Ellos lo saben todo sobre los teléfonos móviles

Para intentar imponer algo de orden al comportamiento de mi doble durante los dos primeros años de la pandemia de Covid-19, me ha resultado útil dividir ese periodo en dos fases: Antes de Bannon y Después de Bannon.

El tiempo antes de Bannon fue una etapa turbulenta y caótica para la Otra Naomi. Tuiteaba y transmitía en directo con una insistencia alarmante, pero sus quejas eran dispersas y sin foco. Afirmaba, por ejemplo, que los niños habían perdido el reflejo de sonreír por culpa del uso obligatorio de mascarillas, basándose únicamente en sus propias observaciones de algunos pequeños que, quizá, simplemente estaban teniendo un mal día. Sostenía haber escuchado a dos empleados de Apple en un restaurante de Manhattan hablar de “vacunas con nanopatículas [sic] que te permiten viajar en el tiempo” (al parecer, confundiendo una conversación sobre la función Time Travel del Apple Watch con una reunión secreta sobre una máquina del tiempo real). Y no olvidemos las declaraciones más extraordinarias: la de poner en cuarentena los excrementos de las personas vacunadas o la diatriba sobre el “contagio” de la vacuna y la infertilidad.

Debió de ser un periodo miserable. La suspendían y bloqueaban de manera reiterada en sus redes sociales por infringir las normas contra la desinformación médica. Recibía una avalancha de insultos y burlas en Internet (algo que yo conocía mejor que nadie, salvo ella misma). Según contaba en Twitter, sus propios amigos le enviaban mensajes de una sola palabra: “Para”. Mientras tanto, empezaban a aparecer artículos titulados “¿Qué le pasó a Naomi Wolf?” en medios que antes la habían tratado con respeto, y que ahora revisaban críticamente su trayectoria: “La locura de Naomi Wolf”, en The New Republic; “La caída de Naomi Wolf, de icono feminista y del Partido Demócrata al ‘remolino conspirativo’”, en Business Insider; “Un clásico del feminismo moderno cambió mi vida. ¿Era en realidad una basura?”, en Slate. Y aun así, ella seguía adelante, rociando Internet con un flujo constante de sus teorías más extravagantes.

Un momento especialmente lamentable llegó cuando cayó en una broma en línea y compartió la foto de un supuesto “médico” que parecía cuestionar la campaña de vacunación. Resultó que el médico citado no era médico en absoluto, sino un conocido actor porno vestido con bata quirúrgica y un estetoscopio al cuello. El tuit que revelaba la broma (ideada por Ken Klippenstein, de The Intercept) recibió setenta y un mil “me gusta”.

La suerte de Wolf cambió drásticamente en marzo de 2021, un año después de que se declarara la pandemia mundial. Es el comienzo de la era Después de Bannon. En este periodo, Wolf ajustó y afinó su mensaje sobre la Covid, concentrándose en un conjunto de temores relacionados con la posible implantación de los llamados “pasaportes de vacunación”. 

La idea de utilizar certificados de vacunación para viajar internacionalmente se había planteado meses antes en un elegante vídeo producido por el Foro Económico Mundial como parte de su campaña del “Gran Reinicio”. Israel ya usaba aplicaciones digitales de vacunación para controlar el acceso a espacios interiores, y el Gobierno británico había empezado a debatir la posibilidad. Wolf predijo que Norteamérica sería la siguiente (una apuesta segura) y afirmó que el mundo se acercaba a un “precipicio” para la libertad humana del que ya no habría retorno, un mensaje que repitió en múltiples medios de comunicación de derechas, incluido el entonces programa más visto de la televisión por cable estadounidense, Tucker Carlson Tonight (posteriormente cancelado), de Fox News, con una audiencia media diaria de tres millones de espectadores. 

El presentador —conocido por elogiar a autoritarios como Viktor Orbán, de Hungría, y por alimentar la violencia antiinmigrante repitiendo la llamada teoría del Gran Reemplazo— cayó rendido ante Wolf y su mensaje de impacto. Era un mensaje que se resumía a la perfección en el título que ella misma eligió para uno de sus vídeos más exitosos, con más de 180.000 visualizaciones solo en YouTube: “Mira a la Dra. Naomi Wolf explicar por qué los pasaportes de vacunación equivalen a la esclavitud eterna”.

Mi doble rara vez ha evitado la retórica extrema: lleva desde 2007 advirtiendo de golpes de Estado inminentes y acusando a Estados Unidos de deslizarse “continuamente hacia el fascismo”, además de haber afirmado que “Obama ha hecho cosas que hizo Hitler”. Este tipo de desmesura representa, lo he notado, un problema cada vez que Wolf intenta lanzar una nueva alarma: ¿cómo encontrar palabras lo bastante potentes como para convencer a la gente de que, esta vez, sí se trata de la gran amenaza? Lo entiendo: yo misma he publicado más de dos mil páginas sobre la crisis climática y me paso la vida buscando nuevas formas de expresar que estamos deshaciendo el tejido que sostiene la vida humana y no humana —con la diferencia de que, en mi caso, es verdad.

Sobre los pasaportes de vacunación, Wolf encontró nuevas armas para la escalada. Afirmó que los pasaportes eran “una plataforma totalitaria y tiránica” y “la herramienta más peligrosa a la que se ha enfrentado la humanidad en toda su historia”, y que “las personas que poseen estos datos van a gobernar el mundo”.

En el vídeo “esclavitud para siempre”, así como en el programa de Carlson y en el de Steve Hilton en Fox News (The Next Revolution), todos grabados con pocos días de diferencia, Wolf expuso su argumento. Sostuvo que las aplicaciones de verificación de vacunación, que algunos gobiernos llamaban imprudentemente “pasaportes”, no eran lo que parecían. En lo que describió como su “advertencia más seria hasta la fecha”, aseguró que esas aplicaciones eran en realidad un intento encubierto de instaurar un “sistema de crédito social al estilo del Partido Comunista Chino”: una referencia a la red de vigilancia omnipresente de China, que permite al Gobierno clasificar a sus ciudadanos según su supuesta virtud y obediencia, una jerarquía inquietante que puede determinar desde el acceso a la educación hasta la concesión de préstamos, y que forma parte de un sistema de control más amplio que localiza a los disidentes para arrestarlos y censura sin piedad toda crítica al partido gobernante. Según Wolf, la aplicación de vacunación era lo mismo: un sistema que “esclaviza a mil millones de personas”.

Explicó que los códigos QR del estado de vacunación, escaneados para entrar en restaurantes, teatros y otros lugares, no solo proporcionarían a las autoridades sanitarias datos sobre la presencia de una persona en esos espacios cerrados. También permitirían, según ella, que un Estado “tiránico” supiera con quién te reunías y de qué hablabas; no solo en los restaurantes donde se hubiera escaneado el código, sino también, de forma inexplicable, en tu propia casa: “Si estás hablando de organizar una protesta, escribir un artículo de opinión o movilizar apoyos para que un representante apruebe una ley que revoque este sistema, la plataforma lo sabrá”. En Israel, dijo, los pasaportes ya habían producido “una sociedad de dos niveles”, con “ciudadanos de segunda categoría”. Cabe destacar que no se refería a los palestinos, que desde hace tiempo viven como auténticos ciudadanos de segunda, sino a los judíos israelíes que decidieron no vacunarse. Cuando aplicaciones similares llegaran a Estados Unidos, advirtió, si no te vacunabas o eras “un disidente”, quedarías “en una categoría de segunda clase para el resto de tu vida. Y tu familia también”.

Hasta entonces, Wolf había descrito las vacunas como graves amenazas para la salud, y volvería a hacerlo, sugiriendo, sin pruebas, que las inyecciones eran un “arma biológica” china dirigida contra Occidente. Sin embargo, en esos programas de Fox News parecía sostener que la propia vacuna era algo secundario. Dijo a Hilton:

No se trata de la vacuna, no se trata del virus, se trata de tus datos… Lo que la gente tiene que entender es que cualquier otra funcionalidad puede cargarse en esa plataforma sin ningún problema. Y eso significa que puede fusionarse con tu cuenta de PayPal, con tu moneda digital; Microsoft ya está hablando de integrarla en los sistemas de pago, tus redes pueden ser absorbidas, te geolocaliza en todos tus movimientos. Tu historial crediticio puede incluirse, y todo tu historial médico también.

En el vídeo “esclavitud para siempre”, Wolf afirmaba que “la lectura automática evalúa lo que has dicho en las redes sociales. Así que si has sido demasiado conservador o demasiado liberal… la lectura automática se lo comunicará a PayPal, y PayPal reducirá o aumentará los intereses de tu tarjeta de crédito”. La aplicación, continuaba, también rastrearía tus historiales de búsqueda. Y si hacías algo indebido, “tendría el poder de apagar tu vida”.

Por si los espectadores no estaban lo suficientemente asustados, se aferró a un detalle sobre IBM, que estaba proporcionando apoyo de datos en el Estado de Nueva York, para llevar la comparación hasta el extremo. “IBM tiene una historia horrible con la Alemania nazi”, dijo Wolf a Hilton. “Su filial creó una especie de precursor de esto, con tarjetas perforadas que permitieron a los nazis mantener listas de —de nuevo, una sociedad de dos niveles— arios y judíos, de forma que pudieran reunir rápidamente a los judíos, a los disidentes, a los líderes de la oposición. Es catastrófico, no se puede permitir que continúe”. Pero, cabe preguntarse, ¿cómo podía instaurarse semejante distopía atroz a través de una aplicación de vacunación? Muy fácil, explicó Wolf: bastaba con “un pequeño ajuste en el sistema”.

Conviene dejarlo claro una vez más: nada de esto es cierto. Escanear un código QR para entrar en un restaurante o un estadio no permite al gobierno escuchar las conversaciones que mantengas allí, como afirmaba Wolf. Cuando no se está escaneando (lo que ocurre la mayor parte del tiempo), un código QR tampoco tiene la capacidad de “geolocalizarte”, ni puede encontrarte en tu casa. No conoce tu historial de búsqueda, no está vinculado a PayPal y no puede “apagar” tu vida. No es un sistema de crédito social ni tiene relación alguna con lo que hizo IBM en la Alemania nazi. Se trata simplemente de un sistema que indica, con un sí o un no, el estado de vacunación, y ningún “ajuste en el sistema” cambia estos hechos. Por precaución, y para no confiar ciegamente, confirmé estos puntos con la Electronic Frontier Foundation, la principal organización dedicada a la defensa de la privacidad digital y las libertades civiles en Internet. Alexis Hancock, directora de ingeniería y especialista en pasaportes de vacunación de la EFF, explicó en un correo electrónico que “la tecnología en sí no envía ninguna señal al gobierno sobre tu ubicación” y que la afirmación de que la aplicación escucha “es realmente descabellada”.

Ha habido un par de casos en Australia Occidental en los que la policía accedió a datos procedentes de escaneos de aplicaciones de vacunación durante investigaciones sobre delitos violentos. El gobierno reaccionó rápidamente introduciendo una ley que prohibía ese tipo de uso, dejando claro que la aplicación no era una herramienta para resolver crímenes. Pero lo que más me llamó la atención de este brusco descenso en la montaña rusa de Wolf fue que lo que describía en Fox no era, en realidad, un pasaporte de vacunación. Lo que estaba describiendo era, más bien, la sensación cada vez más común de hallarse a merced de tecnologías omnipresentes, gobernadas por algoritmos opacos cuyas decisiones —a menudo arbitrarias y con enormes consecuencias— quedan fuera del alcance de las leyes existentes. Visto en ese contexto, no debería sorprender que su estado de alarma resonara entre quienes se toparon con sus vídeos. Sus afirmaciones eran en gran parte fantásticas, pero Wolf estaba proporcionando algo que la gente claramente deseaba y necesitaba: un punto focal para canalizar su miedo y su indignación frente a la vigilancia digital.



Los caminos no tomados

Podemos debatir legítimamente sobre la decisión de los gobiernos de haber puesto gran parte del peso del control del virus en las vacunas y en las aplicaciones para teléfonos móviles —en lugar de, por ejemplo, mantener la obligatoriedad del uso de mascarillas en interiores e invertir más en los sistemas públicos de salud, contratando a muchos más enfermeros y subiendo sus salarios para evitar el colapso hospitalario. Sin mencionar el suministro constante de pruebas rápidas gratuitas para uso doméstico, el acceso a equipos de protección adecuados en los lugares de trabajo y, de forma crucial, la garantía de bajas por enfermedad suficientes para que ningún trabajador se viera obligado a acudir al trabajo estando contagioso. 

En la primera fase de la pandemia también podrían haberse realizado inversiones importantes en rastreo de contactos a nivel comunitario, lo que habría tenido el beneficio añadido de crear empleo en zonas desatendidas. Y podrían haberse impulsado esfuerzos mucho más sólidos para instalar sistemas de filtración de aire de alta calidad en los espacios públicos, incluidas las escuelas, además de contratar más profesores y asistentes para reducir el tamaño de las clases; todas ellas son medidas que han demostrado reducir la propagación del virus y aportar beneficios claros tanto a alumnos como a educadores. 

Estas son solo algunas de las formas en que los servicios sociales deteriorados y las redes de seguridad podrían haberse ampliado y reforzado para permitirnos vivir con menos estrés, más felicidad y más plenitud pese a la presencia del virus.

En abril de 2022, Beatrice Adler-Bolton, activista por la justicia para las personas con discapacidad, expuso cómo podría haberse desarrollado un enfoque alternativo de este tipo en Estados Unidos:

No podemos depender únicamente de la tecnología farmacéutica. También debemos utilizar todas las tecnologías sociales, económicas y políticas a nuestro alcance —tan útiles como las vacunas o los antivirales— como el distanciamiento social, el uso de mascarillas, las bajas pagadas, la prevención de desahucios, la reducción del daño comunitario, la mejora de la ventilación, las inversiones en infraestructuras, el Medicare universal, la cancelación de la deuda, la reducción de la población carcelaria y mucho más. Estas son solo algunas de las herramientas sociales y fiscales que podríamos utilizar no solo para ayudar a las personas a sobrevivir a la pandemia, sino a prosperar a pesar de ella.

Por desgracia, nunca llegó a existir una estrategia de organización verdaderamente masiva para impulsar una agenda tan ambiciosa, de modo que los gobiernos rara vez se vieron obligados a considerarla seriamente. Optaron, en cambio, por la vía más fácil —y más grata para los grandes donantes—: confiar casi por completo en las vacunas y las aplicaciones de verificación para sostener el peso del control del virus en Norteamérica y Europa. Como en tantos otros ámbitos de nuestra cultura —desde las prácticas laborales abusivas hasta el colapso climático—, la carga de la respuesta ante la pandemia se trasladó de lo colectivo a lo individual, todo en nombre de la vuelta a la normalidad empresarial: “¿Te has puesto la vacuna?”, “Enséñanos la prueba”. Con mucha menos frecuencia preguntamos si los empleadores habían garantizado lugares de trabajo seguros, o si los gobiernos habían asegurado entornos educativos y sistemas de transporte que lo fueran.

Con diferencia, la medida más significativa que podrían haber adoptado los gobiernos de los países ricos para detener la propagación de nuevas variantes habría sido hacer que las vacunas fueran gratuitas y accesibles para toda la población mundial al mismo tiempo que se distribuían a nivel nacional. La suspensión de las patentes de las farmacéuticas habría estado más que justificada, puesto que el desarrollo y la distribución de las vacunas se financiaron en gran parte con dinero público. Y el coste habría sido relativamente bajo: el economista jefe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos estimó que vacunar al mundo entero habría costado 50.000 millones de dólares, apenas un poco más de lo que pagó Elon Musk para convertir Twitter en su juguete personal. Pero hacerlo habría exigido una exención de las protecciones de propiedad intelectual en la Organización Mundial del Comercio, lo que habría permitido levantar las patentes que han permitido a un puñado de farmacéuticas tratar las vacunas como licencias para imprimir dinero. Así, solo Pfizer obtuvo 37.000 millones de dólares por la vacuna contra la Covid en 2021. A finales de ese mismo año, mientras países como el mío ya administraban terceras dosis, solo el 7,5% de los africanos había recibido una.

Patrick Wilcken, responsable de empresa y derechos humanos de Amnistía Internacional, calificó el acaparamiento y el lucro de las farmacéuticas como “un fracaso de proporciones catastróficas”, y añadió: “La sed aparentemente insaciable de beneficios de las grandes compañías farmacéuticas, como Pfizer, está alimentando una crisis de derechos humanos sin precedentes. Si no se frena, los derechos a la vida y a la salud de miles de millones de personas en todo el mundo seguirán en peligro”.

Y como los virus mutan y cruzan fronteras, esta actitud fue además extraordinariamente imprudente. Como predijo correctamente la directora de vacunación de la Organización Mundial de la Salud, Kate O’Brien, respecto al nacionalismo vacunal: “No va a funcionar. No va a funcionar desde el punto de vista epidemiológico ni desde el punto de vista de la transmisión, a menos que la vacuna llegue realmente a todos los países”. (Como nos enseñan los dobles, aislar lo que está intrínsecamente conectado rara vez termina bien).

También hubo costes sociales dentro de los países ricos por haber basado en las vacunas y en las aplicaciones de verificación gran parte de la estrategia de control del virus. Cada vez que el acceso a espacios o servicios exige un teléfono inteligente y un código QR, se margina aún más a quienes carecen de vivienda u otros recursos y tienen menos posibilidades de acceder a esas herramientas: “la subclase viral”, como la denomina el escritor Steven W. Thrasher, en referencia a los grupos ya marginados que son tratados como desechables en tiempos de pandemia.

Estos son debates difíciles pero necesarios, que deben ir acompañados de un reconocimiento honesto de las historias brutales que explican la desconfianza hacia los programas sanitarios obligatorios en amplios sectores de las comunidades negra, indígena, puertorriqueña y de personas con discapacidad. Son algunos de los grupos que, durante el último siglo, han sido víctimas de programas de esterilización forzosa y de experimentos médicos encubiertos. Entre los más infames está el experimento de Tuskegee, en la década de 1930, en el que a cientos de hombres negros de Alabama se les administraron placebos en lugar de los mejores tratamientos disponibles para la sífilis, lo que provocó la muerte de muchos de ellos. Como en otras conspiraciones reales, este cruel y poco ético experimento fue encubierto durante décadas, y quienes intentaron denunciarlo fueron ignorados.

El ajuste de cuentas con esas historias lleva mucho retraso; en su ausencia, las autoridades sanitarias se encontraron con que sus intentos por combatir la Covid en las comunidades marginadas se topaban con frecuencia con el escepticismo. Estas dinámicas también hicieron que algunas de esas comunidades se convirtieran en presa fácil para los vendedores de desinformación como mi doble, con sus declaraciones incendiarias en Fox, donde equiparaba las aplicaciones de vacunación con la colaboración de IBM en la maquinaria de exterminio nazi.



Conectando con nuestros miedos tecnológicos

Hubo algo más que resultó novedoso en mi doble durante este período. A medida que Wolf centraba sus advertencias apocalípticas en las aplicaciones de vacunación, adoptó también una nueva forma de presentarse y de referirse a su propia experiencia, claramente pensada para conferirle autoridad en ese debate. Durante tres décadas, Naomi Wolf se había definido como escritora y exasesora política. Y sigue haciéndolo. Pero cuando empezó a aparecer en el programa de Carlson y en otros similares, comenzó a introducir sus intervenciones sobre las aplicaciones de vacunación con algo que yo no le había oído decir antes: “Hablo como directora ejecutiva de una empresa tecnológica” o “Soy la directora ejecutiva de una empresa tecnológica”.

¿Lo soy? Quiero decir: ¿Lo es?

Esta sorprendente afirmación resultó referirse a DailyClout, un sitio web entonces oscuro y de escaso tráfico que albergaba sus blogs y vídeos, y que además hacía la llamativa afirmación de ser un avance tecnológico porque permitía acceder fácilmente a borradores de legislación poniéndolos en línea (aunque los proyectos de ley estadounidenses ya son públicos y accesibles gratuitamente en páginas como GovTrack.us). Antes de sus apariciones en Fox, el sitio —que afirmaba convertir a los ciudadanos comunes en lobistas— registraba solo unos pocos miles de visitas al mes, e incluso hubo un mes en que apenas alcanzó trece.

Empecé a notar otros cambios en esta nueva versión de mi doble, lista para Fox y autoproclamada directora ejecutiva tecnológica. Desde The End of America, Wolf había recurrido con frecuencia al patriotismo estadounidense como argumento para oponerse a las restricciones de las libertades civiles (“Los fundadores no crearon la libertad para los Estados Unidos, sino los Estados Unidos para la libertad”, era una de sus frases habituales). Sin embargo, en sus mensajes sobre los pasaportes de vacunación adoptó un tono mucho más nacionalista y procapitalista que en cualquier otro momento anterior. Describía un mundo en el que las medidas sanitarias contra la Covid eran el frente de una guerra civilizatoria entre Oriente y Occidente. Una y otra vez, invocaba al Partido Comunista Chino (CCP): en su vídeo de quince minutos slavery forever, lo mencionaba cinco veces, el mismo número que la palabra “Occidente”.

“Esto es literalmente el fin de la libertad humana en Occidente, si este plan se desarrolla como está previsto”, dijo Wolf a Steve Hilton en marzo de 2021. Si los pasaportes llegaban a hacerse realidad, añadió en su propio vídeo, “no habrá capitalismo”. Según ella, las empresas tecnológicas (con su exclusión de cuentas que difundían desinformación) y el gobierno (con sus distintas medidas frente a la Covid) ya estaban aplicando “una forma de condicionamiento tipo Partido Comunista Chino… nos están condicionando para dejar de ser miembros de Occidente”. En el fondo, todas las respuestas frente a la pandemia tenían como objetivo “debilitar a Occidente, debilitar nuestra sociedad, debilitar a nuestros hijos”. Era, según dijo, “antiamericano”.

Por suerte, Wolf tenía un plan para contraatacar. Explicó que su página web se estaba convirtiendo en un centro de distribución de “modelos de legislación” que los activistas podrían usar a nivel estatal para bloquear futuras medidas de salud pública y defender lo que ella denominaba las “Cinco libertades”. Las definía como el derecho a estar libre de: la obligatoriedad del uso de mascarillas, los pasaportes de vacunación, el cierre de escuelas, las declaraciones de emergencia y las restricciones al comercio y a los actos religiosos. En resumen, “libertad” significaba privar a los gobiernos de todas las herramientas más efectivas que habían utilizado para controlar el virus, sin proponer nada que las sustituyera. Pero, dado que llevaba meses restando importancia a la gravedad de la pandemia, ¿por qué iban los gobiernos a necesitar esas herramientas?

Debo admitir que, cuando Wolf empezó a hablar de los pasaportes de vacunación como redes de vigilancia masiva, no comprendí del todo el impacto que estaba teniendo. Me centraba en los muchos datos falsos que difundía y en el hecho cierto de que su repentina popularidad en Fox estaba saturando mis propias redes sociales.

Lo que muchos de nosotros, que seguíamos a Wolf con una mezcla de vergüenza y fascinación, no supimos ver hasta qué punto su nuevo mensaje había tocado una fibra sensible, no solo entre la audiencia de Fox, sino también entre un grupo considerable de personas que se identificaban como izquierdistas o progresistas y que estaban aterrorizadas por el mundo de vigilancia Black Mirror que ella describía. 

Su vídeo slavery forever me llegó reenviado por varias personas. Una de ellas era una conocida conspiracionista que me instó a “estudiarlo” y dijo que debíamos luchar contra esa nueva amenaza “con todas nuestras fuerzas”. Otra me pidió consejo para “desprogramar” a un ser querido —una terapeuta de salud alternativa, simpatizante de Black Lives Matter— que había tomado las palabras de Wolf como un evangelio y estaba sumida en una espiral parecida a la de QAnon sobre la “última frontera” en la lucha entre “libertad y esclavitud”.

Volví a revisar los casi mil comentarios bajo el vídeo slavery forever en YouTube, preparándome para el habitual torrente de misoginia por el que la plataforma es tristemente célebre. Para mi sorpresa, los comentarios eran casi unánimemente elogiosos: expresaban adoración por esta “guerrera” y por su “valentía” al decir la verdad. Muchos citaban pasajes de las Escrituras y afirmaban que tanto las vacunas como los pasaportes eran “la marca de la bestia”.

Mi ánimo mejoró brevemente cuando un ejecutivo del sector tecnológico interrumpió aquel festival de alabanzas para explicar que “el pasaporte de vacunación NO es “la misma plataforma” que el sistema de crédito social chino” y tampoco “proviene de un supergobierno autoritario centralizado”. Mi ánimo se desplomó en el acto cuando añadió: “Me resulta evidente que Klein —a quien hasta ahora respetaba— está repitiendo algún tipo de discurso centrado en Occidente”. (Los nuevos seguidores de Wolf se ocuparon de él: “Vete a China y quédate allí. No queremos comunistas como tú aquí. Algún día podría ser peligroso para ti. Solo digo”.)

Wolf no solo apareció siete veces en Fox en menos de dos meses, sino que emprendió una gira: habló en el “FreedomFest” de Mount Rushmore y testificó, invitada por distintos legisladores republicanos, ante varias asambleas estatales en contra de la obligatoriedad de las mascarillas y las vacunas. En la Cámara de Representantes de Maine, su anfitrión fue sancionado por los líderes legislativos por permitir la entrada de Wolf en la sede del Parlamento, que por entonces permanecía cerrada, y se le prohibió llevar más invitados en el futuro. Ocho días después, Wolf viajó a Míchigan —uno de los Estados con más casos de coronavirus en ese momento— para declarar ante el Comité de Supervisión de la Cámara estatal que los pasaportes de vacunación eran equiparables al trato que los nazis dieron a los judíos en los primeros años del régimen.

Una persona que advirtió de inmediato el impacto del nuevo mensaje de Wolf fue Steve Bannon. En el plazo de una semana, comenzó a invitar a la “doctora Wolf” como concurrente habitual en su popular e influyente pódcast War Room, que venía desarrollando en distintas versiones desde que perdiera su puesto como estratega jefe de Donald Trump en 2017, mientras, según se jactó ante The New York Times, construía “la infraestructura, a escala global, del movimiento populista mundial”. A Bannon no le bastaba con Wolf: en ocasiones la recibía varias veces en una misma semana, y siempre promovía con entusiasmo su página web y su fábrica de legislación de las “Cinco libertades”, que dejó de ser un sitio marginal para volverse notorio. 

Comprobé las cifras: en abril de 2021, el mes en que empezó a aparecer con regularidad en el pódcast de Bannon, DailyClout superó las 100.000 visitas únicas, frente a las escasas 851 de un año antes. “Queremos que todos los miembros de la posse apoyen a la doctora Wolf”, dijo Bannon en una de sus efusivas recomendaciones. Cuando The Atlantic lo acusó de engañar a su audiencia por referirse a Wolf como “doctora” en temas de investigación médica, Bannon respondió que su doctorado en Filosofía era “suficiente” para él.

Con el tiempo, no debería sorprender tanto que el discurso de Wolf sobre los pasaportes de vacunación calara con tanta fuerza. Al centrarse en la tecnología y la vigilancia, empezó a explotar miedos culturales profundos y latentes sobre las múltiples formas en que aspectos antes privados de nuestra vida se han convertido en fuentes de beneficio para los gigantes omnividentes de Silicon Valley. Era como si hubiera concentrado todos los temores tecnológicos acumulados —que nos rastrean a través del móvil, que los buscadores nos vigilan, que los altavoces inteligentes nos escuchan, que los timbres con cámara nos espían— y los hubiera proyectado sobre aquellas relativamente inofensivas aplicaciones de vacunación que, según su relato, condensaban en un solo código QR todos los abusos de vigilancia del Gran Gobierno y las grandes tecnológicas, ocultos en “el sistema de fondo”.

Las palabras que decía eran, en esencia, fantasías. Pero emocionalmente, para las muchas personas que la escuchaban, sonaban verdaderas. Y la razón por la que lo parecían es que, en efecto, estamos viviendo una revolución en la tecnología de vigilancia, y tanto actores estatales como corporativos han asumido poderes escandalosos para controlarnos, a menudo en colaboración y coordinación unos con otros. Además, como sociedad, apenas hemos comenzado a comprender la magnitud transformadora de este cambio.

“Esperen a que se enteren de los teléfonos móviles”. Esa es la burla liberal recurrente dirigida a personas como Wolf, que llevan años difundiendo teorías según las cuales las vacunas y los pasaportes de vacunación rastrean secretamente cada uno de nuestros movimientos. Las primeras veces que me topé con ese chiste me reí, sintiéndome tan superior como el chiste pretendía que me sintiera. Pero ahora, después de meses siguiendo el surgimiento de una nueva y poderosa constelación política en la que la estrella de Wolf brilla con fuerza, ya no me hace gracia. Es un grave error subestimarla, o subestimar a los movimientos que ahora ayuda a liderar. Porque aquí hay una versión no irónica de ese “esperen a que se enteren de los teléfonos móviles”: ellos lo saben todo sobre los teléfonos móviles. Lo que no saben es qué hacer con los teléfonos móviles (ni con los altavoces inteligentes, ni con los historiales de búsqueda, ni con el shadow banning, ni con los metadatos del correo electrónico o de las redes sociales…). Y parece que nadie más lo sabe tampoco, ni siquiera quienes están en el poder, que se muestran claramente reacios a poner límites a lo que la profesora de Harvard Shoshana Zuboff ha llamado “capitalismo de vigilancia”. Wolf, con su campaña de las “Cinco libertades” y sus llamamientos a la desobediencia civil antivacunas, está ofreciendo a sus seguidores algo que hacer. Les está diciendo que aún no es demasiado tarde para recuperar su privacidad y sus libertades.

Por supuesto, es un mensaje atractivo. Las dos últimas décadas han sido un goteo incesante de revelaciones asombrosas sobre las múltiples formas en que el registro de nuestras vidas cotidianas e íntimas se ha convertido, de algún modo, en propiedad de otros. Primero llegó la Ley Patriota y, con ella, la expansión global de una industria de vigilancia posterior al 11-S. Luego apareció el denunciante de AT&T para contarnos la existencia de salas secretas desde las que se reenviaban los datos del tráfico global de internet a la Agencia de Seguridad Nacional. Después vinieron las filtraciones estremecedoras de Edward Snowden y la confirmación de esa vasta red de recolección de datos, seguidas del escándalo de Cambridge Analytica y la revelación de que Facebook vendía los datos de los usuarios a terceros para manipular políticamente a la población. Luego surgió Pegasus, el programa espía israelí con capacidad de camuflarse, que los gobiernos de todo el mundo utilizaban para obtener acceso total a los teléfonos de sus oponentes y críticos.

Y así sucesivamente. Gota a gota. Gota a gota. “Alexa ha estado escuchándote todo este tiempo”, decía un titular de The Washington Post en 2019. “Tus aplicaciones saben dónde estuviste anoche y no lo mantienen en secreto”, titulaba The New York Times en 2018. “No estás paranoico: tu teléfono realmente te escucha”, publicaba USA Today. Gota a gota. Gota a gota. Oímos hablar de las cámaras de vigilancia domésticas pirateadas y convertidas en dispositivos espía; de las grabaciones de los timbres Ring entregadas a la policía; del software “God View” de Uber, supuestamente usado por empleados para espiar a pasajeros y a exnovias; de los miles de millones de fotos personales extraídas por empresas de reconocimiento facial para entrenar sus sistemas; de las aplicaciones de seguimiento menstrual que podrían usarse para enjuiciar a las mujeres que decidan interrumpir su embarazo en cualquiera de los Estados que se han apresurado a penalizarlo.

Hoy, todo aquel que está conectado sabe, al menos en parte, cómo funciona esto. Sabe que los lugares que visitamos, las personas a las que amamos, lo que creemos y cómo se comportan nuestros cuerpos están ahí fuera, flotando en el éter, fuera de nuestro control. Y, sin embargo, la respuesta ante esta realidad extraordinaria ha sido, hasta ahora, extrañamente apagada, sublimada en gran medida en un humor irónico, como ese “esperen a que se enteren de los teléfonos móviles”.



Gólems digitales

En mi curso El yo corporativo, analizamos esta arquitectura de vigilancia como la cara oculta de la cultura de la marca personal y de la performance identitaria. Cuanto más aceptamos la premisa de que debemos estar conectados para todo —para aprobar, odiar o compartir— y cuanto más asumimos el contrato tácito que implica intercambiar privacidad por la comodidad que ofrecen las aplicaciones, más puntos de datos pueden aspirar las empresas tecnológicas sobre nosotros. Y con esos datos crean nuestros verdaderos dobles digitales: no los avatares aspiracionales que muchos fabricamos conscientemente con fotos cuidadosamente seleccionadas y filtradas, o con publicaciones de tono perfectamente calibrado, sino los dobles que innumerables máquinas construyen con los rastros de información que dejamos cada vez que hacemos clic, miramos algo, olvidamos desactivar la localización o pedimos cualquier cosa a un dispositivo “inteligente”. Cada punto de datos extraído de nuestra vida en línea vuelve a ese doble más nítido, más complejo y más capaz de influir en nuestro comportamiento en el mundo real.

Este doble fabricado por las máquinas —o, quizá, deberíamos llamarlo gólem digital, porque está ensamblado a partir de fragmentos de datos inanimados— no lo hacemos nosotros. Está hecho de percepciones, interpretaciones y predicciones externas sobre quiénes somos. En ese sentido, tiene mucho en común con un doble humano: alguien con quien el mundo te confunde, que no eres tú, pero que puede afectar profundamente a tu vida.

Y ahora que las máquinas han devorado tanto de nosotros, atiborrándose de nuestros hábitos y rarezas, pueden producir réplicas verosímiles de nosotros en cuestión de instantes. Mis amigos artistas visuales y compositores están aterrados ante lo que el futuro les depara cuando los programas de inteligencia artificial puedan recibir la instrucción de crear arte “al estilo de” ellos… y generar copias aceptables en unos segundos. Nick Cave, al enfrentarse a una canción escrita por ChatGPT “en el estilo de Nick Cave”, describió el fenómeno como “una travesía de la réplica… una grotesca parodia de lo que significa ser humano”.

Hay algo particularmente humillante en enfrentarse a una mala réplica de uno mismo, y algo verdaderamente inquietante en hacerlo ante una buena. Ambas provocan el inconfundible estremecimiento del doble. Un estremecimiento que se convierte en temblor cuando comprendemos que no solo los individuos están siendo copiados artificialmente, aunque sea de forma burda, sino la totalidad de la existencia humana. La inteligencia artificial es, al fin y al cabo, una máquina de reflejar y de imitar: le damos de comer las palabras, ideas e imágenes que la especie humana ha logrado acumular (y digitalizar) a lo largo de su historia, y esos programas nos devuelven algo que resulta extrañamente parecido a la vida. Un mundo de gólems.

“Prefiero que me salgan anuncios de zapatos bonitos que me gustan antes que ver publicidad de un montón de cosas feas que no quiero”, dijo una alumna en una de las primeras clases. En nuestros debates, acabamos llamando a esto “el problema de los zapatos bonitos”, porque resume una de las principales razones por las que el capitalismo de vigilancia y la revolución de la inteligencia artificial lograron colarse en nuestras vidas con tan poco debate. Muchos de nosotros apreciamos cierto grado de personalización automática, especialmente los algoritmos que nos recomiendan música, libros o personas que podrían interesarnos. Y, al principio, el riesgo parecía bajo: ¿acaso importa tanto que veamos anuncios y sugerencias basadas en nuestros gustos? ¿O que los chatbots nos ayuden a limpiar el correo atrasado?

Sin embargo, ahora nos encontramos inmersos hasta el cuello en un sistema donde, como ocurre con mi doble en la vida real, las consecuencias son mucho más graves. Los datos personales, extraídos sin conocimiento ni comprensión plenos, se venden a terceros y pueden influir en todo, desde los préstamos a los que tenemos acceso hasta las ofertas de empleo que vemos —o incluso en si nuestros propios trabajos son sustituidos por sistemas de aprendizaje profundo que han alcanzado una capacidad asombrosa para imitarnos—. Y esas recomendaciones “útiles” y esas imitaciones inquietantes proceden de los mismos algoritmos que han llevado a innumerables personas por túneles de desinformación que terminan comparando una aplicación de vacunación con el Holocausto… y que podrían acabar en lugares mucho más peligrosos. Resulta que nada de todo esto fue nunca inocente. Ni siquiera los zapatos bonitos.

Escuchar a los estudiantes debatir sobre las implicaciones de sus ineludibles huellas de datos siempre me provoca una profunda nostalgia de mis años de adolescencia y juventud, cuando aún no existían los teléfonos móviles. Al mirar atrás, me doy cuenta de que mis amigos y yo recorríamos el mundo como fantasmas: nuestros dramas, nuestras vidas sexuales, nuestras protestas, nuestros gustos musicales, nuestras aventuras y nuestras decisiones de estilo no dejaban prácticamente rastro. No entrenaban a ningún algoritmo, no se almacenaban en ninguna nube, no quedaban en ningún historial, salvo en el ocasional conjunto de fotos dobladas, diarios y cartas manchados por el agua, o grafitis que se desvanecían en la pared de un baño. Era impensable que alguien más (salvo, quizás, nuestros padres entrometidos) tuviera el menor interés en las trivialidades de nuestras vidas jóvenes. El mundo era indiferente a nosotros, y no sabíamos lo afortunados que éramos.

El pacto fáustico de la era digital —comodidades tecnológicas gratuitas o baratas a cambio de nuestros datos— solo se nos explicó cuando el trato ya estaba cerrado. Y representa un cambio enorme y radical no solo en nuestra forma de vivir, sino, mucho más profundamente, en para qué sirven nuestras vidas. Ahora todos somos minas, minas de datos, y a pesar de la intimidad y la importancia de lo que se extrae, el proceso de extracción sigue siendo totalmente opaco y los responsables de la mina, completamente impunes.

Recordar esto me ayuda a comprender a la Otra Naomi y el poder repentino que ha encontrado al infundir miedo a grandes masas con sus advertencias sobre los pasaportes de vacunación “tiránicos” y su supuesto “sistema de crédito social al estilo del Partido Comunista Chino”. Está aprovechando esos temores apenas enterrados, que no nacen de la fantasía, sino de la realidad. Los pasaportes de vacunación no son un sistema de crédito social, pero las redes sociales, en cierto modo, sí lo son. Esos códigos QR en nuestros teléfonos no ponen nuestras vidas bajo vigilancia constante, pero, como sugieren todas esas bromas ingeniosas, nuestros propios teléfonos —y muchos otros dispositivos “inteligentes”— sí lo hacen, o al menos podrían hacerlo.

Además, es extremadamente peligroso y preocupante que las plataformas corporativas puedan eliminar arbitrariamente a los usuarios y desconectarlos de la red de vínculos que construyeron con sus propias palabras, imágenes y trabajo a lo largo de los años. Cuando Wolf dice que “primero purgan a tus enemigos y luego te purgan a ti”, no se equivoca. Antes de que Elon Musk comprara Twitter, los progresistas de Norteamérica se mostraban bastante complacientes ante esta amenaza, porque quienes eran expulsados de las plataformas solían ser sus adversarios políticos. Pero mucho antes de que Musk empezara a suspender las cuentas de los usuarios de Twitter que le desagradaban, abusos similares de poder ya habían dejado fuera de línea a activistas palestinos de derechos humanos a petición del gobierno israelí, y a defensores de los derechos de los agricultores y de las minorías religiosas a instancias del gobierno hinduista-supremacista de la India. Sin embargo, en Norteamérica, alertar sobre el hecho de que hemos externalizado la gestión de nuestras vías informativas esenciales a algoritmos administrados por empresas con fines de lucro —que actúan en estrecha coordinación con los gobiernos— se convirtió, de algún modo, en terreno del ala política de Bannon, lo que supone una peligrosa cesión de territorio ideológico.

La construcción de un sistema mediático democrático y no corporativo —a través de la radiodifusión pública y del acceso comunitario a las ondas— fue en su momento una demanda central del progresismo. Aunque aún existen organizaciones de libertades civiles que se oponen a la censura corporativa, así como grupos de derechos civiles que defienden la neutralidad de la red, hoy los progresistas, en su mayoría, no han hecho de la lucha por un espacio informativo democrático y responsable un pilar de su agenda política. Al contrario, muchos celebraron con entusiasmo las expulsiones corporativas… hasta que las mismas dinámicas los alcanzaron a ellos.

La propagación de mentiras y teorías conspirativas en línea es ahora tan desbordante que amenaza la salud pública y, muy posiblemente, la supervivencia misma de la democracia representativa. Pero la solución a esta crisis informativa no pasa por confiar en los oligarcas tecnológicos para que hagan desaparecer a quienes no nos gustan; consiste en tomarnos en serio la exigencia de un espacio informativo común que pueda considerarse un derecho cívico básico. El ensayista y teórico tecnológico Ben Tarnoff, en su libro Internet for the People, sostiene que este objetivo es alcanzable, pero debe comenzar con un proceso de “desprivatización”: poner en manos del público, bajo control democrático, las herramientas que hoy constituyen nuestra plaza pública. “Para construir un internet mejor, tenemos que cambiar la forma en que está estructurado y en que se posee”, escribe Tarnoff, y añade: “Lo que está en juego no es menos que la posibilidad misma de la democracia, una posibilidad que un internet regido por el afán de lucro impide”.

Es un recordatorio de que el hecho de que algo esté hoy encerrado en una determinada estructura financiera no significa que deba permanecer así para siempre. La historia está llena de luchas exitosas contra formas anteriores de acaparamiento: las potencias coloniales fueron expulsadas de sus antiguas colonias; minas y yacimientos petrolíferos de propiedad extranjera fueron nacionalizados y puestos bajo control público; los pueblos indígenas han obtenido victorias legales que les devuelven el control soberano de sus territorios ancestrales. Las estructuras de propiedad injustas han cambiado antes, y pueden volver a cambiar.

Conviene recordar que muchas de las tecnologías que constituyen los pilares de los gigantes tecnológicos modernos fueron desarrolladas originalmente en el sector público, con dinero público, ya fuera por agencias gubernamentales o universidades estatales. Estas tecnologías abarcan desde el propio internet hasta el GPS y los sistemas de localización. En esencia, las grandes empresas tecnológicas se han apropiado de herramientas comunes para obtener beneficios privados, al tiempo que adoptan el lenguaje del bien común para describir sus plataformas cerradas. Así, cuando Musk compró Twitter, lo definió como “la plaza pública digital donde se debaten cuestiones vitales para el futuro de la humanidad”.

Tenía razón en eso —¿por qué, entonces, debería estar esa plaza secuestrada por los caprichos de un solo hombre?—. Al igual que los movimientos de descolonización del siglo pasado y de nuestros días, podríamos luchar por recuperar los bienes comunes vitales que hemos perdido. Las propuestas de Tarnoff no son una lista de medidas prescriptivas, sino un llamado urgente a la experimentación. No existe una fórmula única para desprivatizar el ámbito informativo, pero, sostiene, internet puede recuperarse poco a poco, pieza a pieza, incluso a través de proveedores de servicios gestionados por comunidades en lugar de por conglomerados. Tarnoff advierte, sin embargo, que esta tarea no la llevará a cabo una clase política estrechamente entrelazada con Silicon Valley en todos los niveles: “Desde los márgenes hasta el núcleo, desde los barrios hasta las infraestructuras centrales, construir un internet democrático debe ser obra de un movimiento”.

El problema, una vez más, es que ese tipo de movimiento de masas del que habla Tarnoff aún no existe. Y es precisamente en ese vacío donde mi doble está causando estragos. Porque Wolf, con sus relatos inspirados en Black Mirror sobre aplicaciones de vacunación capaces de “apagar tu vida”, no solo valida los temores tecnológicos latentes, sino que, junto con su nuevo aliado Steve Bannon, posee algo de lo que los progresistas carecen: un plan sobre qué hacer al respecto —o, al menos, la apariencia de uno—. El plan consiste en promover leyes de “Cinco Libertades” y “sin mascarillas” allí donde vivas. El plan consiste en irrumpir en las reuniones de tu junta escolar local, acusar a sus miembros de ser nazis y conseguir ser elegido en su lugar. El plan consiste en desafiar a las grandes tecnológicas suscribiéndote a nuevas plataformas de derecha y “manteniéndote por delante de los censores”, como proclama el lema de Bannon. El plan consiste en conseguir que les envíes dinero y te unas a sus guerras.

El resultado es una dinámica inquietante, que se encuentra en el corazón de nuestra cultura del doble. En lugar de definirse por principios aplicados de forma coherente —como el derecho a una esfera pública democrática, a una información fiable y a la privacidad—, dos campos políticos enfrentados se definen hoy por su oposición a lo que el otro dice o hace en cada momento. No, estos campos no son moralmente equivalentes, pero cuanto más personas como Wolf y Bannon centran su discurso en los temores muy reales que suscita el poder de las grandes tecnológicas —su capacidad de eliminar discursos unilateralmente, de apropiarse de nuestros datos, de fabricar dobles digitales de nosotros—, más los liberales parecen encogerse de hombros, burlarse y tratar ese conjunto de preocupaciones como paranoias de fanáticos. Una vez que un tema es tocado por “ellos”, parece volverse intocable para casi todos los demás. Y aquello que los liberales dominantes ignoran o desprecian, esta alianza emergente lo acoge con fervor.

Todo esto me ayuda a entender a mi doble, aunque de un modo nada tranquilizador. Porque significa que ella encarna una forma más amplia y peligrosa de reflejo: una imitación de creencias y preocupaciones que se alimenta de los fracasos y silencios del progresismo. Y al ver el regocijo de Bannon al absorber las fantasías de Wolf sobre los pasaportes de vacunación en la narrativa aterradora y movilizadora que ofrece cada día a sus oyentes, empecé a preguntarme qué otros miedos y agravios desatendidos están siendo explotados en su nuevo hogar: el lugar que he dado en llamar el Mundo Espejo.






* Sobre la autora:
Naomi Klein (Montreal, 1970) es periodista, ensayista y activista canadiense. Autora de obras fundamentales del pensamiento crítico contemporáneo, como No Logo (1999), The Shock Doctrine(2007) y This Changes Everything (2014), ha analizado el impacto del capitalismo global, la crisis climática y las estrategias políticas del miedo. Profesora en la Universidad de Columbia Británica, Klein es una de las voces más influyentes del pensamiento progresista internacional. Su libro Doppelgänger(2023) examina los reflejos distorsionados del yo y de la política en la era digital.


* Imagen: Trevor Paglen, They Watch the Moon, 2010.

* Fuente: “They Know About Cell Phones”, capítulo del libro Doppelgänger, de Naomi Klein.