“Cortar el límite con un límite todavía más sutil, de modo que el adentro y el
afuera confundan sus papeles”.
Plinio el Viejo.
I.
No me gustan las películas de vaqueros ni los autos negros que pasan como ráfagas: un mosaico de frío cielo azul, un grocery con ostras, marcas, latas, olores, colores de un gran vitral de Chagall que vi en el Museo de Arte Moderno de Chicago en 1985. El miedo a la variedad. Mi mano sobre la de Blein —¡tan pálido!— , y aquel poema que hicimos juntos, bilingüe.
Desperté de la pesadilla de los rascacielos cuando gritaron a coro: “¡La Yuma!”. Desperté en el cine Jigüe, que no existe ya.
Yo tenía un pedacito de lugar que parecía seguro, pero que no lo era. Sayas largas y chalequitos con flores, indios. Miedo del sexo libre por lo que aún no se sabía que era y se llamaría: Sida. Había traído cajas de jabones en la maleta, y pomos de caramelos que no eran dulces. Los preservativos tenían olores y colores también: lumínicos. Los sobres de las cartas perfumados me recordaban las pamelas de Path, la profesora; siempre a punto de caer de su cabeza aquellas flores amarillas sobre un tejido malva. Así, las flores que no nacían durante una engañosa primavera en su jardín, las llevaba encima. Luego, usaba en La Habana agua de violetas Suchel para recordarla: ya debe haber muerto.
Regaba la boronilla del pan con semillas sobre alfombras donde nacían mariposas blancas: era mi defensa contra tanto líquido limpiador.
“Desperté de la pesadilla de los rascacielos cuando gritaron a coro: ‘¡La Yuma!’. Desperté en el cine Jigüe, que no existe ya”.
A la hora del baño, siempre ella iba primero: intentar abrir las llaves o salir sin ver el agua por la imposibilidad de comprenderlas; después yo: embarajar lo limpio. Por un pequeño rectángulo de luz, fisgoneando, veía lo que pensaba que era, sin comprenderlo. Ella —la otra que entonces era— no cogió el vuelo a NY aquella vez. Tuvo miedo de olvidar el pequeño aro que entraba al rectángulo. La misma vacuna tuvo efectos secundarios, luego. Añoranza de una extensión que no tuviera fronteras, y de un país que conmemorara con fuegos artificiales su nacimiento.
II. Antígenos
Porque nos habían vacunado contra todo lo que se iluminara. Un cielo que se llena de flores magentas y de rectángulos es demasiada fiesta. Yuma, decían, proviene de una película, pero en la actualidad no viene solo del norte: se ha extendido como un mapa que da consuelo cuando no ves otra tierra alrededor. El niño me pregunta en la piscina del hotel Deauville: “Mamá, cómo puedo ser extranjero aquí”. Y me lo llevo corriendo. Cómo explicarle la diferencia entre hacerse pasar por lo que no es, o serlo. Eso en lo que se me ha ido la vida, en ser distinta.
Desde que fui, tuve miedo. Tanto a no poder volver de allí como a no poder ir más. En esta dicotomía han pasado los años. Se ha vuelto un sentimiento: la Yuma es eso, un sentimiento. Alargando o acortando los tiempos de una estancia que pienso es emotiva, entre lo funcional y lo que no lo es: lo desastroso, que aunque no esté físicamente aquí arrastro en la comparación. El miedo al “imperialismo” que me inculcó mi madre, entre un capitolio cerca y aquellos que vi en Washington, en Providence, refulgentes, cuando amarilleaban ya, entre las páginas de un almanaque en su cuarto de la costura al fondo.
III.
Mi hija vive hace años en Miami: el pantano, le decimos. Donde la fauna varía y se multiplica alrededor de los condominios. Hay lagartos atravesando calles, garzas que se posan sobre los carros, tan solas como yo, y cocodrilos. Hay que respetar cuando cruzan, esperar a que terminen de pasar con los hijos de los hijos que van detrás como una profecía. Cada uno trae a alguien más. Así que escribí sobre ellos —sobre leyes absurdas que dictan castigos por abandonar un sitio—, esa cadena detrás de los balcones que nunca abren sus puertas, pero que esperan su oportunidad (su inmunidad), por la que se sacrifican: otra cadena que se arrastra como una víbora entre los carros negros.
“Los preservativos tenían olores y colores también: lumínicos”.
También tuve que escribir sobre varios temas: el neobarroco, el mundo de los poetas rusos que más quiero, sobre la poesía cubana de los 90 para poder ver a mi hija, y tuve un privilegio que muchos padres no han tenido: ver a sus hijos otra vez, en el mundo real, no en el utópico. Me volví una conferencista a medias, y una crítica que no soy, pasando por casi todas las universidades de la costa este, y por algunas del sur. He visto sus bibliotecas, sus librerías, sus parques donde alguien baja un piano de un camión y toca para los paseantes a la intemperie, al mediodía.
He vivido algunos meses en un sótano de NY, y visitado las galerías con fotos de Diane Arbus —mujeres con estolas de piel que arrastran humo helado desde sus carteritas; seres con las miradas perdidas (como yo).
He conocido los sitios que habitaron escritores que tanto leí: la puerta donde vivió E. E. Cummings y donde, enfrente, se asomaba Djuna Barnes muy viejita ya, al alféizar de una ventana para oír sus gritos: “Nina, Nina…”.
Los mares que tuvo Elizabeth Bishop alrededor de Key West rodeados por una indefensa cerquita blanca; y la nieve que golpeo sin malograr el castillo de Denise Levertov (su “Salmo referido a un castillo” que tanto me gusta, elevándose invencible: todopoderoso) e intentar comprender cómo se defendieron en un país inmenso donde las granjas están desapareciendo, donde hay polémica sobre el tipo de fertilizante para los suelos, donde las heces de los cerdos se riegan en algunas ciudades como vertederos. Pero donde la gente puede dejarse la barba hasta los pies, prenderse de ella colillas, y quemarse.
“El niño me pregunta en la piscina del hotel Deauville: ‘Mamá, cómo puedo ser extranjero aquí’. Y me lo llevo corriendo. Cómo explicarle la diferencia entre hacerse pasar por lo que no es, o serlo. Eso en lo que se me ha ido la vida, en ser distinta”.
He visto lo bueno y lo malo de Netflix y los Ted. Un concierto de U2 en un estadio con cien mil personas, desde gradas donde pagábamos menos y donde el olor de la marihuana mareaba. Y sin querer, sin haberla probado nunca, la probaba. He probado así, la juventud de un país que hace que te sientas joven como él, aunque ya no lo seas. Y, caminando por las estelas de los aeropuertos, esa anchura latiendo en las pantallas que proyectan alrededor un concierto de Bruce Springsteen en un bar de Brooklyn, tratando de descifrar su truco —como él llama al misterio de la canción, del arte, y de la vida desde un pequeño pueblo del que nunca salimos—, cuando los árboles se vuelven de violeta a malva de repente, y todo puede cambiar en un instante y no ser ya más —como aquel mundo de Joan Didion—, la visión predestinada que teníamos sobre cualquier cosa, porque la velocidad compite únicamente con la velocidad, y se fuga de nosotros rajándonos la voz.
IV. El grito de Sandokan
Yuma parece el grito de un tigre que pretendemos domesticar. Aquel de Los tigres de la Malasia en el cine Duplex, que tampoco existe ya. Quién no gritó. Quién no pretendió cruzar el mar como Dios manda, por encima de las olas. Tal vez no esperaba quedarse tanto tiempo y volver cuando las cosas se arreglaran, pero las cosas no tuvieron arreglo. La distancia que nos separa es mínima en el espacio, enorme en la mente. El cielo de los cayos tiene el mismo color de aquel, las mismas uvas caletas en las orillas, las nubes bajitas, la sal. Nunca hubo tanta distancia mental durante cuarenta y cinco minutos de recorrido aparente en aviones del año 76 (Air Aruba) donde se entra por el fondillo, bajando la cabeza, y todavía hay ceniceros en los asientos que van cargados de tabacos, ron, y cervezas Bucanero.
El tiempo más largo y corto de mi vida lo he pasado durante esos vuelos, en casi todas las aerolíneas habidas y por haber. Para llegar, desde una escalerita a la intemperie bajo la lluvia o el sol de La Habana, recalcitrantes, al gusano climatizado con trenes volátiles del aeropuerto de Miami. He tenido ese privilegio por ser nacida el 4 de julio, creo. He intentado comprender ese túnel por donde uno pasa sin saber si regresará. A sabiendas de que cuando vuelvas de allí, ya no será lo mismo.
V.
Las clientas de mi madre volaban los fines de semana a Miami y compraban allí las telas de los vestidos que les entallaba en Ánimas. Tal vez, hice lo mismo: traer ese tejido para remendar, durante el corto trayecto, lo que siempre me falta para completar algo. Como el retrato que abuela hizo de mi tío muerto con la cabeza del abuelo y el cuerpo de otro hermano: un híbrido. Llevo años en ese agotamiento que crea un picotillo, pidiéndole a un pasado que se convierta en un presente para intentar un futuro: estudié en la escuela “Forjadores del futuro”, y ¡mira el futuro que me dieron!
La idea de que el norte es aquí, y de que el futuro es también aquí, varía cuando estás. Entonces te falta el tiempo que vendrá, cuando el salitre del pasado te carcome por dentro. Mirando desde ese otro tragaluz —del retrovisor— sabes que tu miedo a la libertad, como alguien dijo ya, te impide lo que solo el truco del poema te permite: la relatividad. Por eso, solo los escritores son en sí mismos esto y aquello. No necesitan asidero. Arman cabezas y cuerpos perdidos para adentrar el afuera. Y esos fantasmas andan “sueltos y sin vacunar”, como diría mi madre. Los tocas, los palpas, cuando lo oclusivo que trae una mordaza llena de prejuicios se rompe. El miedo al presente se disipa. Las bahías empiezan a limpiar sus aguas, que se tornan claritas. Y Philip Roth, Mark Davidson, Don Delillo, Robert Creeley, y tantos otros, te acompañan, porque se ha estirado el paño que mi madre cortaba.
“Mi hija vive hace años en Miami: el pantano, le decimos. Donde la fauna varía y se multiplica alrededor de los condominios. Hay lagartos atravesando calles, garzas que se posan sobre los carros, tan solas como yo”.
La distancia es solo una lengua que se va extendiendo más allá de una pobre y maldita referencia que nos dieron y teníamos en anticipo, del otro lado del mar. Yuma podría ser, la juntura que cada cual querría recomponer a su manera (la falsa piel de zapa) para traspasar el deseo y evitar su entropía, desde la frontera de la lengua. Esa ruta que resumiría en las palabras de Nadiedzna Mandelstam: “una esperanza contra toda esperanza”; que completaría con otras de Giorgio Agamben: asombro de que la esperanza permanezca intacta, aunque se sabe con certeza que no será atendida, que solo lo que no puede atenderse es real.
VI.
De pronto, estaba sentada en el mismo escalón de la biblioteca de NY donde dos poetas se encontraban para intercambiar sus dibujos de animales y sus poemas. Estaba metida allí, con ellas, en aquel gran zoo, a pesar de tantas diferencias, tantos contrastes, hacíamos lo mismo: unos animales dibujados en la página y unas palabras. Porque lo mismo es el territorio del poema que se escapa a todo lo demás —la política disfrazada de lobo, de tigre, de cordero, de boceto de animal pintado a lápiz—, sin retocar. Porque es también donde el adentro y el afuera coinciden “y ya no podemos distinguir entre uno y otro”.
No permitir tocar los puntos equidistantes del dibujo —esos puntos negritos del libro de colorear, manejando otros la ruta del lápiz hasta donde nos dejen llegar—, es miserable: nunca permitas que tus animales terminen en ese circo. Déjalos traspasar la pírrica idea de nacionalidad. Por eso sigo sentada en el mármol, como si la contemplación eliminara un dolor que no cabe en la hilera de animales que se defienden de extraños límites, que sobresalen por los bordes para hacer una composición: unívoca, íntegra, obsoleta. Salto, pretendiendo saber cómo pudiera haber sido esta conjetura en los precipicios de ambos lados. Esa ilusión de que existe un después (o un regreso), y especular sobre cómo hubiera podido ser.
Se ha convertido en tragedia, en comedia, en nostalgia. Una zona desde donde cada cual empuja para traspasar la sábana donde se proyecta la película, el dibujo. Tigres en altamar —otra de la infancia que ahora recuerdo—, atraviesan un papel descolorido ya. Ellas a lo lejos, mirándome: una bandera o tela, un sitio que nos ampare más.
“Qué lugar puede tener tanta importancia para osos, alces, ciervos, lobos, cabras y patos… Qué es nuestra inocencia, cuál nuestra culpa…
Seguiré ahí cuando la ola se retire”.
M.M
“Así que fuimos al circo…”
Nos encontrábamos en la esquina
de la 42 y la 5ta. avenida,
sentadas en un banco de mármol:
Elizabeth Bishop, Marianne Moore,
y yo.
Un lugar protegido por leones —creíamos—,
detrás de una escalinata
que nos servía de refugio,
tan seguro como la inseguridad
de nuestras vidas frágiles.
Un lugar venido a menos
como si fuera otro circo “Ripiera”
—se llamaba aquel—:
amparando a las poetas de Brooklyn,
de Massachusetts,
y a la caribeña.
Entonces conversábamos de muñecas
mirando a trasluz las vidrieras
entre el movimiento de la gente
y, por supuesto, de los animales:
esas dos cosas frágiles también
como la porcelana de sus rostros,
y los poemas.
¿Cómo sería conversar con ellas
—la pregunta incontestada, me pregunto—,
sobre el valor que reconstruyo
en las voces que tenían,
durante el sonido de una mala grabación
cuando solo tengo el espacio de sus libros?
Un otoño o alguna primavera:
cerezos y tilos que se burlan
del color que les impongo
(a la inversa del presupuesto
de que “el dibujo es la sensación”,
y de que “el color es la razón”) logrando
una comparación que me gusta más,
o me gusta menos según el artificial
cambio de humor que tenga:
un boceto precario del cómo fueron
los diciembres con nevadas o sin ellas
cayendo sobre el cobertizo
donde las italianas decapitadas ya,
mirándonos desde sus ojazos
temían a la tormenta que se avecinaba
(en una vieja foto de niñas
que escribían poemas sin ninguna receta),
y aguantaban los palos de las palabras
cuando no se puede soportar más el verano
—pero tampoco el invierno—,
dijeron ellas ante mi queja.
Porque la temperatura pasó a ser del paisaje
nuestra única preferencia.
“He vivido algunos meses en un sótano de NY, y visitado las galerías con fotos de Diane Arbus —mujeres con estolas de piel que arrastran humo helado desde sus carteritas; seres con las miradas perdidas (como yo)”.
II.
En la casa de Key West, en Boston,
o en Ánimas,
veo tan solo una fachada,
un desván de alfombras mustias
con animales diseminados por la habitación.
¡Nunca jugábamos!
pero escondíamos palabras de reserva
en los sitios improbables (por inseguros)
para cometer el crimen de haber sido diferentes,
esperando por una amistad
que nos reconciliara con el mundo:
pues, el amor ya sabíamos
que no lo podíamos esperar.
III.
Por eso, siempre te burlabas de mí,
que quise ser una poeta norteamericana
¡qué sacrilegio pensar parecerme a ellas!
por tener muñecas rubias,
o animales recogidos de ríos
que el verano nos daba,
o castillos hechos de talco
que el falso invierno tiraba
sobre los edificios recalentados
(entrejuntos, de San Nicolás)
cayendo desde los hombros al mar:
una topografía que me sobraba
a contrapelo de lo que podría tener (o ser)
por carencia de libertad
si hubiera sido como ellas.
“Estudié en la escuela ‘Forjadores del futuro’, y ¡mira el futuro que me dieron!”.
IV.
Pero a lo largo de esa línea que se parte,
y ramifica luego en tiempos discontinuos,
crecimos, acompañándonos,
“en la desgracia, incluso en la muerte”
de la única manera posible:
sentadas en el banco de mármol
de la Biblioteca Nacional.
Ablandar una lengua
“A medianoche / con el aire evidente / de lo mismo / atravesar la calle / subir las escaleras / y empujar”.
Selección del libro Ablandar una lengua, de Javier L. Mora, poemario ganador del Premio de Poesía Editorial Hypermedia 2019.