Luis Manuel Otero no es el enemigo

En los últimos días he leído textos viscerales que movilizan el dolor, la rabia, la indignación, la angustia, ante los abusos de poder que sufre el artista cubano Luis Manuel Otero Alcántara, mi amigo. El Luisma, como le decimos todxs.

También me convocan esas emociones, y me resulta difícil aportar algo sustancioso al debate. Quiero hacerlo desde la tachadura y el olvido, para poner en evidencia las operatorias del poder, su lógica argumentativa, su política de control, y las consecuencias para la comunidad de artistas: la indiferencia, el miedo, la apatía, el silencio. La administración de la memoria y el olvido es la forma en que el poder actúa para eliminar los rastros del disenso en Cuba. Se borra todo: nombres, estrategias, formas de desacuerdo y hasta de censura y control.

Quiero hablar, entonces, pulsando los miedos y prejuicios que atraviesan ese archivo incompleto, desarticulado, resguardado celosamente. 

Aún hoy se desconoce la lista de artistas censuradxs en Cuba después de 1959. Nombres e historias que ignoramos, que el poder oculta y borra del relato, sin dejar huellas de ellos. Antonia Eiriz, recluida en Juanelo. Chago Armada, acallado por su personaje Salomón. Preba Solís, bajo prisión domiciliaria. Alberto Casado insiliado en Guanabacoa. Revisar las listas de impugnaciones contra artistas cubanxs es una tarea difícil. No existen documentos donde queden asentados los sucesos. Pareciera no haber registro de la violencia. La mayoría de estos actos se realizan por vías no formales y solo se imprimen en los cuerpos de quienes los viven y padecen.

El control social de la protesta en Cuba se ha ejercido, principalmente, domesticando la relación antagónica. El Estado despliega distintas estrategias para contener las acciones. ¿Qué significa domesticar una relación antagónica? Dos posiciones. La primera concibe al sujeto de esa relación como enemigo y no reconoce como legítimas sus demandas. Al tratarse de “enemigos” el propósito es erradicarlos. La segunda produce al sujeto como “empresario”, y a sus acciones como objeto de negociación o reconciliación. En cualquiera de los dos casos, el objetivo final es eliminar la tensión que instituye el antagonismo: la diferencia. 

Es importante recordar que el término “enemigo” ha sido reservado en la gramática ideológica del Estado cubano revolucionario para sujetos que pierden el estatus de revolucionarios y, por tanto, su posibilidad de pertenencia a la nación. El enemigo es contrarrevolucionario. Las actitudes contrarrevolucionarias se asocian directamente con las actividades políticas de grupos “disidentes”. 

¿Qué implica esto para el campo del arte? 

En el marco discursivo de la Revolución, la política cultural actúa para desconectar el arte del resto de los procesos y prácticas sociales. Ello supone que el arte y los artistas habitan un mundo incontaminado, incólume, homogéneo, por principio “apolítico”. Al artista que fuerza las zonas interdictas establecidas por el poder se le trata, en primera instancia, como empresario: no se le reconoce de manera pública como enemigo, sino como alguien con quien negociar. En caso de que viole el orden establecido y el lugar asignado al arte en ese reparto, el tratamiento cambia. La institución Arte (MINCULT, CNAP, UNEAC, AHS) se desentiende del artista y pasa a intervenir directamente la Seguridad del Estado.

¿Cuán “tolerable” es una actitud que disiente, interpela, cuestiona el orden? 

El cinturón de permisividad en Cuba depende de la coyuntura y de la figura censora. Los parámetros de tolerancia se mueven entre el paternalismo estatal (que concibe al disenso ya sea como un error del artista o como una “crítica necesaria”, según convenga) y la confiscación absoluta de los signos del poder nacional: Fidel, la Revolución socialista, el dogma de la unidad del pueblo. Estos criterios de exclusión se establecen en correlación con el dictum fundador de la política cultural: a favor o en contra.

Cuando la línea se cruza, el Estado procede a la sanción social. Ese fue el caso de René Francisco y Eduardo Ponjuán con la exposición Artista melodramático dentro del proyecto Castillo de la Real Fuerza en 1989. La exposición fue censurada y la funcionaria responsable, Marcia Leiseca, destituida de su cargo. Los artistas solicitaron un encuentro, donde se concluyó, a partir del análisis del contenido de los cuadros, que “la figura de Fidel Castro era intocable, sobre todo por las circunstancias del momento histórico que se vivía. Las discusiones giraron sobre la libertad de expresión, la responsabilidad del artista ante esa libertad de expresión, la polisemia de las obras de arte en tanto su relación con la ética y la política” (conversación con Sandra Sosa). 

Otro ejemplo es Pedro Pablo Oliva, un artista a quien el CNAP otorgó el Premio Nacional de Artes Plásticas en 2006. En el año 2011, Pedro Pablo Oliva se pronunció públicamente a favor de un Estado pluripartidista. Fue removido de su cargo en la Asamblea Provincial del Poder Popular y se le presionó para que cerrara el proyecto MAPRI.

La operación central del poder para controlar las prácticas políticas del arte es la desvinculación del ámbito de lo artístico del resto de los procesos sociales y políticos. Esta desconexión se adapta a las coyunturas específicas bajo las cuales se dan nuevas formas de desacuerdo. De ahí que muchos artistas rechacen las alianzas con grupos políticos y que no reconozcan ciertas acciones como arte sino como disidencia, en tanto estas rompen con las normas de tolerancia impuestas por el poder y desestabilizan la seguridad de la comunidad, construida sobre una oportuna concepción de la autonomía y heteronomía del arte cubano.

Los dos casos más citados por el relato historiográfico del arte cubano son Ángel Delgado (1990) y Tania Bruguera (2014). El primero con la intervención performática La esperanza es lo último que se está perdiendo, durante la inauguración de la exposición El objeto esculturado en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales; el segundo con el performance El susurro de Tatlin, en la Plaza de la Revolución. 

Las categorías que moviliza el poder para censurar las acciones de estos artistas suelen estar basadas en criterios morales y políticos. Se les acusa de mercenarios y terroristas, se les estigmatiza como contrarrevolucionarios y se les asocia con la CIA y la derecha de Miami. Ángel Delgado y Tania Bruguera estuvieron bajo custodia, presos. Fueron interrogados por la Seguridad del Estado y se les atribuyeron cargos por la causa judicial “alteración del orden”. En ambos casos, la censura no reforzó los lazos de solidaridad de la comunidad, sino que polarizó el debate en torno a si las “acciones” pueden ser consideradas arte o disidencia. 

La discusión se mueve dentro de los marcos que fijan y normativizan la identidad social del artista, movilizando actitudes censoras y defensivas del espacio “seguro” del arte.

Esta política de desconexión funciona de tres modos: 1) mantiene o aumenta la distancia entre la figura censora y el censurado, 2) ejerce la censura directa, 3) apela a la “negociación”. 

Cuando la línea entre censor y artista se hace laxa y permeable, se funden en una sola figura. El artista actúa, entonces, de manera cómplice. Aun no siendo consciente de ello, contribuye a reproducir un sistema de control social y político, a fijar y criminalizar la disidencia, a perpetuar la relación dicotómica: a favor o en contra. La nomenclatura y el repertorio que usa el poder han sido operacionales, en tanto los artistas las asumen para etiquetar, excluir y vulneralizar a aquellxs que violan la norma de lo políticamente correcto. 

Quiero terminar (aunque mi análisis no concluye aquí) resaltando una de las potencialidades del trabajo del ARTISTA Luis Manuel Otero Alcántara. Si pensamos que las prácticas institucionales han estado volcadas a desconectar el campo artístico de otros campos desde los cuales es posible articular una protesta, y han pretendido capitalizar el sentido de lo político, entonces el problema del “adentro o afuera” de la institución adquiere otros matices. Ya no se limita realmente a saber cómo estar dentro o afuera.

La trayectoria de Luisma da cuentas de eso: cómo desmarcarse de los binarismos que limitan el campo de discusión en nuestro país, cómo interpelar el ejercicio de una pedagogía nacional, unas tecnologías y organizaciones de poder que racializan su cuerpo, criminalizan su trabajo, vulneralizan y precarizan su vida; cómo discutir y cuestionar los lugares de filiación social y textual que produce el relato hegemónico de la nación (el uso de los símbolos), cómo apropiarse de las estrategias de interpelación discursiva del Estado (el pueblo, la patria, la nación) para sobrescribir el poder y exponer los ardides de una maquinaria productora de sujetos más o menos leales a la nación. 

El delito más grave de Luisma es no tener miedo. Vencer la política del miedo y el silencio. Cruzar las líneas que desconectan mundos y cuerpos.

(Ciudad de México)