Elogio a Liliana Maresca: una rescritura pospornográfica

Liturgia contra el olvido: el ayer y hoy pospornográficos 

Tras haber cursado la región argentina por una cruenta dictadura, el arte-acción, el videoarte o la instalación conceptualista ―promovidos vertiginosamente, durante las décadas del 70 y 80― tropiezan con otra realidad y hasta mitigan sus enclaves políticos.

El macrorrelato de retorno hacia un gobierno democrático, igualmente, se debía de acompañar con corporalidades omitidas, autocracias poéticas y reinos contraculturales, como una iniciación dentro del ritual de saneamiento grupal; o sea, una metodología liminal de legitimación de sexualidades y ciudadanías disidentes. 

Por tanto, los artivistas rioplatenses no encaraban abiertamente las zonas cancerígenas de las nuevas ordenanzas gubernamentales debido a que se había emprendido, de nuevo, el astilloso camino de volcar el sueño alberdiano[1] sobre el escindido terruño argentino: una república erudita, sanadora y rectificadora de un pretérito dictatorial. Y, por diégesis traslaticia, un espíritu desautomatizador, reaccionario a las prebendas de las políticas neoliberales y con las lesiones del rebelde indomable, sucumbía definitivamente dentro del austero proyecto de reconstrucción nacional, como le sucedió a Liliana Maresca.   

El arte-acción de enfrentar y crecernos con las hendiduras existenciales del ostracismo, ante un sistema de castración cívica, había decaído sustantivamente. Se percibía ausente, carente de pasión crítica, encogiéndose hasta ser un mínimo paréntesis de optimismo, e incluso, se tramaba fantasmagórica. En suma, el ensueño democrático había domesticado la opinión del pueblo rioplatense. 

En ese instante, el acto colectivo de nombrar a las víctimas del régimen dictatorial se tornaba la expurgación nacional de mayor calado en cuanto a posibilidades rizomáticas y unión de voces anónimas, porque, en primer lugar, el trauma ciudadano se ubicaba ya al interior del centro de discursividades estatales: el conjunto de nombres propios se rememoraba litúrgicamente, en tribunas o plazas donde se condesaba un performance de seres coadyuvándose hasta saldar un capítulo humano con el relato historiográfico. Los retratos, además, prefiguraban la significancia existencial de cuerpos marcados por el biocontrol[2] totalitario. Y, de igual modo, las microhistorias físicas aparentaban transpirar el aliento de dolor con el poder de enunciación.     

Sin embargo, en segundo lugar, el rito de duelo nacional se concatenó al surgimiento de otra épica gubernamental, que fungía en el circuito de lógicas imaginales como un absoluto de regeneración social. Y, así pues, una ciudadanía acongojada ―tras haber sufrido un empobrecimiento de sus corporalidades por la ortodoxia oficialista, y por supuesto, desasimilándose de a poco de una semiótica de regulaciones necrosociales,[3] enraizada al acontecer cotidiano― seguía de manera obnubilada, sin impedimentos, la promesa de reconstrucción institucional: una esperanza que, por cierto, desdeñaba luego a sus promotores iniciáticos, las márgenes sociales, como artivistas, mujeres y la comunidad LGTBIQ+.        

Tal vez, al calor del momento histórico, la peripecia de ablandar y desvalijar silenciosamente las plataformas de diálogo y enunciación de las otredades contraculturales fuese un contrato de urgida necesidad con el naciente oficialismo; una fotografía de optimistas ciudadanos con las armas prestas a sanar el tejido humano y a baldear el restante pútrido de la anterior gobernación. 

No obstante, el performance rioplatense, a lo largo de este joven siglo, ha encallado otra vez en la espiral del ostracismo debido a las trampas sígnicas de las industrias de entretenimiento, que han desustanciado de manera sistemática las gestas transfeministas y “cuires” de su gestión discursiva como campañas de reivindicación de sexualidades desertoras. Y, en cierto modo, las ha abaratado tanto, que ya, desde lo semántico, se refunden los performances educativos en eventos mediáticos, encarecidos de objetividad crítica.         




Por ende, el romanticismo del ideal de Maresca de que el sistema-mundo sería un poco más “de nosotros” —o “nosotres”— se distorsiona y envenena gracias al engranaje neoliberal y neocolonial de hoy.

Es entendible, entonces, que el esteticismo y discursividad del nuevo milenio recaigan sobre poéticas visuales, cargadas de sensibilidad “lo-fi”,[4] con una acuciosa transparencia minimalista[5], anidada dentro de la faena kitsch o del queering ochentero ―desviado, catalogado y extendido en el territorio latinoamericano, como mariconaje socialista–―;[6]al final, un arte-acción de compromiso con los de antaño, con las indisciplinas primigenias. 

Sin embargo, ¿en dónde acontece un quebrado epistemológico que produzca una explosión de fractales insubordinados en contra del sino aciago del epigonismo? 

O tan solo una contraescritura que, desde instancias microtextuales, deslocalice el centro de temporalidades fisiológicas y decida arriesgarse por una dislexia cognoscitiva que sitúe al encartonado performance contemporáneo sobre las honduras transicionales. Es decir, en breves palabras, que el arte-acción ha arribado al espacio mortuorio, porque, al perseguir los dogmas performáticos de escuelas estadounidenses, europeas y latinoamericanas, se corroe la quintaesencia de quebrar y transformar energéticamente las opresiones sígnicas, siendo a la postre una prolongación de saberes aprehendidos y una danza de analogías sin recepción procesual.[7]

Por ejemplo, en 2018, Niño de Elche sorprendió con el fonograma Antología del Cante Flamenco Heterodoxo, que desaprendía las premisas artísticas del “nuevo flamenco”[8]―comercializado y desterritorializado por las casas discográficas hasta descentralizar la ritualidad sonora del género, emergiendo, en suma, una narrativa acústica sin fijeza patrimonial―, así como dibujaba oníricamente una reconstrucción histórica del pasado litúrgico ibérico, en sus galimatías e intersecciones idiomáticas. 

En otro sendero artístico, Bárbara Sánchez-Kane ha amoldado la visceralidad decolonial al lenguaje modístico, descubriendo en corporalidades asediadas una y otra vez por las políticas estatales el recorrido de indisciplinas somáticas que transgreden y, al mismo tiempo, culturalizan el componente textil. O sea, en cada vestuario se entreteje una absorción existencial de los relatos mínimos estudiados e imprime de modo consecutivo un asidero de llagas simbólicas, a causa de las máximas discriminatorias del oficialismo nacionalista.    

Temiendo, ciertamente, al absolutismo ensayístico, parecía abaratarse a inicios del nuevo siglo el macrorrelato de intervenciones revitalizadoras, escépticas ante la maquinaria gubernamental, aunque de los prepuestos performáticos del DIY se conformó mucho más tarde el arribo de las prácticas docentes e irreverentes del postporno eurocéntrico, que ha desfilado entre antiguos pabellones doctrinales y, de modo silencioso, recela y acuchilla a otros fundadores en su ascenso al enciclopedismo historiográfico, los cuales se santifican a luz de nuestra época, como Bruce LaBruce, Richard Kern, James Bidgood, entre otros.

Pero, por un instante, zanjemos antes la conceptualización más harto conocida de dicha corriente artística.      

El movimiento postporno, que surge a finales del siglo 20 es el efecto del devenir sujeto de aquellos cuerpos y subjetividades que hasta ahora solo habían podido ser objetos abyectos de la representación pornográfica: las mujeres, las minorías sexuales, los cuerpos no-blancos, los transexuales, intersexuales y transgénero, los cuerpos deformes o discapacitados… No se trata de que estos cuerpos no estuvieran representados: eran en realidad el centro de la representación pornográfica dominante, pero desde el punto de vista de la mirada masculina heterosexual. La postpornografía supone una inversión radical del sujeto de placer: ahora son las mujeres y las minorías las que se reapropian del dispositivo pornográfico y reclaman otras representaciones y otros placeres.[9]




Siguiendo de nuevo, en el circuito de sinsabores epistémicos, este reducimiento de significancias parodiadas y subvertidas como un dialogismo crudo, asistemático y rizomático, no solo sucede al interior de geopolíticas en transición a la democracia, sino, incluso, en gobiernos que habían conservado sus sistemas de organización socioeconómica, exceptuando, por supuesto, territorios en donde los supuestos desautomatizadores del arte-acción se habían encauzado de modo aletargado, como la región colombiana. 

Es decir, luego del estallido de Fluxus, los ejercicios contracorrientes se enrolan en el ámbito norteamericano, dentro del arco de influjos comerciales.[10] Y, por ende, las fronteras entre denuncia artística y frívola provocación se deshilvanan y extrañan las posibilidades metodológicas de quebrantar nichos de demagogia y encartonamiento sociopolíticos. 

Es comprensible al cabo que, a finales del milenio pasado, la nomenclatura “performance” se democratice hasta desviarse de su significante primigenio y produzca una hiperventilación terminológica que, en detrimento, propagó una descentralización de la episteme desobediente.  

Entonces, el ano solar de Ron Athey[11] se clausura de nuevo y el espejismo teórico de las analidades como sistema de inversión de narrativas psicosociales[12] ―con su gramática residual y contraheteronormativa― se coacciona y parece tenderse sobre los resortes del “no” gubernamental. 

Asimismo, en otro caso contraproducente, Lucía Engaña (2014), quien cartografió y visibilizó la naturaleza multiorgásmica del postporno latinoamericano, ha graficado las indisciplinas performáticas desde los supuestos antihegemónicos de Paul B. Preciado, obviando, desde luego, el in situ terrorista de una autocracia epistémica, además de reproducir un relato historiográfico similar a las tácticas de rebeldía contracultural eurocéntrica. Entonces, se debe erigir una ampliación del devenir pospornográfico sudamericano que se desembarace de restantes foráneos y logre una modulación narrativa singular, amoldada a su ímpetu decolonial y fragmentada temporalmente.  




Recordemos, ante todo, que nuestros pioneros y pioneras pospornográficos emergen durante las décadas del 70 y 80. Baste mencionar, de modo somero, a Armando Cristeto y Sergio Zevallos. Sin embargo, tan solo se ensaya a los artivistas que produjeron su obra a inicios de este siglo y se ajustaron a las tecnologías sexopolíticas del ecosistema ibérico.[13] Por ende, se torna cómoda la sentencia “el postporno ha muerto”, si todavía no se ha explorado extensivamente las disidencias sexuales latinoamericanas desde el terreno de fracturas architextuales pornográficas. 



“Maresca se entrega, todo destino 304-5457”: la utopía sexo-diversa del Buenos Aires contracultural    

Singularmente, Liliana Maresca es como los antiguos tótems artísticos, guardados entre lonas y capas de polvo, hasta que el relato historiográfico ansíe desencajar el croquis de irresueltos y naifes símbolos de sus foto-performances del sendero de ejercicios epocales, zanjando un vacío académico con los derroteros habituales del circuito de estudios transdisciplinarios. 

Maresca, de por sí, desenvainó un obrar sígnico en contra de narrativas transitorias, agudizando, de a poco, puristamente, una poética esteticista que encarnaba, además, el abanico de verdugones del “ahora” histórico que, sin embargo, se desdecían y aspiraban a forjar una autocracia ambivalente e interseccional. Y, sobre todo, descollaba su impronta de extrañeza. 

De un ánima tan comunera ―gestora esencial en la estructuración de correlatos contraculturales dentro del Buenos Aires ochentero― se fraguó una cuantiosa autenticidad que erigió, primitivamente, por ejemplo, una querella cautivante entre la hipérbole biotecnológica y la pornografía del escozor sudamericano. 

Rememórese, por un instante, la serie fotográfica Liliana Maresca con su obra (1983), en donde el corsé se desencadena de sus operaciones disciplinantes, asumiendo su rol contrario, el de una avidez desacralizadora que aúna espacios contraescriturarios para rehabilitar la prótesis de rastrojos o desechos locales con la añoranza de dignificar y reescribir la insubordinación feminista desde el fresco de una autocomplacencia erótica, con la cual se fructifica una utopía artística en favor de transicionar y desaprender el régimen de atemporalidades demagógicas. En suma, el florecimiento de microrganismos autogestores de su expresión agramatical. 

O sea, al situarse las acciones fotografiadas en la dolencia dictatorial, se sobredimensionan el enclaustramiento y criminalización de corporalidades inoperantes para las agencias estatales hasta convocar una premisa de fundación epistémica en la región rioplatense. Entonces, quienes han sido silenciados y tatuados psicofísicamente con la ideología mortuoria del gobierno chovinista, arriban a un altar envidiable, la génesis de una transmutación poshumana. 

Esto reterritorializa el displacer de las tácticas biocoercitivas por entre las intersecciones discursivas del posgénero, desasimilándose poco a poco el constructo de esencialismo femenino. Y, así pues, se incurre luego en la quebrada nómada, ausente de fulgor nacionalista. Incluso, el corsé, en sus fisuras, significantes de una tanatopolítica inexcusable, revierte el cardumen de resortes fálicos sobre una instancia de maleabilidad, simbiótica con la desobediencia somática de Maresca.

Asimismo, en la sucesión de foto-performances (1983), la artista se reapropia de la quintaesencia planetaria, la naturaleza, amantando a una semilla gigantesca, con aberturas semejantes a los labios mayores y menores de una vulva femenina, por lo cual termina asediando una asexualidad simbólica, que recoge del macrotópico de maternidad y accesibilidad física de las mujeres una volatilidad semántica, al signarse el cuerpo retratado como una hostilidad inmunodeficiente, la epidemia del VIH-Sida. 




Piénsese por un momento que todavía Donna J. Haraway o Stelarc no habían desbordado ni descifrado someramente las irreverencias procesuales de un cuerpo ciborg que se desmagnetiza de fricciones sociales y transmuta en disímiles modalidades antihegemónicas, contrayendo al mismo tiempo, un pacto de fuerza decolonial y tautológica.

Por tanto, la proposición de una corporalidad poshumana ―durante los episodios agrestes de una dictadura― esboza una interrogante difícil de zanjar para la cultura occidental que, con la liturgia del nuevo siglo, parece resolverse con creces, a través de una acústica de transiciones divergentes, las cuales erigen una quimera disidente donde la semiótica heteronormativa se satiriza e invierte con las significancias andróginas, transexuales o bisexuales: verbigracia, Malenkost (Cindy Lee, 2015), KiCk I (Arca, 2020), Fountain (Lyra Pramuk, 2020). 

Valga aclararse, igualmente, que el acto de seleccionar objetos en desuso, provenientes de fábricas y ciudadanos, connota un epílogo del subdesarrollo debido a que la nación argentina aún no ha alcanzado la deseada logística industrial para producir y mercadear maquinarias pesadas, como tractores o embarcaciones, por la ritualización sostenida de una economía de haciendas y cabezas de ganado. 

Más tarde, en 1993, Liliana Maresca solidifica una representación pornográfica de corporalidades agramaticales, sin asentamiento gráfico dentro del arco rector de la democracia, asimilando el juego de posturas deseables (infantiles y pasivas) de las mujeres domeñadas por la ideología patriarcal, en favor de infringir el determinismo dialéctico y promover otro sistema sígnico de virulencia somática, cuyo semema, como en Lenguage is virus (Laurie Anderson, 1986) o Plague Mass (Diamanda Gálas, 1991), se redistribuye por los pasajes contraculturales de un terrorismo epistémico. 

Es decir, de modo simplificado, cuando arribaba, por ejemplo, a espacio estadounidense la emigración haitiana, durante la década del 90, se entrejuntaba y estigmatizaba la tez negra con las dolencias inmunodeprimidas del VIH-Sida. Entonces, en el proyecto de reconstrucción democrática de Argentina, la demonización de somas aquejados por la pandemia sexual ocurría gracias a las políticas estatales y eclesiásticas, que ubicaban las narrativas fisiológicas disidentes en un marco de suspensión histórica, tabúes epiteliales. 

Asimismo, dicha desaceleración temporal imposibilitaba el enraizamiento de una individuación sociocultural ―ya sea en sus tácticas emocionales o laborales―, retornándose lastimosamente a ejercer el no-lugar, así como encauzando otra metodología necropolítica, la del olvido premeditado de figuras patologizadas.

Y, por ello, es comprensible al día de hoy que una nación sacudida duramente por operaciones de blanqueamiento étnico-cultural prosiga instaurando estrategias administrativas de tabula rasa en contra de sí misma y su devenir de sismos sociales, que, desde microtextualidades cívicas, ha fraguado un registro documental del escozor y un performance ininterrumpido de expurgación colectiva, sin asociarse de forma nociva al burocratismo institucional. Menciónese, someramente, a las acciones-arte de H. I. J. O. S., las cuales ritualizan las llagas heredadas y no ofrecen espacio a la omisión de crímenes dictatoriales.

Sin embargo, Liliana Maresca subvierte de nuevo el umbral del panfletarismo estético con la irrupción narrativa de un ensimismamiento placentero, al esbozarse autosuficiente e irónica frente al proceder mismo del biocontrol epidemiológico, del cual se rubrica una extrema rigidez en la vigilancia de insurgencias somáticas, así como acuna gradualmente una expansión imaginal de tropos retrógrados. 

Por ende, las evocaciones malignas ―en este caso, ciudadanos comunes― apenas poseen la cualidad de erotizar u ofrendar una sexualidad en goce pleno, excepto en el confort del fetichismo, a causa de un sistema de salud que restringe la autonomía psicofísica de los sujetos contagiados y decide forzar su hábitat hacia espacios mínimos de expresión.

Liliana Maresca (galería)




De ahí emana el supuesto performático de Maresca: la exploración personal del deseo sexual, surcando los constructos vacuos de femineidad o infantilismo, con los cuales edifica una sátira del fundamentalismo religioso y la timorata democracia rioplatense; además de gramaticalizar la prostitución como arma ideológica, ametódica y escéptica del macrorrelato estatal. 

Maresca se entrega, todo destino 304-5457 supuso un golpe de rebeldía sustantiva para graficar las márgenes sociales desde la plenitud orgásmica, signando la existencia de sentires contraescriturarios y avivando el ideal de una nación descolonizada y contraheteronormativa. 

En suma, la poética transdisciplinaria de Maresca aún se torna novedosa en el arco de estudios performáticos, pues sus premisas apenas se habían engarzado a la médula artística nacional y evocaban iniciáticos circuitos narrativos de difícil sacralización. Su extrañeza se crece en las prácticas diferenciadoras del placer psicofísico, además de forjar ensoñaciones capitales para el crecimiento y emancipación de colectivos marginalizados. 

Por tanto, Maresca, autora y curadora de gran significancia durante la época de la Transición, debe enraizarse finalmente al árbol genealógico del postporno latinoamericano, cobrándose ya la deuda antológica con las pioneras de las artes vivas. Y desearía que fungiera esta resemantización ensayística como un preludio del alarido disidente, en contra de los mecanismos tanatológicos.


© Imágenes de interior y portada: Fotos tomadas del catálogo de la exposición ‘Liliana Maresca: fotoperformance, registros y homenajes’, Rolf Art, Buenos Aires. Noviembre 2016 a marzo de 2017. Curaduría: Adriana Lauria.




Notas:
[1] Cfr. Juan Bautista Alberdi: Política y sociedad en Argentina, estudio y selección de Oscar Terán, Fundación Biblioteca Ayacucho, 2005.   
[2] Cfr. Roberto Esposito: Immunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu editores, Argentina, 2005.  
[3] Achille Mbembe: Necropolítica. Sobre el gobierno privado indirecto, Editorial Mulesina, España, 2011.
[4] Asimilo dicha categoría musical por su capacidad descriptiva de un lenguaje (des)generado, de baja fidelidad epistémica y contracorriente, sin poseer la tentativa de una transformación inaudita. 
[5] Cfr. Jean Baudrillard: La transparencia del mal, Anagrama, España, 1992. 
[6] Reflexiónese, por ejemplo, en las Yeguas del Apocalipsis. Cfr., además, Ángeles Mateo del Pino: “Mariconaje guerrero. Ciudad, Cuerpo y Performatividad en las Yeguas del Apocalipsis”, en Nanne Timmer: Ciudad y escritura. Imaginario de la ciudad latinoamericana a las puertas del siglo XXI, Leiden University Press, 2013.   
[7] Piénsese en el iniciático debate sobre las actividades “post-performáticas”. 
[8] Para más información: https://rateyourmusic.com/genre/flamenco-nuevo/.
[9] Paul B. Preciado: “Arquitectura erotizada”, en El Diario NTR, edición dominical, año II, no. 703, 2010, p. 14. 
[10] Léase Roselee Goldberg: Performance Art, Ediciones Destino, España, 1996.  
[11] Para más información, “Práctica I. El ano solar de Ron Athey”, en (pp. 44-47), en Paul B. Preciado: Manifiesto contracultural. Prácticas subversivas de identidad sexual, Editorial Ópera Prima, España, 2002, pp. 44-47.  
[12] Guy Hocquenghem: El deseo homosexual, Editorial Mulesina, España, 2009, y su epílogo “Terror anal”, por Paul B. Preciado. 
[13] Por ejemplo, léase en extenso la antología de manifiestos artísticos Transfeminismos. Epistemes, fricciones y flujos (Prólogo de Beatriz Preciado e Introducción de Miriam Solá. VV.AA., Editorial Txalaparta, España, 2013).  




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Fabio M. Quintero

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