Mi último viaje: Moscú, Königsberg (por aire), Berlín, París, Saint-Nazaire, Gijón, Santander, el cabo de La Coruña (España), La Habana (la isla de Cuba), Veracruz, la Ciudad de México, Laredo (México), Nueva York, Chicago, Filadelfia, Detroit, Pittsburgh, Cleveland (los Estados Unidos de América del Norte), El Havre, París, Berlín, Riga, Moscú.
Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo lo que respira vida sustituye casi a la lectura de libros. El viaje emociona al lector de hoy. En lugar de historias ficticias, supuestamente curiosas, sobre temas, imágenes y metáforas aburridas, surgen experiencias interesantes por sí solas.
He vivido demasiado poco como para describir los detalles de una forma correcta y pormenorizada. He vivido lo bastante poco como para retratar fielmente los rasgos generales.
18 días de océano. El océano es fruto de la imaginación. Estando en la mar tampoco puedes ver las costas, las olas son más grandes de lo que sería adecuado para poder disfrutar de ellas y no sabes qué es lo que tienes bajo tus pies. Pero lo que cuenta es la imaginación: saber que ni a derecha ni a izquierda hay tierra firme hasta el polo, que delante se encuentra un mundo completamente nuevo, un segundo mundo, y que debajo tal vez yazca la Atlántida. Esta imaginación da forma al océano Atlántico.
Un océano tranquilo es aburrido. Durante 18 días nos movemos muy despacio, como una mosca sobre un espejo. Solo en una ocasión tuvimos algo de espectáculo, ya en el camino de regreso de Nueva York a El Havre. Un denso aguacero espumó de blanco el océano, trazó rayas blancas en el cielo, cosió con hilos blancos el cielo y el agua. Después apareció un arcoíris que se reflejó y se duplicó sobre el agua, y nosotros, como si fuéramos miembros de un circo, saltamos a través del aro iridiscente. Después, otra vez esponjas flotantes, peces voladores, más peces voladores y más esponjas flotantes del mar de los Sargazos y, en algunas ocasiones solemnes, los chorros de las ballenas. Y todo el tiempo el agua a nuestro alrededor, agobiante hasta la náusea. El océano aburre, pero también lo echas de menos cuando te alejas. Durante mucho, mucho tiempo necesitas oír el rumor del agua, el rugido tranquilizador del motor del barco, el tintineo acompasado de las escotillas de cobre.
El vapor Espagne
14 000 toneladas de desplazamiento. El vapor es pequeño, como nuestros grandes almacenes GUM. Cuenta con tres clases, dos chimeneas, un cine, una cafetería y un comedor, una biblioteca, un auditorio y un periódico.
El periódico Atlantique. En general, malísimo. En la portada, los famosos: Balíyev y Shaliapin; en lugar de artículos vienen descripciones de hoteles (por lo visto, preparadas antes de partir); la poco poblada columna de noticias incluye el menú del día y avances de última hora de la radio del tipo “En Marruecos todo está en calma”.
La cubierta está adornada con farolillos de colores, y los pasajeros de primera clase bailan con los comandantes durante toda la noche. El jazz carga el ambiente hasta el amanecer:
¡Ay, Marquita,
Marquita,
Marquita, primor!
¿Por qué,
mi Marquita,
Me privas de amor…?
Las clases lo son de verdad. En la primera viajan comerciantes, fabricantes de sombreros y cuellos, primeras figuras del arte y monjas. Son gente extraña: tienen nacionalidad turca, solo hablan inglés, viven en México y representan a empresas francesas con pasaportes paraguayos y argentinos. Son los colonizadores de hoy, la flor y nata de lo peorcito de México. Siguiendo con la tradición de los acompañantes y los herederos de Colón, que expoliaban a los indios, hacen que las personas de piel roja se deslomen en las plantaciones habaneras a cambio de unas corbatas rojas que hacen que los negros comulguen con la civilización europea. Se mantienen separados. Solo van a las cubiertas de segunda y tercera clase a buscar chicas guapas. La segunda clase está ocupada por los agentes comerciales que van de viaje de negocios, los que se están iniciando en el arte y los intelectuales que desgastan las teclas de las Remington. Siempre que consiguen volverse invisibles a los ojos de los contramaestres, se cuelan disimuladamente en las cubiertas de primera clase. Entran y se quedan plantados en medio, como si dijeran: “Mirad, ¿cuál es la diferencia entre nosotros? Tengo los mismos cuellos y los mismos puños”. Pero enseguida los descubren y les piden que se marchen a su cubierta, incluso con cortesía. La tercera clase es el relleno de las bodegas. Se trata de la gente de las odesas de todo el mundo, que viaja en busca de trabajo: boxeadores, agentes secretos, negros. No intentan colarse en las otras clases. Les preguntan con sombría envidia a los pasajeros que bajan a su cubierta: “¿Viene de jugar a los naipes, a la préférence?”. De esa zona sube un olor fuerte, mezcla de sudor, botas y hedor acre de los pañales que se están secando, y también el crujido de las hamacas y las camas desplegables de las que está plagada la cubierta, los chillidos endemoniados de los críos y los susurros de las madres que los tranquilizan igual que las madres rusas: “Ea, ea, mi amor, pobrecito mío”.
La primera clase se divierte con el póquer y el mahjong; la segunda juega a las damas y toca la guitarra; los pasajeros de la tercera se entretienen poniendo un brazo detrás de la espalda, cerrando los ojos, esperando a que alguien choque su mano con todas sus fuerzas y adivinando quién ha sido de entre toda la muchedumbre; si reconocen al que los ha golpeado, éste ocupa su lugar. Aconsejaría a los estudiantes probar este juego español.
La primera clase vomita donde le da la gana, la segunda, sobre la tercera y la tercera, sobre sí misma.
No sucede nada. Pasa el telegrafista, anuncia a gritos los nombres de los otros barcos que se cruzan en nuestro camino. Puedes enviar un telegrama a Europa.
El responsable de la biblioteca, en vista de la poca demanda de libros, se entretiene con otros asuntos. Reparte pequeños trozos de papel con diez números. Pagas diez francos y apuntas tu apellido. Si el número de las millas que recorra el barco coincide con el tuyo, cobras 100 francos de esta apuesta marina.
Mi desconocimiento del idioma y mi silencio se han interpretado como silencio diplomático, y uno de los comerciantes, al toparse conmigo, por alguna razón siempre gritaba —para mantener contacto con un pasajero de alto nivel—: «Jorosh Plevna», dos palabras que había aprendido de una chica judía de la tercera cubierta.
La víspera de la llegada a La Habana el vapor se animó. Montaron una tómbola, una fiesta benéfica en alta mar a favor de los hijos de los marineros difuntos.
La primera clase hizo una rifa y bebió champán. Todos hablaron del comerciante Maxton, que había donado dos mil francos. Ese nombre aparecía en el tablón de anuncios, y su pecho fue decorado, en medio del aplauso general, con una cinta tricolor sobre la que aparecía su propio apellido estampado en oro. La tercera también montó una fiesta. Pero las monedas de cobre que la primera y la segunda depositaban en los sombreros, ésta las recaudaba para sí misma.
La atracción principal fue el boxeo. Por lo visto, estaba pensada para los ingleses y los estadounidenses, a los que les gusta ese deporte. Nadie sabía boxear. Es asqueroso que te den en la jeta en medio del calor. Uno de los luchadores de la primera pareja fue el cocinero del barco, un francés desnudo, flaco y peludo con unos calcetines rotos sobre las piernas sin pantalones al que machacaron durante un buen rato. Aguantó unos cinco minutos por su habilidad, y unos 20 minutos más por su amor propio, y después pidió clemencia, bajó los brazos y se marchó escupiendo sangre y dientes.
En la segunda pareja peleaban un búlgaro tonto que abría el pecho con fanfarronería y un agente secreto estadounidense. El agente, un boxeador profesional, se partía de risa. Alzó la mano para descerrajar un golpe, pero se reía tanto que no acertó, sino que se fracturó el brazo, que ya tenía mal curado de la guerra.
Por la tarde, el árbitro se paseó por el barco recogiendo dinero para el malherido agente. A todos les explicaba con mucho secretismo que el agente viajaba a México en misión especial, pero que tendría que quedarse en un hospital de La Habana, y nadie iba a ayudar a un manco: ¿para qué lo iba a querer así la policía estadounidense? Eso lo entendí bien, porque el árbitro estadounidense con casco de paja resultó ser un zapatero judío de Odesa. Y un judío de Odesa se mete en todo. Hasta intercede por un agente secreto desconocido bajo el trópico de Capricornio.
El calor era sofocante. Bebíamos agua en vano: al instante se vaporizaba con el sudor. Cientos de ventiladores giraban sobre sus ejes, agitaban y meneaban las cabezas rítmicamente, abanicando a la primera clase.
Ahora la tercera clase odiaba a la primera también por el hecho de que ésta se encontraba a un grado menos de temperatura.
Por la mañana, fritos, asados y hervidos, nos acercamos a La Habana, blanca por sus edificios y sus rocas. Nos vinieron a recibir un barquito aduanero y, después, decenas de barcas y botecitos con patatas habaneras: piñas. La tercera clase tiraba dinero, y luego pescaba piñas con una cuerda.
Dos habaneros, que competían desde sus barcas para vender su mercancía discutían en ruso puro: “¡La madre que te parió! ¿Adónde vas con tu piña de mierda?”.
La Habana
Estuvimos parados un día entero. Cargamos el carbón. En Veracruz no hay, y lo necesitamos para poder viajar seis días: la ida y la vuelta por el golfo de México. A los pasajeros de primera les entregaron sin demora pases para poder bajar a tierra, llevándoselos a los camarotes. Los comerciantes, en trajes de tusor blanco, bajaron corriendo, excitados, con docenas de maletines: llevaban muestras de tirantes, cuellos, gramófonos, fijadores y corbatas rojas para los negros. Regresaron de noche, borrachos y presumiendo de los puros de dos dólares que les habían regalado.
De la segunda clase bajaron solo aquellos seleccionados. Dejaron partir a tierra a los que le caían bien al capitán. Casi todas eran mujeres. De la tercera clase no dejaron bajar a nadie: se quedaron plantados sobre la cubierta, en medio de los chirridos y el estrépito de las bombas de carbón, del polvo negro mezclado con el sudor pegajoso, subiendo piñas con las cuerdecillas.
En el momento de bajar a tierra empezó a llover, cayó un aguacero tropical como jamás había visto.
¿Qué es una lluvia?
El aire entremezclado con unos chorros de agua. La lluvia tropical es agua pura entremezclada con unos chorros de aire.
Soy de la primera clase. Estoy en la costa. Me refugio de la lluvia en un enorme almacén de dos plantas. Está repleto de whisky, desde el suelo hasta el techo. Las enigmáticas etiquetas King George, Black and White, White Horse se dibujan como manchas negras en las cajas del alcohol de contrabando que fluye desde aquí hacia los Estados Unidos ebrios, tan cercanos.
Detrás del almacén se encuentra la inmunda zona portuaria, llena de tabernas, burdeles y frutas podridas. Más allá del puerto, una ciudad limpia, la más rica del mundo. Hay una zona muy exótica. Sobre el fondo verde del mar, un negro de color azabache con un pantalón blanco vende pescado carmesí levantándolo por la cola por encima de su propia cabeza. La otra zona la forman sociedades limitadas mundiales de tabaco y azúcar, con decenas de miles de negros, hispanos y obreros rusos.
Y en medio de las riquezas, el club estadounidense, Ford, Clay y Bock, de diez plantas: las primeras señales visibles del dominio de los Estados Unidos sobre las tres américas: la del Norte, la del Sur y la central.
Les pertenece casi todo el Kuznetski Most de La Habana: el Paseo del Prado, largo, recto, lleno de cafeterías, anuncios publicitarios y farolas. En el Vedado, delante de sus mansiones adornadas con colarios rosa hay flamencos del color del alba que montan guardia sobre un pie. Los policías, apostados en unos taburetes bajo parasoles, se dedican a proteger a los estadounidenses.
Todo lo que tiene que ver con el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable. Por ejemplo, un bello cementerio con los innumerables Gómez y López, con sus paseos, negros incluso de día, llenos de árboles tropicales barbudos y enredados.
Todo lo relacionado con los estadounidenses está montado con eficacia y bien organizado. Por la noche pasé casi una hora bajo las ventanas de los telégrafos de La Habana. La gente se abochorna con el calor habanero, y escribe casi sin moverse. Bajo el techo, colgados de una cinta interminable con unas pinzas metálicas, vuelan recibos, formularios y telegramas. Una máquina inteligente le coge con cortesía un telegrama a una señorita, se lo pasa al telegrafista y regresa con las últimas cotizaciones de divisas mundiales. Y en total contacto con ella, alimentados por los mismos motores, están los ventiladores que giran y mueven sus cabezas.
Apenas pude encontrar el camino de vuelta. Memoricé la calle por una placa esmaltada que decía: “Tráfico”. Parece evidente que debería ser el nombre de la calle. Solo al cabo de un mes supe que los letreros de “Tráfico” colocados en miles de calles simplemente indican la dirección en la que deben circular los automóviles. Poco antes de la partida del vapor me fugué a comprar revistas. Un hombre andrajoso me paró en la plaza. Tardé mucho en entender que pedía ayuda. El harapiento se quedó sorprendido:
—Do you speak English? Parlata espagnola? Parlez-vous français?
Yo callaba, y solo al final dije a duras penas, para que me dejara en paz: “I am Russia!”.
Era lo peor que podía haber hecho. El hombre se agarró a mí con ambas manos y se puso a chillar:
—¡Hip! ¡Bolchevique! ¡I am bolchevique! ¡Hip! ¡Hip!
Escapé bajo las miradas perplejas y recelosas de los transeúntes.
Zarpamos ya con el himno de los mexicanos.
Cuánto embellece a la gente un himno: incluso los comerciantes se pusieron serios, saltaron de sus asientos, inspirados, y gritaron algo así como: “Mexicanos, estad listos / a montar al caballo…”.
Para cenar nos dieron alimentos que no conocía: un coco verde con el corazón untuoso como mantequilla y una fruta llamada mango, una parodia del plátano, con un hueso grande y peludo.
Por la noche escudriñaba con envidia la lejana línea punteada de farolas que se extendía a la derecha: eran las luces del ferrocarril de Florida.
Una mecanógrafa emigrante de Odesa y yo nos sentamos en unos cilindros de hierro a los que se atan las amarras, en la cubierta de la tercera clase. La muchacha decía con un deje de lágrimas:
—Nos echaron del trabajo. Yo pasaba hambre. Mi hermana pasaba hambre. Nuestro tío segundo nos invitó a venir a los Estados Unidos. Lo dejamos todo, y llevamos ya un año navegando de una costa a otra, de una ciudad a otra. Mi hermana tiene amigdalitis y un absceso. Llamé al médico de la primera clase. No vino, sino que nos llamó a su camarote. Va y dice: “Ah, habéis venido, quitaos la ropa”. Y él mismo está ahí sentado con alguien, y se ríe. Queríamos bajar en La Habana sin permiso: nos empujaron. Justo en el pecho. Eso duele. Lo mismo que sucedió en Constantinopla y en Alejandría. Somos de la tercera clase. Esto es peor de lo que nos pasaba en Odesa. Tenemos que esperar dos años hasta que nos dejen entrar en los Estados Unidos desde México… ¡Qué suerte que tiene! Dentro de medio año volverá a ver Rusia.
Hypermedia Review 2
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