La loca de carroza y la lesbiana de mentirita

Al perder a nuestros padres nos hacemos más viejos. Quizás más sabios. Ahora me doy cuenta de cuánto los extraño. 

Pienso que tampoco habría una opción para ellos en medio de este caos, al borde de esta caída estrepitosa. ¿Qué iban a esperar, cuando todo lo que acontece implica inseguridad? 

La cansada retórica de los refranes que a veces decía mi madre: “Dios aprieta pero no ahoga”, “ya vendrán tiempos mejores”. ¿Y cuándo se cumplirán tales expresiones de la sabiduría popular?

Cuando nos hacemos viejos, nos da por caer en esos flashbacks, que quizás sirvan para constatar que somos sui géneris, personajes de una isla flotante. La isla de papel, donde escribimos, donde no podemos ni queremos dejar de escribir.

Antes, se hacía más fácil emprender una aventura. Yo era una veinteañera sin miedo a nada. Una muchacha que se inventaba el calorcito, la pequeña estufa para resguardarse y no decir “¡No! ¡Eso no lo hago por nada del mundo!”. 

Había que experimentar, buscar alternativas. El reto no era vivir, sino flotar en una tablita y no caer.

No hacía mucho que había dejado el Técnico Medio y andaba de vagabunda por ahí con mi amigo Pepe. Un gay de carroza y castañuela, un foco público, no solo porque usaba chaqueta de traje en verano, sino porque se ponía camisas y pantalones de colores cálidos, prendas amarillas, verdes y rosadas. Carnaval, pasarela, alegría. Nada que esconder.

La gente que nos veía pasar, murmuraba bajito y se nos quedaba mirando con cara de imbéciles, como diciendo: “¡Ahí van la loca y la tortillera!”. Sí, un grupo creía que yo era pan con pan, que reventaba tremendas tortillas. Una lesbiana consumada, aunque sin respeto ajeno.

Todos se confundían, no solo por la “mala compañía”, sino por mi forma de vestir, pues solía usar camisas y pantalones anchos con tenis. Casi nunca llevaba vestidos. Adoraba esa practicidad. En el fondo, era la prenda más cómoda para huir de cualquier evento peligroso.

Éramos abiertos, amigables con jineteras del barrio, con las que constantemente cambiábamos ropa y otros artículos, que luego vendíamos o cambiábamos por comida a gente que venía del interior. Los guajiros traían frijoles, viandas y frutas. Teníamos que hacer las raras transacciones o morir de hambre.

Cuando venía de visita un pariente de Pepito de los Estados Unidos y le dejaba 30 o 40 dólares, ya podíamos recesar de nuestras actividades. Nos disfrazábamos de extranjeros para meternos en las tiendas prohibidas, las de los hoteles —la tenencia de dólares estaba penalizada con la cárcel—, para comprar artículos de perfumería porque no había ni con qué bañarse, mucho menos champú. Destinábamos algunas de aquellas compras para revendérselas a conocidos que poseían la moneda maldita.

Recuerdo cuánto resolví con el camionero de cincuenta años, al que tenía como un perrito faldero. Mi hermana lo bautizó el Old Man. Así me avisaba cuando él estaba del otro lado del teléfono. 

El tipo me daba una considerable suma de dinero y jabas con alimentos cada vez que venía a la capital. Tarde en la noche, parqueaba su camión cerca de mi casa, en la calle más oscura, y nos deslizábamos hacia la parte trasera. Allí tenía un colchón. Le encantaba disfrutar de la lozanía de mi carne, blanca, firme, inundar su boca de esos olores que emanan de un sexo joven. 

En ese momento no sospechaba de la fijación del viejo. Hasta que un día me anunció que se iba a separar de su esposa, que incluso abandonaría a sus hijos para estar conmigo. Se hizo tan tóxico que tuve que desmayar la relación. ¡Adiós al proveedor!

No nos quedó más remedio que buscar otras fuentes. Decidimos cazar forasteros. Uno o dos días a la semana, nos sentábamos en el lobby de un hotel a conversar con alguien que se hallaba solo. 

Luego, lo invitábamos a tomar té en el apartamento de Pepe. Siempre jugando con el día que su madre tenía guardia en el hospital. Ella trabajaba en la sala de politraumatizados del Hospital Calixto García.

Mientras estaban en la sala platicando, y sonaba una música voluptuosa de fondo, me escabullía para la habitación. Entonces regresaba con transparencias, ligueros, medias de malla y tacones. La femme fatale, la bailarina de la danza de los siete velos, la muchacha sofisticada que envuelve al hombre en sus vapores, en sus aguas negras. 

Como diría el poeta Gabriele D´Annunzio: “Celebra el grande, el inefable goce de vivir, de ser joven, de ser fuerte, de hincar los dientes ávidos y blancos en los más dulces frutos terrenales, de tender el arco contra todas las presas que voraz deseo asecha”.

Acto seguido, el marica desaparecía del ámbito discretamente y se trasladaba al cuarto, para darle más facilidad al espectador. Nunca me dejó sola. Había que tener cuidado de aquellos extraños.

Y con esa manera tan artística, el espécimen de turno abría blandamente su billetera y depositaba unos lánguidos verdes sobre la mesa. Solo por mirar. 

Por fortuna, nunca pasamos un mal rato. Excepto una vez, con un estúpido que no quiso pagar por la fiesta. Tuvimos que ponernos en tres y dos, y mandarlo pa’l carajo. Tampoco era una peli porno gratis.





Fidel Castro

El obituario de Fidel Castro en ‘Corazón azul’

Lynn Cruz

Miguel comenzó a rodar la introducción de ‘Corazón azul’ durante las protestas de Occupy Wall Street, en 2011. Ya desde entonces, esperaba poder filmar en tiempo real el entierro de Fidel Castro. Para nuestra generación, la muerte del máximo líder era una suerte de obsesión.





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