Luis Cruz Azaceta: “La isla de Cuba la llevamos siempre a cuestas”

Aunque Luis Cruz Azaceta salió de Cuba con apenas 18 años, nunca ha podido sacar su país de origen de su corazón ni de su obra. Más de sesenta años en el exilio no han hecho otra cosa que agigantar su sentir cubano y los deseos de exponer todo lo que nos fue arrebatado el primero de enero de 1959. 

Pero su obra no se limita geográficamente, desde 1970 viene trabajando problemáticas sociales que afectan a cualquier nación. Violencia urbana, sida, racismo, dictadura, represión y emigración son algunos de sus temas más presentes. Incluso, en sus propios autorretratos, el artista esboza estas problemáticas con una sola esperanza: crear conciencia y compasión. A través de la figuración o la abstracción, Cruz Azaceta pretende motivar a reflexionar sobre la parte negativa del ser humano con la intención siempre de mejorarla y cambiarla.

¿Dónde nació? 

Nací en Marianao, en el hospital de Columbia, en abril de 1942.

¿Su familia, su infancia?

Mi papá, Salvador Cruz, estaba en la fuerza aérea, era mecánico de aviación. Mi madre, María Azaceta, era de ascendencia vasca. Mi abuelo materno era vasco, tenía una carpintería, el negocio de la familia por parte de madre. Yo me crie básicamente en la carpintería con mis tíos, todos carpinteros. Mis abuelos tuvieron siete hijos, cuatro varones y tres hembras; la mayor era mi mamá. Yo fui el primer sobrino y nieto, así que imagina cómo se portaban conmigo, me dejaban hacer lo que me daba la gana. Con los tíos me ponía a clavar, me enseñaban. Lo pasé muy bien. La casa de nosotros daba casi al fondo del Buena Vista Social Club. Cada fin de semana tenían tremenda pachanga, rumbón, toda la noche tocando, increíble. Nosotros nos acostumbramos a eso, teníamos la música ahí mismo.


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Luis, con su hermana Sonia, alrededor de 1948, en Cuba. 


En Cuba, ¿dónde estudió? 

Estudié en la escuela privada Academia Sabina Garrido, en La Sierra, el vecindario adyacente al nuestro en Marianao. La Sierra era de clase alta y media, básicamente. Los hijos de Pototo, el cómico, iban a esa misma escuela, pero eran un poquito menores que mi hermana y yo. Cuando me gradué de secundaria, fui a estudiar con ellos a un Commercial High School. Lo que se conocía como un bachillerato comercial, porque yo lo que quería era ayudar a mi papá con los gastos, buscarme un trabajo rápidamente en una oficina. Eso fue lo que estudié.

¿Y la pintura?

Siempre hacía dibujos, me encantaba dibujar. Dibujaba a mi abuela lavando ropa en el patio. Teníamos un patio grandísimo donde ellos vivían. De pequeño, en la escuela siempre era uno de los que mejor dibujaban. Los maestros siempre me decían eso, pero nunca pensé ser artista. Yo lo que quería era meterme en la fuerza aérea y ser piloto. Eso fue cuando tenía como 14 años. 

¿Llegó a trabajar en Cuba?

Después de graduarme, encontré un trabajo al cruzar la bahía de La Habana, en una nueva urbanización que hacía una corporación que se llamaba Alamilla. Alamilla era un millonario que vivía en 5ta avenida, el doctor Guillermo Alamilla Gutiérrez. Varias veces me recogió en mi casa, en su carro, para ir allá. Cogíamos un bote para llegar al vecindario que estaban creando. Era un tipo muy buena gente, oía música clásica, tenía un chofer que nos llevaba. Pero no siempre, yo también cogía la guagua que iba para La Habana Vieja y tenía que esperar a que me recogieran en el bote para llegar a la oficina. Fui secretario suyo como por dos meses más o menos. Después sucedió la explosión del barco La Coubre y no sé exactamente que pasó, pero Alamilla cerró y no fui a trabajar más.

Luego, el viejo me consiguió un trabajito en la farmacia García, en El Vedado; era una de las droguerías más grandes de La Habana. Ahí empecé limpiando el piso, pero García sabía que me había graduado de la Escuela de Comercio y me puso a trabajar con uno de los cuatro farmacéuticos que tenía. Empecé a trabajar con una de las doctoras llenando fórmulas, contestando el teléfono. Después de seis meses, decidí, hablando con los viejos míos, irme para Estados Unidos, donde yo tenía familia desde la década de los años 50. Mi mamá y el hermano que le seguía habían nacido en Estados Unidos. Ese tío fue a vivir de joven para allá. Él fue el que empezó a llevar a los demás tíos como a mediados de los 50. Ellos no pasaron por la Revolución, se fueron antes. 

¿Cómo salió de Cuba? 

Tuve que ir a la embajada para todos los arreglos y tener la visa. Recuerdo que estábamos en la calle Línea y había por lo menos tres o cuatro cuadras de cubanos que querían irse, haciendo cola. Estoy hablando del 60, sería septiembre u octubre, porque yo vine en noviembre. Entonces pasaban camiones llenos con cubanos gritando: “Esbirros, váyanse para Estados Unidos, traidores, nosotros no los queremos aquí…”, y otra tonga de cosas. Estuvimos tres días turnándonos, yo cuatro horas, después venía la vieja mía, luego un tío (el único que se quedó en Cuba), después venía mi abuela y así, nos turnábamos 24 horas. No podíamos perder el turno. Eso demuestra la cantidad de gente que quería irse ya a finales del 60. Una cosa increíble, estoy hablando de miles de cubanos. Por fin logramos entrar en la embajada y arreglar los papeles. Vine el 19 de noviembre del 60. 

¿Qué hizo cuando llegó a Estados Unidos?

Fui a vivir con el tío mío, Carlos, en Hoboken. Él trabajaba en una compañía de trofeos en Brooklyn y empecé a trabajar ahí. Llegué un sábado y el lunes ya estaba trabajando. Como él era carpintero, hacía las bases de madera de los trofeos. El otro tío mío, Pedrín, estaba también ahí, los tres trabajábamos juntos. En aquella época, en 1960, pagaban un dólar por hora. Al trabajar 60 horas a la semana, ganaba unos 75 dólares; era un sueldo bastante bueno. Pero la cuestión era que yo tenía que hacer dinero para ayudar a los viejos míos y traerlos después. 


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Luis Cruz Azaceta, por Iván Acosta.


Me compré un carro como al año y lo tenía decorado todo con esos trofeos, campeón de golf, de fútbol, de bailarín, de aquí y de allá. Y empecé a salir con americanitas; yo con mi inglés, que casi no lo hablaba. Me acuerdo de una que se montó conmigo, vio todos los trofeos en el dashboard del carro y me preguntó si yo los había ganado todos. Le dije que sí. “¡Pero cuántos trofeos y de cuántas cosas distintas! ¡Tú me estás mintiendo!”. “No, yo no te estoy mintiendo, nosotros los cubanos somos campeones de todo esto”. Me gritó: “Throw them motherfucker!”, abrió la puerta del carro y se perdió. No la volví a ver más nunca. Verdaderamente, la vida es una comedia trágica hasta cierto punto. 

¿Cómo fue llegar a New York?

Salir de Cuba y llegar a New York es un paso gigantesco. Tú te sientes que no tienes identidad ninguna y más sin hablar casi el idioma. Yo lo que hablaba eran unas poquitas palabras, pero no podía sostener una conversación. Te sientes insignificante, esa es la pura verdad. Entonces empecé a dibujar en el subway, en el parque. El arte empezó a darme un poco esa identidad. Aunque estamos psicológicamente fuera, físicamente tenemos que estar dentro de la nueva cultura, no queda más remedio. Hay que inventar lo que sea porque es importante insertarse, si no te sientes siempre como un outsider y eso tampoco es muy bueno. 

Empecé viviendo en un apartamento en Astoria, Queens, con mi hermana, que vino como un año después que yo, en el 61 o 62, y con una tía. Vivíamos los tres juntos. Mis padres quisieron quedarse en Cuba porque pensaron como todos los cubanos que eso iba a durar dos o tres años nada más. Después, cuando trataron de salir, no podían; intentamos por varios lados y no se daba ninguno. Finalmente, en Cuba abrieron las puertas en el año 66 y fue cuando pudieron venir, como refugiados, vía Miami-New York. Cuando los viejos llegaron, rentamos otra casa en Astoria y nos fuimos a vivir ahí. Era una casa de dos pisos, vivíamos todos juntos, en la parte de arriba. Yo tenía el cuarto más grande. Compré un caballete y empecé a pintar por mí mismo. 

¿Cómo empieza a tomar clases de pintura en la Escuela de Artes Visuales de New York?

En Astoria había un lugar que era una High School de día y de noche, un Adult Center; ahí había una clase de pintura. Yo me matriculé y empecé a tomar clases dos o tres veces a la semana. Tenían una modelo que posaba desnuda para pintarla. Conocí a un instructor que se llamaba Andrew Pinto, que vio como yo dibujaba. Ya yo tenía una serie de pinturas hechas y me pidió que se las mostrara. Le llevé par de ellas y me dijo: “Luis, tú tienes cantidad de talento, pero tienes que desarrollarlo en una escuela. Te escribo una recomendación si tú quieres ir a la Escuela de Artes Visuales”. 

Yo le dije que mis padres acaban de llegar de Cuba y que estaba trabajando en una compañía de botones en Manhattan. Me recomendó ir de noche. Eso fue lo que hice, matricular de noche, para ver si me gustaba y cómo me iba. Y me encantó. Pero lo maestros allí me dijeron que tenía que ir de día, full time. Dejé el trabajo en la compañía de botones e Iván Acosta me consiguió un part time en la Universidad de New York, donde él estaba trabajando, en el main building, en la biblioteca. 

¿Cuándo y cómo había conocido a Iván Acosta?

La hermana de Iván era la mejor amiga de mi hermana. Creo que lo conocí en el 63 o 64. Nos hicimos amigos; pero no íntimos. Mis amigos íntimos vivían todos en New Jersey. El hermano de Bob Menéndez era mi mejor amigo. Bob tendría 11 o 12 años, el hermano 15 o 16, y yo 18; nos hicimos muy buenos amigos. Conocí a Bob cuando era un niño gordito, con los dientes botados, una cosa comiquísima, y ahora es un senador muy importante. ¡Qué interesantes son las vueltas que da la vida! Ya después, en New York, mi amigo era Iván. Luego hice muchos otros, pero los de New Jersey los mantuve siempre. Nos íbamos a bailar juntos los fines de semana en New York, con Iván y todos ellos. 


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Con Iván Acosta en New Orleans, 2017.


Cuénteme de la Word’s Fair en Montreal, a la que fue con Iván Acosta.

En 1967 fuimos a la exposición World’s Fair de Montreal; Cuba tenía un pabellón. Fuimos Iván Acosta, un boliviano y yo. Llevamos papeles en contra del Gobierno y empezamos a dárselos a la gente antes de que empezara la exposición. Ya nos tenían fichados. Entonces nos dimos cuenta de que, debajo del pabellón, había cuatro o cinco soldados cubanos con metralletas porque parece que tenían miedo de que pusieran una bomba en el pabellón. Y le digo a Iván, debemos tener cuidado porque esta gente nos puede dar una paliza o desaparecernos aquí. 

El boliviano estaba ajeno a todo, él no era parte de nada eso; pero estaba en el medio con nosotros. Para entrar al pabellón de Checoslovaquia había como tres cuadras de cola. Era probablemente el más bonito de todos porque tenía una presentación fantástica. Nos fuimos por la parte de atrás y le dijimos a una muchacha que nosotros éramos del pabellón cubano y que no teníamos tiempo, que estábamos en el break, y nos entraron. Lo pasamos de lo más bien, con un poquito de miedo, pero nos divertimos cantidad.  

¿La experiencia de Escuela de Artes Visuales de New York en esos años? 

Probablemente en aquel momento era la mejor escuela de arte de Estados Unidos. Todos los maestros míos eran judíos, muy buenos; pero no eran maestros de academia, tenían la experiencia de ellos como artistas. Todos se hicieron famosos: Leon Golub, Dore Ashton, Mel Bochner, Robert Mangold. Estudié cuatro años con ellos. Aprendí de todo: pintura, gráfica, escultura. 

En el año 68 gané el segundo premio en escultura y me dieron una beca. El problema fue que yo tomé todo eso muy serio. No perdí tiempo; muchos de ellos perdían tiempo, se metieron en la droga, que en esos años fue tremendo. Y los maestros veían eso, veían lo que todos estábamos haciendo y que yo era dedicado. Además del premio me dieron una partial scholarship, que me costaba menos, porque la escuela era cara. Apenas me alcanzaba para mantenerme con lo que ganaba trabajando. Luego, muchos amigos siguieron estudiando para coger el máster; pero yo era más viejo, tenía 24 años y los otros tenían 19 o 20 años. Suerte que había otro americano que tenía 32; si no, yo hubiera sido el abuelito de la clase. En el 69, cuando me gradué, todavía no daba un Degree, comenzaron a darlo en el 70; entonces me dieron un certificado deFine Arts.

¿Cómo era la escultura?

La escultura era crear un marco. Hice como 36 marquitos de 1 a 3 pulgadas, todos cuadrados. Con ellos creé un cuadrado como de 8 pies2, sentando todos esos cuadritos. El primer premio se lo dieron a un alumno judío que hizo algo muy interesante con madera en una escalera. 

Y cuando se graduó ¿qué hizo?

Después de graduarme en el 69, me casé y nos fuimos a Europa casi un mes, visitamos todos los museos importantes en Europa. Las pinturas negras de Goya hicieron un gran impacto en mí. Yo estaba trabajando con un abstracto geométrico, influido por lo que pasaba más o menos en New York en aquel entonces, cuando empezaba el minimalismo. Hacía básicamente muchas cosas geométricas; pero cuando vi la pintura de Goya y lo que pudo hacer con un contenido tan fuerte y una estética increíble, me hizo pensar en qué clase de arte yo quería hacer, lo que yo quería decir con mi arte. Ahí cambié radicalmente. La primera serie que hice cuando regresé fue de choques automovilísticos, por dos años, 1969-1970. 

¿Por qué choques automovilísticos? 

Los viejos míos llegaron en el 66, en febrero, y en el verano decidimos ir a los lagos y a la Montaña del Oso (Bear Mountain), en New York, con otra familia cubana a la que fuimos a recoger. Esperando la luz roja en la calle 140 y Broadway, llegó un carro que nos lanzó por lo menos 20 o 25 pies hacia delante. Yo tenía un carro grandísimo, un Impala del 59, que era precioso. Un melón grandísimo que habíamos comprado, que estaba en la parte de atrás del carro, explotó. ¡Imagina el golpe que me dio! Menos mal que no pasó nada grave. Después, tuve que vender el carro por la tercera parte de lo que lo había comprado. Con ese dinero fue que pude ir a la escuela de artes visuales el primer año. Creo que el primer semestre me costó como 850, no me acuerdo muy bien. 

¿Qué series vinieron después?

Después, como por seis años, estuve desarrollando diferentes series. Me moví de una a otra, buscando mi idiosincrasia, voz, visión, para tener una obra que fuera lo más original posible. Claro, siempre poseemos influencias de otros artistas, pero no copias, que no se deriven completamente.

En ese momento vivía con mi esposa en Queens, Astoria, y después nos compramos una casa en Staten Island. Ahí fue cuando empecé la serie de los subways

¿Cómo lo aceptó una galería?

A los 32 años, cuando ya llevaba como 6 o 7 años trabajando por mí mismo, decidí empezar a buscar galería. Hasta ese momento exhibía en centros culturales como, por ejemplo, el Museo del Barrio, el Instituto Puertorriqueño y varias exposiciones de grupos. 

Lo primero que hice fue una lista de galerías de New York, encabezada por la de Allan Frumkin. Sin hacer cita, me aparecí en medio de la galería con un tubo, con dos pinturas enrolladas, que eran un díptico. Allan estaba en su oficina y me vio en el medio de la galería con ese tubo grandísimo. Vino corriendo, con los ojos desorbitados, y me preguntó: “What are you doing here?”. Yo, haciéndome el bobo: “Well, I am an artist. I would like to show you my work”. “We don’t do that. You have to make an appointmentWe look slides”.

Él miraba diapositivas una vez a la semana. Ninguna galería hacía eso; había colas de artistas para mostrar sus obras. Si le gustaban, entonces visitaba el estudio del artista. “Oh, I am sorry. I didn’t know the procedures to do that. I am sorry! Pero ahora estoy aquí en la galería, con estas dos obras que me gustaría mostrárselas si usted quiere. Me miró de arriba a abajo y me dijo: “Ok, ya que estás aquí, let me see what you have”, como para largarme ya de la galería. Me llevó al cuarto adyacente de su oficina y me dijo que las desenrollara ahí en el piso. Arreglé las dos pinturas en el piso, que eran grandísimas, y lo llamé. Los cuadros eran del principio de la serie Subway; yo estaba usando un estilo grafiti, con algo expresionista y cartoonist a la misma vez. Los miró y me preguntó mi nombre. Yo me dije: “¡Coño, lo enganché!, porque si no me hubiera sacado de su galería sin preguntarme nombre ni nada”. Me preguntó dónde vivía. Le dije que en Staten Island. “Me gustaría visitarte la semana que viene, ¿está bien?”. Y yo, ¡por supuesto! Salí de ahí mandado, de lo más alegre. Él se apareció la semana siguiente. Yo tenía una serie bastante avanzada ya y le encantó la obra. 

Eso fue en noviembre del 74 y, en mayo del 75, me dio una exposición con un escultor. Mi hijo tenía un mes y medio de nacido. La exposición estuvo por un mes y no se vendió nada. Era una obra extremadamente fuerte, de una violencia tremenda: gente comiéndose unos a los otros, un canibalismo total. El escultor, que tenía como 10 o 12 esculturas pequeñas, las vendió todas. Yo no vendí ni una. Parece que, por pena, Allan me compró una de las obras.

Yo seguí desarrollando mi obra, moviéndome y tratando de mejorarme dentro de la estética y las ideas. 

¿Cómo fue la experiencia de trabajar para Allan Frumkin?

Allan me hizo oficialmente parte de la galería donde todos los artistas eran famosos en el 79 o el 80. El escultor siguió repitiendo lo mismo que estaba haciendo y no lo dejó oficialmente en la galería, le dio otra exposición más y ahí terminó. Sin embargo, yo seguí. Pero ese era Allan Frumkin, que entendía de arte y sabía cómo los artistas podían desarrollarse para superarse o seguir plantado en lo mismo que estaban haciendo para vender la obra. Mira qué interesante eso. Eso habla muy bien de él. Hoy en día muchos de los galeristas quieren vender la obra y al final no les interesa mucho la estética. 

Allan tenía una visión muy clara de lo que quería en sus artistas. Y los artistas de él tenían una visión fuerte. El artista suyo más famoso era Philip Pearlstein, que trabajaba con modelos. Él tenía los artistas de California, los del Funk Art y los neoyorquinos, que eran básicamente los mejores realistas del país. Él los representaba. 

¿Era el único que no era americano?

Sí, yo era el único latino y creo que fui, si no el primero, uno de los primeros en romper las barreras que había en la calle 57. En aquel entonces las mejores galerías estaban todas en la calle 57. Yo fui probablemente el primer latinoamericano residente en Estados Unidos en exhibir en una galería importante en la calle 57. Porque Malborough, por ejemplo, exhibía a los mexicanos; pero ya eran maestros conocidos y vivían en México, como Tamayo; y a uno o dos chilenos, creo que uno de apellido Bravo, muy realista, con una obra muy interesante. Pero ellos vivían en sus países. Inclusive, después, muchos amigos míos trataron, pero no pudieron. Yo les presenté a Allan a varios de ellos y no le interesaron las obras, por las razones que fueran. Creo que yo fui un pionero desde ese punto de vista. Rompí con eso; me aparecí ahí y funcionó. Ahora, si tú haces eso pensando que otro lo hizo, no funciona. Las cosas de esta vida son así, como si todo estuviera escrito. 

¿La serie del sida?

Esa es otra de las series importantes que hice. Fui uno de los pocos pintores que trató el tema porque, esencialmente, se documentaba a la gente enferma en los hospitales con fotografías. Pero yo hice pinturas, todo imaginado siempre. Sin ser gay, ni drogadicto, que eran fundamentalmente los que estaban muriendo. Perdí muchos amigos en New York y en Miami, Carlos Alfonso, Carlos González. En ese momento pensé en Goya también. “Yo tengo que hacer algo porque cantidad de gente está muriendo”. Entonces, la primera pintura que hice se llamó “La plaga”. 

Es una pintura grande. La cuarta parte de la composición es un reloj bien grande y hay cantidad de figuras, sentadas todas esperando la muerte. Yo me pinté a mí mismo también, con un símbolo de esperanza que era un teddy bear, que fue lo más realista posible que pude pintar, para que saltara de la composición y compitiera con el reloj que era tan grande. Creo que lo logré. 

La obra es bien expresionista, con un impasto de pinturas. Todavía la tengo, varios coleccionistas han querido comprarla; pero yo no he querido venderla porque quiero que esa obra vaya a un museo, es una obra importante de la serie del sida. Estuve tres años pintando sobre eso, de 1987 a 1990. Además, intercalaba otras cosas: Latinoamérica, los refugiados y otros temas. 


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‘The Plague’ (1987).


¿Se expuso en ese momento?

El museo de Queens fue el primer museo que me dio la oportunidad y de ahí viajó a cuatro o cinco museos a través del país. 

La exposición llegó a la Florida y tuve que dar una charla a los estudiantes en una universidad. Cuando mostré la obra, un estudiante me dijo: “Yo no sé por qué usted está haciendo esta obra, porque ni es gay ni drogadicto, ni tiene sida”. Entonces le expliqué que era una cuestión humana, de conciencia. Le cité el caso de Picasso, sin querer compararme con él porque es uno de los grandes maestros de la pintura, que no había estado en Guernica cuando los alemanes mataron a muchos vascos; él no era vasco ni vivía en España en aquel momento. Sin embargo, es una de las pinturas más importantes del siglo XX. La gente comenzó a aplaudir y el muchacho se quedó con la boca abierta. Luego mencioné a muchos amigos que había perdido; muchos de ellos, muy buenos artistas. 

¿Libertades que le permite el lenguaje figurativo?

Es más expresivo. Yo no soy de esos artistas que sufren para pintar, a mí me sale fácil en comparación con otros amigos artistas que conozco. No quiere decir que sea mejor, ni superior. Mira el ejemplo de Van Gogh, para él era muy difícil pintar y dibujar porque no tenía la facilidad de otros artistas de ese período, como Degas, que era más fluido. Sin embargo, ¡qué interesante lo que logró! Para mí, fue el pionero del expresionismo. Era un tipo loco, esa es la pura verdad. 

¿Solo sigue la intuición?

La obra mía es totalmente intuitiva. Yo no hago dibujos preparatorios, yo miro la tela en blanco y pienso más o menos qué voy a tocar. Últimamente todas son abstracciones y no pienso en nada; empiezo en un lugar en la tela, a veces en el centro, en un borde, en la esquina, y a ver qué sucede. Es un proceso en que me suelto y no quiero pensar en nada, porque mientras más tú sabes de arte, más limitado estás. Descubrí eso a través de los años y me da una liberación total. Para mí el arte es libertad y, si no tienes esa libertad, el arte sufre. Por eso no hago nada preparativo, porque es una limitación total. 


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Detrás del Studio SoHo, NYC (1987).


¿La función del autorretrato?  

El autorretrato lo vengo haciendo desde el comienzo, no como cuestión narcisista. Para mí es usado como agresor o víctima. Me pongo en el medio de toda la violencia que trato en mi obra, injusticias, crueldades, soy víctima o agresor. Lo uso como un vehículo para llevar a cabo diferentes condiciones del ser humano. Y es muy fácil pintarme, la nariz aguileña grande, los ojos grandes y el pelo rizo. ¡Ya, ahí lo tengo! 

¿“Swimming to Havana Tub-Wall” (2016)?

Todo el cubano, en la mente, quiere regresar a Cuba; pero no podemos. Con el pensamiento nadamos a Cuba; pero la figura que nada está encerrada. No hay una escapatoria, una ventanita, una puertecita. Es todo mental, queremos y no podemos. Pongo al nadador que soy yo en esa condición. Lo que estoy haciendo es lo opuesto, el cubano que quiere salir de Cuba y el que quiere regresar, pero no puede. 


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‘Swimming to Havana’ (2016).


El cubano que quiere salir de Cuba, los balseros… 

Tengo entendido que fui el primer artista en tocar ese tema en el exilio. Lo exploré mucho, por varios años. Primero, haciendo un autorretrato del hombre en el bote. El primero que hice fue una pintura grandísima que debe estar en alguna colección por ahí, se llama The Journey. La idea era ponerme en la condición de ser un balsero. Imagina lo horrible que debe ser estar en un bote, yendo para un lugar, a lo mejor no tienes ni brújula, ni suficiente comida ni agua. Ruedas de camiones empatadas para crear una pequeña balsa y eso abierto por abajo. Es un acto totalmente horroroso. Para hacerlo tienes que estar desesperado, pasándola muy mal en tu país para arriesgar tu vida, la vida de tu familia. De acuerdo con las estadísticas de los guardacostas, más o menos 3 de 5 cubanos mueren, casi siempre devorados por los tiburones. Trato de ponerme en esa condición mentalmente para poder hacer la obra y lo que hago es arañar la superficie, nada más un poquitico porque la realidad debe ser horrible. 


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‘The Journey’ (1986).


Además de crear conciencia, crear compasión…

Trato las cosas negativas del ser humano para mejorarlas; para mejorar el mundo y nuestra condición humana. Quiero crear conciencia y compasión a través de la figuración o la abstracción. No importa, para mí una de las dos cosas es tan importante como la otra. Ahora estoy haciendo abstracciones que son tan importantes como las figuraciones que hice. A veces las mezclo, puedo ponerlas juntas en una obra y es interesante también. Para mí, una obra de arte debe trascender a través del contenido; pero no solo del contenido, también de la estética. La obra tiene que ser bella, no importa el tema. Aprendí eso con Goya. Aunque sea una crucifixión, una ejecución, tiene que ser bella; si no, no trasciende, se convierte en un panfleto político. La obra de Goya trasciende por eso, por la belleza y el tema tan fuerte que tiene, que nos toca a todos. Eso yo lo he tratado de hacer siempre de forma inconsciente, pero ahora ya estoy más consciente de ello. 


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‘ARK’ (1994).


¿La perfección?

¿Qué es la perfección? No lo sabemos. ¿Cuál es la verdad? No lo sabemos. La verdad absoluta es la muerte, es lo que tenemos de absoluto, de ahí en fuera no hay más nada. Lo absoluto que tenemos nosotros los seres vivientes es la muerte, todo lo demás es especulación. ¿Perfección en relación con qué? Los seres humanos somos dogmáticos, creamos una serie de leyes sobre cómo hacer las cosas, en las artes también. Me acuerdo de que me decían que no debía usar el negro y fue lo primero que empecé a usar; no podía hacer una obra donde el peso estuviera en el mismo medio de la composición, fue lo que hice. La cuestión es romper con todas esas reglas que no significan nada, nada en absoluto. El arte es una visiónindividual de cada persona, cómo tú percibes el mundo. Si tienes la facilidad de poder crear algo así fantástico, pero todos somos diferentes, percibimos la realidad de forma diferente. El artista debe romper con todo esto, pero de una forma consciente, entendiendo qué es lo que está haciendo. 

Los impresionistas mismos empezaron a pintar afuera, en la realidad. La Academia era muy diferente, no le gustaban las obras de los impresionistas. Sin embargo, se hicieron todos famosos. Y de esos que estaban en la Academia no conocemos los nombres, aunque eran grandes pintores, artistas increíbles que seguían las reglas de aquel entonces. Los impresionistas rompieron con eso. El mismo Van Gogh, mira las discusiones que tenía con Gauguin. A Gauguin le gustaba la pintura flat, lisa, que no fuera expresionista y Van Gogh era puro impasto, echaba los tubos ahí casi completos en una obra. 

¿Ha cambiado alguna obra después de haber sido exhibida o estar en catálogo porque no le convence?

Si no me gusta la composición o la expresión, y todavía estoy en posesión de la obra, la cambio. Eso me ha pasado con algunas. He mandado trabajos a exposiciones y los he recibido de vuelta, pero no me importa que ya hayan sido fotografiados o estén en un catálogo. Si está conmigo, es mía. Si ya no es posesión de uno, no puedes hacer nada; pero si cae en tus manos, ¿por qué no? He leído sobre esto y lo han hecho muchos artistas. Es muy interesante el tema. 

¿La enseñanza? 

La primera vez que enseñé fue en la UC Davis (University of California). Uno de los artistas en la galería de Allan, Robert Arneson, vio mi obra y le encantó. No nos conocíamos; solo las obras. Le preguntó a Allan si yo estaría interesado en ir a enseñar allá. Le dije que a Allan que nunca había pensado en eso porque no tenía las calificaciones para hacerlo, pero me dijo qu yo sí era artista y que, si me interesaba, Robert me llevaba para allá. Cuando eso yo todavía trabajaba en la biblioteca de la NYU. Fui por un semestre. Me pidieron quedarme un semestre más y lo hice. Luego, en el 83, me fui a enseñar a la UC Berkeley, en California, que es una de las mejores universidades del país. En el 84 enseñé en Cooper Union, la escuela de arte y arquitectura en la NYC. Ahí fue donde vi por primera vez a Gerardo Mosquera con Dore Ashton; ella estaba enseñando ahí y de Gerardo solo había visto fotos. Les pasé por el lado y saludé a Dore, pero no nos conocimos en ese momento, sino en la primera Bienal de Cuenca, Ecuador. He dado conferencias de mi obra por lo menos en 50 o 60 universidades y museos en este país. Ya después dejé de hacerlo porque me cansé de esas cosas. 

¿New Orleans?

Yo creo que la transición perfecta del cubano hubiera sido New Orleans y no Miami, por la música, cierto tipo de arquitectura muy caribeña, la comida. Hay muchas cosas semejantes con Cuba. Había una conexión increíble, muy grande, entre Cuba y Luisiana por la industria azucarera. En el 82 fui invitado por otro artista de la galería Frumkin, a la Luisiana State University. Me mandaron una carta de invitación y la ignoré por tres semanas. Luego me acordé y pensé que sería interesante ir; llamé por teléfono y pregunté si había tiempo todavía. En Luisiana conocí a mi mujer, Sharon: ella era estudiante graduada y tomó un curso mío. Me casé a los tres meses y la llevé para New York cuando terminó el curso. Cuando ella salió en estado decidimos que Dylan se criara en Luisiana. Después que nació en Brooklyn, regresamos a New Orleans. 


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Línea de juguetes al frente al estudio. Exposición en su galería en New Orleans (2018-2019).


¿Y Miami?

Nunca he vivido en Miami. El que me daba lecciones de piloto en Cuba, que era sargento mayor, es barbero en Miami, se llama Luis y tiene su barbería a media cuadra del Versailles. Cuando voy a Miami, lo voy a visitar y siempre tiene un grupo de siete u ocho viejos cubanos ahí. Él cortando pelos y ellos todo el tiempo hablando de Cuba. La última vez que lo visité estaba en la barbería y tuve que ir al baño. Le pregunté dónde quedaba y me explicó que tenía que bajar, como en un pequeño pasillito. Cuando estaba en aquel baño solitario, en ese pasillito, de pronto sentí una cantadera, de trastienda: “al combate corred bayameses…”. Había por lo menos doscientos cubanos cantando el Himno. Era un grupo de cubiches que tienen un club político y se reúnen. Era una cosa surrealista, como un sueño. Ese es Miami. 

 ¿La familia?

Mi esposa Sharon es artista. Mi hijo mayor, del primer matrimonio, se llama Emile y vive en New York; tiene una niña de 7 años y un varoncito de 3. Dylan tiene un varoncito que va a cumplir 3. Siempre estoy loco por ver a los nietos. 


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Luis Cruz Azaceta con su esposa Sharon, en Baton Rouge (1982).


¿Ha tenido oportunidad de ir a Cuba?

Una vez, en una exposición grande que yo tenía en New York, en el 89, la misión cubana se me acercó. El embajador, un cubanito bien parecido, bien trajeado, con dos guardaespaldas, que eran dos morenos como de siete pies, fumando los tabacos más grandes que yo he visto en mi vida. Pero lo más cómico de esto fue que cuando él se me acercó, yo estaba pegado a una pintura que se llama Latin American Victims of Dictators. Es un autorretrato mío arriba de unas púas de madera, con los ojos vendados. En otras palabras, estoy torturado totalmente. Los guardaespaldas miraban la pintura, pero el cubanito creo que no se dio cuenta de esa pintura porque estaba hablando conmigo, quería convencerme. 


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Luis Cruz Azaceta con sus hijos Emili y Dylan. 


Me dijo que les interesaba darme una exposición en Cuba, que me iban a presentar para que conociera a… Y no me dijo el nombre, se acercó así, como mostrándome una barba. Yo le dije que para mí era un gran honor y privilegio exhibir en Cuba, pero que en ese momento tenía muchos proyectos y exposiciones, y no podía, que ya veríamos en un futuro. No les tiré la puerta en la cara porque no me gusta hacer eso y hay que dejar las puertas siempre abiertas. Me porté como un caballero. Entonces me dio la mano y me pidió mi tarjeta. Me dijo que regresaba a Cuba el viernes y que lo llamara si cambiaba de idea para empezar a organizarlo. Los dos guardaespaldas miraban la pintura como diciendo: “cómo quiere llevar a Cuba a este señor, con las cosas que pinta”. Era una cosa comiquísima. Yo después me di cuenta, pensando en todo eso, y me quedé paralizado porque, de pronto, que se te acerquen esos tres hombres y te rodeen, parado delante de ese autorretrato… 

Otra vez, en el año 2000, a través del museo de New Orleans, el curador sabía que yo era cubano y me dijo: “Luis hay una oportunidad ahora para que vayas a Cuba. Yo sé que tú tienes un poco de miedo ir allá porque saben quién tú eres, las cosas que tú has pintado en contra del Gobierno, pero somos 25 miembros los que vamos a ir y de esta forma pasarías totalmente inadvertido”. Me embulló y le dije que sí. Pensé que era una buena oportunidad para ir con un grupo de americanos. Pero nunca recibí la visa de Cuba. Todos los miembros fueron para Cuba y la pasaron de lo más bien, pero yo no pude ir. No sé si los debo culpar o si es que tomaba tiempo que otorgaran la visa. Pero a los otros se las dieron inmediatamente, menos a mí. Yo pienso que lo hicieron a propósito, pero no sé. 


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‘Latin American Victims of Dictators’ (1987).


Imagino entonces que siempre es muy bueno conocer a artistas que viven en Cuba.

Cada vez que conozco a artistas cubanos para mí es una lección. Cuando hablo con artistas cubanos que estuvieron en Cuba y vinieron a lo mejor en los 90, o después, o que todavía viven allá, aprendo muchísimo, porque yo no sé lo que está pasando en Cuba y me hablan de muchas cosas increíbles. Me pasó con Bedia, Gustavo Acosta, Carlos Estévez, Jorge Luis Marrero Carbajal. 

Como dije antes, a Mosquera lo conocí en la I Bienal de Cuenca. Fuimos ocho latinoamericanos que vivíamos en New York para representar a Estados Unidos en el pabellón americano. Él había traído artistas cubanos, entre ellos uno que es un buen amigo mío ahora, Gustavo Acosta. En aquel momento él todavía vivía en Cuba. 

¿Le gustaría regresar?

Creo que todos queremos regresar algún día. Para mí sería fantástico a mi edad. Poder caminar por el barrio mío, por la cuadra. Me imagino que todo ha cambiado totalmente, son sesenta y dos años que llevo ya en el exilio. Sería grandioso poder regresar, aunque no viva allá; pero por lo menos pisar la tierra cubana y besarla, porque yo me siento muy cubano. Soy ciudadano americano desde el 67, pero cuando tú naces en un país, ese es el país tuyo. Puedes hacerte ciudadano de otros países, adoptar la cultura del país, pero la idiosincrasia de uno es de donde uno nace. Además de que yo me crie y desarrollé en Cuba, no vine muy pequeñito tampoco. Si tienes 7 u 8 años, ya es una diferencia muy grande; pero a los 18 años ya tienes valores totalmente cubanos, es la pura verdad. 



‘El emigrante’ (1986).


¿’Rafter Carrying His Country’ (1993)?

La isla de Cuba la llevamos siempre a cuestas, como el bacalao. Donde quiera que vayamos, donde quiera que estemos, llevas tu país contigo. Eso es lo que represento en muchas de las obras mías, llevándola en las manos, en el cuello, arrastrándola. También una casita, que representa tu hogar, tu país, un símbolo hasta cierto punto. 


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‘Rafter Carrying His Country’ (1993).




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Brenda Cabrera: “Siento curiosidad por lo sexual”

Katherine Perzant

Mis “peces” son ‘Monstruos’, los he nombrado así, y de igual forma se llama la especie. En ocasiones estos seres dominan a las mujeres y viceversa. Tienen forma fálica o pueden ser híbridos”.