[Tres hipótesis sobre un trauma nacional]
I
En el tercer cuento de Lucía hay una escena extraña.
En aquel paraje remoto de un pueblo de campo donde la gente es instintiva y tosca, en el “196…” en que Humberto Solás decidió ambientar el relato que cierra su tríptico acerca del sujeto femenino como encarnación de la revolución social dentro de la historia de Cuba, la joven Lucía y el chofer de camión Tomás acaban de consumar su amor. Después de largos días encerrados en su bohío de madera, sin otro interés que sofocar los deseos del uno por el otro, salen a la calle. Tata, un colega de trabajo del hombre, celebra su fiesta de cumpleaños. Y Lucía y Tomás asisten.
El jolgorio ocurre en un salón cargado, donde se ha reunido la variopinta comunidad de campesinos y la clase media “integrada” que ha ido modelando la Revolución socialista. Diversas parejas bailan al ritmo de la Orquesta Aragón y un chachachá que introduce la secuencia y los primeros ejes dramáticos, donde destaca la insistencia de un matrimonio maduro, que es además organizador político y laboral en la comunidad, para que Lucía y Tomás regresen al trabajo después de los días de placer.
En esa sinfonía de cuerpos y sonidos irrumpe un grupo de gente blanca, vestida elegante. Al frente de ellos, una mujer esbelta y de pelo muy claro. Sus facciones y rasgos revelan su procedencia europea o anglosajona. Viste una falda corta de cuero, medias tejidas, usa una cazadora sobre una blusa blanca, las puntas de su cuello levantadas. Se mueve con deleite entre la gente, apuntando una sonrisa cómplice, y viene seguida por un grupo de hombres también de tez pálida, en traje y corbata, que conversan entre sí y con otra mujer de mayor edad que viene en el grupo, así como de otro hombre, más joven, de cuyos labios cuelga una boquilla con un cigarro prendido.
Este grupo contrasta con el tumulto de gente en general mestiza y humildemente vestida que participa del baile. El montaje lo subraya: abandona la narración en plano general para producir un intercambio de plano-contraplanos, donde los ejes de las miradas de uno y otro grupo se cruzan. El puñado de extraños se exhibe diríase complacido de acceder a la celebración ajena, pero varios de los presentes, sobre todo mujeres y niños, les devuelven miradas que no podrían considerarse menos que de sospecha.
“Lucía, la protagonista del relato de ficción, sigue curiosa la danza desconocida. Como está alejada de Tomás, otro hombre aprovecha para abordarla: ‘¿Tú sabes bailar eso?’”.
También el sonido subraya la irrupción: la llegada del grupo es ilustrada por una música instrumental de guitarra eléctrica que dibuja acordes de rock and roll. El episodio adquiere bajo ese tratamiento sonoro una singularidad que lo califica como un hiato, un paréntesis, o mejor, una digresión. La puesta en escena adquiere reminiscencias documentales bien marcadas, de estilo direct cinema, con unos sujetos tomados por sorpresa en cámara mientras observan lelos al grupo de entrometidos que se reúne en torno a una mesa, conversando animados y bebiendo cervezas, rodeados por un muro de curiosos.
Es en ese momento en que la cámara se aproxima a la mujer y la escuchamos pronunciar una frase ininteligible en un idioma desconocido: extranjeros. Esta gente no es de aquí. Consciente del interés que despiertan, la mujer y uno de sus acompañantes improvisan una danza que concita un tumulto mayor de espectadores. La cámara navega de arriba abajo por el cuerpo de la mujer, que pareciera sufrir contracciones bajo un ritmo que ella sigue en un baile de pareja poco parecido al más íntimo de los cubanos, que se toman de la mano y el talle para seguir un tema de Benny Moré.
La cámara asume ahora un papel más abiertamente testimonial: recorre desde dentro del espacio circular que han dejado a la pareja para hacer su baile, las expresiones de la gente que disfruta de tan raro espectáculo. Y se descubre, al sostener la mirada de aquellos sujetos que miran directo al objetivo y revelan sin temor la situación documental.
Entre los presentes, Lucía, la protagonista del relato de ficción, sigue curiosa la danza desconocida. Como está alejada de Tomás, otro hombre aprovecha para abordarla: “¿Tú sabes bailar eso?”. “Yo… no”. “¿Por qué no aprendes?”. “Yo no sé bailar eso”, insiste ella. Una pareja de mujeres celebra con alborozo y complicidad la escena, pero otras dos se escandalizan: “Oiga… ¿a usted le gusta el baile ese?”. “No no no no, vamos”. “Vamos, a mí tampoco”. “Vamos…”. “Vamos, comadre, porque los rusos estos ya empezaron… ya empezaron con sus inmoralidades…”.
Este apunte extraño, con esa puntada de fondo, me llenó de preguntas. Porque la secuencia termina, poco después, en un altercado, el primero de varios que provocarán los celos de Tomás y que lo dibujarán como antagonista dramático y sujeto social retardatario, fiel a la agenda moralizante de Solás en su película.
De “los rusos” no sabremos más. El relato sigue su rumbo en otra dirección, y este episodio parece disolverse en la memoria como uno más de esos instantes cercanos al paroxismo que hizo del cine de Solás un candidato fácil para el análisis bajo la luz de las categorías de lo dionisíaco y lo apolíneo, cruzado de hombres atormentados, mujeres sufridas y exámenes de la Historia pasada como alegoría del presente.
“Rusos que bailan rock and roll; yanquis que son tomados por rusos”.
Todo lo cual es material de la teoría del cine; pero, ¿y “los rusos”? Como no tengo noticias de que al director le preguntaran en vida sobre el particular, me dirigí a su colaborador más estrecho: el montador Nelson Rodríguez Zurbarán. Nelson me confirmó lo que sospechaba: la escena fue improvisada durante el rodaje de la secuencia del baile. “Se decidió poner en esa fiesta popular a la asistente de dirección de Humberto (la noruega Inger Seeland, y al sonidista cubano Ricardo Istueta, con tipo también de extranjero), como una pareja que llega a esa fiesta y llaman la atención, se ponen a bailar raro… Los planos de los comentarios fueron improvisados en el rodaje y después utilizados en la edición. No estuvieron en el guion original”.
Ergo, una provocación. La performance de Solás trajo al ruedo de la “autenticidad” criolla —del sujeto popular espontáneo que aspira a representar la mirada de su cine como expresión de la verdad antropológica que debía legitimar una nueva imagen de “lo cubano en el cine”— a este grupo de gente (rusos que bailan rock and roll; yanquis que son tomados por rusos), a estos forasteros cuya actitud de suficiencia divertida ofrece un baremo, un paralelo para la otra parte.
No se pierda de vista que ese otro es, curiosamente, el mismo que se ha aventurado a contar la historia de este sujeto popular, pues los forasteros son aquí además el colectivo competente para ejercer la solidaridad simbólica con este mundo a través del cine. Así que tenemos provocación y autoironía, rasgos característicos de la creciente intertextualidad del cine moderno. Es imposible no admitir que todo ello obedece a una conspiración.
¿Qué hace semejante objeto extraño formando parte del proyecto nacionalista de la cinematografía institucional cubana? ¿Qué significan esos “rusos”? ¿Un comentario de contrabando acerca de la intromisión de lo ajeno en el concierto nacional? ¿O algo más complejo?
Mi primera hipótesis es que esta escena califica como un verdadero baile de los monstruos en el cine cubano.
II
El diseño de una política nacionalista requiere de toda clase de contrapesos, con tal de figurar aquello sobre lo cual se aspira a sentar la diferencia. Lo que no se es porque ya otro califica como tal. Esta tensión entre la búsqueda del yo verdadero y un modelo ajeno es central para el cine cubano del período épico de los 60. Un período donde a la invención de una imagen de lo nacional como ejercicio de (auto)representación, se solapa el propósito de hacer un cine que también proponga un modo de representación inusual, propio, legítimo como impulso de modernidad estética.
“¿Qué hace semejante objeto extraño formando parte del proyecto nacionalista de la cinematografía institucional cubana? ¿Qué significan esos ‘rusos’? ¿Un comentario de contrabando acerca de la intromisión de lo ajeno en el concierto nacional? ¿O algo más complejo?”.
Esta intención quedó contenida en los discursos institucionales de la cinematografía de la época. Teniendo por seguro que en la puja de reflejos el cine es una superficie reflectante más, el trabajo de bruñido de esa superficie comenzó por la invención de un modelo diferente de estética cinematográfica.
El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), en el primer inciso de su Ley de creación, de marzo de 1959, indicó: “El cine es un arte”[1]. A continuación, subrayó el valor funcional, altamente pragmático, que tendría este como herramienta de la transformación ideológica a que aspiraba la Revolución. Por ello, señaló entre sus objetivos primordiales “hacer de nuestro cine fuente de inspiración revolucionaria, de cultura y de información”. Ello, que bajo el binarismo ideológico de la época pareció un objetivo claro y lícito, encierra su propia contradicción. ¿Puede hacerse arte y al mismo tiempo proselitismo ideológico?
Esta declaración de política cultural vino acompañada del establecimiento de los marcos temáticos y genéricos en torno a los cuales debía trabajar la naciente cinematografía. Alejado del afán de lucro, de la divulgación de patrones consumistas y, sobre todo, de las películas que promueven el espectáculo empleando temas sensacionalistas, el cine cubano se adjudicó la tarea de reconstruir el gusto de un público mayormente habituado al cine industrial estadounidense y al melodrama latinoamericano.
El propósito era, según el texto de la Ley: “contribuir naturalmente […] al desarrollo y enriquecimiento del nuevo humanismo que inspira nuestra Revolución”. Aunque no se nombran los nuevos paradigmas, ni aparecen mencionados aquellos referentes con los que más conformes estaría este “nuevo cine cubano”, se rechaza la “producción y exhibición de filmes concebidos con criterio mercantilista, dramática y éticamente repudiables y técnica y artísticamente insulsos” y se clama porque el arte venidero constituya “un llamado a la conciencia” y contribuya a “liquidar la ignorancia, a dilucidar problemas, a formular soluciones y a plantear, dramática y contemporáneamente, los grandes conflictos del hombre y la humanidad”.
En varios textos e intervenciones de esos primeros años, Alfredo Guevara, director e ideólogo principal del ICAIC, desarrolló las tesis más cercanas a lo que podría denominarse el programa estético del “cine cubano revolucionario”.
“¿Puede hacerse arte y al mismo tiempo proselitismo ideológico?”.
En un texto titulado “El público cinematográfico y la influencia de Hollywood”[2], Guevara remarca como paradigma buscado el de un cine cuyo propósito sea “contribuir a la indagación o revelación de aspectos de la realidad o de su poética”. En esas páginas critica el modelo del cine industrial estadounidense, constituido alrededor de “subproductos destinados al embrutecimiento” (p. 106), y analiza resortes de tipo publicitario y temático que inciden sobre el consumo serial y el diseño intencionado de la demanda de los públicos.
Entre ellos, dedica especial atención a las películas de género, de las que enumera el western (que califica como “la apología de la exterminación de los indios que habitaban buena parte del continente […] se inspira en la épica para encanallarla”); las películas de gángsteres (“creando modelos sobre los que se forja la juventud norteamericana y de otros países, turbia, confusa e indiferente”); y de amor (“en ellos se idealizan los sentimientos humanos en la forma más superficial y brutal”).
Su impugnación, que emerge de juicios de orden ideológico y moral, no formal, de la mayoría de los modelos fílmicos que “corresponden fielmente a las líneas generales del American way of life” (p. 107), culmina con el grupo de películas de “intriga, misterio, horror y monstruos”. Aunque reconoce que en estas “los resortes psicológicos y expresivos de la tensión” son usados muchas veces “con grandes pretensiones formales”, para él tales mecanismos son un fin artificial, pues su propósito es desviar “al espectador del análisis de la realidad y adormecen su espíritu crítico” (p. 107).
Se infiere de estas demarcaciones que el cine cubano de la Revolución socialista rehuiría los atributos propios del cine de atracciones en su estado industrial y tendería al realismo social y a la indagación intelectual en los asuntos humanos. El papel del género cinematográfico —en tanto que presunto reducto de la ilusión— entraba en el difuso territorio que quedaba abierto para la negociación de la experiencia del placer y para el cine como objeto de entretenimiento.[3]
Así que los géneros del “espectáculo fílmico industrial” que Guevara impugna, solo podrían ser abordados si cruzaban a través de ese deber ser regente. Por ello, la canibalización intertextual de los géneros se hizo visible —si bien con un matiz crítico que echaba mano de la coartada del extrañamiento brechtiano para esquivar cualquier acusación de escapismo—, de forma confesa, en películas como Las aventuras de Juan Quinquín (Julio García Espinosa, 1967) y El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez, 1973), reelaborando códigos del western y del cine de espionaje, respectivamente. No obstante, en muchas otras ese trabajo se hizo de contrabando.
“El brigadista y Guardafronteras siguen siendo dos de los ejemplos más acabados en Cuba de un cine de entretenimiento a medio camino entre las demandas de la propaganda ideológica y el ilusionismo escapista”.
III
El otro estético e ideológico del cine cubano dibujado por Guevara permaneció como un espectro mal exorcizado poquísimo tiempo.
En 1977, Octavio Cortázar hizo su primer largo de ficción con El brigadista, la historia de un adolescente maestro voluntario, que procedente de la ciudad, se ve obligado a hacer su ritual de paso en el entorno hostil de la Ciénaga de Zapata. Nuevamente, un sistema de valores y creencias “de afuera”, en este caso metropolitano, se enfrenta a un entorno que le es extraño. Pero, a diferencia de “Lucía 196…”, aquí la función del sujeto popular que habita en un territorio rudo y sin afeites viene a ser la de vindicar al muchacho blanduzco y medroso. El brigadista, que trae consigo “la luz de la enseñanza” que la campaña institucional propone a los campesinos cubanos, a quienes la Revolución busca ganar para su proyecto moderno, hace varios rituales de paso: pierde la virginidad, aprende a cazar cocodrilos, tiene su primer amor casto y puro…
La película es roca como inmenso inventario de fantasías de masculinidad revolucionaria si no ocurriera en ella además la irrupción de un elemento ajeno al proceso de construcción del “hombre nuevo”. Un impensado forastero adquiere otro contenido y función: irrumpe en la forma de una banda armada que busca destruir ese orden y comprometer el cambio revolucionario a través de la violencia armada.
Esta clase de antagonista en una zona del cine cubano de rasgos más próximos al realismo socialista que a la utopía del cine de autor impregnado de ambiciones intelectuales de los 60, adquiere en El brigadista un halo cuasi demoníaco. Los forasteros son instrumentos de una voluntad extraña y malsana, por demás externa: el imperialismo. A través de tales agentes, el mundo bondadoso y romantizado del héroe es puesto en jaque. La destrucción por la violencia revolucionaria de “los alzados” adquiere categoría de clímax y en él se cierra el acceso a la madurez del adolescente protagonista y la Revolución se legitima.
El rasgo definitivo que separa a la película de Cortázar de sus antecesoras, no obstante, es la restitución de los atributos del western, con su dosis de relato de aventuras y su corolario de manifiesta celebración de los valores viriles, a un entorno de producción donde ahora parece importar menos la “indagación o revelación de aspectos de la realidad o de su poética”. El brigadista trabaja, a partir de esa vocación emblemática que nutre su concepción, dentro de un entorno genérico mucho más próximo al cine de atracciones de la producción comercial, con altas dosis de emoción y un sistema de personajes apoyado sobre estereotipos, donde la identificación emocional es el elemento central para activar el deseo del espectador. Y también, en su intención de operar como propaganda fictiva a favor de la Revolución y sus modelos ejemplares, es un perfecto espécimen del realismo socialista.
“El verdadero otro del cine cubano, el cine de Hollywood, ha estado siempre ahí, esperando el momento de improvisar su danza, una que nos deje alelados”.
Los abruptos forasteros están de regreso, y desembozadamente toman parte en la fiesta de los repertorios estéticos del cine nacional. Y el forastero es, ya sin complejos, el mismo sistema de expresión que había sido expulsado del templo sagrado del nacionalismo cinematográfico: Hollywood.
De la efectividad absoluta del modelo vituperado por Guevara dio fe el ansia con que el público cubano recibió El brigadista: siete semanas consecutivas de exhibición en el principal circuito de cines de La Habana y más de un millón de espectadores en todo el país tuvo durante su estreno. Cortázar repitió la fórmula, con tanto o más éxito, en Guardafronteras (1980). Utilizó además resortes de cara al público que garantizaran un efecto-placer más completo: eligió para el reparto a varios de los presentadores de un programa televisivo de concurso, los ubicó en un entorno apartado, con historia de amor y una infiltración de mercenarios “del Norte” incluida. Y final feliz. Hubo colas inmensas en los cines.
El brigadista y Guardafronteras siguen siendo dos de los ejemplos más acabados en Cuba de un cine de entretenimiento a medio camino entre las demandas de la propaganda ideológica y el ilusionismo escapista.
Por fuera, parecen querer “contribuir naturalmente […] al desarrollo y enriquecimiento del nuevo humanismo que inspira nuestra Revolución”, pero resultan, paradójicamente, “dramática y éticamente repudiables y técnica y artísticamente insulsos”.
La pregunta no es a esta altura de los acontecimientos qué es lo auténtico que nos constituye y cómo lo podemos expresar genuinamente, sino si podemos ser ese otro sin dejar de ser nosotros mismos.
“El personaje, un híbrido entre el ícono absoluto de la ideología del cine de Walt Disney, el ratón Mickey, y el personaje más representativo y duradero del nacionalismo cubano en el cine, el mambí antimperialista Elpidio Valdés, creado por Juan Padrón, trajo de vuelta el baile de los monstruos”.
Mi segunda hipótesis es que el verdadero otro del cine cubano, el cine de Hollywood, ha estado siempre ahí, esperando el momento de impro- visar su danza, una que nos deje alelados.
IV
La provocación de Solás en “Lucía 196…” tiene una intención doble. Por un lado, quiere mostrar el cosmos de un tipo de espectador que presencia la fantasía del otro, del forastero, con repugnancia y con deseo al mismo tiempo. Las miradas que la cámara documenta en la escena de la fiesta lucen aleladas, embargadas por el binomio emocional de placer-repulsión que la visión de lo extraño genera. Y Lucía, para colmo, aunque aún no sabe, podría aprender a bailar eso.
Pero, ¿y si resulta que ese deseo acabó tomando cuerpo hasta encarnarse en un híbrido, en un engendro que acepta natural y gozosamente el coito entre dos intenciones que fueron condenadas, por obra y gracia del voluntarismo, a tomar distancia una de la otra?
Durante el breve período de encantamiento histórico que supuso el inicio del acercamiento entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos hacia el final de la administración de Barack Obama, varias alegorías de encuentro y concierto emergieron al espacio público. Ninguna, sin embargo, expresó de manera tan acabada la imposibilidad de una demarcación, de escisión, entre ese otro y el anhelo de quien lo observa, como Mickey Valdés.
El personaje, un híbrido entre el ícono absoluto de la ideología del cine de Walt Disney, el ratón Mickey, y el personaje más representativo y duradero del nacionalismo cubano en el cine, el mambí antimperialista Elpidio Valdés, creado por Juan Padrón, trajo de vuelta el baile de los monstruos a la cultura visual nacional. Su aparición en el videoclip que acompañara un tema del cantautor Raúl Paz provocó toda clase de interrogantes sobre su significado simbólico en el nuevo contexto emocional del país. De ahí captó el imaginario artístico, por ejemplo, en una conocida pieza de Rafael Pérez Alonso.
Mickey Valdés no quiere vivir más en la mentira.Quiere ser ese engendro doble, dividido, que se reconoce indisociable de dos inclinaciones simultáneas. Con su aparición, Hollywood y el cine cubano del período épico se abrazan, deciden bailar al mismo ritmo y habitar el mismo cuerpo, lejos ahora de los sectarismos de antaño. Su existencia confirma que Lucía aprendió a bailar eso. Que la danza del relato nacionalista no es jamás un baile solitario, sino uno que evita mirar cuanto de extraño hay en lo propio, pues pone en evidencia que lo auténtico no es el resultado de un ejercicio de despojamiento y asepsia, sino de contaminación interminable.
Notas:
[1] Ley de creación del ICAIC, publicada en la Gaceta Oficial, primera sección, La Habana, martes 2 de marzo de 1959.
[2] Alfredo Guevara: Tiempo de fundación, Iberautor, 2003, pp. 105-108.
[3] En 1968, el propio Guevara explicaría en un encuentro con visitantes extranjeros interesados en la administración de la política de exhibición de películas en Cuba, que la distracción y el entretenimiento eran funciones reservadas a “esa cierta cantidad de filmes extranjeros que estamos obligados a comprar de todos modos”. Y agrega: “Nosotros nos hemos planteado no exigir de nuestra propia producción […] la realización de este servicio”. Véase: Tiempo de fundación (p. 152). Un apunte marginal: es curioso que esta negación Guevara no incluya al género ilusionista por antonomasia: el musical. Escasos experimentos de su traslado al terreno del realismo social y de las tradiciones de la cultura popular criolla, como Patakín (Manuel Octavio Gómez, 1982), dieron lugar a resultados mediocres.
Conversación en La Catedral
“¿De qué otra manera pueden sobrevivir los artistas cubanos si no es por el yuma?Aquí nadie compra arte, no hay un mercado nacional. Los yumas son los que permitenque exista arte en Cuba”.