Si pudiera dirigirme públicamente a algunos atentos coterráneos (de esos con los que convivo en esta Isla querida, y también a los que hallaron hogar fuera de ella), les diría pocas cosas que ya no supieran, o, al cabo (¡y hasta la punta!), supusieran.
Porque juntos —y revueltos— hemos transitado por períodos más o menos irrelevantes, escabrosos, y sumamente conspicuos. Todo ha sido cuestión de tiempos compartidos.
Hemos bregado, asimismo, desunidos y abrasados (con “s”), entre muy efímeras estancias terrenales, bajo el gris-populista del candor, o el flam(e)ante “sendero luminoso” que sin escrúpulos escogimos.
Hemos ido, de periplo en ínterin, entablando polémicas suculentas, tendiendo a coloquialismos enrevesados, volatilizando puentes —“fermosos”, otrora construidos— con herrumbrosas disputas, e imponiendo sin ninguna sutileza jerarquías autárquicas tras repetidos descalabros.
¿De quién será la culpa —la culpita y la culpona? O mejor: ¿de quiénes?
Hemos venido confrontando, desde ópticas distintas, algunos intereses (los mediáticos, incluso) a veces lo bastante desencontrados (y sí; ¿por qué no?) e irreconciliables, como para hacerlos perdurar sin bastos enconos. ¡Miopes que somos!
Quizá, porque el suelo precisamente es el proveedor excepcional de la simiente nutricia, lo sabe bien el verdugo del hacha que cercenará los cuellos cuando le parezca útil u oportuno hacerlo; y lo sabe además el que disiente de todas las ilusiones perdidas en el paraíso recobrado de esta feria de las vanidades, donde pocas horas restarán al laborioso ser común, siempre cabizbajo en su obsesión por hallar mendrugo, como para andarlas dilapidando en el cabrón firmamento.
Ante todo, y porque antepongo matria a patria —en mi afán psicodélico de equilibrar lo que han, con patriotero ardor, quebrado—, dividiría en grupos de coetáneos a los receptores de estos mensajes, por obvias razones de entendimiento.
I.
A los mayores habría poco que aportarles, dados sus vastos currículos personales; empero los más avezados, seguramente, ya andarán reajustando mentes y puliendo herramientas con las miras puestas en las transiciones inexorables que se avizoran.
Enfilados hacia estratos superiores del “adulto modus vivendi”, y puestos de conjunto en banderola (pero en la retaguardia), incluirán sin falta al sempiterno “factor esquivo” (vulgarmente conocido como “tipo corcho”), que adelantaría niveles de supervivencia individual en cualquier parte donde se someta a lupa, en cuanto el mero hecho de existir no haya devenido acto de desafío constante al poder investido atávicamente de “justicia social” y demás charlatanerías.
Máxime si se tratara, como hoy es el caso, de explorar el ocaso de una generación cuasi entera, desperdiciada miserablemente en vida. Por ende, indigna de descansar en paz sin haberse enmendado.
Pero los entes menos “normales”, así marcados por exhibir rasgos diferenciadores que no excluyen nunca a la inclusión despreciativa, echarán una revisadita —si es que aún pueden hacerlo— al tiempo en que sus sueños no les alcanzó para experimentar un proyecto alternativo que les cambiara radicalmente las perspectivas y la existencia misma.
E intentarán en masa “rectificar errores”, tal cual fuera el dictado inicuo de quienes con negatividad tendenciosa desvalijaron al pueblo del más sencillo placer, con el cual solo se pretendía la sabrosa diversión. (Sin desvestirse por pundonor, aclaro, ni “cuquear” a la ideología).
Porque al final, todo se puede arreglar si se desea. Hasta el prestigio macerado por mandarnos a parar.
Les recordaría, además, que la historia ha hecho catarsis de cuando en vez frente a semejantes caprichos, pasajes “innecesarios” de la adusta contemporaneidad, en que los de abajo (dominados) desenmascararon de un tirón a los de arriba (dominadores), revelando las ruindades de cierta “postura decisorial”, así como las ambiciones desmedidas que para con el resto de los mortales depararon aquellos “seres supremos” a pesar de haber alcanzado, mediante argucias, astucias —e ingenuas apoyaturas—, tan soberbia altura.
Ahí estarán, sin embargo (o precisamente con él), emancipados ya de múltiples crueldades y brillando para toda la eternidad: el político pacifista (Mahatma) Ghandi, desde la ultrajada, lejana y ajena Asia; el abogado Benito Juárez, de pie sobre nuestra cercana, hermana y sentida América; el sindicalista Lech Walesa, alentando a los braceros vejados en los muelles de la aún no-colonizada Europa; y más recientemente Madiba (Nelson Mandela), al centro del sa(n)grado corazón de la madre África, quien demostró a sus captores, con elegancia discreta, el valor de la verdadera independencia, invitándolos a yantar y gobernar con él, después de haberlo largamente masacrado.
Yo sé que es difícil superar a estos mártires de la honestidad y la valentía. Y también sé que se perdieron —o extraviaron momentáneamente— las míticas palabras “compasión, piedad, misericordia”, que antaño enseñoreaban el léxico del patio.
Pues mucho —o acaso poco— costaría intentar sacudir definitivamente el largo historial de dictaduras impuestas que ha sufrido esta islita en tan breve curso, cual nave finita de madera aún verde, si no fuera por el ansia de aprovechar toda experiencia y convertirla en ganancia neta para el mañana. Labor de sabidichosos conserjes entrenados.
Para que nunca más se repita, sin doblar la página, ni ponerla en blanco, o borrarla concienzudamente, como algunos extremistas sugieren.
Porque mentándola a ratos, con la picardía típica de quien ha logrado superarla sin grandes traumas ni complejos, hará que el hastío que arrastre consigo el acto soberano de retrotraer hechos vergonzosos en nuestras vidas idas, funcione bien y consiga desdorárnosla, y hasta valga el goce.
Una pregunta final que invito a hacerse al conglomerado mayor de todos sería: ¿Dónde/cuándo/cómo fue que perdieron ustedes el innato espíritu de rebeldía, en una nación urticantemente incómoda a cualquier tipo de autoridad despótica, para que luego en masa se adocenaran?
La enuncio porque conocidos y seguidores de la estirpe honrosa, se devanan hoy los sesos tratando de entender esta regresión a la apatía y al acomodo ramplón de las multitudes, cual suerte de oprobiosa cobardía.
A esos adultos moribundos les digo —yo, que no debiera por agnóstico hacerlo— que para llegar hasta este punto de inflexión impostergable, tuvieron que leerse panfletos anodinos y folletines a montones, indeseados o selectos, así que antes de terminar vuestro paseo por aquí debajo, creo que deberían de echarle una miradita furtiva al libro más antiguo del mundo: la Biblia (aquel presuntamente postergado por causas de proscripciones absurdas y urgencias fieles al dogma rudo; no existe constructo más antiguo y abarcador que ese). Por tanto: denle taller
Porque en él, con visión creacionista, se detalla la matriz utilitaria de las razas y las especies, pero a la par se desmenuza (minuciosamente) la artera calaña descuarejingadora que nos acompañaría por los siglos subsiguientes, disfrazada de humanitarismos y filantropías casi desde el principio también de las muy insulares eras imaginarias.
De él apre(he)nderían las (altas y bajas) pasiones, divinamente descritas, y del precio invaluable de ser liberados —al fin— de tanto prejuicio barato bajo opresiones fortuitas.
Ergo, de sostener que la familia fuera eterna e irrompible, se encargó a los dictadores, turnados aquí, el acto de demostrar lo contrario. Sin Palabras, pero con Hechos, tal cual aparecen sucintamente relatados en aquel compendio por capítulos.
O sea; “con la venia de la sala”(ción), que es lo mismo que blandir objetivo del aparato terrorífico creado para el control ciudadano, agazapado e indemne tras la escandalosa ilegalidad de un sistema grosero que imbrica lo económico-político-social en un todo que no pervivirá a perpetuidad aunque rezaran, porque ineluctablemente ya se autofagió.
II.
A los jóvenes y adolescentes les repito lo que, en modo insulso, les machacó zorrunamente la última de las dictaduras que padecimos por cuanta vía tuvo a mano: “No crean, lean”.
Si algo debiera ser defendido “hasta con los dientes” (y me guiña desde lo alto el puñetero cliché) sería el derecho a vivir en plenitud, y con total civilidad, desmilitarizadamente.
Motivo de que unos cobardes frustrados antepondrían vi(ci-s)os tiránicos a “nosotros, los indiferentes”, sumidos en obras, tan sañudamente, que alardearían contentos de poseer armas cual medio de intimidación y burla típica de falanges ególatras. No lo permitan jamás; a ustedes tocarán preclaras auroras.
Quien nazca con vocación guerrerista, porque de seguro los habrá, que se agencie campo de tiro privado. Para que la fuerza armada esté regulada por lo civil y rinda cuentas.
El resto, desarmable y progresista, que vigile bien al enfermo de potenciales sanguinolencias y evite el venírsele encima de improviso, que no escape a su aire de esa área insurrecta limitada, ni salpique con su virulencia a alguien lelo, ajeno al zafarrancho.
El cuento de que las guerras y el predominio (auto)otorgado establecen la disciplina, mantienen la ley y el orden, ha resultado pavoroso, la excusa imperfecta para que cohechen el crimen y los odios, no a la raya, sino en plena guardarraya nacional, bajo la truculenta mentira de que son las ideologías totalitarias las que (al amparo de un irrisorio eufemismo) no hacen florecer a la corrupción y la desidia. Qué va.
Igual al teque del embargo, si no es el propio.
Los ejércitos son las plataformas que la ambición brutal forjó para lanzar a pelear al resto de los hombres (salvando el pellejo y guardándose las ganancias, aunque fuesen pírricas).
Son ellas las impulsoras de la bestialidad adquirida a fuerza de reiterar escuelas falsarias e importar impersonales doctrinas.
Si el “maldito dinero”, como lo nombrara en un rapto de sinceridad hipócrita el luego antimarxista Carlos Marx, siguiera siendo “la base de todo”, pues no olviden al connacional Eduardo Chibás, cuando, transido de llaneza y harto de fomentar denuncias hueras frente a sus represores, les antepuso la vergüenza.
III.
A los niños, esa dulce entelequia, creciendo imparables en el mismo campo de las primaveras y los criollos ciclones, les recomiendo lo que no por trillado parecerá baldío:
Refúgiense en La Edad de Oro, de José Martí, no solo cuando sientan flaquear la esperanza que seguirán siendo, muy a su pesar.
Ni siquiera se detengan en Abdala, la obra teatral que no nos preservará de cierta compulsión a la revancha y el rencor. Inútil, por demás.
O al periódico Patria, el de los manifiestos defectuosos e impracticables pactos, aunque les vapuleen el alma con la enjundia triste de ocasión.
Quiéranse bien, déjense querer, y fustiguen sin tembar, con verbo límpido y la verdad delante, a quienes intenten coartar tales quereres.
Satisfagan la avidez del conocimiento devorando aquella revista contemporánea y universal que les recomiendo, aunque al hacerlo coincida con algunos diletantes elitarios u oficialistas, porque ella no fue pensada para confundir a esa infancia de biberones vacíos y pañales apestosos, sino alentarla con pluma y lumbre olorosas (de las que además alguna cabeza cochambrosa ha pretendido apoderarse).
Luego ya sabrán de otras obras descomunales y planetarias. Pero primero, Martí.
Si acaso, busquen más tarde camino a la pubertad, los artículos inflamados y jingoístas del “apóstol”, cuando andaba al frente de un partido soñador, siendo a la par miembro de otra secta plagada de preceptos éticos felices, dicho en el mejor sentido práctico, y sin ánimos de ofender a nadie.
Porque tempranamente han de sentir sobre sus cuerpecitos el peso terrible del patriarcado que nos ha acompañado desde la escritura misma del primer versículo y la ejecución de la primera estafa colectiva.
Lleguen a imberbes, si lo logran, políticamente desintoxicados de sus padres. Presérvense impolutos y campantes, tal cual arribaron a este mundo, y de ser plausible, propugnen empuñar algunas anarquías sin dejar morir las utopías.
Nadie es propietario de la verdad (excepto la menos absoluta) y nuestras presencias no alcanzarán para seguir a un único dogma. No digamos pues, a un líder enfermo de yerros y protagonismos bufos.
Déjense llevar por instintos naturales y sean todo lo aptos que se les permita, o lo que sean capaces de inventarse en el trayecto. Recuerden que lo mínimo vale.
No abandonen nunca el apego a los juegos y a fantasear de lo lindo… y también háganle espacio a lo feo. Que existe belleza en ello.
Porque esta será, de veras, la única oportunidad de elegir “llegar a ser”, de hallar lo aparentemente inalcanzable sobre la nave que, sin cesar, gira, gira…
Y va. (¡Oh¡ Federico Fellini).
Y seguirá. Y llegará. Adonde quieran ustedes.
No lo duden.
De corazón, les digo.
Cuba: ¿Revolución que se va a bolina?
Eso que hoy la cúpula oficialista llama “Revolución”, en sus sentidos simbólicos, afectivos y existenciales, que alguna vez aglutinaron a hombres y a mujeres, ya se fue a bolina para una parte sustancial de la nación cubana.