Imágenes de la mujer cubana: una mirada decolonial

Es 8 de marzo en España y sale la multitud organizada en marchas mixtas o no mixtas con carteles, consignas, pintadas, altavoces. Se leen frases como: “Si tocan a una tocan a todas”, “Somos las hijas de las brujas que no pudieron quemar”. Y me pregunto: ¿si tocan a una prostituta, a una migrante latinoamericana, musulmana, africana, a un sujeto racializado, a una mujer trans, tocan a todas?

Lo más probable es que sus ancestras fueran las verdaderas inquisidoras, las que esclavizaron a nuestras ancestras, ya que, como expone María Lugones en La colonialidad del género, cuando se dice “mujer” muchas veces se selecciona como norma a la hembra blanca heterosexual, obviando a todos esos seres y fenómenos sociales que existen en la intersección. Se esconde, por tanto, la brutalidad, el abuso, la deshumanización que implica la colonialidad del género.

Ahora que la ciudad de Barcelona se divide en regiones sanitarias, pienso que cada crisis, cada migración, trae una reinvención. Un volvernos a mirar desde el prisma de la precariedad. No por casualidad la pandemia ha afectado mayormente a la mujer encargada de la esfera de los cuidados, sometida a los dispositivos de extracción de valor en la esfera del trabajo, del deseo, y que también es la mujer explotada en trabajos de limpieza y en trabajos precarios.

Y pienso, además, en las fracturas del feminismo en Cuba.

Desde los primeros años de la fotografía cubana, se captó de forma diferenciada el rol de la mujer negra y el de la mujer blanca, a través de diferentes estereotipos y convenciones. Como en todo el mundo colonial, el patrón hegemónico eurocentrado de familia cubana sostenía una clasificación racial de amplio espectro: del blanco al negro con todas las definiciones intermedias, asegurando que mientras más cerca de lo blanco se hallara el sujeto, más movilidad social y mayor posibilidad de acceso a los bienes.

La definición de raza en Cuba siempre está sujeta a una ansiedad clasificatoria que controla la movilidad y la inclusión social, y que puede hacerse difícil para los sujetos en su rol de clasificar. Hasta tal punto llegaba la dominación en la época colonial, que existían papeles para demostrar la “pureza de raza” (índice de menor mestizaje); estos documentos eran exigidos para acceder a la esfera institucional, poder contraer matrimonio y someter a las poblaciones no blancas a vivir fuera de la norma en un núcleo “desintegrado”, que aseguraba la dominación y apropiación de sus recursos de trabajo. Las personas no blancas eran apropiables como mercancía y, también, con relación al sexo: el acceso al mismo y a recursos como la capacidad reproductiva.

Desde las fotografías de Gómez de la Carrera, las mujeres afrodescendientes son las primeras en aparecer en el espacio público, el cual se habían ganado antes que la mujer blanca, aunque con un estigma de libertinaje y una gran dosis de opresión y precariedad. Uno de estos estigmas viene con el fenómeno Cecilia Valdés: el estereotipo de la mulata libertina e interesada, una mujer pobre que viene a infiltrarse en las familias “de bien”, usando el deseo como herramienta de movilidad y ascenso social.

En 1934, el fotógrafo norteamericano Walker Evans visitó Cuba con el encargo de registrar la insatisfacción popular y las protestas durante el período presidencial de Machado. Es interesante cómo un fotógrafo extranjero fue capaz de retratar los sectores menos privilegiados de la sociedad de una manera inexplorada por los fotógrafos nativos. En sus fotos aparecen mujeres negras en actitudes informales, desinhibidas, sin los ropajes excesivos a los que nos tenían acostumbrados los medios de la época.

El feminismo en Cuba es retado por procesos culturales típicos de una realidad poscolonial que se debate entre cómo crear un discurso específico, caracterizado por particularismos culturales que nos fuerzan a leer el género en constante interacción entre lo local y el canon occidental, y los procesos raciales que colocan el patrón de género de la mujer eurodescendiente en contraposición a la mujer afrodescendiente.

La construcción de género en Cuba está relacionada con el modelo colonial español, el modelo neocolonial norteamericano después de 1902, y el modelo socialista a partir de 1959. Las dinámicas de género se tejieron de forma binaria, hombre/mujer, siguiendo el patrón colonial: las relaciones de clase estaban formadas por relaciones fuertemente patriarcales, reguladas por una autoritaria moral católica. Como indica Raewyn Connell (The Big picture. Masculinities in the Recent World History): “Los conquistadores se convirtieron en provocación y modelo; el catolicismo español facilitó la ideología de la abnegación de la mujer, y la opresión bloqueó los reclamos del hombre al poder”.

Los arquetipos que rodeaban la representación de la mujer eran configurados por relaciones de género, clase y raza, que reproducían su rol en la familia y en la sociedad. En el caso de la fotografía y la pintura, se representaba también su relación con los patriarcas de la familia, el uso de ropas que definían su estatus social y el uso de ciertos símbolos relacionados con la religión católica, a través de un modelo de mujer definido por su red de obligaciones al patriarcado, la familia y la iglesia.

La fotografía de estudio reflejaba el deseo de autorrepresentación de la burguesía en ascenso, y asumía diferentes temas ceremoniales (matrimonio, nacimiento, aniversarios, bautismo) y formas de presentación de lo familiar como núcleo social hegemónico. Todas estas formas de representación reproducían cánones del deseo de movilidad social de la mujer como reproductora y abanderada de la nación, tanto generacionalmente (a través de la reproducción biológica y la socialización de los hijos) como en la vida cotidiana (a través de las labores domésticas y la esfera de los cuidados).

Con el inicio de la República, la narrativa cambió. Mi abuela, educada a principios de siglo, siempre repetía frases como: “No tenemos que limitarnos a las tareas domésticas”, “No debemos alimentar a nuestros hijos con leche del pecho”, y acababa sus frases con un: “Mira como hacen las norteamericanas”.

El inicio del siglo XX marcó esfuerzos decisivos en la actividad feminista en Cuba. La mujer de la élite blanca criolla se sumó a la idea, acomplejada o subalterna, de idealizar Occidente a través de la interpretación del canon euroblanco y sus patrones de liberación importados; además, su liberación se daba a partir de la opresión de otra mujer precarizada, casi siempre negra, que hacía las tareas domésticas.

La mujer afrodescendiente, por el contrario, fue excluida de la norma hegemónica del matrimonio y se ubicó en núcleos familiares no normativos, en su mayoría matrifocales, que la obligaban a trabajar en la esfera pública para proveer el respaldo económico con que criar a sus hijos y cuidar a sus mayores, lo cual significó también la llave para su independencia económica y sexual, a las que accedió mucho antes que la mujer blanca, pero pagada con una gran carga de opresión, estigmatización y precariedad.

El activismo femenino en Cuba estaba primeramente relacionado con la lucha internacional del sufragismo, la posibilidad de independencia económica, el divorcio, la emancipación en la vida social, pública y política. La recepción de ideas modernas, venidas del patrón occidental, se interpretaba como un archivo de hábitos y costumbres que no dejaban de ser un diseño de la mirada masculina hacia la mujer. Un estilo de vida creado como una estrategia de marketing: la publicidad y los diferentes medios de comunicación enfocados a hacer sentir a la mujer más segura en el espacio público, los deportes y la vida exterior.

La imagen de la mujer cubana moderna fue creada por un hombre: el diseñador Conrado W. Massaguer. En las páginas de las revistas Carteles y Social, en las portadas, la mujer se codificaba de manera tan decorativa e intrascendente como la antigua ama de casa reina del hogar; cuando tocaba dibujarla como fuerza de movimientos políticos, se obviaba.

En su texto “Las dejaron fuera de la foto: Vanguardia y mujer”, la investigadora Luisa Campuzano señala la manera en que Massaguer dejó fuera de escena la imagen de la escritora Mariblanca Sabas Alomá, quien participaba activamente en el Grupo Minorista: “Solo una porción de su pelo se podía ver en un desafiante estilo garzón, una ceja y un ojo es todo lo que alcanzó de ella a representar el dibujante, entre aterrado y sorprendido”.

Igualmente, las mujeres que escribían, pintaban o hacían activismo en la esfera política eran —sin quitarles mérito— heroínas románticas blancas y en su mayoría burguesas, que luchaban contra las injusticias sociales desde su esfera de confort. Representaban, además, excepciones en grupos mayoritariamente masculinos, y se trataban con adjetivos masculinizantes.

Esto ha sucedido en todas las épocas, desde el romanticismo hasta la actualidad, en torno a mujeres que han roto las barreras de género. Como Gertrudis Gómez de Avellaneda, a quien el propio José Martí trataba con calificativos masculinos, igual que José Antonio Portuondo cuando decía “qué gran hombre esta mujer fue”. La pintora Amelia Peláez también recibió “honores”, de parte de críticos coetáneos, con criterios de valor masculinos implícitos. Y de Antonia Eiriz, hace poco leía lo escrito por el colega Julio Llópiz-Casal: “Antonia es el artista más notorio de su generación. (Digo el, porque regodearme en el hecho de que era una mujer entre tantos artistas hombres me llevaría a un lugar que no me interesa discutir ahora)”.

Los años cincuenta fueron también muy importantes en el aspecto económico de la sociedad cubana: el desarrollo de una fuerte clase media y la prosperidad de la industria publicitaria resultó en diferentes imágenes de la mujer como objeto de deseo en anuncios, carteles y pósteres. La primera transmisión televisiva fue lanzada en 1950, y con la industria de la televisión y el cine también floreció un amplio espectro de artistas que difundieron los roles —mencionados por el crítico José Alberto Lezcano en su artículo “La mujer en los tiempos del cine”— de la mujer fatal, la heroína romántica, la burguesa en conflicto y la madre que sufre.

La mujer aparecía combinando poses eróticas y vestuarios que estereotipaban la identidad cubana como producto de exportación, insistiendo en la asociación de la mujer con las frutas tropicales, las palmeras y el mar. El fotógrafo Constantino Arias supo retratar este momento; la “isla paraíso” de los cincuenta aparecía en sus fotos como un submundo de juego, prostitución y ocio nocturno, que también tenía otra cara de pobreza y precariedad. En las fotos de Constantino Arias, además del prototipo de rubia personificado en cantantes, modelos y actrices, aparecen mujeres de todos los estratos sociales.

El año 1959 cambió la perspectiva del tradicional análisis de género, y marcó el principio de una interesante relación de la mujer con el Estado. La emancipación de la mujer era clave dentro de las políticas y metas del Estado socialista, y así lo demuestran muchas leyes y proyectos implementados en el campo laboral y social. Emergía un nuevo modelo de mujer militante, politizada, con voz en la esfera pública.

Pero cabe la pregunta: el socialismo cubano, ¿ha sido realmente feminista?

De acuerdo con estudios como el de Sheryl Lutjans (Reading between the Lines), la situación de la mujer cubana no puede deducirse de un Estado socialista arquetípico: “las mujeres son la pieza esencial, pero descuidada del socialismo en Cuba”.

Para analizar su compromiso real con la mujer, es clave analizar el interés del gobierno cubano de moverse de la esfera pública a la esfera privada, donde el Estado tenía menos acceso. Se ha visto a la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) —organización creada para representar los intereses de la mujer— como otra herramienta gubernamental con falta de autonomía; un mero órgano de mediación entre la mujer y el Estado. El problema siempre ha sido que el objetivo de la FMC es el mismo que el de otras organizaciones de masas creadas en el país: representar intereses específicos mientras se cumplen funciones inherentes al Estado y tareas “venidas de arriba”.

Muy importante fue el manejo de un discurso que pretendía posicionarse en contraposición al discurso feminista del mundo occidental, el concepto burgués de feminismo: el proyecto de emancipación de la mujer entraba ahora dentro de un proyecto mayor de construcción de la nación. Esta reinvención del feminismo, un feminismo reorientado a las realidades específicas de Cuba, se hizo a través de la creación de una norma de valores donde era imposible separar la liberación de la mujer de los otros problemas sociales. (Fue también un punto de vista común en América Latina durante las décadas de 1960 y 1970: las luchas feministas participaban de las luchas clandestinas urbanas o las guerrillas contra las dictaduras).

Muchos investigadores señalan que los proyectos de los primeros años de la Revolución chocaron con una sociedad adaptada a un fuerte sistema patriarcal: “Comenzando con las medidas poco ortodoxas del socialismo de los años sesenta, la historia y la necesidad fueron creando las estrategias ideológicas e institucionales para la mujer” (Sheryl Lutjans). Una sola organización, subordinada siempre a la idea de la incorporación de la mujer a las tareas revolucionarias, trataba de representar o incluir todas las aristas del debate, evitando cuestionar la definición del bien común a la que se referían los líderes y el Estado. Al final, la sociedad socialista reproducía las mismas estructuras opresivas que en un principio se pretendían abolir.

De acuerdo con esto, es interesante ver cómo las luchas por la independencia económica, política y social de la nación, contribuyeron a crear un ideal nacionalista en una escala mayor que frustraría luchas sociales en “menor” escala, como las referentes a la emancipación de afrodescendientes o mujeres.

No solo a partir de 1959, sino desde mucho antes, cada vez que surgía en Cuba un movimiento basado en la condición racial, era rechazado por significar una traición a los ideales de la nación inclusiva (“Con todos y para el bien de todos”) que José Martí y otros héroes de la independencia habían forjado. De igual forma, muchas demandas de la mujer en el período “revolucionario” no fueron atendidas como un proceso de representación política o de inclusión ciudadana diferenciada, sino dentro del ideal Marshaliano de incorporación de la mujer como una identidad compartida e integrada en el espíritu colectivo de la identidad nacional.

Hoy nos vuelve a interesar un feminismo decolonial, separado de los paradigmas de Occidente y su definición blanca, capitalista y extractivista de la lucha feminista. Y nuestro referente en la lucha no será la FMC, sino el legado de figuras como Sara Gómez, nuestra primera directora de cine, mujer y afrocubana, que documentó los conflictos sociales de los años sesenta y setenta, y las contradicciones existentes entre la visión oficial de lo que se llamaba “marginalidad” y los problemas reales de los afectados por esta en su vida diaria.

El legado de figuras como María Eugenia Haya, la primera fotógrafa cubana reconocida, fundadora de la Fototeca de Cuba y realizadora de series como En el Liceo y La Tropical, donde analizó la representación de la mujer en sectores marginados de la sociedad y los valores simbólicos que reproducían relaciones de jerarquía, poder y desigualdad: muchas de sus fotografías reflejan la cara del machismo presente en las esferas de socialización, la existencia de relaciones jerárquicas y posesivas entre el hombre y la mujer.

Cuba necesita comenzar a mirar a su alrededor desde una perspectiva feminista, y trabajar en nuevos discursos de género dentro de los distintos espacios, medios y políticas. Necesitamos darle más valor a lo privado como asunto político, y trabajar en la reparación social de aquellos elementos más desfavorecidos.




Tertulia de calabozo - Omara Ruiz Urquiola

Una tertulia en el Vedado

Omara Ruiz Urquiola

Cuatro mujeres de diferente apariencia, igualadas en 3×2 metros, ninguneadas y puestas a disposición de un entramado opresivo que no debe responder ante nadie, solo perdurar. Es complejo ordenar los diálogos; han pasado meses y recordar es tan doloroso un día como al siguiente.