¿Es Dios un hacker en un universo superior?

Hace algunos años, mi sobrino Tom, que entonces tenía cinco años, me enseñó a jugar a SimLife. Construyó pacientemente una ciudad con casas y coches, rodeada de árboles. Luego me dijo: “Ahora viene la parte divertida”. Convocó incendios y tsunamis para destruir la ciudad. Empecé a ver a mi sobrino de otro modo. ¿Era solo un niño de cinco años jugando? ¿O era un Dios del Antiguo Testamento?

En un episodio de Rick and Morty, el excéntrico científico Rick mantiene un mundo microscópico de ciclistas bajo el capó de su nave espacial para generar energía. De vez en cuando visita ese mundo, donde la gente lo trata como a un dios. Se asegura de que todos sigan pedaleando para producir energía para su nave. (Mejor no hagamos demasiadas preguntas sobre cómo el pedaleo microscópico alimenta una nave espacial macroscópica). Rick creó ese mundo y tiene poder absoluto sobre él. Es el dios de ese mundo microscópico.

Si nosotros mismos creamos mundos simulados, seremos los dioses de esos mundos. Seremos los creadores de esos mundos. Seremos todopoderosos y omniscientes con respecto a esos mundos. A medida que los mundos simulados que creemos se vuelvan más complejos e incluyan seres simulados que quizá sean conscientes por derecho propio, ser el dios de un mundo simulado será una responsabilidad enorme.

Si la hipótesis de la simulación es cierta y estamos en un mundo simulado, entonces el creador de la simulación es nuestro dios. Es muy posible que el simulador sea omnisciente y omnipotente. Lo que ocurre en nuestro mundo depende de lo que quiera el simulador. Podemos respetar y temer al simulador. Al mismo tiempo, nuestro simulador puede no parecerse en nada a un dios tradicional. Tal vez nuestro creador sea un científico loco, como Rick, o quizá sea un niño, como mi sobrino.

El filósofo transhumanista David Pearce ha señalado que el argumento de la simulación es el argumento más interesante a favor de la existencia de Dios de los últimos tiempos. Puede que tenga razón.

Me he considerado ateo desde que tengo memoria. Mi familia no era religiosa, y los rituales religiosos siempre me han parecido algo pintorescos. No veía muchas pruebas de la existencia de un dios. Dios me parecía algo sobrenatural, mientras que a mí me atraía el mundo natural de la ciencia. Aun así, la hipótesis de la simulación me ha llevado a tomar la existencia de un dios más en serio que nunca antes.



¿Qué es un dios?

¿Cuál es la definición de dios? Como con la mayoría de las palabras, no hay una definición en la que todo el mundo esté de acuerdo. Pero, al menos en las tradiciones judeocristiana e islámica, suele decirse que Dios tiene al menos las cuatro propiedades siguientes:

Primero, Dios es el creador del universo.

Segundo, Dios es todopoderoso. Dios puede hacerlo todo.

Tercero, Dios es omnisciente. Dios lo sabe todo.

Cuarto, Dios es infinitamente bueno. Dios es perfectamente bueno y actúa únicamente movido por la bondad.

Al menos como una primera aproximación, podemos definir a un dios como un ser que posee estas cuatro propiedades. Es decir, un dios es un ser que ha creado el universo y que es todopoderoso, omnisciente e infinitamente bueno. Más adelante podremos preguntarnos si las cuatro propiedades son realmente necesarias y si hacen falta otras adicionales.

Supongamos que estamos en una simulación. Digamos que la simuladora es una adolescente en un universo superior. Para nosotros, la simuladora es una especie de dios.

Primero, y lo más importante: la simuladora es la creadora de nuestro universo. Puso nuestro universo en marcha mediante un acto deliberado de creación, aunque solo fuera pulsando un botón en SimUniverse.

Segundo: la simuladora suele ser extremadamente poderosa. Muchos programas de simulación dan a quien los maneja un control enorme sobre el estado de la simulación. Según el tipo de simulación, puede haber límites a ese control. Por ejemplo, quien juega a Pac-Man no puede reorganizar todo el estado del mundo ni convertir un mundo de Pac-Man en un mundo de World of Warcraft con solo pulsar un botón. Pero muchos simuladores que tienen acceso al código fuente y a las estructuras de datos de su simulación dispondrán de poderes casi ilimitados sobre los mundos que crean.

Tercero: la simuladora suele saber muchísimo sobre la simulación. De nuevo, algunos videojuegos y otros sistemas pueden ocultarle parte del estado completo de un mundo. Pero un buen software de simulación de universos incluirá instrumentos que le permitan seguir lo que está ocurriendo en cualquier lugar del universo simulado. Por ejemplo, podría disponer de un Cosmoscope, que permite a los usuarios hacer zoom sobre cualquier parte del universo y, en principio, llegar a conocer cualquier cosa que suceda allí. Y, de nuevo, los simuladores con acceso a las estructuras de datos podrían utilizarlas para monitorizar cualquier entidad en el mundo.

Cuarto: ¿será la simuladora infinitamente buena? No hay muchas razones para pensarlo. Es muy posible que todo tipo de seres tengan acceso a software de simulación, y el carácter intachable no suele ser un requisito. Algunos simuladores pueden parecerse a mi sobrino, cuya actitud hacia sus criaturas estaba lejos de ser benévola. Otros pueden ser como Rick, explotando a sus sujetos por motivos egoístas. Algunos simuladores quizá quieran que sus criaturas prosperen, pero es probable que sean minoría. Muchos pueden limitarse a buscar entretenimiento o información.

En una primera aproximación, nuestra simuladora se acerca bastante a cumplir tres de los cuatro criterios. Ha creado el universo, es extremadamente poderosa y posee un conocimiento muy amplio de esos universos, pero no tiene por qué ser especialmente buena.

Puede haber ciertos límites al poder y al conocimiento de los simuladores sobre el mundo, incluso en un software de simulación bien diseñado. Un viejo dilema pregunta: ¿Podría Dios crear una piedra tan pesada que él mismo no pudiera levantarla? O, más sencillamente aún: ¿Podría Dios crear una piedra que él no hubiera creado? Parece poco probable que Dios pueda contradecir la lógica de ese modo. Pero estar constreñido por la lógica no es una limitación demasiado grave. Más seriamente, si la simuladora tiene una capacidad de invención limitada, habrá cosas que no pueda crear —ordenadores cuánticos, por ejemplo—. Del mismo modo, puede haber cosas que no sepa. Por ejemplo, quizá no conozca el secreto para lograr la paz mundial o el color favorito de alguien. Aun así, el acceso a un Cosmoscope ayudaría mucho.

La cualidad “divina” de los simuladores estará limitada también de otra manera. La simuladora puede ser la creadora de nuestro universo, pero no de la totalidad del cosmos. Pensemos en mi sobrino Tom. Él creó la ciudad simulada con la que jugaba y tenía un gran conocimiento de ella y un gran poder sobre ella. Pero no había creado el universo ordinario en el que vivía, ni tenía en él un conocimiento o un poder especiales. En ese universo era un niño normal. La mayoría de los simuladores se encontrarán en la misma situación.

La distinción clave aquí es que nuestro universo es el espacio-tiempo de cuatro dimensiones que habitamos, mientras que el cosmos es la totalidad de lo real. Si estamos en una simulación, el universo es solo una parte del cosmos. En ese caso, nuestra simuladora creó nuestro universo, pero no tiene por qué haber creado el cosmos. Del mismo modo, puede tener un gran poder y un gran conocimiento dentro de nuestro universo, pero no en el cosmos en su conjunto. Podríamos decir entonces que la simuladora es una diosa local, pero no una diosa cósmica.

Nuestra diosa-simuladora quizá no sea tan impresionante como algunos dioses. El Dios de las religiones abrahámicas —cristianismo, islam y judaísmo— suele entenderse como un dios cósmico que es omnisciente, omnipotente y sumamente bueno en todo el cosmos. Nuestra simuladora es tan solo una creadora local de nuestro universo, con una buena dosis de poder y conocimiento locales y quizá no demasiada bondad.

Aun así, el Dios abrahámico impone un estándar extraordinariamente exigente que los dioses griegos ni siquiera rozaban. La mayoría de los dioses griegos eran poderosos, pero no todopoderosos, y pocos eran especialmente buenos. En la religión hindú hay muchas deidades que distan mucho de ser perfectas. Muchas religiones politeístas —el sintoísmo, por ejemplo, junto con muchas religiones tradicionales africanas— postulan dioses locales que no son dioses cósmicos ni particularmente buenos. Nuestra simuladora podría situarse, como mínimo, al nivel de los dioses de algunas de estas religiones.

La simuladora se parece quizá más a lo que Platón llamó un demiurgo. En la antigua Grecia, un demiurgo (o dēmiourgos) era un artesano o un maestro de oficio. En el diálogo de Platón Timaeus, describe al demiurgo como un ser divino que “modeló y dio forma” al mundo material. En la tradición platónica suele considerarse al demiurgo como una especie de segundo dios, por debajo del verdadero dios cósmico. El demiurgo de Platón era benévolo, pero más tarde, en la tradición gnóstica, los demiurgos fueron vistos como seres malignos. De modo análogo, la simuladora puede concebirse como una segunda deidad, quizá benévola y quizá no, responsable de la creación de nuestro mundo.

Si una simuladora creó nuestro universo, eso basta para que sea una especie de dios. Aumentar su conocimiento y su poder sobre la simulación podría “ascenderla de categoría”. Pero ¿falta algo? ¿De verdad queremos fundar una religión en torno a nuestra simuladora? Volveré sobre esta cuestión más adelante.



Argumentos a favor de la existencia de Dios

Existe una larga tradición filosófica de proponer argumentos de que Dios existe —y de responder a esos argumentos—. El clásico argumento ontológico a favor de la existencia de Dios fue formulado por san Anselmo de Canterbury, monje benedictino del siglo XI. Viene a decir algo así: Dios es, por definición, un ser absolutamente perfecto. No podemos concebir un ser mayor que él. Dios posee todas las perfecciones —conocimiento, bondad, poder, etcétera—. Pero ¡la existencia también es una perfección! Un Dios existente es claramente superior a un Dios inexistente. De modo que, si Dios no existiera, sería imperfecto. Como Dios es perfecto por definición, Dios debe existir.

Muchos filósofos han encontrado este argumento demasiado bueno para ser cierto. Uno de los problemas es que se podría usar un razonamiento parecido para “demostrar” la existencia de toda clase de entidades inexistentes.

He aquí un ejemplo adaptado de uno de los compañeros monjes de Anselmo. Gaunilón de Marmoutiers propuso un argumento con una isla perfecta, pero usaremos en su lugar una hamburguesa perfecta. Definamos una hamburguesa perfecta como aquella de la que no podamos ni siquiera imaginar otra mejor. Tal vez sea perfectamente jugosa y perfectamente sabrosa, además de perfectamente vegana, de modo que no se haya hecho daño a ningún animal. Pero una hamburguesa en un plato delante de mí es mejor que una hamburguesa que no está. Así que, si una hamburguesa no está en el plato delante de mí, es imperfecta. Por tanto, por definición, una hamburguesa perfecta está en el plato delante de mí. Acabo de demostrar la existencia de una hamburguesa perfecta delante de mí. Pero ¡no hay ninguna hamburguesa ahí!

¡Qué decepción! Algo ha fallado. Y si algo falla en el argumento de la hamburguesa perfecta, parece probable que lo mismo falle en el argumento del ser perfecto. Una posible explicación es que este último argumento solo muestra que si existe un ser perfecto, ese ser perfecto existe (compárese: si existe una hamburguesa perfecta, está delante de mí). Pero el argumento no puede establecer la existencia de un ser perfecto (o de una hamburguesa perfecta) desde el principio, y por tanto no puede demostrar la existencia de Dios.

En cualquier caso, el dios del argumento ontológico no se parece al dios de la simulación. Como ya hemos visto, el dios de una simulación puede ser imperfecto de muchas maneras.

Otro clásico es el argumento cosmológico a favor de la existencia de Dios. Existen versiones de este argumento en muchas tradiciones filosóficas, pero se asocia especialmente con filósofos islámicos medievales como al-Ghazali. Viene a decir algo así: todo tiene una causa. Por tanto, el universo tiene una causa. Esa causa debe de ser Dios.

Un momento, podrías objetar. ¿Qué causa a Dios? Si nada causa a Dios, entonces la premisa de que todo tiene una causa es falsa. Pero si algo causa a Dios, entonces Dios ya no es la causa última. Para salir de este atolladero, al-Ghazali restringió la premisa y la reformuló como “Todo lo que empieza a existir tiene una causa”, alegando que el universo tuvo un comienzo, mientras que Dios ha existido desde siempre. Pero ahora cabe preguntar: ¿y si el universo ha existido desde siempre? Si un Dios eterno no necesita causa, tampoco la necesita un universo eterno. Además, si un universo eterno puede existir sin causa, ¿por qué no iba a poder hacerlo también un universo acotado que empieza con un Big Bang?

Si estamos en una simulación, la simuladora cumple parte de la función que el argumento cosmológico quiere atribuir a Dios. Ella actúa como causa de nuestro universo. Pero, en ese caso, la causa de nuestro universo no se parece mucho a un dios tradicional. La simuladora, por ejemplo, sin duda empezó a existir. Esto plantea la objeción evidente: ¿quién o qué causa la existencia de la simuladora? Obtendremos una cadena de causas que, en último término, nos lleva al cosmos en su conjunto y a su creación. Algunos detendrán la cadena en el cosmos. Otros introducirán un dios cósmico. Otros pedirán una causa para ese dios cósmico. No es evidente por qué tiene más sentido introducir a Dios y luego detenerse ahí que en cualquier otro punto.

Otro argumento influyente a favor de la existencia de Dios es el argumento del diseño. Nuestro universo exhibe un diseño asombroso. Los seres humanos y otros animales son mecanismos extraordinariamente bien ajustados. La naturaleza resulta extraordinaria en su complejidad. Nada tan notable podría surgir al azar. Requiere un diseñador.

Hace doscientos años, este era quizá el argumento más convincente en favor de la existencia de Dios. Hoy, la versión original del argumento hace tiempo que quedó erosionada por la teoría de la evolución por selección natural de Darwin. Para explicar los mecanismos notables que encontramos en la naturaleza no necesitamos un diseñador. El proceso evolutivo basta.

Sin embargo, sigue existiendo una versión más sofisticada del argumento del diseño: el argumento del ajuste fino. Este argumento tiene que ver con las leyes físicas de nuestro universo —leyes sobre la gravedad, la mecánica cuántica, etcétera—. Si esas leyes hubieran sido solo un poco distintas, nuestro universo habría sido mucho menos interesante y la vida nunca habría evolucionado. Según ciertos criterios razonables, la mayoría de las maneras posibles de fijar las leyes físicas de un universo no conducen a la vida, pero las leyes de nuestro universo sí lo han hecho. Así que este universo parece estar finamente ajustado para la vida. Ese ajuste fino exige una explicación. La explicación más obvia es un agente que afina, es decir, Dios.

El dios del argumento del ajuste fino es bastante compatible con el dios de la simulación. Parece verosímil que quienes ejecutan universos simulados se interesen a menudo más por aquellos universos que contienen vida que por los que no la contienen. De hecho, es posible que los simuladores creen universos precisamente para simular vida, por ejemplo cuando simulan episodios de la historia de su propia especie. En ese caso, descartarán rápidamente parámetros que no conduzcan a la vida y se centrarán en aquellos que dan lugar a formas de vida interesantes. De este modo, las preferencias de una simuladora pueden explicar por qué nuestro universo está entre los (presumiblemente) pocos que están finamente ajustados para producir vida.

El argumento del ajuste fino es polémico. Algunas personas niegan que las condiciones necesarias para sostener la vida sean tan especiales. Otros piensan que quizá hayamos tenido simplemente suerte. Otros sostienen que, si el universo no hubiera permitido la vida, no habría nadie para darse cuenta. Dado que nosotros nos damos cuenta, no es sorprendente que nuestro universo admita vida. Esta última línea de razonamiento se conoce como el principio antrópico.

El razonamiento antrópico funciona mejor si hay un multiverso, un cosmos compuesto por muchos universos. Tal vez algunos surjan de agujeros negros en otros universos, por ejemplo, o quizá exista una sucesión de universos que aparecen tras Big Bang sucesivos. Algunos cosmólogos sostienen que las leyes del universo están determinadas en parte por lo que sucede justo después del Big Bang, de modo que las leyes pueden variar de un universo a otro dentro del multiverso. Si hay suficientes universos con leyes distintas, es muy probable que uno o más de ellos contengan vida y observadores. Si es así, no es sorprendente que nos encontremos en uno de esos universos.

La solución del multiverso al problema del ajuste fino suele presentarse como una alternativa a la solución basada en Dios. Pero el argumento de la simulación permite que ambas sean compatibles. Supongamos que tenemos simuladores completamente desinteresados en la vida o en los observadores. Solo les interesa trazar la dinámica física de muchos universos distintos con leyes diferentes. En ese caso, crearán muchos universos y, si crean suficientes, algunos de esos universos albergarán vida y observadores. Como antes, no será sorprendente que nos encontremos en uno de esos universos. Aquí, aunque haya una especie de dios, la solución al problema del ajuste fino no reside en que ese dios haya diseñado nuestro mundo, sino en la existencia de un multiverso. Si el diseño desempeña algún papel, es el diseño global del multiverso lo que cuenta.

Esto refleja una debilidad general de la solución del multiverso al problema del ajuste fino: ¿qué explica el ajuste fino del propio multiverso? El multiverso mismo es, presumiblemente, consecuencia de ciertas leyes o principios subyacentes. Si esas leyes hubieran sido distintas, podría haber habido un único universo en lugar de un multiverso. De modo que también tenemos que explicar ese ajuste fino. No sirve de mucho postular un multiverso de nivel superior que contenga a nuestro multiverso, porque eso solo repite el problema. Necesitamos, por tanto, otro tipo de solución. Tal vez el ajuste fino a favor de un multiverso no sea tan sorprendente, o tal vez se deba a la suerte. O quizá haya intervenido un diseñador.

Por otra parte, la analogía de la simulación también pone de relieve una debilidad de cualquier argumento basado en el diseño. El propio diseñador ha de ser, presumiblemente, una criatura impresionante, algo que apunta a diseño. Y ese diseño también requiere explicación. Introducir otro diseñador solo retrasa el problema: ¿qué explica el diseño de ese diseñador, o de todo el sistema de diseñadores? Alguien podría decir que Dios está exento de explicación, pero esto suena a trato de favor. Tanto la hipótesis del diseñador como la hipótesis del multiverso dejan algo sin explicar.

Es muy posible que tengamos que aceptar cierto grado de grandeza inexplicada como un hecho bruto acerca del universo. Podemos intentar minimizar lo que necesita explicación, quizá reduciéndolo a principios simples en el nivel fundamental. Pero siempre nos quedará el problema de por qué hay algo en lugar de nada. Siempre nos quedará el problema de por qué las leyes últimas son como son. Y siempre nos quedará el problema de por qué son tan interesantes.



El argumento de la simulación a favor de la existencia de Dios

Es fácil encontrar problemas en los argumentos a favor de la existencia de Dios. El argumento del ajuste fino es quizá el más sólido de ellos, pero parece estar muy lejos de ser concluyente.

¿Podría entonces el argumento de la simulación ser el argumento más poderoso a favor de la existencia de Dios? Desde luego, es sobre todo un argumento a favor de un creador y no de un ser omnipotente, omnisciente y absolutamente bueno. Pero lo mismo ocurre con los argumentos cosmológico y del diseño y, a diferencia de estos, el argumento de la simulación sugiere un dios con un poder y un conocimiento considerables más allá del mero poder de creación. Además, solo es un argumento a favor de un creador local, pero lo mismo puede decirse del argumento del diseño. Si el argumento de la simulación es siquiera aproximadamente tan sólido como el argumento del diseño, merece figurar en el panteón de los argumentos a favor de la existencia de Dios.

Una versión del argumento de la simulación podría haberse formulado mucho antes de que existieran los ordenadores. Donde el argumento habla de simulación, se podría hablar en cambio de creación de universos. He aquí un primo cercano del argumento inicial de la simulación:

  1. Unas pocas poblaciones de nivel superior crearán cada una muchas poblaciones.
  2. Si unas pocas poblaciones de nivel superior crean cada una muchas poblaciones, entonces la mayoría de los seres inteligentes son creados.
  3. Si la mayoría de los seres inteligentes son creados, probablemente nosotros somos creados.
  4. Por tanto: probablemente nosotros somos creados.

Aquí, una población “de nivel superior” es aquella que no ha sido creada por nadie (salvo quizá por un dios cósmico). “Unas pocas”, “muchas” y “la mayoría” pueden entenderse en la línea del argumento numérico sobre simulaciones: por ejemplo, al menos una de cada diez, mil y 99%. La defensa de las premisas 2 y 3 funciona más o menos como antes. La premisa 2 se sigue de un razonamiento matemático, y la premisa 3 parece seguirse, al menos, si somos seres inteligentes típicos.

Si alguien hubiera formulado este argumento hace un siglo, la principal objeción habría sido, presumiblemente: ¿por qué creer la primera premisa? Es decir, ¿por qué creer que la capacidad de crear universos será relativamente común? Tal vez se podría haber especulado al respecto, pero el apoyo a esa idea no es evidente.

Lo que añade la idea de la simulación es una razón para creer en la primera premisa. Lo hace al sugerir que la capacidad de crear universos es relativamente sencilla y probablemente estará al alcance de muchas poblaciones. Una vez aceptado esto, lo demás se sigue con rapidez, al menos si introducimos las salvedades oportunas sobre los bloqueadores de simulaciones (sim blockers) y las señales de simulación (sim signs).

Al igual que el argumento de la simulación, este argumento de la creación no nos lleva realmente hasta la conclusión de que probablemente seamos creados. El argumento de la simulación puede bloquearse sosteniendo que los sims de tipo humano son imposibles, o que son posibles pero la mayoría de los no-sims de tipo humano no los crearán. 

De manera análoga, el argumento de la creación puede bloquearse sosteniendo que crear seres de tipo humano es imposible, o que esto es posible pero la mayoría de los seres de nivel superior de tipo humano no los crearán. Aun así, podemos llegar al mismo tipo de conclusión en tres vías: o bien la mayoría de los seres son creados, o bien la mayoría de las poblaciones de tipo humano no crean poblaciones de tipo humano, o bien crear seres de tipo humano es imposible. 

Antes de la tecnología de simulación por ordenador, a un ateo le resultaba bastante fácil aceptar la segunda alternativa en lugar de la primera. En aquel momento no había muchas razones para pensar que la creación de poblaciones fuera a estar muy extendida. Después de la tecnología de simulación, hay muchas más razones para creer que la creación de poblaciones será común, lo que hace más plausible el argumento de que somos creados.

La vía de la simulación conduce a un tipo distintivo de dios. La simuladora es un dios natural, un dios que forma parte de la naturaleza. Los argumentos ontológico, cosmológico y del diseño se utilizan a menudo para defender un dios sobrenatural, un dios que está fuera de la naturaleza. La simuladora está más allá de nuestro propio universo físico, pero no más allá de la naturaleza como totalidad cósmica. En principio, la simuladora puede explicarse mediante leyes naturales del cosmos.

Como resultado, la hipótesis de la simulación es compatible con el naturalismo. El naturalismo es una corriente filosófica que, como mínimo, rechaza lo sobrenatural. Sostiene que todo forma parte de la naturaleza y puede explicarse mediante leyes naturales. Muchos han pensado que naturalismo y Dios son difíciles de conciliar, de modo que el naturalismo debería conducir al ateísmo. La hipótesis de la simulación ofrece una vía de conciliación: un dios en el que incluso un naturalista puede creer. 

El argumento más famoso contra la existencia de Dios es el problema del mal. Un dios perfectamente bueno, omnisciente y omnipotente no permitiría males como desastres naturales y genocidios en el mundo. Pero esos males existen, así que no hay dios. Pero conviene señalar aquí que el problema del mal no plantea ningún obstáculo para un dios-simulador naturalista. Como hemos visto, una simuladora no tiene por qué ser perfectamente buena. Es muy posible que tolere ciertos males dentro de la simulación.



Teología de la simulación

En el relato breve de Stanislaw Lem de 1971, Non Serviam, el profesor Dobb, especialista en “personética”, crea una sociedad de “personoides” artificiales. Tras muchas generaciones, los personoides especulan sobre la naturaleza de su creador. 

El personoide Edan 197 da por hecho que su dios exige reverencia y gratitud para concederles la salvación; si los personoides no creen en su creador, no serán salvados. Adan 900 replica que esto sería injusto: Dios no les ha dado pruebas sólidas de su existencia, así que no puede castigarlos justamente por no creer en él; un dios perfectamente justo salvaría también a los no creyentes. Adan 900 añade que, dado que un dios todopoderoso podría haberles proporcionado certeza, el hecho de que Dios no lo haya hecho sugiere que Dios no es todopoderoso.

El profesor Dobb escucha con interés a estos polemistas. Dice que su razonamiento es impecable. Él los creó, así que es su dios. No les ha dado pruebas de su existencia y no exige que lo adoren. En un epílogo, afirma:

Cuando creo seres inteligentes, en realidad no me siento con derecho a exigirles ningún tipo de privilegio: amor, gratitud o siquiera algún tipo de servicio. Puedo ampliar su mundo o reducirlo, acelerar o ralentizar su tiempo, alterar el modo y los medios de su percepción; puedo liquidarlos, dividirlos, multiplicarlos, transformar el propio fundamento ontológico de su existencia. Soy, pues, omnipotente con respecto a ellos, pero de esto, en realidad, no se sigue que me deban nada.

Especula con la posibilidad de añadir una “enorme unidad auxiliar” que funcione como un “más allá”, admitiendo solo a aquellos personoides que creen en él y aniquilando o castigando a todos los que no creen. Afirma que ese acto sería considerado como una muestra de “un egotismo fantásticamente descarado”. Pero observa, con pesar, que algún día la universidad le exigirá que apague la simulación.

El relato de Lem es una obra temprana de teología de la simulación. La teología es (a grandes rasgos) el estudio de la naturaleza de Dios desde el punto de vista de sus súbditos. La teología de la simulación es el estudio de la naturaleza del simulador-como-Dios desde el punto de vista de quienes viven dentro de la simulación.

Nosotros también podemos dedicarnos a la teología de la simulación. Partiendo del supuesto de que vivimos en una simulación, podemos especular sobre la naturaleza de nuestra simuladora. ¿Es probable que la simuladora sea de tipo humano o algún tipo de inteligencia artificial? ¿Está ejecutando la simulación por entretenimiento? ¿Por motivos científicos? ¿Para tomar decisiones? ¿Para hacer análisis históricos?

Podría parecer que no tenemos base alguna para razonar sobre estas cuestiones: toda teología de la simulación sería mera especulación vacía. Pero si tomamos en serio el argumento de la simulación, la teología de la simulación no es del todo descabellada. Podemos razonar sobre el carácter de nuestra simuladora razonando sobre qué tipo de simulaciones es más probable que aparezcan en la historia del cosmos.

Por ejemplo, podemos preguntarnos si es más probable que nuestra simuladora sea una entidad biológica o cuasi biológica en su propio universo, o algo más parecido a un sistema de inteligencia artificial o quizá un ser simulado que habita su propia simulación. Al menos en nuestro mundo, parece verosímil que, a la larga, los sistemas de IA serán mucho más rápidos y mucho más capaces que los sistemas biológicos. Si es así, cabe esperar que los sistemas de IA ejecuten muchas más simulaciones que los sistemas biológicos. No es nada descabellado suponer que lo mismo ocurra en todo el cosmos. De ser así, deberíamos esperar que nuestra simuladora sea un sistema de IA y no un sistema biológico o cuasi biológico.

Esto recuerda a la situación de The Matrix, donde los creadores de la Matrix son ellos mismos máquinas. Si viviéramos en el mundo de la Matrix, nuestros dioses (es decir, nuestros simuladores) serían las máquinas. Como mínimo, las máquinas serían nuestros demiurgos. Es muy posible que este sea el caso típico para quienes viven en simulaciones: la mayoría de los creadores son máquinas.

(No puedo resistirme a hacer aquí un inciso sobre mi teoría de la teología de The Matrix, que expongo —en uno de los logros de los que me siento más orgulloso en mi vida— en un vídeo extra oculto como “huevo de Pascua” en la edición oficial en caja de The Matrix. A menudo se sugiere que Neo es la figura crística de la película, con Morfeo como Juan el Bautista y Cifra como Judas Iscariote. Si tengo razón y las máquinas son los dioses, esta interpretación está totalmente equivocada. ¿Quién es el hijo de las máquinas, el enviado al mundo para salvarlo de quienes quieren destruirlo? Evidentemente, es el némesis de Neo, el agente Smith. El agente Smith es la auténtica figura de Cristo en The Matrix. Tal vez sea significativo que en las secuelas resucite.)

He aquí otra aplicación del razonamiento teológico estadístico: es verosímil que las simulaciones ejecutadas con fines científicos sean más numerosas que las ejecutadas con fines de entretenimiento. Las simulaciones científicas se ejecutarán en grandes cantidades a la vez, mientras que el entretenimiento requerirá muchas menos simulaciones, quizá no más de una por persona en cada momento. Si es así, es mucho más probable que nuestra simuladora sea una científica que una fan.

Supongamos que queremos estudiar hasta qué punto nuestro universo está ajustado de forma precisa para la vida. Si disponemos de una tecnología de simulación suficientemente buena, podemos configurar una amplia cartera de mundos simulados con leyes y condiciones iniciales distintas. Podemos ejecutar todas las simulaciones y ver en cuántas acaba evolucionando la vida. Cuantas más simulaciones ejecutemos, más precisa será la información que obtengamos. Por lo que sabemos, puede que científicas en un universo superior estén ejecutando miles de millones de simulaciones de este tipo.

Otro uso de las simulaciones es la toma de decisiones. En el episodio “Hang the DJ” de Black Mirror(alerta de spoiler), quienes usan aplicaciones de citas en sus teléfonos ejecutan rutinariamente simulaciones para determinar su grado de compatibilidad. Lo típico es ejecutar 1000 simulaciones de inmediato. Cada simulación reúne a versiones simuladas de la pareja potencial y observa si el resultado es una relación satisfactoria. Si 998 de 1000 simulaciones conducen a una buena relación, la pareja puede confiar razonablemente en que deberían estar juntos. ¡Así se ahorra mucho tiempo! De modo que, si te encuentras en las primeras fases de una relación, quizá deberías sospechar aún más que estás en una simulación.

Aun así, cabe preguntarse: ¿permiten las simuladoras el uso de la tecnología de simulación por parte de las personas dentro de la simulación de apoyo a decisiones? Si lo permiten, los costes computacionales serán enormes y se corre el riesgo de generar una larga cadena de simulaciones dentro de simulaciones. Si no lo permiten, la realidad simulada será bastante distinta de la realidad no simulada (en la que el uso de tecnologías de simulación será omnipresente). En cualquier caso, cuando una determinada tecnología de simulación se generaliza entre un grupo de personas, se vuelve menos útil para predecir lo que esas personas harán.

Estos límites también se aplican a la toma de decisiones políticas, militares y financieras. Simulacron-3, de Daniel Galouye, y otros primeros escenarios de simulación en la ciencia ficción describían empresas dedicadas al desarrollo de productos que testaban el mercado mediante simulaciones. Eso está bien mientras las personas simuladas no dispongan de la tecnología. Pero cuando la tienen, el estudio de mercado puede exigir tecnologías de simulación cada vez más avanzadas, con simulaciones dentro de simulaciones dentro de simulaciones. Es fácil imaginar que esto desemboque en una carrera armamentística de simulaciones.

En cualquier caso, simular a personas como nosotros (que carecemos de tecnología de simulación avanzada) no será útil para tomar decisiones en un mundo donde esa tecnología está presente. Así que quizá sea más probable que nuestra simuladora sea una científica que una responsable de decisiones. Pero puede haber toda clase de otros motivos para crear simulaciones que aún ni siquiera empezamos a vislumbrar.

Hay razones para pensar que la mayoría de las simulaciones basadas en la ciencia en el cosmos formarán parte de grandes conjuntos de simulaciones, todas similares entre sí salvo por ligeros retoques. Llamemos simulación en lote a una simulación incluida en un lote de 1000 o más, y simulación única a una que se ejecuta por sí sola. Supongamos que los lotes de simulaciones son, al menos, tan frecuentes como el 1% de las simulaciones únicas. Entonces, por cada 100 simulaciones únicas tendremos al menos un lote de 1000 simulaciones en lote, de modo que las simulaciones en lote superan en número a las simulaciones únicas al menos por diez a una. El mismo razonamiento se aplica a lotes de un millón o más simulaciones, hasta llegar al punto en que los lotes son tan grandes y tan difíciles de manejar que su número cae en picado.

Simplificando un poco: supongamos que los lotes de 10, 100, 1000, 10.000, 100.000 y 1.000.000 simulaciones son aproximadamente igual de frecuentes, y que a partir de ahí las cifras descienden rápido. Entonces, la mayoría de las simulaciones formarán parte de un lote de un millón o más, y deberíamos esperar encontrarnos nosotros mismos en uno de esos lotes. Deberíamos esperar estar en un lote de un millón de simulaciones. Si el descenso es más lento, de modo que hay un buen número de lotes de mil millones de simulaciones (digamos, un 1% de los lotes de un millón), entonces deberíamos esperar estar en un lote de mil millones. Desde luego, no deberíamos esperar encontrarnos en una simulación única, salvo que, por algún motivo, las simulaciones únicas sean muchísimo más frecuentes que las simulaciones agrupadas en lotes.

Es razonable concluir que, si estamos en una simulación, probablemente nuestra simuladora esté ejecutando un lote de simulaciones muy numeroso.

Esto tiene algunas consecuencias adicionales para la teología de la simulación. Por ejemplo, quienes ejecutan grandes lotes de simulaciones pueden tener mucha menos tendencia que quienes ejecutan simulaciones únicas a prestar atención a cada simulación individual mientras está en marcha, o a intervenir regularmente en ellas. Si esto es correcto, deberíamos esperar que nuestra simuladora no nos esté prestando atención y que sea poco probable que intervenga. Claro que nuestra simuladora puede estar recogiendo observaciones con fines estadísticos, y puede haber todo tipo de mecanismos automáticos de intervención. Y si nuestra simuladora es una inteligencia artificial lo bastante avanzada, quizá no tenga ninguna dificultad en seguir con gran detalle la evolución de cada simulación del lote. Aun así, deberíamos tomarnos en serio la posibilidad de que nuestra creadora nos esté ignorando.

Además, es muy posible que las simulaciones de todo tipo cuenten con criterios de parada. Científicos y responsables de decisiones utilizan estas simulaciones para obtener información y, una vez que han conseguido la información que necesitan, puede que no haya ninguna razón para mantener la simulación. Es posible que las directrices éticas exijan que se permita que cada simulación siga su curso indefinidamente, pero también es posible que no sea así. Por tanto, debemos ser conscientes de que existe cierta probabilidad de que nuestro universo termine abruptamente cuando se satisfaga algún criterio de parada.

Por supuesto, no podemos saber cuáles son esos criterios de parada. Las simulaciones concebidas para el entretenimiento pueden darse por terminadas en cuanto dejan de ser entretenidas. El filósofo Preston Greene ha planteado la hipótesis de que muchas simulaciones se apagarán en el momento en que las propias poblaciones simuladas desarrollen tecnología de simulación de mundos, porque llegado ese punto la potencia de cálculo necesaria para sostener simulaciones dentro de simulaciones hará que la simulación original resulte demasiado costosa de mantener. Pero podríamos intentar reflexionar sobre cuáles podrían ser esos criterios de parada y sobre cómo evitar cumplirlos.

(La propia idea de un criterio de parada recuerda, al menos superficialmente, a la idea decimonónica del “fin de la historia”, asociada al filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel y a otros pensadores. Según una versión de esta idea, el mundo evoluciona hasta un punto en que toma conciencia de su propia naturaleza, que es el punto final de la historia. Traducido a la clave naturalista de la simulación: quizá las simuladoras estén estudiando lo que sabemos y den por terminada la simulación cuando lleguemos a ser conscientes de que estamos en una simulación.)

¿Deja espacio la hipótesis de la simulación para una vida después de la muerte? Al menos, puede hacer posible una vida después de la muerte. Los procesos informáticos son portátiles. Las simuladoras podrían ser capaces de transferir procesos cerebrales simulados de un mundo simulado a otro (¿cielo?), o incluso conectarlos a un cuerpo en el propio mundo de las simuladoras (¿reencarnación?). Tal vez eso ocurra en algunas simulaciones, sobre todo en simulaciones personales de entretenimiento, y quizá en el caso de seres verdaderamente excepcionales en simulaciones por lotes. Sin embargo, hacer esto de forma sistemática en la mayoría de las simulaciones tendría muchos costes. Si esos costes son prohibitivos, no deberíamos alimentar demasiadas esperanzas en una vida después de la muerte en la simulación. Por otro lado, quizá los comités de revisión ética de las simuladoras insistan en que ningún ser simulado llegue nunca a ser realmente “matado”. Tras la “muerte” de un sim en una simulación, su código deba transferirse a otro mundo virtual, quizá ejecutado a baja velocidad para reducir costes. De ser así, las perspectivas de una vida después de la muerte serían mejores.

Si alguna vez creamos inteligencia artificial dentro de una simulación, puede resultar difícil mantenerla confinada. Por ejemplo, si nos comunicamos con los seres simulados, es de suponer que se darán cuenta de que están en una simulación y quizá se interesen por escapar de ella. Para ello, pueden intentar comprender nuestra psicología con el fin de averiguar cómo persuadirnos de que los dejemos salir (o, al menos, de que les concedamos acceso irrestricto a internet, donde puedan hacer lo que quieran). E incluso si no nos comunicamos con ellos, pueden tomarse muy en serio la hipótesis de que viven en una simulación y esforzarse por comprenderla. Eso sería una forma de teología de la simulación.

En principio, nosotros podríamos hacer lo mismo. Podríamos intentar atraer la atención de nuestra simuladora y comunicarnos con ella —tal vez escribiendo libros sobre simulaciones o construyendo simulaciones—. Podríamos tratar de descifrar nuestra simulación, determinar su propósito y sus límites. Pero si nuestra simuladora es una inteligencia artificial que ha diseñado un lote de simulaciones herméticas y no nos presta atención, es posible que nuestros esfuerzos sean en vano.

¿Está nuestra propia simuladora dentro de una simulación? Una variante del argumento de la simulación puede usarse para sostener que probablemente seamos simsims: seres que viven en simulaciones dentro de simulaciones. Al menos, si no hay bloqueadores de simsims (factores que impiden la creación de muchos simsims), entonces la mayoría de los seres de tipo humano serán simsims. Por otro lado, las limitaciones de potencia de cálculo pueden tender a bloquear más los simsims que los sims. Desde luego, deberíamos asignar una probabilidad menor a ser un simsim que a ser un sim, ya que todos los simsims son sims, pero no a la inversa. Pero, aun así, sigue habiendo una probabilidad nada desdeñable de que nuestra simuladora sea, a su vez, simulada.

¿Tiene por fuerza que haber una simuladora no simulada en la cúspide de la cadena? Resulta muy intuitivo pensar que debe existir un nivel fundamental con una realidad no simulada. La alternativa recuerda a la vieja anécdota en la que una asistente a una conferencia le dice al filósofo estadounidense William James que la Tierra se sostiene sobre el lomo de una tortuga que, a su vez, se sostiene sobre otra tortuga. Cuando él le pide más detalles, ella responde: “Son tortugas hasta el fondo”. Sin embargo, el filósofo contemporáneo Jonathan Schaffer ha defendido que no tiene por qué existir un nivel fundamental en la naturaleza: podría haber, en su lugar, una secuencia interminable de niveles. Si Schaffer tiene razón, esto abre al menos la posibilidad teórica de que estemos en un cosmos en el que hay simulaciones hasta lo más alto.



Simulación y religión

¿Debe la teología de la simulación conducir a una religión de la simulación? La religión es algo más que teología. Implica un compromiso profundo en torno al cual las personas organizan su vida, y un sistema característico de creencias y prácticas morales. La tradición judeocristiana incluye un conjunto de prescripciones sobre cómo se debe vivir, desde los Diez Mandamientos hasta el Sermón de la Montaña. El islam tiene sus propios mandatos morales expuestos en el Corán. Los textos hindúes exponen una serie de Yamas y Niyamas, que son votos de conducta moral. Las escrituras budistas establecen cinco preceptos que están en el núcleo de su código moral.

¿Trae consigo la teología de la simulación algún conjunto de prácticas morales? ¿Por qué habría de hacerlo? Bien podría haber prácticas movidas por el propio interés. Por ejemplo, los posibles sims podrían actuar de determinadas maneras con la esperanza de ser extraídos de la simulación. Incluso podrían darse prácticas a escala poblacional: por ejemplo, deberíamos prohibir la construcción de simulaciones, no sea que nuestra simuladora dé por terminada la nuestra. ¡Es moralmente imperativo mantener la simulación en marcha! Pero estos principios no constituyen realmente una religión.

Otro rasgo característico de las religiones es que normalmente implican formas de culto. La gente rinde culto al Dios judeocristiano e islámico y a los dioses hindúes. Hay religiones sin dioses típicos y sin culto —el budismo, el confucianismo, el taoísmo—. Pero allí donde hay dioses, el culto es la regla.

¿Deberíamos adorar a nuestra simuladora? Cuesta ver por qué. La simuladora puede ser simplemente una científica o una responsable de decisiones en el universo de arriba. Podemos estarle agradecidos por haber creado nuestro mundo. Podemos sentirnos sobrecogidos por el poder que tiene sobre nuestro mundo. Pero la gratitud y el asombro, por sí solos, no son culto.

Puede que nos aterre el poder que la simuladora tiene sobre nuestras vidas. Si llegáramos a creer que nuestra simuladora se parece al Dios abrahámico en el sentido de exigir nuestra adoración como condición para acceder a la otra vida, quizá aceptáramos adorarla para sobrevivir. Pero hay pocas razones para pensar que una simuladora vaya a tener una psicología así. Y si la tiene, ¿merece realmente nuestra adoración? Parafraseando al personoide Adan 900 de Lem: cualquier dios que exija nuestra adoración no la merece.

Incluso si nuestra simuladora es un ser benévolo, ¿por qué deberíamos adorarla? Puede que esté trabajando para crear el mayor número posible de mundos con un balance suficiente de felicidad sobre infelicidad, con el fin de maximizar la cantidad de felicidad en el cosmos. Si es así, podríamos admirarla y estarle agradecidos, pero, de nuevo, no hay necesidad de culto.

Yo mismo me descubro pensando que, incluso si nuestra simuladora es nuestra creadora, es todopoderosa, omnisciente y absolutamente buena, aun así no la consideraría un dios. La razón es que la simuladora no es digna de adoración. Y, para ser un dios en sentido genuino, hay que ser digno de adoración.

Esto me resulta útil para entender por qué no soy religioso y por qué me considero ateo. Resulta que estoy abierto a la idea de un creador que esté cerca de ser todopoderoso, omnisciente y absolutamente bueno. En su momento pensé que esta idea era incompatible con una visión naturalista del mundo, pero la idea de la simulación la hace compatible. Sin embargo, sigue habiendo una razón más fundamental para mi ateísmo: no creo que ningún ser sea digno de adoración.

La idea va más allá de la simulación. Incluso si el Dios abrahámico existe, con todas esas cualidades divinas de perfección, lo respetaré, lo admiraré e incluso sentiré asombro ante él, pero no me sentiré obligado a adorarlo. Si Aslan, el dios-león de Narnia, existiera como encarnación de toda bondad y sabiduría, tampoco me sentiría obligado a adorarlo. Ser todopoderoso, omnisciente, absolutamente bueno y completamente sabio no basta para justificar la adoración. Generalizando el argumento, no creo que ninguna cualidad pueda hacer que un ser sea digno de adoración. En consecuencia, nunca tenemos buenas razones para adorar a ningún ser. Ningún ser posible es digno de adoración.

Estoy seguro de que muchos lectores religiosos no estarán de acuerdo, pero incluso ellos quizá admitan que una simple simuladora no sería digna de adoración, y por tanto no sería un dios en el sentido pleno del término. Si es así, al menos podemos plantear la pregunta: ¿qué podría hacer que un ser fuera digno de adoración, y por qué?






* Sobre el autor:
David J. Chalmers: (Sídney, 1966) es un filósofo australiano, profesor de Filosofía y Ciencias Neurales en la New York University y codirector del Center for Mind, Brain and Consciousness. Especialista en filosofía de la mente y del lenguaje, es conocido por formular el “problema difícil” de la conciencia y por sus trabajos sobre mundos virtuales y simulación. Entre sus libros destacan The Conscious MindConstructing the World y Reality+: Virtual Worlds and the Problems of Philosophy.


* ImagenEmissaries, de Ian Cheng.


* Fuente: “Is God a hacker in the next universe up?”, capítulo del libro Reality+. Virtual worlds and the problems of philosophy, de David J. Chalmers (W. W. Norton & Company, 2022). Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.