloga y la oficial también hablan y dan sus criterios sobre la necesidad de poner fin a la inanición. Le dirijo unas palabras de fuerza a mi mamá para que pueda vencer esta prueba. Le menciono que todavía no puedo decirle nada, que lo voy a pensar y que voy a esperar a ver qué tiene que decirme la funcionaria de Cultura. Mi hermano me pregunta par de veces si había hablado con una periodista y le digo que no. Según él, a los oficiales, al oír eso, les cambia el rostro. Por mi mamá me entero del apoyo de todos mis familiares, amigos y desconocidos hacia mi caso en Internet. Me dice: “No te puedes imaginar del millón de gente que se ha preocupado por ti. Ha sido muy grande!!!!!”. Me alegra saber esa noticia, me regocija, sabiendo en el fondo que mis amigos no me abandonarían, pero que siempre es complicado dadas las circunstancias y el miedo que sienten las personas. Me despido de mi mamá y de mi hermano, me ponen las esposas y me regresan a la celda. 

Empiezo a pensar en todo lo ocurrido para tomar una decisión. Escojo desde lo más profundo de mi corazón no parar la huelga de hambre hasta unos días más para ver si puedo hacer presión con respecto a la apelación, no fuera a ser que esta se fuera a demorar. Por lo menos probar esa opción. Renuncio a la comunicación con mi abogado, pues dependía de que yo dejara la huelga. Ya se verá cómo y cuándo me podré ver con él. Solo me queda esperar por el encuentro con la funcionaria de Cultura. 

Era sábado ya por la tarde y todo pintaba a que no iba a ver a nadie. En eso vienen a buscarme, una vez más me llevan al mismo edificio, pero esta vez a otra oficina. Allí están Quintana, Valle y la funcionaria de Cultura. Nos saludamos, me parece conocida. Me dice que trabajó en el Instituto Superior de Arte, que me conoce y que ha visto mi obra. Me nombra artistas amigos que se han acercado a ella preocupados por mí. Me empieza a preguntar por qué no comía. Le explico mis razones. Ella insiste en que eso va en contra de mi salud y que está haciendo todo lo posible desde lo institucional para viabilizar mi caso, pero que le hace falta que yo pare con la huelga. Me disculpo con ella y le expreso que decidí seguirla, después de pensarlo mucho. Se me queda mirando un rato. Me dice que ella está diariamente en comunicación con mi mamá y que no le puedo hacer eso a ella, a mi familia. Me acuerdo de que cuando vinieron mi hermano y mi madre no le mandé saludos a mi cuñada y a mi sobrino, y le pido que si me puede hacer el favor de mandarle un beso a mi cuñada y a mi sobrino, y decirle a este último “que ando con Walter Kaka fajado contra los tiburones”. 

Me afirma que le va a dar mi recado. Me cuestiona que no hay necesidad de fajarse con ningún tiburón, le respondo que eso es simplemente una historia inventada que yo le hacía a él. Ella me sigue insistiendo para que lo piense y le digo que sí, pero que no le prometo nada. Se acaba el encuentro y me regresan para mi celda. 

El día no salió tal cual había pensado, las expectativas fueron de poder irme y no sucedió, todo giró únicamente alrededor de que abandonara la huelga de hambre. Me empieza a doler un poco la cabeza, me siento caliente. El estrés parece pasarme factura y me entra la duda de no poder resistir más días. Tomo agua y me acuesto. La tarde avanza hacia casi la noche. Me llaman para decirme que lo recoja todo. Pienso una vez que me van a trasladar hacia otra prisión, quizá 100 y Aldabó. 

Me resulta increíble el estar libre. Vamos rumbo a mi casa.

Ando con el jolongo con todas mis cosas, sin poderlo cargar por la escasez de fuerza. El oficial me ayuda. Llegamos una vez más al mismo edificio, a otra oficina. Entro y está Quintana con varios oficiales, entre ellos la capitana jefa de Daniel que me extiende una hoja. Quintana me explica que ponga mi nombre y mi firma, que se me ha puesto como medida cautelar prisión domiciliar hasta la apelación. 

Mi sorpresa es inmensa, no lo puedo creer. Voy a ser libre. Me voy para mi casa. Entra la funcionaria de Cultura, que al parecer no se había ido. Ella, quizás, es la mediadora y la responsable de todo eso. 

Se quedan con mi carnet y me entregan un pequeño papel que tiene puesto la medida, mi nombre y la firma del teniente coronel Quintana. Entrego el uniforme y me pongo mi ropa. 

Bajamos del edificio y nos montamos en el carro de la funcionaria, que me va a llevar hasta mi casa. Ya es de noche y vamos a buscar a otro artista que también van a sacar de la Prisión Jóvenes del Cotorro. Antes, ella se encarga de avisarle a mi mamá por teléfono de que voy en camino y estalla de alegría. Se monta por fin el artista y por el camino conversamos de arte. Mientras, miro las calles, los lugares que dejamos atrás, me resulta increíble el estar libre. Vamos rumbo a mi casa.




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Presos políticos en Cuba: números y juicios en torno al 11J

Camila Rodríguez y Salomé García

La cantidad de presos políticos cubanos a partir de enero de 1959 ha sido un eje fundamental para definir el totalitarismo en Cuba.