El sistema no tiene motivo alguno para abrir el juego político

Durante años solo unos pocos allegados a Miguel Sales Figueroa (La Habana, 1951) conocieron la identidad del autor de Nacionalismo y revolución en Cuba, 1823-1998 (Fundación Liberal José Martí, Madrid, 1998) y de El poscastrismo y otros ensayos contrarrevolucionarios (Verbum, Madrid, 2007); libros publicados bajo el seudónimo de Julián B. Sorel.

Para entonces Miguel Sales trabajaba como funcionario internacional en la UNESCO y su nombre no debía aparecer en ningún artículo o estudio dedicado a cuestionar un Estado miembro de las Naciones Unidas. Tal procedimiento habría llevado años de solicitudes, trámites y largas y, acaso, interminables vueltas en redondo.

La puerta falsa al alcance de Sales, pasaba por la confianza y la discreción de unos pocos. De conocerse la identidad de ese Julián B. —firma tomada con toda intención metafórica del personaje de Stendhal—, cuyos libros mostraban la cara menos feliz de la historia de Cuba, al tiempo que descubrían al lector los mecanismos que armaban esa herencia totalitaria, que nos había convertido en las víctimas ideales de una larguísima dictadura; lo más probable es que hubiese sido despedido en el acto. Eso para empezar. Luego, las ordalías suelen tomar los caminos más insospechados.

Por suerte, nada de esto ocurrió.

El silencio en torno a su nombre se convirtió, gracias a esos pocos amigos en una zona rigurosamente protegida. Cuando Miguel Sales se retiró de la UNESCO en 2011, hacía años que las pequeñas ediciones de sus libros se habían agotado, pero sus lectores no habían hecho sino aumentar.

Ahora, por primera vez, y por iniciativa de la editorial Hypermedia, ambos títulos aparecen reunidos en un solo volumen, y, también, por vez primera, bajo la firma de su autor: Miguel Sales.

A propósito de la publicación de este libro, que llevará como título Poscastrismo (Hypermedia, 2017), hemos querido invitar a su autor a conversar sobre las circunstancias políticas actuales de Cuba, su papel en las relaciones con los Estados Unidos, América Latina o Rusia; así, como indagar sobre su opinión acerca de los roles a desempeñar en el futuro cubano inmediato, por las fuerzas armadas, la empresa privada, el exilio o la oposición interna.

En la actualidad, Miguel Sales se desempeña como presidente de la Unión Liberal Cubana y es vicepresidente de la Internacional Liberal.

El panorama político cubano ha sufrido importantes cambios en los últimos años. La visión de la dictadura eterna se deshace, pero, al mismo tiempo, la inestabilidad abre grandes interrogantes sobre el futuro del país. ¿Cuál es su visión sobre el decursar de Cuba para los próximos cinco años?

Es evidente que el contexto internacional ha cambiado últimamente. La crisis de Venezuela, los relevos presidenciales en Argentina y Brasil, la muerte de Fidel Castro y, sobre todo, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca no auguran un periodo muy cómodo para la dictadura cubana. Los cambios internos son menos visibles, porque el gobierno mantiene una política de mano dura con la oposición y la gente todavía tiene mucho miedo. Pero hay síntomas prometedores. Quizá los dos más importantes sean el mayor volumen de información al que se puede acceder en la isla, gracias a las modernas tecnologías, y el fin de la política de “pies secos/pies mojados” decretado por el presidente Obama en los últimos días de su mandato. A lo que cabría añadir el envejecimiento de la alta jerarquía del gobierno, que se nota mucho en la falta de reflejos que muestra para asimilar las transformaciones y reaccionar con la rapidez y la precisión necesarias. Estos factores contribuyen a debilitar el dominio del PCC sobre la población y harán aumentar la presión social en el sentido de un cambio democrático, lo cual es una mala noticia para el régimen.

La Unión Liberal Cubana, que me honro en presidir, respaldada por la Internacional Liberal, sostiene que ese cambio necesita el cumplimiento de tres premisas mínimas: amnistía para todos los presos políticos, reforma del Código Penal y la Constitución, y celebración de elecciones plurales, libres y con supervisión internacional. Sin esas condiciones, no será posible hablar de transición hacia la democracia. 

Uno de los últimos actos de la administración Obama fue cancelar la política pies secos/ pies mojados, vigente desde 1995, como una revisión de la Ley de Ajuste Cubano. Según su criterio, ¿a qué respondió esta decisión?

Como casi todas las medidas de política exterior que Obama adoptó al final de su segundo mandato, la razón principal fue asegurar lo que él consideraba su “legado histórico”. Así lo señaló en el discurso de despedida que pronunció en Chicago, pocos días antes de abandonar la presidencia. En esa misma línea de actuación tomó decisiones muy discutibles sobre Irán, Israel y apoyó las negociaciones entre las FARC y el gobierno de Colombia. Lo hizo más por narcisismo que pensando en el interés real de Estados Unidos y en la función que este país desempeña en el mundo. Obama ha actuado con una soberbia enorme y mostró poco interés en alcanzar soluciones de avenencia con sus adversarios en el Congreso y en cuidar el porvenir de su propio partido.

En lo tocante a Cuba, su política consistió en ceder en todo lo posible y otorgar legitimidad y ayuda material al régimen de Raúl Castro. La eliminación de la política de “pies secos/pies mojados” era una vieja reivindicación del castrismo, que siempre ha acusado a Estados Unidos de fomentar la emigración ilegal desde Cuba. Eso es falso, porque las causas reales de la salida masiva de cubanos, desde el mismo año 1959, han sido la imposición de un sistema totalitario de partido único, la represión y el fracaso económico del régimen. Pero por motivos propagandísticos La Habana mantuvo durante muchos años la exigencia de que se derogara la Ley de Ajuste y cuando se restablecieron las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, la reivindicación se incorporó a la agenda de negociaciones. Obama no podía abrogar la Ley de Ajuste, porque eso es prerrogativa del Congreso. Pero sí podía derogar la normativa presidencial que Clinton había dictado en 1995 y así lo hizo. Obama trató de complacer a Raúl Castro hasta el último momento y, de paso, hacer un guiño a los estadounidenses que se sienten preocupados por el crecimiento incontrolado de la inmigración.

Ahora bien, es muy posible que el gobierno de Raúl Castro se haya equivocado en este asunto. La normativa de “pies secos/pies mojados” le benefició considerablemente mientras estuvo en vigor. Era una válvula de escape para la presión social que se renueva continuamente dentro de Cuba y una fuente de ingresos adicionales. Además, servía para neutralizar a los que emigraban, sobre todo a los jóvenes, que en general se abstenían de criticar al régimen o de participar en actividades que pudieran acarrear la denegación del permiso de regreso para visitar a sus familiares. Con el dispositivo implantado por Clinton, Cuba generaba miles de trabajadores que mandaban remesas a la isla y, al mismo tiempo, eran rehenes ideológicos del sistema que los expulsaba. Me atrevo a vaticinar que el fin de esa política no será favorable para el gobierno cubano, que tanto lo reclamó.

The National Intelligence Council en su informe de enero de 2017, sobre el comportamiento mundial a mediano plazo, afirma lo siguiente: “North American security could become a greater concern if economic and political stresses in key states such as Mexico or Cuba spark destabilizing protests that result in changes in government or surges in migration”. Por tanto, ¿la supresión de esta política de “pies secos/pies mojados” para el tratamiento de la emigración cubana, no acentuará a corto plazo las tensiones sociales en Cuba, y, a su vez, estas no serían capaces de provocar una nueva oleada migratoria hacia los Estados Unidos tal como predice el informe?

Es probable que aumente la tensión social en Cuba; lo que no está tan claro es que ese aumento de tensión pueda aliviarse con el arbitrio de abrir las fronteras y lanzar a miles de balseros hacia Estados Unidos, que fue lo que el difunto Fidel Castro hizo en tres ocasiones: Camarioca, en 1965; Mariel, en 1980; y durante la crisis de los balseros de 1994.

Creo que con la experiencia acumulada desde entonces, ni el gobierno de Trump ni los exiliados cubanos se dejarían manipular en una situación como esa.   

Dicho esto, hay que señalar que la seguridad nacional es el interés supremo de Estados Unidos en el Caribe. Controlar el terrorismo, el narcotráfico y la emigración irregular es una prioridad esencial para Washington. En la medida en que Cuba colabore con los esfuerzos estadounidenses en este ámbito, el gobierno republicano podría hacerse de la vista gorda en otros aspectos de la relación bilateral. Quizá el presidente Trump no sienta mucha simpatía hacia los jerarcas del PCC, pero es un hombre de negocios, más inclinado a aplicar la Realpolitik que a tomar decisiones ideológicas.

Pero, ¿cómo podría reaccionar la nueva administración ante una crisis migratoria?

Supongo que el gobierno de Estados Unidos dispone de planes de contingencia, bien rodados. Creo que la primera medida sería un bloqueo naval en aguas muy próximas a la isla, para evitar que los balseros se acerquen a territorio estadounidense. En segundo lugar, se establecería un dispositivo de retorno, con o sin la colaboración del gobierno cubano. Y si La Habana se niega a colaborar, Estados Unidos tiene a su alcance varios medios de presión        —reducción o suspensión de remesas, anulación de la cuota de visados (20.000 al año), confinamiento de los balseros en Guantánamo, etc.— que serían más eficaces hoy de lo que hubieran sido veintitrés años atrás, cuando la última crisis. En el peor de los casos, Washington podrían considerar que la renuncia del gobierno cubano a controlar a sus propios ciudadanos constituye un acto inamistoso, rayano en la agresión, lo que podría acarrear una respuesta militar proporcional a la amenaza.

Por otro lado, en varias ocasiones el presidente Donald Trump ha anunciado cambios en las negociaciones, ¿hacia dónde se encaminarían las nuevas políticas de los Estados Unidos hacia Cuba?

A la luz de las medidas que el nuevo gobierno republicano ha adoptado hasta hoy (finales de enero de 2017) es evidente que las relaciones con Cuba no constituyen una prioridad para Estados Unidos. Trump se ha ocupado inicialmente de asuntos que fueron sus grandes temas de campaña: abrogación del Obamacare, política energética, control de la inmigración, recuperación del tejido industrial, aranceles, etc. Se trata de desmontar la estrategia mediante la cual el Partido Demócrata buscaba el control sine die del cuerpo electoral: una política populista basada en cuantiosos subsidios a las clases más pobres, en las cuales los negros y los latinos están sobrerrepresentados, fomento de la inmigración y cortejo de determinadas minorías, como el colectivo LGTBI. Por razones de pura supervivencia, el Partido Republicano tenía que frenar esa estrategia y luego reordenar las prioridades en otros ámbitos, como la defensa nacional, las relaciones multilaterales y la política energética. Excepto en lo que atañe a la migración, Cuba no pinta casi nada en ese panorama.

Pero no creo que, llegado el momento de examinar el expediente cubano, las decisiones de Trump vayan a transformar de punta a cabo la relación bilateral. Algunas de las medidas que Obama adoptó con respecto a Cuba, por ejemplo, la abrogación de la normativa de “pies secos/pies mojados”, no contradicen sustancialmente las prioridades de la política de Trump. Otra cosa sería que Raúl Castro decidiera enrocarse nuevamente en un “antiimperialismo” activo o que usara irresponsablemente la política migratoria como instrumento de chantaje. Pero no me parece que a sus 85 años, a pocos meses de la jubilación, Castro tenga interés en resucitar la política de su difunto hermano. El presidente cubano sabe que eso que en Cuba siguen llamando “la revolución” (que es como si en la URSS en 1976 se hubiera hablado de la “revolución de octubre de 1917” como un suceso todavía en marcha) está liquidado; es una escenografía de cartón piedra ante la que unos actores envejecidos repiten la misma letanía desde hace décadas.

¿Cuáles serían, para usted, las políticas correctas de tratamiento entre ambos gobiernos?

Las que convienen al interés nacional de cada uno de los países. En el ámbito internacional, los Estados no tienen amigos permanentes ni tampoco enemigos permanentes, sino solo intereses permanentes. (La frase es de Lord Palmerston, creo, de mediados del siglo XIX). Ya mencioné antes cuáles son las prioridades de Estados Unidos en el Caribe: control del terrorismo, el narcotráfico y la emigración irregular. Creo que Trump procederá en consecuencia. Cuba tendrá que adaptarse, porque la época en que Castro I aspiraba a encabezar la batalla mundial contra el “imperialismo yanqui” ya es historia antigua. Su hermano solo aspira a jubilarse tranquilamente y a que su familia disfrute de las riquezas que ha acumulado estos años.

¿Será capaz la nueva administración de sortear las presiones de seguridad marítima y fronteriza con que La Habana acostumbra a negociar con los Estados Unidos?

Sin duda. Todo eso formaba parte de la política de Fidel Castro y ha quedado obsoleto. Ahora las palancas de presión están disponibles para ambos gobiernos y el de La Habana tendrá que calibrar muy finamente las medidas que va a adoptar. Veinte mil inmigrantes (más o menos) al año no es una cifra considerable para Estados Unidos; en cambio, para Cuba, veinte mil candidatos a la emigración que se queden varados en la isla podría ser una catástrofe.

Se aproxima el 2018, fecha en que, en teoría, Raúl Castro ha anunciado que abandona la presidencia del país; y me gustaría hacerle tres preguntas al respecto. Una: ¿cuán pesada es la carga de la herencia totalitaria en la mentalidad nacional?

La huella del totalitarismo es enorme. El paternalismo del Estado comunista ha creado varias generaciones de personas con escasa iniciativa y pocas ganas de correr riesgos. La mayoría se ha resignado a vivir en la seguridad que le otorga la sumisión incondicional al gobierno. A cambio de eso, obtienen un nivel de vida bajísimo y, además, viven privados de derechos y libertades fundamentales. A muchos les basta con la santísima trinidad del comunismo           —escuela, medicina y deporte, supuestamente gratuitos— y se conforman con repetir las consignas oficiales. Carecen de autonomía y se han acostumbrado a que el Estado les diga lo que tienen que pensar y lo que tienen que hacer. Es la base de lo que algunos autores denominan el “daño antropológico”, que tiene otras consecuencias no menos funestas, en términos de relaciones interpersonales y sociales. Vivir en la mentira y el simulacro permanente puede parecer barato, pero en realidad, cuesta muy caro. 

Esa situación está cambiando, pero muy lentamente.

Dos: ¿cree que Raúl Castro prepara realmente una trasmisión de mando en Cuba?

Sin duda. Raúl Castro cumplirá 87 años en 2018, o sea, que tendrá todo su pasado por delante. En esa fecha piensa dejar la presidencia (aunque no ha dicho nada del puesto de primer secretario del PCC, que es en realidad el cargo de máximo poder en el país). Desde luego tiene que preparar el relevo y asegurarse de que su familia inmediata queda en situación segura. Esa trasmisión de mando entraña algunas negociaciones y, como siempre ocurre, habrá beneficiarios e insatisfechos.

Otro asunto distinto, aunque conexo, es si piensa realmente modificar las normas electorales y permitir la participación, aunque sea limitada, de otras fuerzas políticas. Esa sería una posibilidad plausible, en el marco de una operación de maquillaje del régimen, que podría conferirle cierta legitimidad de cara al exterior. El Partido Comunista seguiría siendo la fuerza dominante, por abrumadora mayoría, controlaría los resortes del poder y la oposición tendría unos pocos diputados que servirían para confirmar el carácter democrático y pluralista del sistema. Aunque, a decir verdad, no creo que eso vaya a ocurrir. Las cabezas políticas del castrismo son demasiado toscas como para hilar tan fino en este asunto. Quizá por eso no se atreverán a correr el riesgo, que hoy consideran innecesario. Han detentado el poder absoluto durante casi sesenta años y creen que esa situación puede seguir así indefinidamente.   

Y tres: ¿Si esta sucesión llega a producirse, aceptaría Raúl que la presidencia del régimen sea ocupada por alguien desvinculado de la familia Castro, como podría ser el vicepresidente Miguel Díaz-Canel?

También me parece verosímil. Escoltado por la jefatura del ejército y la dirigencia del PCC, la función presidencial en manos de Díaz-Canel o de cualquier otro sería apenas simbólica. Los Castro han reunido todas las palancas del poder (muchas más en manos de Castro I que en las de Castro II). Pero es poco probable que eso vuelva a ocurrir tras la jubilación de Raúl Castro.

De hecho, la tendencia a la dispersión comenzó en 2006, cuando Castro I enfermó y tuvo que dejar la conducción de los asuntos nacionales. En ese momento, se necesitaron siete ministros para repartir las funciones que ejercía el Máximo Líder (su hermano Raúl, Balaguer, Machado Ventura, Lazo, Lage, Soberón y Pérez Roque). Cuando Raúl Castro se marche, probablemente sus poderes se dividirán entre tres personas: un presidente del Consejo de Estado, un jefe supremo de las fuerzas armadas y un primer secretario del PCC. Dudo mucho que alguien de su entorno vaya a acumular más de una función. 

Aunque aún muy tímida, existe una apertura para la iniciativa económica privada en la isla. ¿Qué peso o influencia podría ejercer el sector privado de cara a una transición o cambio de gobierno a partir de 2018?

Si el gobierno la mantiene en la situación actual, creo que su influencia será insignificante. El sector privado en Cuba no solo es minúsculo, sino que depende totalmente del Estado y carece de garantías jurídicas para ejercer su actividad. En esas condiciones, los empresarios son rehenes del gobierno y constituyen, quiéranlo o no, un pilar de estabilidad para el régimen.

¿Cuál sería en este mismo escenario el rol de las Fuerzas Armadas, en la actualidad no solo ocupadas en la defensa, sino, también, estrechamente vinculadas a la actividad económica?

Durante casi sesenta años las fuerzas armadas han demostrado una lealtad sin fisuras al sistema. El único incidente importante fue el fusilamiento de Ochoa y otros tres oficiales, y la purga que siguió a estos hechos. Pero eso ocurrió hace ya veintiocho años. Desde entonces, los mandos militares han perdido su función “internacionalista”, se han reconvertido en empresarios monopolistas y ahora están más interesados en sus cuentas en Suiza y sus privilegios en la isla que en la estrategia bélica.

Como en todos los gobiernos del socialismo real, la tropa está subordinada al poder político, es decir, al Partido Comunista. En mi opinión, los militares solo intervendrían en la escena política en caso de que se produjera una quiebra en la unidad de la cúpula gubernamental y sus intereses (los de los mandos militares) se vieran amenazados por esa ruptura. Algo así ocurrió, por ejemplo, en Etiopía, cuando Mengistu Haile Mariam perdió el poder. Por cierto, Mengistu es uno de esos “grandes amigos de Cuba” a los que la Corte Penal Internacional busca para juzgarlos por crímenes de lesa humanidad. Pero está escondido en casa de otro gran amigo de Cuba, Robert Mugabe, el tirano estrafalario que reina en Zimbabue desde hace más de treinta años. Es curioso que ese aspecto de las relaciones de los Castro con África casi nunca se mencione en la prensa internacional. 

¿Qué papel, cómo fuerza a contracorriente, debería desempeñar la oposición interna? ¿Cree que actualmente la oposición cuenta con los mecanismos o estructuras capaces de confrontar de manera efectiva con el gobierno de Raúl Castro, o de un sucesor?

El gobierno cubano ha trabajado intensamente para mantener a la oposición reducida y fragmentada, mediante todos los métodos de infiltración, represión, soborno, chantaje, propaganda, etc. Como dispone de todos los recursos para esta tarea y de la complicidad de una parte de la población, que se presta a los actos de repudio y las “marchas del pueblo combatiente”, el resultado es el que vemos. Es un milagro que algunos grupos como las Damas de Blanco, UNPACU, Estado de Sats y otros hayan logrado sobrevivir durante varios años.

Dentro y fuera de Cuba hay quienes confían en que, a partir de este año, Raúl Castro empezará a prepararse para la jubilación, reformará el sistema electoral y legalizará a la oposición. Esta podría concurrir entonces a las elecciones y quizá obtendría algunos escaños en el Parlamento.

Creo que toda esa fantasía es un modo de pensamiento desiderativo, lo que en inglés se llama wishful thinking. Confunden sus deseos con la realidad.

El sistema no tiene motivo alguno para abrir el juego político en esa dirección. Y menos ahora que Estados Unidos y la Unión Europea han reconocido al gobierno cubano como un interlocutor legítimo en el escenario internacional, sin exigir nada a cambio.

Por desgracia, la única vía de presión que les queda a los grupos opositores es la manifestación callejera pacífica, para exigir los derechos que las Naciones Unidas reconocen en el mundo entero, pero que el gobierno de Cuba niega tenazmente a sus propios ciudadanos: derecho a las libertades de expresión, de asociación y de movimiento. Derechos económicos y culturales. Derecho a la pluralidad política. Derecho a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos. Basta con echar una ojeada a los 30 artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Pactos internacionales de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, —todos suscritos por el gobierno de Cuba— para comprobar que la mayoría de ellos se violan o no se aplican en la isla. Mientras los cubanos no se atrevan a salir a la calle y exigir esos derechos públicamente —le guste o no al gobierno— seguirán malviviendo de rodillas, como súbditos de segunda clase de un régimen anacrónico y represivo.      

A su juicio, ¿cuál sería la posición de Cuba ante el nuevo equilibrio entre los Estados Unidos y Rusia?

El gobierno de Cuba decidió, allá por 1960, invertir las alianzas: romper con Estados Unidos y sumarse al “campo socialista”. Muchas cosas han cambiado desde entonces, pero lo esencial de esa línea se ha mantenido. Estados Unidos sigue siendo el “enemigo imperialista”,           —aunque en La Habana hayan rebajado el tono de la propaganda— y Rusia y China siguen siendo aliados naturales, aunque en realidad ninguno de estos grandes países es ya comunista, propiamente hablando. El antiyanquismo había sido una palanca propagandística importante para Cuba durante más de medio siglo. Ahora, en la era Trump, volverá a serlo.

Por último, ¿qué peso o influencia le atribuye al exilio cubano en el desarrollo de las nuevas políticas hacia Cuba o como contraparte de la realidad social en la isla?

El exilio cubano no es un bloque. Hay grupos de exiliados que colaboran con el gobierno cubano y otros que tratan de combatirlo. Ambos han sido influyentes en la isla y seguirán siéndolo, porque disponen de recursos y libertad de acción, factores que la oposición interior no tiene por ahora.

Además, el exilio es muy numeroso y está muy cerca, geográficamente, del país. Esas condiciones casi no existían, por ejemplo, en Europa Oriental durante la era soviética. Y pese a su reducido número y la distancia que los separaba de sus países, hubo exiliados muy influyentes, antes y después de la desaparición del socialismo real.

En Cuba los exiliados serán una fuerza cada vez más influyente, tanto por su relación con Washington como por sus vínculos con la familia Castro y los generales y burócratas que gobiernan la isla. Pero a falta de una estrategia que agrupe a las principales corrientes, esas influencias dispersas podrían anularse entre sí y dejar el campo de acción aún más libre al régimen de La Habana. Es lo que ha ocurrido hasta ahora.