Cuando tenía 11 años mi madre fue de voluntaria a impartir un taller de educación sexual para púberes a la escuela Seguidores del Ejército Rebelde, mi primaria. Con ella aprendimos la diferencia entre sexo y sexualidad y, al menos para mí, significó la revisión constante de lo que se me iba imponiendo para “convertirme en mujer”.
Hace unos meses, en La Habana, tomaba unos tragos con unas amigas y un amigo, muy relajados en una de esas terracitas de apartamentos convertidos en bares. Entonces comenzaron las quejas del fin del esplendor de la ciudad después del boom Obama. Mi amigo, que vive en Madrid, me decía que ya no tenía sentido venir a Cuba, que los amigos se habían ido; mientras yo replicaba que, para mí, una buena razón para cambiar de ciudad y empezar a estudiar un doctorado había sido el cargado tono machista de la escena del arte. Y comencé a explicarle.
Como artista mujer, llegué a sentirme excluida de las conversaciones. Me dedicaba a observar cómo el grupo de artistas hombres se organizaba en un círculo cerrado, dándonos la espalda a las que quedábamos fuera, para sostener conversaciones de dudosa calidad en las que la mayor parte del tiempo se elogiaban unos a otros. Terminé conversando mucho más con las novias de mis amigos artistas (esta es la composición de los grupos: hombres artistas, novias-esposas de artistas, mujeres asistentes), algo que agradezco; aprendí mucho con ellas, porque esas novias son diseñadoras, historiadoras del arte, editoras… Sobre todo, compartíamos el sentir: no era yo la única que respiraba la violencia condescendiente de aquellos que insistían en ubicarnos en el lugar de los personajes decorativos de la sala. En los 20 años que llevo moviéndome en la escena del arte, como estudiante y profesional, nunca antes había experimentado con tanta evidencia y recurrencia esta forma de discriminación machista.
Luego de desahogarme, buscando empatía en mi amigo, allí relajados en una fresca noche de tragos, lo próximo que escucho es una justificación del comportamiento de sus colegas hombres bajo un argumento de naturalización de la violencia sostenido en el sexo, en la biología: “las mujeres hablan entre ustedes porque hablan cosas de mujeres, como la menstruación”.
A los 11 años mi madre me había enseñado la diferencia entre sexo y sexualidad; me explicó que lo segundo es algo que se construye, y por tanto se elige. ¿Cómo lidiar en calma con un hombre que, ya en sus 30, insiste en que ser mujer implica menstruar? ¿Cómo lidiar con un hombre que no está conversando con una persona, sino con un ser menstruante, diseñado para reproducirse; un ser más cercano a lo biológico, lo natural, lo irracional, lo emocional?
En una reunión de estudiantes de posgrado de Centroamérica y el Caribe, nos preguntaban nuestro criterio sobre la actual situación de los movimientos feministas en nuestros países. Colegas de Honduras, Nicaragua y Haití, contaron de las luchas activistas de sus países, de la importancia que ha tenido el movimiento, sobre todo en los últimos 5 años con el #MeToo y el #YoSíTeCreo. Hablaron del cambio radical que ha significado visibilizar la violencia machista y traer al espacio cívico la discusión sobre temas de género.
Una colega levantó la mano y dijo que en su país no había movimientos feministas porque no hacía falta: “Nosotras, las mujeres cubanas, tenemos nuestros derechos cubiertos”. Se refirió específicamente a dos condiciones a favor de las mujeres en Cuba: el derecho al aborto y derechos laborales igualitarios. Era una mujer joven, en sus veinte, recién salida de la Universidad de La Habana, y sostenía el discurso del Estado para deslegitimar cualquier tipo de acción feminista en Cuba.
Por supuesto que no me quedé en silencio. Era crucial no quedarse en silencio, por dos razones. Primero, porque ya nos hemos callado demasiado, como mujeres y como ciudadanas; y segundo porque, ante aquellos brillantes colegas de Centroamérica y el Caribe, Cuba volvía a quedar desdibujada mientras el Estado cubano detenía la capacidad de acción de las feministas con la evidencia de que su administración ya lo había resuelto todo.
Creo que, en estos momentos, luego del trabajo de mujeres valientes, como las integrantes de la revista feminista Alas Tensas, ha quedado claro que en Cuba sí hace falta feminismo; de eso no hay duda. Como también queda clara la intención de criminalización de las feministas por parte de aquellos y aquellas que afirman que a las mujeres cubana ya les han sido concedidos todos los derechos.
De todas formas, volveré a mencionar aquí, desde mi modesta opinión (hay colegas con mucha más claridad y tiempo dedicado al feminismo que ya han argumentado mejor), tres razones para consolidar el feminismo cubano. Hay muchas más, pero estas responden a los argumentos habituales del Estado, según el cual las principales demandas ya están resueltas.
Primero: necesitamos visibilizar la violencia machista. Para eso es urgente contar con cifras transparentes de feminicidios en el país. #YoSíTeCreo en Cuba sostiene actualmente una campaña para la creación de refugios para mujeres, jóvenes y niñas que sufren de violencia doméstica.
Segundo: es necesario que se legislen los derechos laborales de las mujeres en el sector privado. Están legislados en el sector estatal, y sabemos que más de la mitad de los profesionales en Cuba son mujeres, pero también sabemos que, con el salario estatal, una mujer soltera y su hijo no tienen independencia económica.
La Federación de Mujeres Cubanas continúa con su lema de “La doble jornada laboral: en el trabajo y en la casa”, con el cual nos ubica en el lugar del sacrificio (cristiano) de trabajadoras abnegadas y buenas esposas. Pero la mujer emancipada no es una mujer sacrificada: es una mujer empoderada, con independencia económica. Una mujer que decide trabajar en el incipiente pero mejor pagado sector privado, se encuentra con que su empleador (casi siempre hombre) la puede botar cuando quiera (si decide tener un hijo, por ejemplo) y le puede pagar lo que quiera (menos que a un hombre, por ejemplo). En conclusión: desde hace por lo menos treinta años, los hombres han sido los protagonistas del sector laboral no estatal, que es el que realmente dinamiza la economía doméstica; mientras las mujeres han pasado a ser seres dependientes y, por tanto, vulnerables.
¿Cuántas veces hemos escuchado eso de que “el marido le entró a machetazos a su mujer”? Es común que la narración de un hecho tan terrible nos llegue como una historia nebulosa, ya sin nombres ni ubicación. El feminicidio no se trata simplemente de la muerte de una mujer; se trata, casi siempre, de la tortura: primero psicológica y luego física; se trata del sentido de pertenencia del cuerpo femenino, del odio contra ese cuerpo. Mi amiga chilanga Rebeca Ramos (comprometida feminista de la aprendo cada día) me dice: “el narco mata con un tiro, pero los maridos matan desmembrando el cuerpo y luego es socialmente justificado”.
Seguro muchas de las lectoras y lectores de este texto tendrán claro estos temas, pero otros tantos no, porque en Cuba —a diferencia del resto de la región— no habido una discusión sostenida sobre género. Por eso insisto en lo que parece evidente. Un amigo escritor me preguntó un día: “¿Pero es que una mujer no puede ser violenta con un hombre, con un niño, con un gato? ¿Por qué hablan de violencia de género, qué es eso?”. Pareciera una pregunta primaria, ya superada a estas alturas de la discusión —le expliqué a mi amigo que se le llama violencia de género cuando una mujer es violentada por ser mujer—, pero resulta que en nuestro país esa discusión no ha tenido lugar, y esta sería, precisamente, una tercera e importante razón para un movimiento feminista cubano: la tarea de traer los temas de género a la nación.
Mi experiencia en Cuba, conversando con colegas (casi siempre artistas visuales, grandes lectores y amantes del cine), es que cuando en la charla sale la palabra “feminismo” el ambiente se torna áspero. “Los cubanos no están preparados para lidiar con ese tema”, me decía hace poco una colega productora de arte, y yo me pregunto: ¿estaban preparados en México, en Chile, en Argentina? No creo. El tema no se trae porque sea cómodo: se trae porque es urgente, porque no quiero sentir miedo cuando camino por las calles de noche, porque no quiero que me acosen constantemente cuando camino por las calles de día; porque no quiero ser una artista mujer o la mujer de un artista, sino una artista escuchada sin condescendencia; porque no quiero que me lleguen rumores de feminicidios no reconocidos como tal.
Una tarde estaba con mi padre, mi primo y mi medio hermano, y este último dijo, siguiendo el hilo de alguna conversación: “Es que el homosexualismo no puede permitirse, es inaceptable”. Enseguida le repliqué: “Pero tú sí puedes tener amantes, eso no es un problema”. Su respuesta fue: “Pues sí, claro”. Estos son hombres formados en el ámbito militar, pero tristemente esta conversación pudo haber ocurrido entre hombres artistas, quizás con un matiz políticamente correcto, pero desde el mismo lugar de privilegio. A las asistentes de artistas y amantes ocasionales, a las esposas de artistas que muchas veces cuidan a los hijos mientras ellos desarrollan su obra, a las destinadas a ser agraciadas con sus colegas hombres y secas y competitivas con sus colegas mujeres, les pregunto: ¿Por qué tenemos que girar en torno a ellos?
Si algo he aprendido con las exaltadas y valientes feministas chilangas, es que el patriarcado nos ha enseñado que entre nosotras solo puede existir competencia y distancia.
Vamos a decirnos bellas entre nosotras, vamos a darnos ánimo, a escuchar nuestras quejas y, sobre todo, a dejar de justificar la violencia machista de la que pudiéramos ser testigos.
Y que quede claro, ante cualquier cuestionamiento desinformado: el binarismo hombre-mujer, sobre el que he estructurado este texto, no lo produjo el discurso feminista. Lo ha creado el patriarcado, sistemáticamente, y es a ese binarismo al que se enfrenta la narrativa feminista, LGTB+, y toda aquella que ofrece diversidad sexual y la posibilidad de que cada cual construya conscientemente su sexualidad sin que sea agredido por ello (y esto es solo una demanda primaria, básica). El patriarcado es un orden; nos organiza en pensamientos binarios y autoritarios: hombre-mujer, naturaleza-cultura, historia-mito, tecnología-magia, ciencia-brujería, hechos-fantasía, revolucionario-disidente, imperialismo-nación.
El Estado cubano es patriarcal y autoritario en extremo. Para ese tipo de Estados, resulta medular impedir que nazca el feminismo. Pero creo que esa es una tarea imposible. El pasado 8 de septiembre, el autoritarismo patriarcal fue contestado con girasoles. El extrañamiento que produce una imagen de este tipo es altamente estimable para corromper la solemnidad sobre la que se pretende legitimar la represión militar.
Si a la edad de 11 años, niñas y niños —que debíamos convertirnos en seguidores del ejército— fuimos capaces de escuchar tranquilamente y comprender que ser hombre o ser mujer es una elección, es posible que personas adultas e informadas lleguemos a comprender que una planta debe ser tan respetada como una bandera, que el conocimiento yoruba es tan sabio como aquel de las llamadas ciencias duras, que un representante del Estado es un ciudadano con los mismos deberes y derechos que aquellos que disentimos.
Tengo esa esperanza contrapatriarcal.
Contra la Granma mensura
Se está hablando de feminicidios en Cuba. Suceden feminicidios en Cuba. Allí donde suceda, y cuando suceda, un feminicidio no es un potencial mediático, no es un pretexto de oportunistas, no es “uno de los recursos más explotados por la maquinaria de medios digitales financiados para la guerra comunicacional dirigida hacia la sociedad cubana”.