El lugar del encuentro es esa esquina de La Habana Vieja donde la calle Obispo pone rumbo a la bahía, en el epicentro de las postales turísticas. A pocos metros del Floridita, el bar que frecuentaba Hemingway. A la sombra de los árboles de una plazoleta. Allí estaba la librería Ateneo Cervantes. Y allí estaba yo, en la sección de libros de uso. Acababa de encontrarme una novela del escritor español Germán Sierra, Efectos secundarios. Editorial Debate. Premio Jaén del año 2000.
Era el año 2006. Unos meses atrás, justamente, Germán Sierra y yo habíamos cruzado unos mails. En España se hablaba de generación mutante, de narrativa mutante. Era el tema de moda en el mundillo literario. Se repetía mucho esa palabra: mutante. Sierra era uno de esos narradores mutantes. Tal vez lo siga siendo, no estoy seguro. El caso es que, en uno de esos mails, se había ofrecido a enviarme algunos de sus libros por correo postal. Yo le di mi dirección.
Pasó el tiempo. No recibí nada. No me pareció extraño, sino más bien natural, lógico. Me puse en el lugar del escritor español (siempre hay que ponerse en el lugar del escritor español): yo tampoco me hubiera tomado la molestia de enviar libros míos hacia Cuba. Además, ¿para quién? Cuando encontré Efectos secundarios en La Habana Vieja, ya me había olvidado del asunto. Estaba claro que su autor no había echado ningún paquete al correo.
Aunque exhibido como de uso, el libro estaba como nuevo. Costaba 100 pesos. Lo compré sin pensarlo mucho y me fui. Minutos más tarde, en el Paseo del Prado, me senté a hojearlo.
Sorpresa: el libro tenía una dedicatoria.
Leí:
“Para Jorge Enrique Lage, muy agradecido por su interés. Germán Sierra”.
Cerré el libro.
Volví a abrirlo.
La dedicatoria todavía estaba ahí.
Lo primero que uno hace, por supuesto, es contarle a alguien. Enseñarle el libro y la dedicatoria a alguien.
—Pinga… —dijo mi amigo Orlando Luis Pardo Lazo, también escritor—. Pinga… —repitió. La verdad es que no había muchas palabras. Ni para mí ni para él ni para nadie.
Al día siguiente, sin ningún motivo concreto, Orlando se fue a explorar la librería por su cuenta. Después me llamó por teléfono:
—Encontré otro libro de Germán Sierra.
El día anterior, solo estaba Efectos secundarios.
—Al parecer lo sacaron hoy. Y está nuevo.
—…
—Alto voltaje —me dijo Orlando—. Cuentos. Mondadori, 2004. Treinta pesos. ¿Te leo la dedicatoria?
—…
—“A Jorge Enrique Lage, estoy deseando poder leer los suyos. Un abrazo. Germán Sierra”.
Las averiguaciones de Orlando fueron inútiles. En el Ateneo Cervantes, dos mujeres le refirieron el mecanismo conocido. La gente traía libros para vender. La librería compraba libros usados. La reventa estatal.
Orlando (que por aquellos tiempos, ¡qué tiempos!, podía andar La Habana impunemente, haciendo preguntas) preguntó si era posible saber quién había traído unos libros en particular. Si se llevaba alguna clase de registro.
No. ¿Para qué un registro? Los libros se compraban y ya.
—¿Por casualidad se acordarán de la persona que les vendió este libro? —Orlando les enseñó a las dependientes Alto voltaje.
Ni idea. Si alguien podía acordarse, era la tasadora. Una empleada que se ocupaba de recepcionar los libros que suministraba la gente, y ponerles precio.
—¿Pudiera hablar con ella? —preguntó Orlando.
No estaba ahí. No trabajaba en la librería. Iba una vez por semana a tasar.
—¿Es posible que haya más libros de este autor?
No. Los libros de un mismo autor se ponían siempre juntos.
—Pero es que ayer este libro no estaba a la venta, sin embargo había otro del mismo autor —explicó Orlando a unas dependientes cada vez menos interesadas en responder—. ¿Puede ser que los hayan traído por separado?
Podía ser, cómo no. Cualquier cosa podía ser. De todos modos, era muy raro que no se hubieran puesto juntos. ¿Seguro se trataba del mismo autor?
—Podemos ir la semana que viene a hablar con la tasadora —me propuso Orlando luego.
—¿Y después con quién se habla? —le pregunté—. ¿La policía?
—No, claro que no —admitió.
—De todas formas ya tengo los libros. Bueno, en caso de que no haya más ninguno por ahí.
—Te recuerdo que tienes uno solo. Este estará dedicado a ti y todo, pero el que lo compró fui yo. Es mío.
Chequeamos el Ateneo unos días más. No aparecieron más libros de Germán Sierra entre los libros de uso.
“¡Lo que me cuentas es absolutamente genial!”, me comentó el escritor español en un mail, tras yo contarle lo que había pasado con el envío. (Pero, ¿qué había pasado con el envío?). Y sin duda, la experiencia era absolutamente algo, pero “genial” no era la palabra. ¿Cuál, entonces?
“El mutante no eres tú, Germán.”, tenía que haberle dicho. “El mutante soy yo”.
Era el año 2006. Los libros impresos, físicos, los libros en tanto objetos palpables (ah, ¡los libros nuevos!, ¡las fajillas promocionales!), todavía tenían importancia en mi vida. Y no dejaba de ser agradable la confirmación de que los libros se abrían camino hasta mí, incluso cuando ese camino incluyera un rodeo, un paso adicional.
Llamémosle el paso del fucking.
Lo visualizo hoy como una suerte de orgía. Entre especies muy diferentes.
Hoy, quince años después, mi material de lectura es 99 % digital: libros en formato epub y pdf. Libros para leer en un tablet que se volvió libro-dispositivo único: el que contiene muchos otros libros. Libros robados, por supuesto. Libros descargados de páginas webque no están precisamente por la labor del consentimiento; páginas piratas, webs que practican la violación sistemática del copyright.
Al ladrón, lo que le corresponde al ladrón.
Si pudiera vender esos libros digitales, impermeables al uso, por supuesto que los vendería. Pero no puedo. Solo puedo buscar, descargar, y leer. ¿Cuántas cosas sigo sin poder o sin saber hacer yo en La Habana?
Lo único claro es que sigo leyendo. Soy, cada vez más, un lector de libros robados.
Hypermedia Review 2
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