Lo vi llorando, derramando torrentes de lágrimas en
la isla de Calipso, en sus estancias.
Ella lo retiene allí; no puede regresar a casa.
Homero, The Odyssey
I. Las preguntas más antiguas
“¿Vamos a acabar todos trabajando para una máquina inteligente o tendremos a personas inteligentes alrededor de la máquina?”. La pregunta me la formuló en 1981 un joven director de una planta papelera, en algún momento entre el bagre frito y la tarta de nuez pecana, durante mi primera noche en el pequeño pueblo sureño donde se levantaba su gigantesca fábrica y que se convertiría en mi hogar intermitente durante los seis años siguientes.
Aquella noche lluviosa, sus palabras inundaron mi mente, ahogando el repiqueteo acelerado del tap tap tap de las gotas sobre el toldo que cubría nuestra mesa. Reconocí las preguntas políticas más antiguas: ¿hogar o exilio? ¿señor o súbdito? ¿amo o esclavo? Son temas eternos de saber, autoridad y poder que nunca pueden quedar definitivamente resueltos. No hay fin de la historia; cada generación debe imponer su voluntad y su imaginación, porque las nuevas amenazas nos obligan a reabrir el caso en cada época.
Quizá porque no tenía a nadie más a quien preguntar, la voz del director de la planta estaba cargada de urgencia y frustración: “¿En qué va a quedar esto? ¿Hacia dónde se supone que debemos ir? Tengo que saberlo ya. No hay tiempo que perder”.
Yo también quería esas respuestas, y así inicié el proyecto que, treinta años atrás, se convirtió en mi primer libro, In the Age of the Smart Machine: The Future of Work and Power. Ese trabajo resultó ser el capítulo de apertura de lo que se transformó en una búsqueda de por vida para responder a la pregunta: “¿Puede el futuro digital ser nuestro hogar?”.
Han pasado muchos años desde aquella cálida noche sureña, pero las preguntas más antiguas han regresado con una venganza. El ámbito digital está desbordando y redefiniendo todo lo que nos resulta familiar incluso antes de que hayamos tenido la oportunidad de reflexionar y decidir.
Celebramos el mundo en red por las muchas formas en que amplía nuestras capacidades y horizontes, pero ha dado lugar también a territorios completamente nuevos de ansiedad, peligro y violencia, a medida que la sensación de un futuro predecible se desvanece.
Cuando hoy formulamos las preguntas más antiguas, deben responderlas miles de millones de personas de todas las capas sociales, generaciones y sociedades. Las tecnologías de la información y la comunicación están más difundidas que la electricidad y alcanzan a tres mil millones de los siete mil millones de habitantes del planeta.[1]
Los dilemas entrelazados del conocimiento, la autoridad y el poder ya no se limitan a los lugares de trabajo, como ocurría en los años ochenta. Ahora sus raíces se hunden en las necesidades de la vida cotidiana, mediando casi todas las formas de participación social.[2]
Hasta hace un momento aún parecía razonable centrar nuestras preocupaciones en los retos de un entorno laboral de la información o de una sociedad de la información. Hoy las preguntas más antiguas deben plantearse en el marco más amplio posible, que quizá se define mejor como “civilización” o, más específicamente, como civilización de la información. ¿Será esta civilización emergente un lugar que podamos llamar hogar?
Todas las criaturas se orientan hacia el hogar. Es el punto de origen a partir del cual cada especie toma sus referencias. Sin referencias no hay forma de navegar por territorios desconocidos; sin referencias, estamos perdidos. Me lo recuerda cada primavera la misma pareja de colimbos que regresa de sus viajes lejanos a la cala bajo nuestra ventana. Sus sobrecogedores cantos de regreso, renovación, vínculo y protección nos arrullan por la noche, sabiendo que nosotros también estamos en nuestro lugar.
Las tortugas verdes nacen y descienden hacia el mar, donde recorren muchos miles de kilómetros, a veces durante diez o veinte años. Cuando están listas para poner sus huevos, rehacen el trayecto hasta el mismo tramo de playa en el que nacieron.
Algunas aves vuelan cada año miles de kilómetros, perdiendo hasta la mitad de su peso corporal, para poder reproducirse en el lugar donde nacieron. Pájaros, abejas, mariposas… nidos, madrigueras, árboles, lagos, colmenas, lomas, orillas y oquedades… casi todas las criaturas comparten alguna versión de este vínculo profundo con un lugar en el que se sabe que la vida puede florecer, ese tipo de lugar al que llamamos hogar.
Es propio de los vínculos humanos que todo viaje y toda expulsión pongan en marcha la búsqueda del hogar. Que el nostos, el regreso al hogar, sea una de nuestras necesidades más profundas se hace evidente en el precio que estamos dispuestos a pagar por él.
Hay una añoranza compartida universalmente por volver al lugar que dejamos atrás o por fundar un nuevo hogar en el que puedan anidar y crecer nuestras esperanzas de futuro. Seguimos relatando las penalidades de Odiseo y recordando lo que los seres humanos están dispuestos a soportar con tal de alcanzar sus propias orillas y cruzar sus propios umbrales.
Porque nuestro cerebro es más grande que el de las aves y las tortugas marinas, sabemos que no siempre es posible, ni siquiera deseable, regresar al mismo pedazo de tierra. El hogar no tiene por qué coincidir siempre con una sola vivienda o un solo lugar. Podemos elegir su forma y su ubicación, pero no su significado. Hogar es donde conocemos y somos conocidos, donde amamos y somos amados. Hogar es dominio, voz, vínculo y santuario: en parte libertad, en parte florecimiento… en parte refugio, en parte horizonte.
La sensación de que el hogar se desliza y se nos escapa provoca una añoranza insoportable. Los portugueses tienen un nombre para ese sentimiento: saudade, una palabra que se dice que condensa la nostalgia y la añoranza del exilio entre los emigrantes separados de su tierra natal a lo largo de los siglos.
Ahora las convulsiones del siglo XXI han convertido estas exquisitas ansiedades y nostalgias del desarraigo en una historia universal que nos envuelve a cada uno de nosotros.[3]
II. Réquiem por un hogar
En el año 2000, un grupo de informáticos e ingenieros de Georgia Tech colaboró en un proyecto llamado “Aware Home”.[4] Su objetivo era crear un “laboratorio viviente” para el estudio de la “computación ubicua”. Imaginaban una “simbiosis humano-hogar” en la que numerosos procesos, tanto animados como inanimados, serían capturados por una compleja red de “sensores sensibles al contexto” integrados en la casa y por ordenadores wearable llevados por los ocupantes.
El diseño preveía una “colaboración inalámbrica automatizada” entre la plataforma que alojaría la información personal procedente de los wearables de los residentes y otra que alojaría la información ambiental generada por los sensores.
Había tres supuestos de trabajo: en primer lugar, los científicos y los ingenieros entendían que los nuevos sistemas de datos producirían un dominio de conocimiento completamente nuevo. En segundo lugar, se daba por sentado que los derechos sobre ese nuevo conocimiento y el poder de utilizarlo para mejorar la vida pertenecerían exclusivamente a las personas que habitasen la casa. En tercer lugar, el equipo asumía que, pese a toda su magia digital, la Aware Home se integraría como una encarnación moderna de las antiguas convenciones que entienden el “hogar” como el santuario privado de quienes viven entre sus paredes.
Todo esto se expresó en el plan de ingeniería. En él se subrayaban la confianza, la simplicidad, la soberanía del individuo y la inviolabilidad del hogar como dominio privado.
El sistema de información de la Aware Home se concebía como un sencillo “circuito cerrado” con solo dos nodos y controlado íntegramente por los ocupantes de la vivienda.
Dado que la casa estaría “monitorizando constantemente la localización y las actividades de los ocupantes… e incluso registrando las condiciones médicas de sus habitantes”, el equipo concluía que “resulta evidente la necesidad de dar a los ocupantes conocimiento y control sobre la distribución de esta información”.
Toda la información debía almacenarse en los ordenadores wearable de los ocupantes “para garantizar la privacidad de la información de cada individuo”.
En 2018, el mercado global de hogares inteligentes (“smart-home”) estaba valorado en 36.000 millones de dólares y se esperaba que alcanzara los 151.000 millones en 2023.[5] Las cifras revelan un seísmo bajo su superficie. Pensemos solo en un dispositivo para el hogar inteligente: el termostato Nest, fabricado por una empresa que pertenecía a Alphabet, la sociedad matriz de Google, y que en 2018 se fusionó con Google.[6]
El termostato Nest hace muchas de las cosas imaginadas en la Aware Home. Recoge datos sobre sus usos y sobre el entorno. Utiliza sensores de movimiento y capacidades de cálculo para “aprender” los comportamientos de los habitantes de la vivienda. Las aplicaciones de Nest pueden recopilar datos de otros productos conectados, como coches, hornos, pulseras de actividad y camas.[7]
Estos sistemas pueden, por ejemplo, encender las luces si se detecta un movimiento anómalo, activar la grabación de vídeo y audio e incluso enviar notificaciones a los propietarios de la vivienda o a otras personas. Como resultado de la fusión con Google, el termostato, al igual que otros productos Nest, se construirá con las capacidades de inteligencia artificial de Google, incluido su “asistente” digital personal.[8]
Al igual que en el caso de la Aware Home, el termostato y sus dispositivos afines generan enormes nuevos depósitos de conocimiento y, por tanto, de poder, pero ¿para quién?
Con conexión Wi-Fi e integrado en la red, los complejos y personalizados depósitos de datos del termostato se cargan en los servidores de Google. Cada termostato se acompaña de una “política de privacidad”, unas “condiciones del servicio” y un “contrato de licencia de usuario final”.
Estos documentos revelan unas consecuencias gravosas para la privacidad y la seguridad, en las que información sensible sobre el hogar y sobre las personas se comparte con otros dispositivos inteligentes, con personal no identificado y con terceros, con fines de análisis predictivo y de venta a otras partes igualmente no especificadas.
Nest asume poca responsabilidad sobre la seguridad de la información que recoge y ninguna sobre el uso que las demás empresas de su ecosistema puedan hacer de esos datos.[9] Un análisis detallado de las políticas de Nest realizado por dos investigadores de la Universidad de Londres concluyó que, si alguien entrara en el ecosistema Nest de dispositivos y aplicaciones conectados, cada uno con sus propias condiciones igualmente gravosas y desmesuradas, la compra de un solo termostato doméstico implicaría la necesidad de revisar cerca de mil así llamados contratos.[10]
Si el cliente se niega a aceptar las condiciones impuestas por Nest, las condiciones del servicio señalan que la funcionalidad y la seguridad del termostato quedarán profundamente comprometidas, al dejar de estar respaldadas por las actualizaciones necesarias para garantizar su fiabilidad y seguridad. Las consecuencias pueden ir desde tuberías congeladas hasta fallos de las alarmas de humo, pasando por un sistema interno del hogar fácilmente hackeable.[11]
Para 2018, las premisas de la Aware Home se habían desvanecido como llevadas por el viento. ¿Adónde fueron? ¿Qué viento fue ese? La Aware Home, como muchos otros proyectos visionarios, imaginaba un futuro digital que empoderaría a las personas para llevar vidas más eficaces. Lo crucial es que, en el año 2000, esa visión asumía de forma natural un compromiso inequívoco con la privacidad de la experiencia individual.
Si una persona decidía traducir su experiencia al lenguaje digital, entonces ejercería derechos exclusivos sobre el conocimiento obtenido a partir de esos datos, así como el derecho exclusivo a decidir cómo podría utilizarse ese conocimiento.
Hoy, esos derechos a la privacidad, al conocimiento y a su aplicación han sido usurpados por una audaz empresa de mercado impulsada por reclamaciones unilaterales sobre la experiencia ajena y el conocimiento que se deriva de ella.
¿Qué significa este cambio de época para nosotros, para nuestros hijos, para nuestras democracias y para la propia posibilidad de un futuro humano en un mundo digital?
Este ensayo[12] pretende responder a estas preguntas. Trata del oscurecimiento del sueño digital y de su rápida mutación en un proyecto comercial voraz y absolutamente nuevo al que denomino capitalismo de la vigilancia.
III. ¿Qué es el capitalismo de la vigilancia?
El capitalismo de la vigilancia reivindica de manera unilateral la experiencia humana como materia prima gratuita para su traducción en datos conductuales. Aunque algunos de estos datos se aplican a la mejora de productos o servicios, el resto se declara como excedente conductual propietario, que se alimenta en procesos avanzados de fabricación conocidos como “inteligencia maquínica” y se transforma en productos de predicción que anticipan lo que harás ahora, pronto y más adelante.
Finalmente, estos productos de predicción se negocian en una nueva clase de mercado de predicciones conductuales que denomino mercados de futuros conductuales. Los capitalistas de la vigilancia se han enriquecido enormemente con estas operaciones de compraventa, pues muchas empresas están deseosas de apostar por nuestro comportamiento futuro.
La dinámica competitiva de estos nuevos mercados impulsa a los capitalistas de la vigilancia a adquirir fuentes de excedente conductual cada vez más predictivas: nuestras voces, personalidades y emociones. Con el tiempo, los capitalistas de la vigilancia descubrieron que los datos conductuales más predictivos proceden de intervenir en el curso de los acontecimientos para empujar, persuadir, ajustar y encauzar la conducta hacia resultados provechosos.
Las presiones competitivas produjeron este giro, en el que los procesos automáticos de las máquinas no solo conocen nuestra conducta, sino que también la moldean a gran escala. Con esta reorientación del conocimiento al poder, ya no basta con automatizar los flujos de información sobre nosotros; ahora el objetivo es automatizarnos a nosotros.
En esta fase de la evolución del capitalismo de la vigilancia, los medios de producción quedan supeditados a un “medio de modificación conductual” cada vez más complejo y exhaustivo. De este modo, el capitalismo de la vigilancia da origen a una nueva especie de poder que denomino instrumentarianismo.
El poder instrumentariano conoce y moldea la conducta humana orientándola hacia fines ajenos. En lugar de armas y ejércitos, impone su voluntad a través del medio automatizado de una arquitectura computacional de dispositivos, objetos y espacios “inteligentes”, en red y cada vez más ubicua.
De hecho, se ha vuelto difícil escapar de este audaz proyecto de mercado, cuyos tentáculos van desde el suave pastoreo de inocentes jugadores de Pokémon Go para que coman, beban y compren en los restaurantes, bares, locales de comida rápida y tiendas que pagan por participar en sus mercados de futuros conductuales, hasta la despiadada expropiación de excedente a partir de perfiles de Facebook con el fin de modelar la conducta individual, ya se trate de comprar una crema antiacné a las 17:45 de un viernes, de hacer clic en “sí” ante una oferta de zapatillas nuevas mientras las endorfinas recorren tu cerebro tras tu larga carrera matutina del domingo, o de votar la semana siguiente.
Del mismo modo que el capitalismo industrial estuvo impulsado por la intensificación continua de los medios de producción, los capitalistas de la vigilancia y los actores de sus mercados están ahora atrapados en la intensificación continua de los medios de modificación conductual y en el incremento del poder del instrumentarianismo.
El capitalismo de la vigilancia va a contracorriente del viejo sueño digital y condena el Aware Home a la prehistoria. En su lugar, despoja de toda ilusión la idea de que la forma en red posea algún tipo de contenido moral propio, de que estar “conectados” sea intrínsecamente prosocial, por naturaleza inclusivo o que tienda de forma espontánea a la democratización del conocimiento.
La conexión digital es ahora un medio al servicio de fines comerciales ajenos. En su núcleo, el capitalismo de la vigilancia es parasitario y autorreferencial. Recupera la vieja imagen de Marx del capitalismo como un vampiro que se alimenta del trabajo, pero con un giro inesperado. En vez de trabajo, el capitalismo de la vigilancia se nutre de todos los aspectos de la experiencia de cada ser humano.
Google inventó y perfeccionó el capitalismo de la vigilancia de forma muy similar a como, un siglo antes, General Motors inventó y perfeccionó el capitalismo gerencial. Google fue la pionera del capitalismo de la vigilancia en el plano teórico y práctico, el gran financiador de la investigación y el desarrollo, y la punta de lanza en la experimentación y la implementación, pero ya no es el único actor en este camino.
El capitalismo de la vigilancia se extendió rápidamente a Facebook y, más tarde, a Microsoft. Todo indica que Amazon ha virado en esta dirección, y representa un desafío constante para Apple, tanto como amenaza externa como fuente de debate y conflicto interno.
Como pionera del capitalismo de la vigilancia, Google lanzó una operación de mercado sin precedentes en los espacios inexplorados de Internet, donde se enfrentaba a escasos impedimentos legales o competitivos, como una especie invasora en un ecosistema carente de depredadores naturales.
Sus dirigentes impulsaron la coherencia sistémica de sus negocios a un ritmo vertiginoso que ni las instituciones públicas ni las personas pudieron seguir.
Google también se benefició de coyunturas históricas en las que un aparato de seguridad nacional galvanizado por los atentados del 11-S se mostró dispuesto a fomentar, imitar, proteger y apropiarse de las capacidades emergentes del capitalismo de la vigilancia en nombre del conocimiento total y de su promesa de certeza.
Los capitalistas de la vigilancia comprendieron pronto que podían hacer lo que quisieran, y lo hicieron. Se vistieron con los ropajes de la reivindicación y la emancipación, apelando a —y explotando— las ansiedades contemporáneas, mientras la verdadera acción tenía lugar entre bastidores.
Su proyecto se envolvió en una capa de invisibilidad tejida a partes iguales con la retórica de una web empoderadora, la capacidad de moverse con rapidez, la seguridad que otorgan corrientes de ingresos colosales y la naturaleza salvaje y desprotegida del territorio que iban a conquistar y reclamar.
Estaban protegidos por la ilegibilidad inherente de los procesos automatizados que gobiernan, por la ignorancia que esos procesos engendran y por la sensación de inevitabilidad que alimentan.
El capitalismo de la vigilancia ya no se limita a los dramas competitivos de las grandes empresas de internet, donde los mercados de futuros de comportamiento se orientaban inicialmente a la publicidad en línea. Sus mecanismos e imperativos económicos se han convertido en el modelo por defecto de la mayoría de los negocios basados en internet.
Con el tiempo, la presión competitiva impulsó una expansión hacia el mundo offline, donde los mismos mecanismos fundamentales que expropian tus búsquedas, tus “me gusta” y tus clics se aplican ahora a tu carrera por el parque, a la conversación del desayuno o a la búsqueda de una plaza de aparcamiento.
Hoy los productos de predicción se negocian en mercados de futuros de comportamiento que van más allá de los anuncios dirigidos en línea, y se extienden a muchos otros sectores, como los seguros, el comercio minorista, las finanzas y un abanico cada vez más amplio de empresas de bienes y servicios decididas a participar en estos mercados nuevos y rentables.
Ya se trate de un dispositivo de hogar “inteligente”, de lo que las compañías de seguros denominan “suscripción de riesgos basada en el comportamiento” (behavioral underwriting) o de cualquiera de los miles de transacciones posibles, hoy acabamos pagando por nuestra propia dominación.
Los productos y servicios del capitalismo de la vigilancia no son el objeto de un intercambio de valor. No establecen reciprocidades constructivas entre productores y consumidores. Son, más bien, los “anzuelos” que atraen a los usuarios hacia sus operaciones de extracción, en las que nuestras experiencias personales se raspan y empaquetan como medio para fines ajenos.
No somos los “clientes” del capitalismo de la vigilancia. Aunque el dicho afirma que “si es gratis, entonces el producto eres tú”, eso tampoco es exacto. Somos la fuente del excedente crucial del capitalismo de la vigilancia: los objetos de una operación de extracción de materia prima tecnológicamente avanzada y cada vez más ineludible. Los auténticos clientes del capitalismo de la vigilancia son las empresas que operan en sus mercados de futuros de comportamiento.
Esta lógica convierte la vida cotidiana en la renovación diaria de un pacto fáustico del siglo XXI. “Fáustico” porque nos resulta casi imposible apartarnos de él, pese a que lo que debemos entregar a cambio acabará destruyendo la vida tal y como la hemos conocido.
Pensemos en que internet se ha vuelto esencial para la participación social, en que internet está ahora saturado de comercio, y en que ese comercio está supeditado hoy al capitalismo de la vigilancia.
Nuestra dependencia está en el centro del proyecto de vigilancia comercial, en el que nuestras necesidades sentidas de una vida eficaz compiten con la inclinación a resistir sus audaces incursiones.
Este conflicto produce un entumecimiento psíquico que nos insensibiliza ante la realidad de ser rastreados, analizados, expoliados y modificados. Nos predispone a racionalizar la situación desde un cinismo resignado, a elaborar excusas que funcionan como mecanismos de defensa (“yo no tengo nada que esconder”) o a buscar otras formas de esconder la cabeza bajo tierra, escogiendo la ignorancia por frustración e impotencia.[13]
De este modo, el capitalismo de la vigilancia nos impone una elección fundamentalmente ilegítima que las personas del siglo XXI no tendrían por qué afrontar, y su normalización nos deja cantando en nuestras cadenas.[14]
El capitalismo de la vigilancia funciona a través de asimetrías sin precedentes en el conocimiento y en el poder que se deriva de ese conocimiento. Los capitalistas de la vigilancia lo saben todo sobre nosotros, mientras que sus operaciones están diseñadas para resultar incognoscibles para nosotros.
Acumulan vastos dominios de nuevo conocimiento a partir de nosotros, pero no para nosotros. Predicen nuestro futuro en beneficio de otros, no en el nuestro. Mientras se permita prosperar al capitalismo de la vigilancia y a sus mercados de futuros de comportamiento, la propiedad de los nuevos medios de modificación de la conducta eclipsará a la propiedad de los medios de producción como fuente principal de la riqueza y el poder capitalistas en el siglo XXI.
El capitalismo de la vigilancia es una fuerza desbocada, impulsada por imperativos económicos inéditos que desatienden las normas sociales y anulan los derechos elementales asociados a la autonomía individual, imprescindibles para la propia posibilidad de una sociedad democrática.
Al igual que la civilización industrial floreció a costa de la naturaleza y ahora amenaza con costarnos la Tierra, una civilización de la información configurada por el capitalismo de la vigilancia y por su nuevo poder instrumentariano prosperará a expensas de la naturaleza humana y amenazará con costarnos nuestra humanidad.
El legado industrial del caos climático nos llena de consternación, remordimiento y miedo. A medida que el capitalismo de la vigilancia se convierte en la forma dominante del capitalismo de la información en nuestro tiempo, ¿qué nuevo legado de daños y lamentos será llorado por las generaciones futuras?
Para cuando leas estas palabras, el alcance de esta nueva forma se habrá ampliado, a medida que más sectores, empresas, start-ups, desarrolladores de apps e inversores se movilicen en torno a esta única versión verosímil del capitalismo de la información.
Esa movilización y las resistencias que suscita definirán un campo de batalla clave en el que se dirimirá la posibilidad de un futuro humano en la nueva frontera del poder.
IV. Lo sin precedentes
Una de las explicaciones de los numerosos triunfos del capitalismo de la vigilancia se eleva por encima de todas las demás: es sin precedentes. Lo sin precedentes es, por definición, irreconocible. Cuando nos enfrentamos a algo sin precedentes, lo interpretamos automáticamente a través de los lentes de categorías conocidas, volviendo invisible, precisamente, aquello que es inédito.
Un ejemplo clásico es la expresión “carruaje sin caballos”, a la que la gente recurrió cuando se vio ante el hecho sin precedentes del automóvil. Un ejemplo trágico es el encuentro entre los pueblos indígenas y los primeros conquistadores españoles. Cuando los taínos de las islas caribeñas precolombinas vieron por primera vez a los soldados españoles sudorosos y barbados que avanzaban por la arena con sus brocados y sus armaduras, ¿cómo iban a poder reconocer el sentido y el alcance de aquel momento? Incapaces de imaginar su propia destrucción, concluyeron que aquellas extrañas criaturas eran dioses y los recibieron con elaborados rituales de hospitalidad.
Así es como lo sin precedentes confunde sistemáticamente la comprensión: los lentes de lo ya conocido iluminan lo familiar, pero oscurecen lo original al convertir lo sin precedentes en una mera prolongación del pasado. Ello contribuye a la normalización de lo anormal, lo que hace aún más cuesta arriba la lucha contra lo sin precedentes.
En una noche de tormenta, hace algunos años, un rayo cayó sobre nuestra casa y aprendí una poderosa lección sobre la capacidad de lo sin precedentes para desafiar la comprensión.
A los pocos momentos del impacto, un humo negro y espeso empezó a subir desde la planta baja por la escalera hacia el salón. Mientras nos poníamos en marcha y llamábamos a los bomberos, pensé que tenía apenas uno o dos minutos para hacer algo útil antes de salir corriendo a reunirme con mi familia.
Primero subí a toda prisa y cerré todas las puertas de los dormitorios para protegerlos del humo. Después bajé de nuevo al salón, donde recogí todos los álbumes de fotos familiares que pude cargar y los dejé fuera, en un porche techado, a salvo. El humo estaba a punto de alcanzarme cuando llegó el jefe de bomberos, me agarró por el hombro y me sacó a empujones por la puerta. Nos quedamos bajo la lluvia torrencial y, para nuestro estupor, vimos cómo la casa estallaba en llamas.
Aprendí muchas cosas de aquel incendio, pero una de las más importantes fue la irreconocibilidad de lo sin precedentes.
En aquella fase inicial de la crisis, podía imaginar nuestra casa marcada por los daños del humo, pero no podía imaginar su desaparición. Entendía lo que estaba ocurriendo a través del prisma de experiencias pasadas, imaginando un desvío angustioso pero, en última instancia, manejable, que nos devolvería al statu quo ante.
Incapaz de distinguir lo sin precedentes, me limité a cerrar las puertas de unas habitaciones que dejarían de existir y a buscar refugio en un porche condenado a desvanecerse. Era ciega a unas condiciones que no tenían precedente en mi experiencia.
Empecé a estudiar la aparición de lo que acabaría llamando capitalismo de la vigilancia en 2006, entrevistando a emprendedores y personal de diversas empresas tecnológicas en Estados Unidos y el Reino Unido. Durante varios años pensé que las prácticas inesperadas e inquietantes que estaba documentando eran desviaciones de la vía principal: descuidos de gestión o fallos de criterio y de comprensión del contexto.
Mis datos de campo se destruyeron aquella noche en el incendio y, cuando retomé el hilo a comienzos de 2011, comprendí que mis viejas lentes del “carruaje sin caballos” no podían explicar ni justificar lo que estaba tomando forma.
Había perdido muchos detalles ocultos entre la maleza, pero el perfil de los árboles se recortaba con mayor nitidez que antes: el capitalismo de la información había tomado un giro decisivo hacia una nueva lógica de acumulación, con sus propios mecanismos operativos originales, imperativos económicos y mercados. Veía que esta nueva forma se había separado de las normas y prácticas que definen la historia del capitalismo y que, en ese proceso, había surgido algo asombroso y sin precedentes.
Por supuesto, la irrupción de lo sin precedentes en la historia económica no puede compararse con un incendio doméstico. Los indicios de un fuego catastrófico eran sin precedentes en mi experiencia, pero no eran originales.
En cambio, el capitalismo de la vigilancia es un nuevo actor en la historia, a la vez original y sui generis. Es de su propia especie y no se parece a nada más: un planeta nuevo y distinto, con su propia física del tiempo y el espacio, sus días de sesenta y siete horas, su cielo esmeralda, sus cordilleras invertidas y su agua seca.
Aun así, el peligro de cerrar puertas a habitaciones que ya no existirán es muy real. La naturaleza sin precedentes del capitalismo de la vigilancia le ha permitido esquivar una contestación sistemática porque no puede ser comprendido de forma adecuada con nuestros conceptos actuales.
Nos apoyamos en categorías como “monopolio” o “privacidad” para impugnar las prácticas del capitalismo de la vigilancia. Y aunque estas cuestiones son esenciales, e incluso cuando las operaciones del capitalismo de la vigilancia son también monopolísticas y amenazan la privacidad, esas categorías existentes siguen siendo insuficientes para identificar y cuestionar los hechos más cruciales y sin precedentes de este nuevo régimen.
¿Seguirá el capitalismo de la vigilancia en su trayectoria actual hasta convertirse en la lógica de acumulación dominante de nuestra época o, con la perspectiva del tiempo, juzgaremos que fue un ave dentada: temible, pero en última instancia un callejón sin salida en el largo viaje del capitalismo? Si está destinado a fracasar, ¿qué lo hará posible? ¿En qué consistirá una vacuna eficaz?
V. El titiritero, no la marioneta
Nuestro esfuerzo por afrontar lo sin precedentes comienza por reconocer que debemos perseguir al titiritero, no a la marioneta. Un primer desafío para la comprensión es la confusión entre el capitalismo de la vigilancia y las tecnologías que emplea.
El capitalismo de la vigilancia no es tecnología; es una lógica que impregna la tecnología y la pone en movimiento. El capitalismo de la vigilancia es una forma de mercado que resulta inimaginable fuera del medio digital, pero no es lo mismo que “lo digital”.
Como vimos en la historia de la Aware Home, lo digital puede asumir muchas formas según las lógicas sociales y económicas que le dan vida. Es el capitalismo el que pone la etiqueta de precio de la subordinación y la indefensión, no la tecnología.
Que el capitalismo de la vigilancia sea una lógica en acción y no una tecnología es un punto crucial, porque los capitalistas de vigilancia quieren que pensemos que sus prácticas son expresiones inevitables de las tecnologías que utilizan.
Por ejemplo, en 2009 el público supo por primera vez que Google conserva indefinidamente nuestros historiales de búsqueda: los datos que están disponibles como suministros de materia prima también están disponibles para las agencias de inteligencia y de aplicación de la ley. Cuando se le preguntó por estas prácticas, el antiguo director ejecutivo de la corporación, Eric Schmidt, reflexionó: “La realidad es que los motores de búsqueda, incluido Google, sí conservan esta información durante un tiempo”.[15]
En realidad, no son los motores de búsqueda los que conservan esa información, sino el capitalismo de la vigilancia. La afirmación de Schmidt es un clásico ejercicio de distracción que confunde al público al mezclar imperativos comerciales y necesidad tecnológica. Camufla las prácticas concretas del capitalismo de la vigilancia y las decisiones específicas que ponen en marcha la forma particular de búsqueda de Google.
Lo más significativo es que hace que las prácticas del capitalismo de la vigilancia parezcan inevitables cuando en realidad son medios meticulosamente calculados y generosamente financiados al servicio de fines comerciales interesados.
Pese a toda la sofisticación futurista de la innovación digital, el mensaje de las empresas del capitalismo de la vigilancia apenas difiere de los temas que antaño se glorificaban en el lema de la Exposición Universal de Chicago de 1933: “La ciencia descubre — la industria aplica — el hombre se adapta”.
Para poder cuestionar esas afirmaciones de inevitabilidad tecnológica, tenemos que fijar nuestros puntos de referencia. No podemos evaluar la trayectoria actual de la civilización de la información sin tener claro que la tecnología no es ni puede ser nunca una cosa en sí misma, aislada de la economía y de la sociedad.
Esto significa que la inevitabilidad tecnológica no existe. Las tecnologías son siempre medios económicos, no fines en sí mismos: en la época moderna, el ADN de la tecnología viene ya configurado por lo que el sociólogo Max Weber llamó la “orientación económica”.
Weber observaba que los fines económicos son siempre intrínsecos al desarrollo y la aplicación de la tecnología. La “acción económica” determina los objetivos, mientras que la tecnología proporciona los “medios adecuados”.
el marco de Weber, “el hecho de que lo que se denomina el desarrollo tecnológico de los tiempos modernos haya estado tan ampliamente orientado económicamente hacia la obtención de beneficios es uno de los hechos fundamentales de la historia de la tecnología”.[16]
En una sociedad capitalista moderna, la tecnología fue, es y seguirá siendo siempre una expresión de los objetivos económicos que la ponen en acción. Un ejercicio revelador sería eliminar la palabra “tecnología” de nuestro vocabulario para ver con qué rapidez quedan al descubierto los objetivos del capitalismo.
El capitalismo de la vigilancia emplea muchas tecnologías, pero no puede equipararse a ninguna de ellas. Sus operaciones pueden valerse de plataformas, pero esas operaciones no son lo mismo que las plataformas. Utiliza inteligencia maquínica, pero no puede reducirse a esas máquinas. Produce y depende de algoritmos, pero no es lo mismo que los algoritmos. Los imperativos económicos específicos del capitalismo de la vigilancia son los titiriteros que se esconden detrás del telón, orientan a las máquinas y las convocan a la acción.
Esos imperativos, por recurrir a otra metáfora, son como los tejidos blandos del cuerpo que no se ven en una radiografía pero realizan el trabajo real de unir músculos y huesos. No estamos solos en caer en la ilusión tecnológica. Es un tema recurrente del pensamiento social, tan antiguo como el caballo de Troya.
Pese a ello, cada generación tropieza de nuevo en las arenas movedizas de olvidar que la tecnología es expresión de otros intereses. En la época moderna esto significa los intereses del capital, y en nuestro tiempo es el capitalismo de la vigilancia el que manda en el entorno digital y orienta nuestra trayectoria hacia el futuro. Nuestro objetivo es discernir las leyes del capitalismo de la vigilancia que animan los exóticos caballos de Troya de hoy, devolviéndonos a las viejas preguntas a medida que se ciernen sobre nuestras vidas, nuestras sociedades y nuestra civilización.
“Nos hemos ido tambaleando durante un tiempo, intentando hacer funcionar una civilización nueva con métodos antiguos, pero tenemos que empezar a rehacer este mundo”. Era 1912 cuando Thomas Edison expuso su visión de una nueva civilización industrial en una carta a Henry Ford.
A Edison le preocupaba que el potencial del industrialismo para servir al progreso de la humanidad quedara frustrado por el tenaz poder de los magnates depredadores y la economía monopolista que regía sus reinos.
Denunciaba el “desperdicio” y la “crueldad” del capitalismo estadounidense: “Nuestra producción, nuestras leyes laborales, nuestras instituciones benéficas, nuestras relaciones entre capital y trabajo, nuestra distribución: todo está mal, desajustado”.
Tanto Edison como Ford comprendían que la civilización industrial moderna, en la que depositaban tantas esperanzas, se precipitaba hacia una oscuridad marcada por la miseria de muchos y la prosperidad de unos pocos.
Lo más importante para lo que aquí nos ocupa es que Edison y Ford entendían que la vida moral de la civilización industrial estaría modelada por las prácticas del capitalismo que llegaran a imponerse en su época. Creían que Estados Unidos, y finalmente el mundo, tendrían que forjar un capitalismo nuevo, más racional, para evitar un futuro de miseria y conflicto.
Todo, como sugería Edison, tendría que reinventarse: sí, nuevas tecnologías, pero tecnologías que reflejaran nuevas formas de comprender y satisfacer las necesidades de las personas; un nuevo modelo económico capaz de convertir esas nuevas prácticas en beneficios; y un nuevo contrato social que pudiera sostenerlo todo.
Había amanecido un nuevo siglo, pero la evolución del capitalismo, como el lento batir de las civilizaciones, no obedecía ni al calendario ni al reloj. Era 1912 y, aun así, el siglo XIX se negaba a ceder su dominio sobre el XX.
Podemos decir lo mismo de nuestro tiempo. Mientras escribo estas páginas, nos acercamos al final de la segunda década del siglo XXI, pero las contiendas económicas y sociales del siglo XX siguen desgarrándonos. Esas contiendas son el escenario en el que el capitalismo de la vigilancia hizo su debut y se convirtió en el autor de un nuevo capítulo en la larga saga de la evolución del capitalismo.
El capitalismo de la vigilancia no es un accidente atribuible al exceso de celo de unos tecnólogos, sino un capitalismo sin freno que aprendió a explotar con astucia sus condiciones históricas para garantizar y defender su propio éxito.
* Sobre la autora:
Shoshana Zuboff (Estados Unidos, 1951) es socióloga y teórica crítica del capitalismo digital. Fue profesora en la Harvard Business School, donde es Charles Edward Wilson Professor Emerita, y ha sido investigadora asociada del Berkman Klein Center for Internet & Society de la Universidad de Harvard. Autora de The Age of Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power (2019), es quien acuña el concepto de “capitalismo de la vigilancia” para analizar cómo las grandes plataformas extraen, monetizan y utilizan datos personales como nueva forma de poder económico y político.
* Imagen: Graphic (2021), de Adam Harvey.
* Fuente: “Home Or Exile In The Digital Future”, capítulo del libro The Age of Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power (PublicAffairs, 2019), de Shoshana Zuboff.
Notas:
[1] Martin Hilbert, “Technological Information Inequality as an Incessantly Moving Target: The Redistribution of Information and Communication Capacities Between 1986 and 2010”, Journal of the American Society for Information Science and Technology 65, n.º 4 (2013): 821–35, https://doi.org/10.1002/asi.23020.
[2] Para 2014, unos veinte años después de la invención de la World Wide Web, una amplia encuesta de Pew Research constataba que el 87% de los estadounidenses utilizaba internet. Entre ellos, el 76% la consideraba “a good thing for society” y el 90% “a good thing for me”. De hecho, la gente llama con frecuencia al 911 cuando Facebook se cae. En menos de dos décadas desde que se publicó el navegador Mosaic, que permitió un acceso sencillo a la World Wide Web, una encuesta de la BBC de 2010 constató que el 79% de las personas en veintiséis países consideraba el acceso a internet un derecho humano fundamental. Seis años después, las Naciones Unidas aprobaron un lenguaje específico sobre el acceso a internet: “Everyone has the right to freedom of opinion and expression; this right includes freedom to hold opinions without interference and to seek, receive and impart information and ideas through any media and regardless of frontiers”. Véase Susannah Fox y Lee Rainie, “The web at 25 in the U.S.”, PewResearchCenter, 27 de febrero de 2014, http://www.pewinternet.org/2014/02/27/the-web-at-25-in-the-u-s; “911 Calls About Facebook Outage Angers L.A. County Sheriff’s Officials”, Los Angeles Times, 1 de agosto de 2014, http://www.latimes.com/local/lanow/la-me-ln-911-calls-about-facebook-outage-angers-la-sheriffs-officials-20140801-htmlstory.html; “Internet Access ‘a Human Right’”, BBC News, 8 de marzo de 2010, http://news.bbc.co.uk/2/hi/8548190.stm; “The Promotion, Protection and Enjoyment of Human Rights on the Internet”, United Nations Human Rights Council, 27 de junio de 2016, https://www.article19.org/data/files/Internet_Statement_Adopted.pdf.
[3] João Leal, The Making of Saudade: National Identity and Ethnic Psychology in Portugal (Ámsterdam: Het Spinhuis, 2000), https://run.unl.pt/handle/10362/4386.
[4] Cory D. Kidd et al., “The Aware Home: A Living Laboratory for Ubiquitous Computing Research”, en Proceedings of the Second International Workshop on Cooperative Buildings, Integrating Information, Organization, and Architecture, CoBuild ’99 (Londres: Springer-Verlag, 1999), 191–98, http://dl.acm.org/citation.cfm?id=645969.674887.
[5] “Global Smart Homes Market 2018 by Evolving Technology, Projections & Estimations, Business Competitors, Cost Structure, Key Companies and Forecast to 2023”, Reuters, 19 de febrero de 2018, https://www.reuters.com/brandfeatures/venture-capital/article?id=28096.
[6] Ron Amadeo, “Nest Is Done as a Standalone Alphabet Company, Merges with Google”, Ars Technica, 7 de febrero de 2018, https://arstechnica.com/gadgets/2018/02/nest-is-done-as-a-standalone-alphabet-company-merges-with-google; Leo Kelion, “Google-Nest Merger Raises Privacy Issues”, BBC News, 8 de febrero de 2018, http://www.bbc.com/news/technology-42989073.
[7] Kelion, “Google-Nest Merger Raises Privacy Issues”.
[8] Rick Osterloh y Marwan Fawaz, “Nest to Join Forces with Google’s Hardware Team”, Google, 7 de febrero de 2018, https://www.blog.google/insidegoogle/company-annoucements/nest-join-forces-googles-hardware-team.
[9] Grant Hernandez, Orlando Arias, Daniel Buentello y Yier Jin, “Smart Nest Thermostat: A Smart Spy in Your Home”, Black Hat USA, 2014, https://www.blackhat.com/docs/us-14/materials/us-14-Jin-Smart-Nest-Thermostat-A-Smart-Spy-In-Your-Home-WP.pdf.
[10] Guido Noto La Diega, “Contracting for the ‘Internet of Things’: Looking into the Nest” (research paper, Queen Mary University of London, School of Law, 2016); Robin Kar y Margaret Radin, “Pseudo-Contract & Shared Meaning Analysis” (legal studies research paper, University of Illinois College of Law, 16 de noviembre de 2017), https://papers.ssrn.com/abstract=3083129.
[11] Hernandez, Arias, Buentello y Jin, “Smart Nest Thermostat”.
[12] “Home Or Exile In The Digital Future”, capítulo del libro The Age of Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power (PublicAffairs, 2019), de Shoshana Zuboff.
[13] Para un tratamiento temprano y premonitorio de estas cuestiones, véase Langdon Winner, “A Victory for Computer Populism”, Technology Review 94, n.º 4 (1991): 66. Véanse también Chris Jay Hoofnagle, Jennifer M. Urban y Su Li, “Privacy and Modern Advertising: Most US Internet Users Want ‘Do Not Track’ to Stop Collection of Data About Their Online Activities” (BCLT Research Paper, Rochester, NY: Social Science Research Network, 8 de octubre de 2012), https://papers.ssrn.com/abstract=2152135; Joseph Turow et al., “Americans Reject Tailored Advertising and Three Activities That Enable It”, Annenberg School for Communication, 29 de septiembre de 2009, http://papers.ssrn.com/abstract=1478214; Chris Jay Hoofnagle y Jan Whittington, “Free: Accounting for the Costs of the Internet’s Most Popular Price”, UCLA Law Review 61 (28 de febrero de 2014): 606; Jan Whittington y Chris Hoofnagle, “Unpacking Privacy’s Price”, North Carolina Law Review 90 (1 de enero de 2011): 1327; Chris Jay Hoofnagle, Jennifer King, Su Li y Joseph Turow, “How Different Are Young Adults from Older Adults When It Comes to Information Privacy Attitudes & Policies?”, 14 de abril de 2010, http://repository.upenn.edu/asc_papers/399.
[14] La expresión procede de Roberto Mangabeira Unger, “The Dictatorship of No Alternatives”, en What Should the Left Propose? (Londres: Verso, 2006), 1–11.
[15] Jared Newman, “Google’s Schmidt Roasted for Privacy Comments”, PCWorld, 11 de diciembre de 2009, http://www.pcworld.com/article/184446/googles_schmidt_roasted_for_privacy_comments.html.
[16] Max Weber, Economy and Society: An Outline of Interpretive Sociology (Berkeley, CA: University of California Press, 1978), 1:67.









