Durante un año y medio solo he escuchado a Beethoven. No he sido capaz de escuchar otra música durante los meses que viví en Florida, esperando convertirme en residente de los Estados Unidos.
Fue un viaje que empezó saltando de un camión a la altura de la milla 342 de la I-95 y me gusta creer que ha sido un buen viaje, me gusta verlo así. Aunque en claro, ahora mismo, solo tengo que he pasado escuchando a Beethoven —sus nueve sinfonías, algunas sonatas y cuartetos, y los cinco conciertos para piano— desde el 21 de julio de 2016 hasta el 25 de febrero de 2018.
Un túnel con música ambiente.
Una música heroica —todos los críticos lo aseguran— que tuvo que ayudarme a cruzar el largo de esos días, como quien cruza una selva virgen o un campo minado.
Al final, he desarrollado una suerte de dependencia auditiva, que no deja de ser otras de las maneras de las dependencias sentimentales. Luego, una vez que he entendido que difícilmente llegaré en mi vida a escuchar otra música con igual obsesión e insistencia, la selección de Leonard Bernstein ha perdido mucho de su significado. Ahí está aún el mismo Beethoven que yo escuchaba por las mañanas, mientras salía a caminar ocho kilómetros, con la única esperanza de no engordar demasiado. Pero ahora, su música suena como la charla de un psicólogo amigable, que procura sin mucho éxito, quitarte de la cabeza la idea de la pistola. Empresa inútil, tanto, como pretender mantenerse delgado en los Estados Unidos.
“Su música suena como la charla de un psicólogo amigable, que procura sin mucho éxito, quitarte de la cabeza la idea de la pistola. Empresa inútil, tanto, como pretender mantenerse delgado en los Estados Unidos”.
La comida —sobre todo la de los pobres— parece enriquecida con algún tipo de jarabe, que termina cebándote como un animal de cría. A los hombres, las carnes baratas, los yogures nonfat, los quesos que no lo son, los pollos regalados, los pavos gigantes, los tomates sin olor y los panes eternos se nos transforman en un forúnculo enorme en medio del abdomen.
Pienso en una suerte de acné para obesos, en un estadio terminal del que no conseguirás desprenderte jamás, aunque solo comas lechuga, aunque no bebas un gramo de alcohol, aunque solo respires a través de una mascarilla.
El aire en los Estados Unidos engorda y está saborizado.
Lo notaba en el espejo cada mañana, justo antes de salir a recorrer los ocho kilómetros que no servían de nada, pues mi barriga cada vez se hinchaba más, se volvía oronda y tersa y sonora. Entonces, me ponía ropa de deporte, conectaba Spotify con el disco de Leonard Bernstein y al paso de la Sinfonía no. 1, echaba a andar a lo largo de una acera de cemento caliente, atestada de reptiles.
Caminaba rápido, siguiendo el compás vivo de la música, diciéndome entre dientes que todo terminaba por llegar; también la muerte. Por tanto, todo lo que estuviera entre ese día y yo, terminaría arribando antes. Solo tenía que tener paciencia y escuchar a Beethoven.
“Una suerte de acné para obesos, en un estadio terminal del que no conseguirás desprenderte jamás, aunque solo comas lechuga, aunque no bebas un gramo de alcohol, aunque solo respires a través de una mascarilla”.
A veces, cuando veía que la barriga había amanecido demasiado crecida, corría al espejo, contemplaba mi cara convertida en un globo anciano y me prometía que en ese mismo instante —no en otro, o ya no tendría el valor para ello— cogería la puerta y saldría para hacer, de una vez, doce kilómetros.
Doce.
Era una orden y yo, un soldado.
Uno más, entre aquellos que conseguía ver pelear, espada o bayoneta en mano, durante algunos pasajes —ciertamente conmovedores— de la Sinfonía no 3.
Me lo exigía de manera imperiosa, como si en el mundo ya no hubiese tiempo para otra cosa. Tenía que salir fuera y caminar. Mejor si por la orilla ventosa de la playa. Mejor si la arena estaba blanda. Mejor si las dunas de arena llegaban a cerrarme el paso. Luego, ya a media marcha, rara vez la fuerza física o la voluntad me dejaban completar el recorrido.
“El aire en los Estados Unidos engorda y está saborizado”.
Beethoven sonaba dentro de mi cabeza, poniéndole sonido al túnel en que yo solito me había metido el 21 de julio de 2016, cuando llegué al aeropuerto de Miami y solicité refugio.
Lo hice, como si fuese un hombre que arribara desde un país en guerra, un tipo que finalmente cruzaba las líneas enemigas y, sin otra esperanza, se reconocía aún con vida. Así lo hice. Me paré delante del oficial de inmigración y tartamudeé: I am a Cuban citizen and I wanna ask refuge.
Era un tipo cetrino, cuadrado, y me dijo en español: “Párate ahí en esa columna y espera que vengan a buscarte”.
Luego, eché a andar detrás de alguien, siguiendo una fila de hombres y mujeres, la mayoría Cuban citizen interesados también en pedir refugio y llegados, como yo, de sus respectivos países en guerra. Aquel alguien abrió la puerta de una pequeña habitación atestada de asientos plásticos, caras de fastidio y unas barrigas ya tan perfectas que parecían hechas para una película. Entonces, entré al túnel.
Era la tarde del 21 de julio de 2016 y no podía imaginarme que durante año y medio solo sería capaz de escuchar a Beethoven, a cualquier hora, incluso, como la única música festiva.
Miami: Quo Vadis?
“Cuando vivía en La Habana, Miami era el lugar de la ‘gusanera’, pero también el paraíso anhelado por muchos que —mientras apuraban el paso en alguna marcha convocada por el desgobierno contra el imperio— cruzaban los dedos esperando la suerte del ‘bombo’”.