Tras la lectura de El acto gratuito, publicado este año por la Editorial Casa Vacía, surgió la posibilidad de una conversación con su autor. Armand aceptó con generosidad responder algunas preguntas surgidas tanto de esa lectura como de la admiración por quien ha sabido establecerse como una de las voces más importantes de la literatura cubana.
Si bien ese apellido arriba usado para calificar a un cuerpo literario, ese “cubana”, debería ser sometido a crítica y sobre todo a burla —sabido es que le queda demasiado chico—, lo cierto es que Armand ha reafirmado siempre esa pertenencia y su implicación en una genealogía de la que es del todo imposible expulsarlo.
Pero Armand es pez volador, escritor híbrido, y su Cuba, la de este relato y la de muchas otras páginas suyas, es una desbordada, in-continente y a la vez de vasos comunicantes, y aparece conectada a otras geografías por los reflejos múltiples de una misma realidad. Cosmovisión caribeña que se nos muestra en El acto gratuito para establecer también sus propios nexos con la Historia, esa que, para decirlo con Steiner, da para pensar que se ha portado demasiadas veces como una estúpida.
De un ciudadano “real” llamado Orlando García apenas si hay fotos, su hoja de ruta parecía perderse. ¿Existió ese hombre que es amigo, jefe de seguridad, pistolero? ¿Cuál de todos ellos es el que adquiere carta de ciudadanía en este relato?
Cada uno. Todos. Orlando García era íntegro. También: integrado. Ni su presente renegaba del pasado ni el jefe de seguridad renegaba del amigo ni el amigo del pistolero. De lealtad absoluta a Carlos Andrés Pérez, agradecía haberlo conocido y así evitado el peligro de verse reducido a gánster, a gatillo alegre. Ese contacto, luego amistad, servicio, obligación, hasta sacrificio, permitieron que encauzara la vocación de hombre de acción a causas políticas.
Arriesgó la vida muchas veces, colaborando con fuerzas democráticas, sobre todo en Costa Rica y Venezuela. Insinuaba, más guasón que guapetón, que su destino estaba signado por el ADN. Eso me permitió corregirle la sigla, aclarándole que más bien estaba signado por AD, es decir Acción Democrática, el partido fundado por Rómulo Betancourt.
Acerca del posible determinismo genético: entre burlas y veras me dijo que era familia de Manuel García. ¿Acaso habría parentesco de consanguinidad con el famoso bandolero del siglo xix conocido como el Rey de los campos de Cuba? “Se non è vero —hubiera dicho Giordano Bruno—, è molto ben trovato”. Me permito hacer apuestas retrospectivas a partir de una anécdota: Manuel García ofreció fondos, muy necesitados, para la causa independentista; Martí vetó la oferta. No creo que hubiera vetado a Orlando García.
¿Cómo fue constituyéndose en la ficción la biografía de un antihéroe al que no le interesaba trascender ese plexo de silencio, su anonimato mismo, pero que también es consciente de que juega con su propia destrucción?
La discreción era clave en el oficio de Orlando García. No obstante, héroe y/o antihéroe, se fue convirtiendo en una figura legendaria. No le interesaba el dinero, sí el poder, lo cual exigía merecer el respeto de sus amigos y sobre todo de sus enemigos.
No posaba para cuadros renacentistas: no tenía punto de fuga, aunque su vida estaba en el punto de mira de muchos. Y él lo sabía, por supuesto. Vivía encarando los múltiples decretos de muerte que lo amenazaban. Por lo tanto, sí, era consciente de que jugaba con su propia destrucción. Omisiones, exageraciones, el anonimato, el plexo de silencio que él mismo se aplicaba, pues no solía hablar de sus acciones, lo han llevado de la realidad a la ficción. Gajes del oficio, diría él.
Quizá valga la pena sugerir un paralelismo. La Cuba secreta de María Zambrano volcó una luz sobre el grupo Orígenes. Se pudo haber escrito entonces otra Cuba secreta no menos oportuna sobre los grupos violentos de aquellos años: la Unión Insurreccional Revolucionaria, Acción Revolucionaria, Guiteras y el Movimiento Socialista, embrión de los Tigres de Masferrer. Enrique (Enriquito) Velasco me ofreció la oportunidad de hacer algo en este sentido, dándome acceso a los archivos de su antiguo jefe en la policía secreta de Cuba, su amigo Erundino Vilela. No me resultó tentadora esa posibilidad.
El personaje de García nos trae de vuelta un imaginario muy común a la práctica política y cierto territorio ficcional de hace décadas: los caudillos, los dictadores, que siempre se sirven de muchos García. ¿Estabas consciente de que, al poner el foco en un García, también hacías que retornara a la ficción la tortuosa realidad americana de esos generales o comandantes mesiánicos?
Reflejar la tortuosa realidad americana implica asumir riesgos. Por ejemplo, que asome la abundante ficción sobre tantos mesías que hemos padecido y seguimos padeciendo, retratados como esperpento desde hace casi un siglo por Valle-Inclán en Tirano Banderas: la flora y fauna de diestros siniestros, unos paródicos o caricaturescos; intercambiables otros, como el caso nicaragüense, con Daniel Ortega de Tacho o Tachito de la izquierda.
Al referir ciertas acciones concretas y quizá poco conocidas contra Trujillo, mi intención fue notarial. Dudo hasta de mis dudas, nunca de mi incapacidad para la ficción. De ahí que en esas páginas pasara de cero a xerox, limitándome a calcar la realidad. Puedo asegurar que ningún dictador se pudo servir de Orlando García. Todo lo contrario.
Hay en esta narración varios nombres que parecen abandonados por los dioses: Vilela, Eduardo y Fernando Ortega, Cubelas, Raúl Chibás… Otros aparecen en distintas narraciones incluidas en El ocho cubano. Funcionan como ecos dentro de una galería oscura y de fantasmas que contribuyeron a dar forma al paisaje cubano del pasado siglo. Los ignorados, olvidados de cierta tierra histórica, exiliados. ¿Concuerdas con mi apreciación de que de tu narración se desprende entonces una ética del contar, una atribución de otorgarnos memoria de esa galería? No estoy seguro de que, por el camino que vamos, un lector futuro sepa agradecer el gesto, todo sea dicho.
Haces un índice onomástico de ignorados, olvidados. Una galería oscura de fantasmas con que mi ética del contar pretende subir como telones los párpados de un lector futuro, acaso aquel mismo semejante, hermano, hipócrita lector a quien Baudelaire apelaba.
La observación me hace sentir muy vivo el tajo generacional que, sumado a muchos otros, separa a los cubanos. Habría que inventar correspondencias que rimen, no los cinco sentidos, sino los cinco mil sinsentidos de nuestro devenir, para que nuestras Flores del mal —o nuestras flores del mar, para decirlo en balsero— logren despertar el espejo donde puedan verse y acaso hasta identificarse nuevas generaciones, aquellas que aprendieron a leer y escribir con el abecedario de la F de Fidel, la F del Fusil de Fidel. Un vuelco al hasti/arte de la onomástica revolucionaria o prerrevolucionaria permitiría que los nombres no sean solo epitáficos.
En El ocho cubano dedico unas páginas a Pedro Perich, un guantanamero veterano de la Guerra del 95, a quien conocí en Nueva York cuando yo era una versión pobre del artista adolescente dibujado por Joyce. Don Pedro, para mí, fue una semilla de cubanía. Hice míos sus recuerdos, como hice míos los recuerdos de mi padre, pues sin ellos, sin puentes como Julián Orbón y el Lorenzo García Vega que fraguaba Los años de Orígenes —solo, casi arrinconado como leproso dentro y fuera de la isla a pique—, sin los libros del siglo xix cubano que entonces leía a mansalva, mi memoria criolla hubiera sido escasa, limitada a mi niñez y primera juventud, pues un primer exilio de nueve meses durante el batistato, cuando tenía doce años, y el segundo y definitivo, a mis catorce y medio, amenazaban con dejarme fuera del laberinto, que me ofrecía muchas salidas pero ninguna entrada.
Colofón: conservo como tesoro el botón de veterano de don Pedro, pues él pidió a Gloria, su viuda, y a Angelita, su hija, que me lo entregaran. El comandante Raúl Chibás es uno de los cubanos más dignos y valientes que he conocido. Y lo conocí muy bien. Fue como un segundo padre mío. O un segundo hermano muy mayor. Para mí estos nombres están vivos. Incluso las piedras donde se pierden como ruinas están vivas. Sin vacilaciones, pues, reconozco la ética de contar. Aunque el afán resulte inútil, soy cronista, historiador, hasta arqueólogo.
El acto gratuito traza el mapa de una Cuba opaca, oculta, pero capaz de expandirse, de invadir, de tomar posesión de ciertos lugares estratégicos y de ciertas narrativas, incluso a veces como despojos del castrismo mismo. Y también se pregunta uno si los acontecimientos están determinados por la geografía, como le gustaría recordar a Raúl Bopp. ¿Qué tendría esto que decirnos de la naturaleza misma del régimen cubano y de su supervivencia por seis décadas?
Desde fuera Martí sueña una isla venida a más; Lezama, en el laberinto, inventa un mundo venido a menos. Sueños y pesadillas de la pequeñez añorando otra dimensión.
Una frase nunca olvidada desde que tropecé con ella hace como medio siglo: “I am so angry with that infernal little Cuban republic that I would like to wipe its people off the face of the earth”. Desafortunada pero reveladora expresión de Teddy Roosevelt. Subrayo una palabra: little. Sumemos ahora, a la pequeñez, la condición geográfica. Para ello aprovecho otra frase, atribuida a Porfirio Díaz: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.
El resultado de los sumandos asoma en A Roosevelt, el poema de Darío escrito en la época de Roosevelt y Díaz. Siempre he visto un mapa en el poema. La silueta de las cuatro primeras estrofas, rematadas por un monosílabo aislado entre la cuarta y la quinta sugiere la costa atlántica de Estados Unidos con la pequeña vecina, la little republic, como tajante, rotundo No. Ese No, que representa a Cuba, es un homenaje de Darío a Martí. Las estrofas siguientes —compactas, robustas— corresponderían, en el mapa profundo, a lo que el Apóstol llamara Nuestra América:
¡Es con voz de la Biblia, o verso de Walt Whitman,
que habría que llegar hasta ti, Cazador!
¡Primitivo y moderno, sencillo y complicado,
con un algo de Washington y cuatro de Nemrod.
Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.
Eres soberbio y fuerte ejemplar de tu raza;
eres culto, eres hábil; te opones a Tolstoy.
Y domando caballos, o asesinando tigres,
eres un Alejandro-Nabucodonosor.
(Eres un profesor de energía,
como dicen los locos de hoy.)
Crees que la vida es incendio,
que el progreso es erupción;
en donde pones la bala
el porvenir pones.
No.
Útil, acerca de tu pregunta, el coloquio de Lezama con Juan Ramón Jiménez. También el Idearium español de Ganivet, en cuya obra y vida —y muerte— Cuba está tan presente. Según Ganivet la dimensión no resulta decisiva para fijar rumbos. “La grandeza de una nación no se mide por lo intenso de su población ni por lo extenso de su territorio, sino por la grandeza y permanencia de su acción en la historia”. De particular interés en el Idearium, las observaciones acerca del espíritu territorial para la definición del carácter de un país.
Habría que examinar además la tradición de exilio que nos ha marcado desde el siglo xix. Mapa sin territorio ese exilio, rasgo inherente a la little republic que suscita la vocación continental reflejada en La expresión americana de Lezama y —nefasto reverso— en la Revolución castrista, que tanto ha deseado trucar la tiranía como expresión americana.
En tu prosa hay un magma de lenguaje, como una tensión extremada, que la ubica en las antípodas (si fuéramos forzosamente binarios) de esa otra escritura laxa, tan común hoy, “producida” para ser leída instantáneamente y que parece haber terminado imponiéndose como modelo gracias a una exigencia de los tiempos virtuales que corren. ¿Es ese un resultado del lector Armand? ¿Cuál lector se es con 20 años y cuál sobrevive en la adultez?
“Un automóvil de carreras es más hermoso que la Venus de Samotracia”. Marinetti cifró el culto a la velocidad que ha caracterizado a la cultura occidental desde hace milenios, si nos remontamos, para el punto de partida, a los mitos. El cuerpo fue el primer automóvil, el primer avión, el primer cohete espacial.
Consumimos velocidad. Comprendo ese apetito en traducciones simultáneas, en carreras de 100 metros planos y en astronáutica, no en la escritura ni en la lectura. Leo y escribo a pulso, como si lo hiciera en Braille o para un diccionario donde se definieran ecos, sombras. La prosa, que suele comenzar en las espirales de alguna conversación con escalera, es prosa nostra cuando me baraja y me reparte al azar; si el azar llega a signo, y el signo a sino, entonces hay columela, hay poesía.
A los 20 me atrajo la vanguardia. Quizá porque, algo esquizoide en mí por bilingüe, me tentaba a salir del margen en el uso plural del lenguaje, enseñándome a sentir su extrañeza, inventando telescopios para ver el cielo de la boca; me indujo a palpar letra a letra las palabras, como si hubiera fronteras entre una y otra y yo fuera un forajido, un contrabandista; y tendió puentes entre esta cercanía de telaraña y lo remoto, alegando que no había fronteras entre ser y cero, y que con palabras podía encaramarme en una nube. Sobre todo, creo, porque la incitación al juego y la ruptura implicaba una tenaz intransigencia ética y estética y un cuestionamiento de normas sociales. Vuelvo a la dicha de la palabra dicha o escrita. A los 20 que a veces todavía tengo quiero sentir la caída del parasubidas de Altazor en el cielo de la boca y empuñar erizos al escribir. Punto y aparte: el lector Armand desde hace ya unos cuantos años es relector.
Me interesa mucho también detectar al Armand-personaje que es recurrente en estas narraciones. Hay un narrador vivencial que está marcado por los sucesos, pero que también, a su vez, marca a estos, les imprime la pátina de una memoria, una selección o una mirada dual, stevensoniana, acaso también signada por la simbología del pez volador, animal híbrido. ¿Cuál es ese trayecto entre la vivencia y la ficción? ¿Cómo sería la operación detrás de esa transición entre lo real y la trama? Me inquieta también saber cuál Armand es el que está más próximo a un hombre de acción y cuál más a la biblioteca.
Aprovecharé tu alusión al pez volador para enfocar, en él, con él, otras imágenes díscolas, di/vergentes, que me han servido de azogue: la refracción y el clinamen, por ejemplo.
El pez volador sale y entra al agua, huyendo de sombras profundas que lo persiguen. Al huir de su laberinto, al pasar al medio más ligero, imagino que desea, como Ícaro, acercarse al sol. No lo logra, por supuesto. Sin embargo, por un instante el instinto transmuta su energía vertical, cambia unas letras, unas aletas, convirtiéndolo en el pequeño sol que pronto cae de nuevo al medio más denso donde se refracta. Volando en agua y nadando en aire, su naturaleza esquizoide diverge hacia abajo o hacia arriba, atraviesa los signos como prismas, se descompone en colores, astilla su vidrio, multiplica sus rumbos.
En la escritura hay refracción cuando un estado de ánimo, una imagen o una intuición pasan como la luz de un medio a otro, o sea de la prosa a la poesía o viceversa. Esto si piensas, como yo, que salvo raras excepciones, sin prosa no hay poesía, que prosa y poesía son siamesas, siendo esta última una intensidad de la prosa.
En cuanto al clinamen, me permito reproducir unas líneas (casi) inéditas, que sirvieron de presentación para unos poemas agrupados bajo ese título:
“Los encuentros de la noche y el día, la luz y la sombra, la vida y la muerte, el espacio y el tiempo, han sido celebrados en la poesía desde sus raíces cantadas hasta las floraciones impresas. Los privilegios de la voz y la vista, en las alternancias de la articulación y el silencio, y del rasguño sobre arcilla húmeda o la tinta derramada sobre nieve, recogen esos instantes para soñar una fijeza ilusoria; y el pensamiento mismo se estremece al expresarse en versos para expresarlos. Ocupado por la luz, según el Poema de Parménides, el plano se profundiza como la seda de una telaraña tridimensional, pues la superficie es el lugar donde la luz tiene lugar; y en De la naturaleza de las cosas, Lucrecio ilustra su teoría atómica mediante un fenómeno que ha maravillado a muchos niños: el choque de minúsculas partículas de polvo en una columna de luz. El desvío de los átomos en el vacío explicaría, según los antiguos atomistas, el origen de la materia. Al cabo de infinitas y azarosas colisiones, la creciente fusión de las partículas crea cuerpos sólidos, líquidos y gaseosos que ocupan el espacio que generan. Entre las hipótesis despertadas por este clinamen o movimiento generador, una da un giro fecundo al materialismo determinista: atribuir una espontaneidad a lo invisible –y entonces indivisible– anticipa la remota escalonada causal que producirá el orden vegetativo y la inquietud animal; y determinará, en el hombre, la existencia de un horizonte moral, pues lo espontáneo implica vida y libertad. De ahí, la poesía del clinamen. Esas sorpresas del polvo en la luz quisieran repetirse en las columnas de palabras que son estos poemas”.
En algún ensayo recuperas al Casal que pide “existir en algún país remoto”. Imagino que el trazado de cualquier genealogía comienza ahí, en la dualidad Casal-Martí, transcurre por la obra de Lezama, a quien citas y mencionas con frecuencia, y concluiría con Lorenzo García Vega, un autor cuyos libros parecen haber sido escritos para colindar con los tuyos en cualquier biblioteca. Exilio y lenguaje, o el lenguaje como primer exilio. ¿Cómo explicar esa contigüidad? ¿Es el exilio la vía para eludir lo “primitivo” de las palabras de la tribu?
El exilio como parto, como partida, apuesta al dado redondo que va hacia la fijeza de la cifra, que va rodando hacia el cubo. Un consuelo pensarlo así, como si el destierro implicara la deseable posibilidad de cosmopolitismo. Soñando nieve en el trópico entrópico, aquel exilado interno que fue Julián del Casal vivió en la añoranza de lo remoto; vivió en ese país remoto que era y sigue siendo Cuba, tratando de desentrañar el sentido de lo propio en lo ajeno, del yo en el tú de otro cielo, otro monte, otra playa, otro horizonte, otro mar, otros pueblos, otras gentes de maneras diferentes de pensar. Somos, exilados, esa otredad añorada por Casal. Cumplimos su destino en el azar nuestro. Su ocaso sangrante es el si acaso nuestro. Su otredad es nuestra identidad. Su yo es otro, otros, muchos otros, somos nosotros, cada uno de nosotros.
Casal al revés, desde otro cielo, otro monte, otro mar, Martí sueña el terruño. Su vida fue un mar que va a dar a Dos Ríos, que es morir. Vida y muerte de salmón, la suya. Lorenzo sentía el ocaso de Casal. No como metáfora sino como cotidianidad. Solía recibirlo como el cuchillazo de las seis de la tarde. Cuando el bolsillo al fin se lo permitió, eso quería decir tragos. Durante mucho tiempo compartimos una amistad sin tapujos. El amigo que me acompañará siempre fue el de Los años de Orígenes.
Le debo un ensayo. Se lo debo a una pregunta suya dirigida a Marta, que estaba en el público cuando yo contestaba algunas preguntas tras haber leído poemas en el Museo cubano que entonces dirigía Carlos Luis. Molesto porque se me hablara acerca de política, que no de poesía, Lorenzo pidió permiso para sentarse a mi lado. Lamentó con fuerza que en Playa Albina todo tuviera que pasar por el tamiz político. Marta lo miraba ansiosa, prendido el tic nervioso que la hacía parpadear. Entonces, esto: ¿Acaso no puedo ser espontáneo sin hacer el ridículo?
Para poder ser espontáneo, Lorenzo asumió de lleno el ridículo. Caricatura de sí mismo, burlón, se dedicó a cautivar a los jóvenes. Y los cautivó. Y escribió a chorros. Y sin duda fue más feliz haciendo desparpajos con la neurosis que solía paralizarlo y que lo excluía del reconocimiento que merecía. Yo me alegré de su alegría. Pero lo prefería como había sido antes. Y se lo dije mientras caminábamos por el parque de Santa Rosa de Lima.
Este puente, gran puente mío hacia lo irrecuperable, lo dejado atrás, me reveló algo del Inferno de Paradiso. Sin embargo, como también se lo dije, la figura de aquel solitario que siempre fue Lezama no dejó de crecer. Cima y sima, infinito y cero, biblioteca que siente, que piensa, que habla, que escribe, Lezama es aullido de lobo, canto de sirena, voz en el desierto. Primitivo, adánico, barroco, desamparado, siempre será mucho para pocos, pero logrará que los pocos sean más.
© Imagen de portada: Roberto Mata.
Lila Zemborain: “Como poeta, no pertenezco a ningún lado”
Dainerys Machado Vento & Melanie Márquez Adams
“Escribo en Estados Unidos y escribo en español y entonces necesito, dependo de la traducción para que mi obra se conozca aquí. Pero tampoco soy una poeta norteamericana”.