11J: el estremecimiento de una nación

I.

Las inéditas protestas iniciadas en Cuba el 11 de julio (11J), extendidas durante tres días, constituyen una manifestación nacional por el número de ciudadanos implicados, la diversa composición de estos —desde la mayoría de los indicadores posibles—, la cantidad de ciudades y pueblos donde ocurrieron, y la amplitud de las causas y el horizonte de los reclamos.  

Ello, a su vez, resultó un ejercicio directo de la soberanía popular. La generalidad de los manifestantes dejaba claro que no sentían representación en las instituciones públicas, llamadas a canalizar su soberanía (puesto que ella radica en el pueblo, no en el Estado, quien solo debe servirle). 

Las manifestaciones fueron pacíficas, si bien expresaban furor, lo cual puede formar parte de acontecimientos de esta naturaleza. Sin embargo, no faltaron hechos vandálicos, pero fueron actos minoritarios, aunque el oficialismo pretenda sugerir lo contrario. 

Otra cosa: el enfrentamiento con policías y la embestida a vehículos del orden, etcétera, no fueron sucesos vandálicos, sino respuesta obvia a la represión por parte de fuerzas policiales, que respondía al mandato gubernamental de enfrentar a “revolucionarios” y “mercenarios” a manera de combate.

Esto último, en primer lugar, convirtió una manifestación nacional cívica en un estallido social; y, en segundo lugar, provocó que una manifestación iniciada con hálito de furor, culminará asentando en el país un espíritu de odio. Craso error que costará caro.     


II.

Desde hace mucho tiempo evolucionaban en Cuba las condiciones para una expresión social de este tipo. El país ha ido adentrándose en una espiral descendiente de pobreza, desigualdad, desesperanza, polarización y hemiplejia política. Ello, en buena medida, no ha sido producto directo de las políticas de confrontación que gestionan poderes estadounidenses, sino de los temores del poder a la libertad, si bien lo anterior afecta de modo significativo.

El Gobierno gestiona los asuntos, pero siempre velando que la satisfacción del bienestar social y las demandas ciudadanas no pongan en riesgo ciertos dogmas ideológicos fundamentalistas que, definitivamente, solo conceden todo el control al poder y limitan la autonomía y potencialidad de las personas, las ideas, las oportunidades. 

Esto, además, ejecutado con impericia, ha instalado una especie de asfixia social, con intensas y prologadas —aunque también serenas y pacientes— alertas provenientes de diversos sectores sociales que el gobierno no atiende, a veces con procacidad, e incluso reprime, cuando esto no basta para silenciarlos; lo cual se ha escalado en el último año. 

Como consecuencia, desde hace tiempo se gesta una consideración general de hecatombe endémica; la sociedad comparte un ansia de bienestar que progresivamente se convierte en opción social, y los mecanismos del Gobierno para sujetar la autonomía ciudadana ya no ofrecen los provechos de otrora, por el contrario; aunque al parecer, los gobernantes cubanos no lo comprenden o no desean comprenderlo. De este modo, el propio Estado ha ido instaurando un escenario político signado por la noción de “ellos o nosotros”.   

El poder ha sido incapaz de comprender que su mayor peligro no está en aceptar las políticas de cambios, sino en frenarlas, detenerlas, reprimirlas, desarticularlas. Esta es la causa eficiente de la manifestación cívica del 11J convertida en estallido social, y el riesgo más sensible que actualmente padece la República, la nación.


III.

La dimensión de tales protestas indica la apertura de una época política. Mas la convocatoria oficial al combate civil ubica la probabilidad de un alumbramiento marcado por el dolor, la rigidez, el odio, la agresión y la venganza.   

Al menos las multitudes que protestaron no reconocen legitimidad al Gobierno. Este, por su parte, se moviliza, pero no atiende los reclamos. Solo anuncia menos carencia de electricidad y la conformidad para que los emigrados provean a sus familiares de medicinas y alimentos. Nada acerca de reformas a favor de las oportunidades económicas, sociales y políticas imprescindibles para lograr el bienestar de todos y cada uno. 

También advierte el enjuiciamiento de manifestantes. Queda por observar si se refiere a quienes cometieron actos propiamente delictivos, o al respecto posee un criterio extendido e ilegitimo. Si fuera solo a los primeros, igualmente habría que encausar a quienes desde los grupos oficiales cometieron delitos de violencia desproporcionada, lo cual dudo que acontezca. A la vez, muchísimos ciudadanos todavía padecen arrestos arbitrarios o desapariciones, sin posibilidades de protección judicial.  

Tal vez sobrevenga una senda que conduzca a un “infierno ardiente”, o por lo menos a un “pantano horrendo”. Debemos revertir ese peligro, so pena de quebrantar la patria, acaso para siempre. Pero ello sería arduo, al menos, por seis convicciones. 

  • Primera convicción: El poder tendría que disponerse a una apertura, y ello no corresponde a su naturaleza. 
  • Segunda convicción: La sociedad necesita una opción sociopolítica —varias opciones— con horizontes sólidos que puedan ser apreciados por los más variados y amplios sectores nacionales e internacionales, incluso por segmentos cercanos al oficialismo. 
  • Tercera convicción: Debemos asumir el diálogo y la concertación como recursos fundamentales para cualquier cambio, a pesar de que ello resultó deslegitimado en Cuba porque el Gobierno ha despreciado y quebrado tantísimos nobles esfuerzos en este sentido. Pero sería posible reivindicarlo como procedimiento, no a modo de finalidad, para lograr los cambios sociopolíticos necesarios, los cuales sí serían el propósito de toda concertación. 
  • Cuarta convicción: Lo anterior exige una racionalidad de la política que evite lo emocional. Esto no implica convertirla en mero calculo oportunista, sino en eficacia. Lo cual resulta únicamente cuando la razón soslaya las exaltaciones de los instintos, pero ancla en esa fuerza humana que solo proviene del corazón. 
  • Quinta convicción: La política suele reclamar la negociación, entendida como el compromiso necesario para conseguir de conjunto el beneficio de los más diversos intereses sociales y políticos. Ello no tiene que funcionar para cada asunto cotidiano, pero sí en relación con las cuestiones fundamentales, generales, trascendentales. En nuestro caso, por algún tiempo, debería ser una pauta casi ordinaria. 
  • Sin embargo, y aquí la Sexta convicción, hago una salvedad en torno a la negociación como principio. Para que el diálogo y la negociación no se conviertan en un despreciable calculo oportunista, deben orientarse exclusivamente hacia la protección y desarrollo de los fundamentos primarios de toda política decente. Por ejemplo, la libertad y los derechos humanos, la democracia y el imperio de la ley, el bienestar y la paz. Estos sí han de ser innegociables. 



Cuba

No, Díaz-Canel, no

Carlos Lechuga

Nadie en las calles gritaba “Abajo el bloqueo”. Gritaban “Abajo Díaz-Canel”. Tras 60 años de opresión por todos lados, el pueblo, que no es tonto, ha tenido que ver cientos de imágenes de familiares de la cúpula castrista gozando y bailando. ¿Dónde está aquello que decía el Che del ejemplo? ¿Dónde?