Ariel Camejo es doctor en ciencias literarias por la Universidad de La Habana, donde trabajó como profesor titular de Teoría y Crítica Literarias, en la Facultad de Artes y Letras, y donde dirigió el Departamento de Estudios Teóricos y Sociales de la Cultura.
Camejo ha impartido cursos sobre narratología, historia intelectual del Caribe y representaciones urbanas en la literatura y el arte latinoamericanos.
Entre sus últimas publicaciones se encuentran Objetos Textuales No Identificados (OTNI): Narrativas emergentes en los nuevos entornos digitales de Cuba (Compilación y prólogo). Mantiene una columna quincenal sobre singularidades del español de Cuba en la revista OnCubaNews.
Sobre tropos, alimentación y lenguaje hablamos con Ariel Camejo en Food Monitor Programpara Hypermedia.
En tu carrera has investigado el complejo imaginario cubano y cómo el lenguaje articula, realiza y expresa la experiencia colectiva. Sin duda, la identidad y el lenguaje en Cuba han transcurrido por variados imaginarios (coloniales, independentistas, republicanos, socialistas y diaspóricos), aportando modificaciones y giros en cada caso.
A partir de 1959, el cambio cosmovisivo generó nuevos códigos de lenguaje con los que los cubanos debieron comunicarse. Sobre todo, las políticas económicas y las medidas de distribución igualitarias, cambiaron la percepción del cubano como consumidor frente al Estado. ¿Puedes contarnos un poco cómo las políticas de racionamiento permutaron hábitos y convenciones en el subconsciente colectivo y cómo se vieron reflejadas dentro del idioma en Cuba?
En primera instancia, siempre me gusta aclarar que mis acercamientos al lenguaje popular son solo “apuntes”, comentarios al margen de esa ciencia que respeto mucho y que se llama Lingüística.
Aunque mi formación es filológica, la investigación lingüística es un área que requiere años de especialización y que comprende muchas disciplinas (fonología, morfología, sintaxis, semántica, semiótica, análisis del discurso, dialectología, sociolingüística, psicolingüística y otras), con algunas de las cuales he interactuado de forma indirecta por mis intereses en el ámbito mucho más interdisciplinar de los estudios culturales.
Una de las tantas complejidades de las ciencias lingüísticas radica en establecer un balance entre la diacronía y la sincronía. Es decir, entre fenómenos que responden a una acumulación o sedimentación histórica de las realizaciones específicas de una lengua, y aquellos que dependen de circunstancias concretas del presente: factores culturales, económicos, políticos, demográficos.
Hago esta precisión porque, aun cuando en principio podríamos seguir la afirmación de que el profundo cambio social de 1959 implicó una transformación cosmovisiva, que produjo modificaciones en determinados procesos del habla, ese presupuesto demandaría un respaldo científico que, hasta donde conozco, no existe.
Por lo general, los estudios del habla popular o cotidiana suelen centrarse en la conformación de corpus generales (nuevas entradas lexicales, fraseología, desplazamientos y sustituciones ortográficas), pero menos en los fenómenos sociales que están por detrás de esos procesos naturales de cambio lingüístico.
En ese sentido, sería un reto tratar de establecer correspondencias entre cambios o hábitos lingüísticos y períodos de mayor escasez o desabastecimiento, etapas muy diversas marcadas por cuestiones disímiles como la ruptura con mercados proveedores, la entrada de nuevos actores comerciales como el CAME, la caída del campo socialista o esta nueva dinámica seudocapitalista que está viviendo la economía cubana desde mediados de los años noventa del pasado siglo y que parece intensificarse por día.
La lengua y sus formas de manifestación a través del habla, son una pantalla de la realidad: la tematizan, la convierten en representación colectiva, aun cuando callen sus referencias directas. No es extraño entonces que eso que llamas “cambios cosmovisivos” adquieran particular relevancia en las vías de concreción del lenguaje y el proceso comunicativo, de forma general, después de 1959.
Los cambios pueden ser de muy diversa naturaleza. Algunos respondieron, por ejemplo, a transformaciones de la conciencia de clases (el cambio del tratamiento de “Señor/a” por “Compañero/a”). Otros, a lo que podríamos llamar una nueva topología o sistema de lugares (la plaza y la placita, la bodega, la casilla, el círculo, el seminternado, la pincha, la parada, la cola, el consultorio), o formas de nominación que perdieron capacidad de singularización: progresivamente todos los tipos de pan se redujeron a “el pan”, la “carne de res” dejó de nombrarse por tipos de corte, el “aceite” dejó de dar datos sobre su origen, entre otros muchos ejemplos que podríamos poner.
La historia del racionamiento ha hecho aportes singulares al habla cotidiana en Cuba. Uno de ellos atraviesa el imaginario de lo cubano en sucesivas generaciones: los “mandados”. Se suele dar más atención en términos de burlas y bromas a “la libreta”, esa suerte de cartilla que es más continente que contenido, pero no hay cubano que no tenga incorporado en su registro léxico esa particular forma a través de la cual hacemos referencia a un grupo indefinido e indeterminado de productos, siempre adquiridos a través de la bodega.
Ir a buscar los mandados se convirtió para nosotros en un ritual mensual que, según épocas más o menos felices, necesitaba involucrar a uno o varios miembros del “núcleo” familiar. Según la Oficoda, esa célebre institución endémica, pasamos de ser consumistas a ser “consumidores”, mientras que los productos destinos al pueblo se clasificaron como “de población”. Otros, de alcance más restringido, comenzaron a ser distribuidos como “de niños”, de “cero a siete”, o “de dieta”.
La popular “cola” tuvo que hacer espacio diferenciado para obreros y trabajadores con una fila alternativa: el “plan jaba”.
No recuerdo haberlas escuchado antes de los años noventa, pero, al comenzar la política de estimulación de determinadas empresas mixtas, se pusieron de moda nuevas formas de nominación relacionadas con los mandados: el “estímulo” y el “módulo”, que podían incluir desde artículos de aseo personal, hasta víveres o ropa de trabajo. Hoy también se escucha mucho en el lenguaje oficial una variante eufemística: la “canasta básica”.
Como ves, este es un proceso abierto y en constante modificación. Algunas formas o variantes calan más en el imaginario público y otras tienen una existencia efímera o, simplemente, quedan como huellas de un tiempo pasado. Si no, pensemos en aquel sistema de distribución de juguetes que consistía en tres variantes: el básico, el no-básico y el dirigido.
Asegurar comida es uno de los ejercicios básicos de la humanidad. Durante diferentes momentos de adversidades económicas, el vocabulario sobre comida alterna y se dilata según aparecen ejercicios de sobrevivencia. ¿Cómo crees que puede identificarse la precarización económica en el lenguaje en Cuba? ¿Cómo han influido la escasez y el desabastecimiento en el lenguaje de los cubanos?
Sin ánimo de ser categórico, creo que habría que pensar como uno de los rasgos esenciales de esa relación entre precarización económica y lenguaje cotidiano, la cuestión de la significativa reducción de la capacidad predicativa del campo de los alimentos, tal y como te mencionaba antes. Muchos productos fueron perdiendo gradualmente su capacidad de ser acompañados por un segundo elemento que les aportara especificidad, origen, relación de calidad.
Creo que aquí influye sobremanera esa noción de “necesidad básica” que debe suplir el Estado y que ha acompañado narrativamente al discurso del gobierno cubano después de 1959. Por no decir que se convierte también en un dispositivo retórico e ideológico para atacar el consumismo capitalista. De esa forma, consumir lo esencial, sin ornamentos ni distinciones, no solo nos hace un poco más altruistas sino también menos “capitalistas”.
Te mencionaba algunos ejemplos como los del pan o la carne, que pueden ser los más evidentes para todos, pero ese fenómeno se extiende prácticamente a todos los alimentos.
Yo, por ejemplo, solo vine a conocer diferentes tipos de queso en mi época de estudiante universitario. De niño, para mí solo existían el queso blanco, el “amarillo” y el queso crema.
En un cumpleaños, nadie preguntaba de qué era la pasta del “pan con pasta”, ni de qué sabor era el cake. Refresco y cervezas se vendían sin etiqueta, y en la bodega la única marca de ron era “a granel”. En carnavales y barrios también se comercializaban esas bebidas en su variante “de pipa”.
Otro campo que se ha empobrecido sustancialmente en Cuba, aunque parezca paradójico por tratarse de una isla, es el de la comida que proviene del mar. Las deficiencias de la industria pesquera o las desacertadas políticas de desarrollo, distribución y exportación, hicieron que la gran variedad de especies marinas, que rodean la geografía nacional, desaparecieran progresivamente de la dieta del cubano.
Algunas se convirtieron en un lujo impensable, cuando no fueron sustituidas por importaciones de sardinas, atún o jurel enlatado. Incluso, en poblaciones costeras donde la pesca era actividad cotidiana, las torpezas burocráticas y la falta de estímulo local depositaron el manto del olvido sobre el mar.
Algo similar ocurrió con sectores como la ganadería o la fruticultura. El ámbito agrícola es uno de los de mayor complejidad para el análisis, pues conecta directamente con vicios heredados de la matriz colonial, a los que se sumaron los afanes revolucionarios por la industrialización.
Lo cierto es que, descalabro tras descalabro, Cuba debe ser una de las pocas islas tropicales sin capacidad de producir variedades de frutas, al menos para el consumo local. No es extraño, entonces, que nombres como el caimito, el anón, el canistel, la ciruela o el tamarindo, cada vez le resulten más extraños a las nuevas generaciones.
En esa tendencia al olvido podemos incorporar también a la rica tradición de la repostería cubana, ausente tanto en los hogares como en la mayoría de los hoteles, restaurantes o cafeterías.
Recuerdo hace unos años, durante la visita de una artista de Trinidad y Tobago a Casa de las Américas, su sorpresa ante la falta de diversidad y “sabor” de la comida cubana. Tomando como referencia la riqueza y vitalidad de la cocina caribeña, nuestro panorama culinario parecía estar de espaldas al contexto geográfico y cultural más inmediato.
Algo similar sucede si pensamos en los atractivos de la comida callejera, cuyos espacios de preservación están en las clases populares. En el caso de Cuba, ese fue un territorio ocupado por la gastronomía estatal, desplazando por décadas la capacidad de gestión y conservación de las tradiciones nacionales y locales.
Esto, por supuesto, deja una huella profunda en el lenguaje, que no solo se relaciona con formas alternativas para nombrar la nueva realidad que se vive, sino que denota un momento de ruptura con el proceso histórico de conformación de nuestra identidad cultural.
Una de las formas de resiliencia más extendidas durante las crisis en Cuba son los ejercicios furtivos para asegurar alimentos, muchas veces fuera de la ley. Pienso, por ejemplo, en productos cuya comercialización privada está prohibida, como la carne de res, entre otros destinados mayormente al sector turístico, y que toman designaciones en clave para camuflar su adquisición ilegal. ¿Cómo crees que el lenguaje puede acompañar carencias al punto de describir igualmente los ejercicios amplificados de “la lucha”? ¿Es el lenguaje en sí mismo una práctica de subversión en el contexto cubano de crisis?
Forrajear, luchar, inventar, la chaucha, la jama: son todos términos que han dado forma lingüística a actitudes cotidianas del cubano, especialmente en contextos de crisis.
La lengua es también un territorio de apropiación y empoderamiento, sobre todo por parte de los sectores en situación de desventaja social, que tienden a nominalizar en sus propios términos aquellas acciones que les permiten organizar sus estrategias de supervivencia.
Podría decir que existen dos esferas de la vida cotidiana que tienden a ser subvertidas con mayor encono en la realidad cubana de las últimas décadas. La primera es el trabajo, principalmente en fuentes estatales de empleo, cuya remuneración no suele garantizar la capacidad de suplir necesidades básicas del consumo. La segunda es la que tiene que ver con la legalidad: un sistema de leyes y formas de penalización con un impacto directo en la dieta general.
En el caso del trabajo y el empleo, las alternativas de forrajear, luchar o inventar adquieren un matiz interesante, pues resultan en una desviación de la productividad en términos del Estado, que es reorientada hacia la casa, hacia el hogar, hacia la familia.
Si pensamos en el ámbito de las disposiciones legales, pues se articulan formas lateralizadas, subsidiarias, para hacer referencia a aquello que contraviene a la ley. Son incontables las formas de alusión a la carne de res o la langosta, pero también los pactos semánticos alrededor de mercancías prohibidas o ventas ilícitas. Quizás se puedan resumir en esa frase tan nuestra, dicha en tono bajo de voz: “tengo de aquello que tú sabes”.
En medio de ese panorama, no es extraño que el llamado “mercado informal” o “mercado negro” se haya convertido en Cuba en una fuerza económica más, en la que no es el Estado quien regula las relaciones de productividad ni de legalidad. Ese territorio tiene sus propias leyes y dinámicas, entre ellas las del lenguaje, sean estas heredadas o nuevas creaciones.
Solo hay que asomarse por sitios como Revolico o algunos canales de Telegram para tomarle la temperatura a lo que sucede con el lenguaje y la comunicación cotidiana en la Isla en estos momentos.
Igualmente, el lenguaje ha sido importante en las vivencias de los cubanos para negociar el estrés y la incertidumbre. El anuncio de medidas económicas ha sido acogido por los cubanos en forma de sátiras, chistes y choteo. Pienso, por ejemplo, en la explosión de memes y bromas a raíz de la promoción de la carne de avestruz o de las “gallinas decrépitas” en televisión nacional. ¿Podemos decir entonces que esta forma lúdica es también una forma de exponer las frustraciones ante la administración política?
Aunque ha sido un territorio menos estudiado por la sociolingüística, quizás por tratarse de un asunto más cultural que estrictamente relacionado con la evolución intrínseca del lenguaje, las desviaciones de la lengua que articulan socialmente la sátira, el sarcasmo, la ironía o el humor han estado presentes en casi todas las sociedades.
Bajtín, por ejemplo, situaba este hecho como uno de los núcleos fundamentales de desarrollo de géneros, como la comedia latina o la tradición narrativa occidental, especialmente la novela. La capacidad de subversión del lenguaje suele florecer en contextos en los que intentan silenciarse determinados aspectos de la realidad, presentados por el poder con edulcoraciones retóricas.
En el caso de Cuba, además, existe una larga tradición en el uso de esas formas “laterales” para mofarse de casi cualquier asunto. Pensemos, por ejemplo, en la rica herencia de los cuadros de costumbres y las crónicas de la prensa colonial, en las obras escritas para el teatro bufo o el teatro popular, en los muchos caricaturistas que dieron voz y forma a personajes como Liborio o el Bobo, o en ese mecanismo discursivo al que Mañach inmortalizó como el “choteo”.
No es extraño entonces que, en un nuevo tiempo y con nuevos actores, esa tradición se cebe con los asuntos que ocupan y preocupan a la realidad nacional, sobre todo en un panorama mediáticamente más democrático y menos regulado.
Ya no es necesario tener acceso a un periódico o a un teatro para socializar esas representaciones burlescas, sino que cualquiera con acceso a internet y un dispositivo electrónico se convierte en “autor” o replicador de la inventiva popular.
Por otra parte, y creo que este es un elemento importante a considerar en las futuras investigaciones lingüísticas, el lenguaje y sus formas de difusión se han convertido en un territorio alternativo para la representación social y política, que ha venido a suplir la falta de espacios para la expresión ciudadana.
Si el individuo común encuentra puertas cerradas u oídos sordos a sus reclamos, por parte de las instituciones que deben preocuparse por su bienestar; si se le presenta a diario una realidad distorsionada que poco o nada tiene que ver con su forma de vida; pues no es extraño que recurra al menos a la broma o el desparpajo como mecanismo de catarsis.
Esto no solo cumple la función de desautorizar el camuflaje retórico oficialista, sino que indirectamente llama la atención sobre ese sujeto que, detrás de la mueca, advierte sobre la precarización de sus condiciones de vida, llama la atención sobre su necesidad de vivir dignamente.
Muchos cubanismos no se generan “desde abajo” sino que son tomados del propio discurso oficial. Tradicionalmente, se ha evitado las alusiones directas a la crisis. De ahí que en los años 90 esta se describiera como “Periodo Especial en Tiempos de Paz”. Hace unos años se anunció un periodo de “Coyuntura”, sucedido por la “Tarea Ordenamiento” y continuado hace unas semanas por un periodo de “Contingencia”, en referencia a una profundización del colapso económico en la Isla. A la vez, Cuba se impone en foros internacionales como defensora de la seguridad nutricional y la soberanía alimentaria. ¿Qué opinión te merece esta nomenclatura y cuán acertado crees que es su lenguaje a la hora de abordar la realidad cubana?
La retórica es una vieja aliada del poder político, es la sustancia misma de la demagogia como arte de conducir a las masas. Lo complejo del mundo de hoy es que muy pocos políticos poseen una cultura retórica, a pesar de tratarse de un asunto tan antiguo.
Creo que lo mismo aplica para la “política” como función especializada del gobierno. En ese punto se cruzan los constantes eufemismos para hacer referencia a contextos de crisis y las etiquetas que se toman prestadas del discurso global de moda. La resultante es una mezcla indiferenciada y poco práctica que nada dice al ciudadano común, que es en el fondo el receptor primario de esas formulaciones.
Siempre recuerdo con un poco de tristeza un encuentro que tuve hace unos años con una amiga rumano-alemana, que ha estado varias veces en Cuba por cuestiones de estudio. Yo estaba en una estancia de trabajo en Viena y me resultaba sencillo tomar el tren para encontrarnos en Bratislava.
Después de los recuentos sobre amigos comunes y proyectos de vida, me preguntó por “aquello” y tras un rato escuchando mis impresiones y anécdotas, me dijo: “Me parece estar escuchando las mismas historias de mi padre sobre nuestros últimos años en Rumanía. Allá tenían un nombre para ese lenguaje vacío y eufemístico que todo lo justificaba bajo el gobierno de Ceaușescu: lengua de palo”.
Regresé esa misma noche a Viena y no dejaba de pensar en el tren sobre la profundidad de ese epíteto, pero más terrible aún sobre la idea de que estábamos viviendo entonces una historia que ya otros habían vivido, una especie de destino manifiesto.
Te cuento esto porque a veces una simple frase puede activar muchas cosas. Un simple epíteto puede contener el descontento o la inconformidad de mucha gente. El arte del gobierno también tiene que estar atento a esos índices, porque en ocasiones la sabiduría popular conserva experiencias que enseñan más que cualquier academia.
Puede parecer un poco incongruente decir esto, siendo alguien que enseña literatura, pero siempre le recuerdo a mis alumnos que la palabra es el arte de la distracción y de la máscara. En términos populares, equivaldría a la expresión “el papel aguanta cualquier cosa”. Pero las personas y sus realidades no son papel.
* Claudia González Marrero es directora ejecutiva del Food Monitor Program.
Art Brut Project Cuba: “Para un artista ‘brut’, crear es una necesidad”
Hoy en día, incluso utilizar el término “discapacidad” se torna despreciativo y estigmatizador a la luz de nuevos enfoques del pensamiento y de los derechos humanos.