Carlos Manuel Álvarez es narrador, cronista todoterreno, columnista de Hypermedia Magazine, editor de El Estornudo y —entre otras cosas— el único fichaje cubano para la segunda temporada de Bogotá 39, reconocimiento que le queda pequeño. Con motivo de la publicación de Los caídos por la editorial mexicana Sexto Piso, conversamos de urgencia con él. Carlos Manuel como que invita a eso: a la precisión, a la urgencia.
Llama la atención, en la primera página de Los caídos, la dedicatoria a Rafael Alcides, uno que murió de pie, probablemente mientras esta novela aún se escribía. Llama la atención, en la página siguiente, la cita de Philip Roth: “Todos tenemos un hogar, y siempre es ahí donde las cosas van mal”. Pero, ¿de verdad es ahí donde van mal? ¿Siempre ahí? ¿Y por qué?
Desde luego, esto es solo el principio.
Acabas de lanzar tu primera novela, luego del celebrado volumen La tribu. Retratos de Cuba. En el jalón que supuso para ti este libro de crónicas, sin embargo, poco o nada se habló de La tarde de los sucesos definitivos, publicado en Cuba (2013) y en Uruguay (2015), aquel librito de relatos con el que debutaste en la ficción.
Es cierto. No se habló nada de ese librito, yo tampoco hablé nada. Sin embargo, en medio del jalón que supuso La tribu (pero jalón hacia dónde, hacia qué) me dio por tatuarme en mi antebrazo derecho la portada de la edición uruguaya de La tarde… y recuerdo que, en Querétaro, mientras presentaba La tribu hace justamente un año, el tatuaje me picaba y yo me lo rascaba por los bordes porque la tinta se estaba asentando en mi piel.
Dos meses después, en Guadalajara, en medio de una sesión de entrevistas sobre La tribu, se acercó una muchacha muy joven con un ejemplar de La tarde… No recuerdo qué quería, seguramente que se lo firmara. Le pregunté de dónde había sacado eso y me dijo que lo había encontrado en algún stand de la feria.
De algún modo yo sentí que esa muchacha era la única lectora segura que iba a tener en aquel lugar. Es decir, si comprabas La tribu, podías perfectamente no leértelo, podías perfectamente comprarlo porque la prensa te estaba diciendo que lo compraras o porque se trataba de otro libro sobre Cuba, y la gente todavía cree que Cuba los seduce para darse cuenta luego de que Cuba los aburre. Pudiste haber mordido uno de esos dos anzuelos: la promoción de un producto o la fetichización de un país. Pero si comprabas La tarde…, creo yo, sí que ibas a leerme, ¿no?, sí que ibas a por todas.
Cinco años después, y luego de haberte convertido ya en un referente del periodismo literario cubano, llega Los caídos. ¿Qué diferencias hay entre el joven autor de La tarde… y el autor de esta novela?
Ambos libros están escritos de noche, pero escribí La tarde… en el piso 11 de F y 3ra con el estómago vacío, y escribí Los caídos en un apartamento de Miami Beach con jamón serrano, distintos quesos y botellas de Coca-Cola en el refrigerador, que son las cosas que a mí me gustan.
Escribí La tarde… sin garantías de nada, para enviarla a un concurso. Cuando escribí Los caídos ya tenía un editor que al menos me había prometido su lectura. Ambos libros están escritos con desespero, como si en vez de tener 22 y 26 años hubiera tenido 73, tuviese un enfisema y el tiempo se me estuviera acabando.
En realidad, hice bien. El tiempo sí se me estaba acabando, no entiendo a la gente que actúa como si el tiempo no se les estuviera acabando.
Coméntanos un poco de qué va la cosa en este nuevo libro. ¿Quiénes son esos caídos? ¿Cuándo se cayeron?
Va de una madre enferma, va de un padre comunista que tiene pesadillas, va de un hijo que está pasando el servicio militar y de una hija que roba para que los demás vivan. Los quiero a todos, profundamente. No veo sus caras, pero sí sus siluetas bajo una luz de gas. Cuando llegué a ellos ya se habían caído, así que no puedo decir en qué momento se cayeron. La novela intenta imaginar el arco de esa caída.
La historia es contada en primera persona mediante el relevo de voces de esos cuatro personajes: el Padre, la Madre, el Hijo y la Hija. ¿Te interesaba hacer verosímil (“psicológicamente” verosímil) el punto de vista de cada cual o fue solo una elección convencional de ángulos narrativos? Por momentos parece tratarse de una única voz (un habla “de autor”) que se traslada a lo largo de cuatro prismas diferentes…
Es una elección de ángulos narrativos y me interesaba hacer verosímil el punto de vista de cada cual. Pero la primera versión de la novela tenía un error flagrante. Quería diferenciar a toda costa las voces de los personajes, quería deliberadamente que los personajes hablaran distinto.
Eso estaba mal. Primero, porque yo lo estaba resolviendo apenas a nivel sintáctico o a nivel de estilo, no realmente a nivel psicológico. No creo que la psicología radique en el estilo. Y segundo, porque se trataba de un ejercicio de vanidad: el narrador que intenta demostrar que puede hacer las cosas —piruetas, alardes— que se supone te convierten en un buen escritor.
El lector que últimamente vengo siendo detesta todo eso, incluso en el caso de obras importantes u obras que se ve que van a sobrevivir o que ya han sobrevivido al menos por un tiempo.
Esa única voz de la que hablas es la voz de la familia, y yo no creo que sea del todo una voz “de autor”, puesto que a veces intentaba escribir con un fraseo al que “el autor” se resistía, un fraseo que “el autor” hubiera catalogado como “mal escrito”.
La voz de una familia… Que captaría como un cierto tono, digamos, ambiental.
Sí. El ambiente de la novela es cerrado, ¿no? Los personajes se contaminan en esa atmósfera. ¿Por qué diferenciarlos de modo evidente? No se justifica, es inverosímil. ¿Por qué, digamos, no ensayar cierta sutileza y buscarles su identidad desde ahí? Ese me pareció un reto narrativo más complejo, más estimulante.
Voces que por momentos tiendan a parecerse o a igualarse en la expresión pero que lleven dentro un acento pequeño, intransferible, que la conciencia del lector que viene barriendo desde atrás, no la conciencia que va estrictamente leyendo, pueda identificar. Esa diferencia no puede estar en las palabras, tiene que estar en los hechos, en cómo actúa cada cual.
Es difícil, quizás estoy sobreinterpretando y no hay nada de esto, pero también pensé que la familia tiende a homogeneizar. Lo que pide la fuerza de gravedad de la familia es que no te diferencies. El padre quiere que el hijo se le parezca; la madre protege al hijo para que el hijo se le parezca; los hermanos se jalonan porque se reconocen; el hijo con miedo, que ha asomado la cabeza, busca de nuevo pensar como los padres y meterse adentro de ese cascarón.
Incluso el hijo que se rebela en principio solo puede expresar esa rebelión como una alteración o un quiebre de ese mismo lenguaje familiar, pero no como un lenguaje enteramente nuevo. El amor destruye.
¿Hay amor en la literatura cubana contemporánea? ¿Fuerzas de gravedad?
No, en el sentido que yo lo estoy diciendo no hay ningún amor en la literatura cubana contemporánea. Fuerzas de gravedad sí hay: las que se imponen entre sí los maestros y los epígonos es una, pero eso no tiene que ver con el amor, tiene que ver con la prostitución, con la cobardía y con la idea equivocada de que alguien te puede salvar. En la literatura nadie te puede salvar.
No sé por qué sucede esto. A mí me parece que al campo literario cubano es relativamente fácil renunciar. ¿Qué te pierdes? ¿Te pierdes la UNEAC, el Instituto Cubano del Libro, la Casa de las Américas? ¿Te pierdes uno de esos decadentes clubes literarios de Miami, que no han dado jamás un escritor? ¿Quién quiere eso, sinceramente? Yo le agradezco a Cuba que me haya dado un tema y que no haya tenido nada más que ofrecerme: me libró de la tentación de medrar.
En cualquier caso, los libros o autores cubanos más recientes que yo he leído, y que me interesan, ni dan ni piden amor. La poesía de Javier Marimón no da ni pide amor, los poemas de Legna Rodríguez tampoco, ni La ruta natural, de Ernesto Hernández Busto, ni tu novela Archivo (no cortes esto, aunque hable de ti), ni un capítulo todavía inédito de La Tempestá, de Ponte, alguien que suele ir al límite.
Es bueno eso. Es necesario un Ponte. Es divertido y justo. Alguien que los asuste y los mantenga a raya.
Estamos en una escena donde El último día del estornino, de Gerardo Fernández Fe, una novela que a mi juicio detecta las zonas que la narrativa cubana actual debería explorar, pasa casi desapercibida, y donde un fantoche como Amir Valle, por ejemplo, se cree autor de culto, seguramente porque tiene quién se lo haga creer.
Una de las cosas que encuentro más interesantes de Los caídos es la deriva psicopatológica de los personajes. La epilepsia de la madre, que pica y se extiende. Eso: la enfermedad acechante, el síndrome, el estado disociativo, la frontera con la locura… ¿fue algo que desde el inicio te propusiste enfatizar y establecer como centro? ¿Una premisa? ¿O fue acaso resultado de las exigencias del relato, del encuadre, del marco social que describes?
La enfermedad es el centro desde un inicio. El coqueteo con la locura es algo que se deriva de la enfermedad. Los personajes viven la novela en su tiempo real y los personajes son la escritura.
En la escritura, como en la vida de los personajes (son lo mismo), la locura aparece después de la enfermedad y se desprende de ahí.
¿Cómo te lees ahora a ti mismo, qué te gusta y qué te disgusta de la novela que has escrito?
Me gusta el pasaje en el que los padres se comen la cena de los hijos y la noche de la pelea en el Servicio Militar entre el hijo y el soldado Solano, pero nadie me va a publicar un par de escenas sueltas. Tienes que escribir toda una novela para un momento o dos. Me parece justo. Es cursi lo que voy a decir, pero también tienes que vivir para un momento o dos.
No te puedo decir qué cosas me disgustan. No quiero ni siquiera pensar en eso. Me pone muy ansioso pensar en lo que me disgusta de mi novela. Son palabras, digo. Sabes cómo es. Son palabras. Me disgustan. Las miras en serio, las miras fijo, y siempre están de más.
Veo en Los caídos una película de terror. El tema ideológico, patrio, generacional…, a lo Hereditary. Uno de los personajes secundarios, René, es físicamente un monstruo. Y hay carne y pesadillas y salpicones de sangre. Es en clave terror que leo la escena (¡espóiler!) del hijo deformando su voz en el teléfono, desde una unidad militar, como un poseído. Un Hereditary sin la demonología pautada, pero igual de sobrecogedor. Un terror cubano, también, que ya tira a lo maniaco-depresivo, por no decir a la simple depresión suicida… Aunque esto no sirva para nada: ¿cómo te gustaría que no se leyera tu novela? ¿Qué lecturas, más o menos previsibles, esperas ya de Los caídos, en especial entre los lectores no cubanos?
Ya la lectura previsible, o más bien la primera lectura, es la lectura alegórica, que se supone que es posterior o que es algo que se desprende, algo que te sorprende por momentos en el corazón del texto. Se lee con un esfuerzo por leer siempre otra cosa en lo que se está leyendo.
En el caso de Cuba, la alegoría que se hace de tantos libros de ficción —la hace el lector no cubano y, hasta donde sé, el cubano también— es extremadamente pobre porque te lleva directamente a la realidad lineal leída en clave política, que es de donde estás intentando escapar, al menos hasta cierto punto.
Por otra parte, Barthes le dice a Antonioni en una carta que toda obra, si es una gran obra, tiene que ser alegórica. Más o menos todo el mundo entiende eso y todo el mundo lo busca. A mí me gusta la obra en la que la alegoría no parece haber sido buscada, en la que se difuminaron los trazos de esa búsqueda.
Eso demuestra la firmeza del primer nivel, el poderío del relato en sí. Creo que si te preocupas por fortalecer ese núcleo y dotarlo de carácter lo demás va a llegar solo, incluso las lecturas que no quieres que se hagan. Pero paguemos ese diezmo. ¿Qué libro no ha tenido lecturas que no debieran ser?
La novela es muy breve. Yo creo que termina cuando pudiera seguir, o cuando apenas empieza, pero termina bien. Termina con pollos.
En el último párrafo escribes: “En la jaula de alambre, el vicio del aburrimiento es hereditario. Y eso, el aburrimiento, es la razón principal por la que los pollos inofensivos, los pollos terriblemente inofensivos, los pollos mortalmente inofensivos, terminan picoteándose unos a otros, comiéndose las vísceras.”
¿Es una especie de moraleja esto?
Es una moraleja, sí. Y es una advertencia.
La advertencia es esta: en la inocencia está la culpa, el horror está en la víctima, el débil es el fuerte.
En otro momento, dice la hija: “Vi la mano de los años duros apretarnos el cuello y cómo nadie vio que yo veía y cómo nadie vio tampoco que mi hermano empezó a ver, salvo yo. Y se lo dije: Estás viendo ya, ¿verdad? […] Y me dijo: Sí, estoy viendo”.
Si alguien quisiera saber ahora mismo qué está viendo Carlos Manuel Álvarez, ¿qué le dirías?
Veo que a mi juventud cada vez le va quedando menos, y lo otro que veo no lo puedo decir porque si lo digo, dejo de verlo.
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